miércoles, 7 de noviembre de 2018

LA FE DE MARÍA en SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO.




MARÍA DEL MAR VIVES


   San Alfonso María de Ligorio se puede considerar uno de los santos que más ha contribuido a propagar la devoción a la María. Este santo napolitano es Doctor de la Iglesia, patrono de los moralistas y de los confesores y fundador de la Congregación del Santísimo Redentor. Mostró un profundo y tierno fervor a la Virgen ya desde pequeño, y en diversos momentos importantes de su vida ella lo acompañó. A ella fue a pedir consuelo después de un infortunio en un juego cuando era niño, quedándose en éxtasis; a ella fue a quien dejó su espada de caballero cuando decidió renunciar al mundo, a ella acudió para conseguir el consentimiento de su padre para hacerse eclesiástico; en honor a ella ayunaba a pan y agua todos los sábados; a ella le debe la curación antes de ordenarse sacerdote; fue ella quien le consoló de todas sus amarguras pasadas en el Santuario de Loreto, donde vivió un tiempo de muchas gracias; a ella le debe el haberle concedido arrebatos de éxtasis delante de una imagen suya cuando tuvo que retirarse a Pagani; fue ella quien le inspiró la Regla de su congregación, en la gruta de la Scala; ella le mostró su rostro iluminado mientras predicaba en el púlpito sus glorias, voto que no dejó de cumplir ningún sábado, quedando de nuevo en éxtasis. Finalmente, el santo había pedido a la Virgen que viniese a visitarle en su última hora, y todo induce a hacernos creer que fue así, pues pasó su último día en la tierra mirando fijamente un cuadro de la Virgen, con una plácida sonrisa en los labios, del que salían rayos de luz, hasta que expiró el 1 de agosto de 1787 a la hora del Ángelus, a la edad de 91 años.

   Una de sus obras que mayormente ha contribuido a propagar dicha piedad popular a María, junto con «Visitas al Santísimo Sacramento y a María Santísima», y que se convirtió en el devocionario imprescindible de todo cristiano es «Las glorias de María». Tuvo tanto éxito que él en vida ya vio 16 ediciones italianas, una alemana y otra española. Esta obra, a la que dedicó 16 años de su vida (1734-1750), tuvo la intención de facilitar al clero y a sus congregantes certeros guiones para el apostolado mariano en una época difícil para la Iglesia. 

   El estilo con el que escribe san Alfonso presenta un gran celo, nervio, argumentación, claridad, profundidad y sencillez a la vez, capaces de conmover a cualquiera. Fue un enamorado de Dios y de la Virgen. Alguien ha dicho que así como la Suma de santo Tomás es el arsenal del teólogo, así «Las glorias de María» son el arsenal del mariólogo. (GOY, A. (1952). Obras ascéticas de san Alfonso María de Ligorio (vol.1) Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos (p. 516)). Cabe decir que el arsenal del que se valió para componer su obra proviene de los argumentos, alabanzas, afectos y cuanto de glorioso para María se registra en las Sagradas Escrituras, Santos Padres, tradición y grandes amadores de María Santísima. (Op. cit. (p. 516)).



   En una parte de dicha obra nos habla de las diez virtudes principales de nuestra Madre, entre ellas, la fe de María. Las demás son la humildad, la caridad para con Dios, la caridad para con el prójimo, la esperanza, la castidad, la pobreza, la obediencia, la paciencia y la oración.

   Así como la Santísima Virgen es Madre del amor y de la esperanza, así lo es también de la fe. (Op. cit. (p. 908)). La fe es fiarse, adherirse plenamente a Dios y acoger su Verdad en cuanto garantizada por Él, que es la Verdad misma. María se fio de Él. Ella conoció a Dios de un modo perfectísimo desde el primer instante, y ya desde entonces María se ofreció completamente al Señor consagrándose enteramente a Él en el Templo a la temprana edad de tres años. Desde luego determinó nuestra Reina sacrificar a Dios su voluntad y todo su amor para todo el transcurso de su vida. Y no es dado comprender la decisión con que desde entonces se abrazó con cuanto entendía ser agradable a Dios. (Op. cit. (pp. 771-772)).

   María nos es presentada como la nueva Eva, ya que con su fe repara el daño que Eva causó en el mundo con su incredulidad. María, por creer a las palabras del ángel, que, permaneciendo virgen, llegaría a ser Madre de Dios, trajo al mundo la salvación. Por esta su fe, santa Isabel la llama Bienaventurada. (¡Bienaventurada la que ha creído que se cumplirán las cosas que se le han dicho de parte del Señor! (Lc 1, 45)).

