Era
en una visita. Abriendo cierta persona un libro que manos descuidadas, quizás voluntariamente
habían dejado en la sala de espera, tropezó con las siguientes líneas,
rebosantes de sentido y de vida sobrenatural:
¡Lleva en ti a
María!
¡Irradia en derredor
tuyo a María!
¡Comunica a todos algo
de María!
¡Qué de emociones se sucedieron en su alma, en su
corazón, en todo su ser!
Dejó caer el libro, y una gruesa lágrima
brilló en sus pupilas y se deslizó por sus mejillas, y, ocultando luego el
rostro entre las manos, se entregó por largo espacio de tiempo a dulces
meditaciones.
Durante todo aquel día dejaba escapar, sin
cesar, de su corazón estos fervorosos afectos:
¡María!,
haced
que os lleve en
mí;
haced
que os irradie en derredor mío;
haced
que os dé a todos.
Que también nosotros, piadosos hijos de
nuestra dulce Madre; que también nosotros, amantes de María y deseando
continuamente creer en este amor suavísimo, repitamos con frecuencia esa oracioncita
tan corta, tan nuestra, y seguramente no menos grata a la Virgen sin mancha.
Llevar en sí a María no
es propiamente poseer ya las virtudes de María sino tratar de adquirirlas.
Es portarse como una niña que estrena un
vestido nuevo; con conciencia de nuestra intimidad, con prudencia y reserva,
con temor de cometer alguna acción que manche los hermosos vestidos que nos
embellecen. Y lo que nos embellece es la imagen de nuestra Madre, su recuerdo y
el esfuerzo por copiar sus excelsas virtudes.
Llevar en sí a María es respetar la presencia de nuestra amadísima Madre; es vivir a su
lado; es tratar de hacer, para agradarle, esas mil cosillas que a diario se
ofrecen en la vida práctica.
Llevar en sí a María es todavía algo más. Es verdad que no
podemos recibir el cuerpo de María como recibimos el de Jesucristo; pero ¿no recibimos
en la Sagrada Comunión a la vez que a nuestro divino Salvador, algo de María,
parte de María? ¿No fue formada esa divina carne de Jesús, alimento de nuestra
alma, de la carne y sangre de María? La carne de Cristo es
carne de María.
¿No podemos, por consiguiente, afirmar que al llevar en nosotros
a Jesucristo llevamos a María? Jesús
y María… son dos cosas inseparables. No pienses hallar al dulce Hijo de la
Virgen fuera de los brazos de su Madre. Ese es su lugar propio, su trono y su
cielo.
Llevar en sí a María es, por lo mismo, acercarse frecuentemente
a la Sagrada Misa y acordarse luego, durante el día, cuando sea posible, de esa
inefable intimidad de la mañana. ¡Oh María dejadme
llevaros siempre en mí!
Irradiar a nuestro
alrededor a María dice
algo más que llevarla en sí. Es, en cierta manera, haberla grabado ya en alma
por la imitación de algunas de sus virtudes, tan dulces, tan atractivas y tan
asequibles.
Llevar en sí a María significa solo esforzarse en imitarla.
Irradiar a nuestro alrededor a María expresa ya la posesión de algunas de sus
virtudes.
Es mostrarse dulce y paciente en las pruebas
y contrariedades.
Hallarse siempre dispuesto a servir a los demás.
Permanecer tranquilo y sonriente en medio de
los mayores abatimientos.
Es tener para con todos los que se acerquen
a nosotros:
una palabra
cordial que los atraiga;
una sonrisa que les dilate el corazón;
un gesto que los reanime;
una cogida benévola que los cautive;
un trato amable que los eleve, los
sobrenaturalice y los haga exclamar: ¡Oh, mirad, cuánto ama a la Virgen!
Se ha dicho de María que era la Custodia de
Jesús. Que pueda también decirse
proporcionalmente de nosotros que somos la Custodia de María.
¡Oh
María! Permitid que os irradie en derredor mío a
la manera que Vos irradias en derredor vuestro a Jesús.
Dar a María a todos los que se nos acerquen
no es, desde luego, que les podamos decir: “Os doy a María”, sino que indica sencillamente la voluntad
y deseo firmes y actuales de darles a María; o en otros términos, el celo
puesto al servicio de María, la necesidad de hacerla conocer y amar en todas
partes.
Dar a María significa no salir de casa, no
dar paso ni hacer visita alguna, sin que brote de nuestro corazón esta
oracioncita:
¡Oh dulce Virgen María!
Venid y vivid en mí;
venid y vivid en mi corazón,
en mis labios, en mis manos,
a fin de que por mí:
Améis,
iluminéis, habléis y trabajéis Vos.
Yo
solo nada puedo. Hagámoslo todo entre los dos: Vos como agente y como artífice;
yo como pequeño instrumento.
¡Que inmenso bien podríamos hacer renovando asiduamente
esos buenos deseos e intenciones!
¡Seriamos entonces distribuidores de María! Por
ventura no siempre nos daríamos cuenta; pero, llegada la ocasión, la Madre de
Jesús nos usaría, obraría, hablaría y se daría por nosotros.
Con
nuestros ejemplos, palabras, lecturas, cartas y conversaciones iríamos distribuyendo
a María.
Pasaríamos la vida haciendo amar a la Santísima
Virgen; y hacer amar a la Madre del
Salvador es agradar a Jesús y asegurar la vida eterna. “Los que me dan a conocer poseerán la vida
eterna”.
¡Oh, y cómo a su vez nos amará la Virgen!
¡Cómo nos sostendrá!
¡Cómo nos llevará
en su Corazón!
Llevemos, pues, a María
en nosotros para que esta buena Madre nos lleve en sí, y de ese amor recíproco,
y de esa intimidad mutua brotará como fruto espontáneo la santidad…
Llevar en sí a María.
“Espíritu de la vida de intimidad con
la Santísima Virgen”
R. P. L OMBAERDE —Misionero de la
Sagrada Familia
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