   En este sentido la Santísima Virgen tuvo más fe que todos los hombres y ángeles juntos, expone el santo citando al P. Suárez, pues veía a su hijo en el establo de Belén y lo reconocía por el Creador del mundo. Veíalo huyendo de Herodes, y no dejaba de creer que era el Rey de los reyes. Lo vio nacer, y lo creyó eterno. Lo vio pobre, necesitado de alimento, y creyó que era el Señor del universo; lo vio sobre el heno, y lo creyó omnipotente. Observó que no hablaba, y creyó que era la Sabiduría infinita. Lo sintió llorar y lo tuvo por el gozo del paraíso. Lo vio, finalmente, morir vilipendiado y crucificado, y, aunque todos vacilaron en la fe, María permaneció firme, creyendo siempre que era Dios. (Op. cit. (p. 909)). Así de grande es, pues, la fe de María, que ni de noche se apaga su lámpara. (Prov. 31, 18).



   Dios prefirió contar con la colaboración de sus creaturas, y entre ellas, la primera de la que quiso necesitar fue María. Así como no quiso que su Verbo divino se hiciera Hijo de la Virgen antes de que ésta diese su consentimiento expreso, así tampoco quiso que Jesús sacrificase su vida por la salvación de los hombres antes de que lo consintiera María, a fin de que en un solo y perfecto holocausto fuesen inmolados la vida del Hijo y el Corazón de la Madre. (Op. cit. (p. 811)). De este modo quiso nuestra Madre, por el amor que nos profesa, cooperar a la causa de nuestra salvación. (Op. cit. (p. 855)).

   Sobre las palabras de Isaías: Yo solo he pisado en el lagar, ningún otro pueblo me acompañó, (Is. 63,3) escribe refiriéndose a santo Tomás: Adviértase que dice ‘ningún varón’ para exceptuar a la Virgen, en quién jamás desfalleció la fe. (Op. cit. (p. 910)) Antes por el contrario, María ejercitó en aquella ocasión la virtud de la fe en grado eminentísimo, pues jamás dudó, a pesar de haber dudado todos los discípulos. Por eso se la llama ‘luz de los fieles’ o ‘reina de la verdadera fe’. Siendo también la época de san Alfonso una época de conspiración universal contra el catolicismo, donde reinaba el jansenismo, el regalismo, la corrupción, la impiedad…éste nos dice que la Iglesia atribuye a la fe de María el haber alcanzado victoria sobre todas las herejías.

   Y ya, después de la muerte de Jesús y de su ascensión a los cielos, hablando san Alfonso María de la Asunción de la Virgen, nos comenta que quedó la Virgen en la tierra por un tiempo (aunque no mucho, según comenta, pues le apenaba verse alejada de la presencia y de la vista de su querido Hijo, que ya había subido a los cielos) para velar por la propagación de la fe. A ella acudían los discípulos de Jesús en sus dificultades, ella los alentaba en las persecuciones y los animaba a sacrificarse por la gloria de Dios y por la salvación de las almas, rescatadas por la sangre de su Hijo. De buen grado vivía en la tierra, sabedora de que era la voluntad de Dios que mirase por el bien de la Iglesia. (Op. cit. (p. 825)).

   Y ¿cómo hemos de imitar la fe de María, que es modelo de nuestra fe? La fe es a la vez un don y una virtud –comenta el santo–. Es don de Dios, en cuanto es luz sobrenatural, infundida por el Señor en el alma; y es virtud, en cuanto que el alma se ejercita en ella. De aquí que la fe no sólo ha de servirnos de norma en lo que debemos creer, sino también de norma en lo que debemos obrar. (Op. cit. (pp. 910-11)). La práctica de la fe viva, pues, consiste, en conformar la vida con las creencias, es decir, poner en práctica aquello que creemos. («Aquel que cree verdaderamente pone en práctica lo que cree». (San Gregorio)). Así vivió María, dándonos ejemplo con su vida desde principio hasta el final. María se entregó a los ejercicios propios de la vida activa, pero jamás sus acciones la separaron de la unión con Dios; se daba de lleno a la vida contemplativa, pero sin descuidar los negocios temporales ni la caridad debida al prójimo. (Op. cit. (p. 793-94)). Quién no vive de esta manera, es decir, según sus creencias, tiene una fe muerta. («Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta». (Sant. 2, 26)). San Alfonso nos comenta que, desgraciadamente, hay muchos cristianos que la mayor parte desmienten con las obras su nombre de cristianos. «Mejor fuera encerrar a estos desgraciados en una cárcel como locos, según decía el beato Maestro de Ávila, pues creyendo en una eternidad feliz y en otra desgraciada para quienes vivan bien o mal, viven después como si no lo creyeran. Por esto nos exhorta san Agustín a que lo miremos todo con ojos cristianos, es decir, bajo el punto de vista de la fe, porque en sentir de santa Teresa, todos los pecados proceden de falta de fe». (Op. cit. (p. 911)).



   Pero del mismo modo que María fue aprisa a visitar a su prima Isabel, dice san Alfonso que el que se acerca a pedirle mercedes la hallará siempre pronta, siempre dispuesta a socorrerle y alcanzarle con sus poderosos ruegos todas las gracias necesarias para la salvación eterna. (Op. cit. (p. 803)). Pidamos, pues, como nos invita san Alfonso María de Ligorio, a la Santísima Virgen que, por los merecimientos de su fe, nos alcance de Dios una fe viva:

¡Señora, auméntanos la fe!


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