DÍA
CUARTO
11 de noviembre
DEDICADO
A HONRAR EL DULCE NOMBRE DE MARÍA
Rezar
la Oración inicial para todos los días:
ORACIÓN PARA
TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo
resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo
brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde
donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para
honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra
frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no
os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía
jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de
vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus
hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes.
Sí, los
lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos
esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria,
¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar
de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo
brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros
hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma
familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia
fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la
humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a
ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones,
todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos
de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor
de las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Objeto de grande interés es ordinariamente
para los padres el nombre que han de poner al hijo recién nacido, porque parece
que el nombre guardara íntima relación con el destino del hombre, siendo una
especie de presagio de lo que ha de ser más tarde.
Pero Joaquín y Ana no tuvieron en
inquietarse en buscar un nombre adecuado a la hermosa niña que acababan de dar
a luz en la tarde avanzada de su vida. Ese nombre bajó del cielo y le fue
comunicado por el ministerio de un ángel: era el de María.
Algunos días después de su nacimiento, la
hija de Ana recibió ese nombre que tan dulce había de ser para los oídos de los
que la aman, que es miel para los tristes y júbilo para el corazón cristiano.
Hace muchos siglos que los peregrinos de la tierra lo pronuncian de rodillas y con
actitud de profunda veneración, en homenaje de respetuoso acatamiento hacia la
persona que lo lleva. Millones de almas lo repiten con filial amor y lo llevan
esculpido en lo más secreto del corazón. Manan de él raudales de dulzura y
lleva en sí mismo el sello de su origen celestial, comunicando a los que lo
pronuncian con amor una virtud celestial, que hace brotar santos afectos y
pensamientos purísimos en el alma.
Por eso, ese nombre está grabado con
caracteres de oro en cada una de las
páginas de la historia del mundo, en los anales de todos los pueblos cristianos
y en todos los monumentos de la piedad de los fieles.
Todos los que lloran y padecen encuentran al
repetirlo alivio y descanso en sus tribulaciones. Por eso el náufrago lo pronuncia
en medio de la tempestad, el caminante al borde de los precipicios, el enfermo
en medio de sus dolencias, el moribundo en el estertor de su agonía, el
guerrero en lo reñido del combate, el menesteroso en las horas de su angustiosa
miseria, el sacerdote en medio de las difíciles tareas de su ministerio, el
alma atribulada cuando la tentación arrecia, el desgraciado cuando el infortunio
lo hiere, y el pecador arrepentido al implorar la divina clemencia.
Ese nombre se oye también pronunciar en los
momentos más solemnes de la vida; porque todos saben que el nombre de María no
sólo es consuelo en los grandes dolores de la vida y escudo de la protección en
todos los peligros, sino también preciosa garantía que asegura un éxito
favorable en todas las empresas.
Si tales son los efectos de ese nombre
bendito, necios seremos si no lo repetimos con frecuencia, si no buscamos en él
nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestra fuerza. Hay días malos en la vida
en que nuestro corazón no tiene ningún atractivo alguno por el bien y en que
está como embargado por el hielo de la indiferencia; entonces alcemos al cielo
nuestros ojos y digamos: ¡María!... Hay
horas en que fatigados de nuestra penosa marcha, nos sentimos desfallecer, sin
tener ánimo y valor para el combate; entonces volvamos nuestras miradas a la
que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, y repitamos: ¡María!... Hay momentos en que la desgracia parece anegarnos
en sus aguas amargas y en que la desesperación nos hace perder toda la
esperanza; entonces dirigiendo nuestras plegarias a la Consoladora de los
afligidos, digamos: ¡María!... Hay
sobre todo un instante supremo: aquel en que daremos un adiós eterno a cuanto
hemos amado en la vida, instante de dolorosa ansiedad, de tristes desengaños,
de eterna separación, instantes en que se decidirá nuestra eterna suerte;
entonces volvamos nuestros ojos al cielo y repitamos: ¡María!... Que el nombre de María sea en todas las
circunstancias de nuestra vida la expresión de nuestras convicciones: en los
momentos de gozo sea nuestro cántico de reconocimiento; en el combate, nuestro
signo de victoria; en la desolación, nuestro grito de socorro, y en la hora de
la muerte, nuestra corona y nuestra recompensa.
EJEMPLO
María,
socorro de los que la invocan.
Era el año de 1755. Un espantoso terremoto
que parecía querer reducir a escombros la Europa entera, produjo en el mar tan
grandes levantamientos que sus olas turbulentas invadían las playas y se
extendían por los campos vecinos, devastándolo todo a su paso. La hermosa
ciudad de Cádiz, situada en las riberas españolas, se vio casi sepultada en las
aguas. Las olas azotaban con furia sus murallas y penetraban en sus calles como implacables
enemigos.
La situación de la ciudad era verdaderamente
desesperada; pocos momentos debían bastarle al mar para esparcir sus ruinas por
el fondo del abismo. Todo era llanto, gemidos y lamentos desesperados, pues
ningún auxilio podía salvarla de la potente ira del ciego elemento. El momento
era supremo; la desolación y espanto universales; perdida ya toda esperanza,
los gaditanos sólo pensaron en prolongar por algunos instantes la triste vida,
refugiándose en sitios elevados.
Pero los corazones afligidos se levantan
instintivamente al cielo para buscar en él su remedio y consuelo. Se acordaron
de su celestial protectora, y acudieron en gran número al templo de Nuestra
Señora de la Palma, y cayendo a sus plantas benditas, imploraron su protección
con lágrimas y súplicas. Era el último recurso que les quedaba, pero era el más
poderoso, porque nunca deja de acudir María en socorro de los que la invocan en
la aflicción y el peligro.
Un venerable sacerdote, que se hallaba en
aquellos momentos en el templo, advirtiendo el universal desconsuelo de los que
entraban en tropel a postrarse a los pies de María, los exhortó a confiar en su
protección con palabras llenas de santa unción. Y tomando en sus manos el
estandarte de María les dijo con una fe y con un ardor sin límites:
“Seguidme, y si tenéis fe, veréis cómo la Madre de Dios
os va a librar de la inundación... No, Virgen Santísima, continuó dirigiéndose
a María vos no podéis permitir que perezca un pueblo que os ama y confía en
vuestra bondad”.
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Seguido de una inmensa multitud, que
invocaba entre lágrimas a su excelsa Patrona, avanzó el sacerdote por las
calles con el estandarte en alto.
Llegaron bien pronto al lugar en que las
aguas invadían con temible furia. La emoción era general: millares de personas
tenían fijos los ojos y elevadas las almas en la sagrada enseña. El sacerdote
lleno de confianza y con voz suplicante exclamó, “¡Oh María! vos que todo lo podéis, haced
que no pasen de aquí las aguas.” Y diciendo esto, clavó en tierra el
sagrado estandarte, como si quisiera poner un dique insalvable a las olas
irritadas; y ¡oh prodigio! Las olas para las cuales los altos muros no habían
sido obstáculo que les impidiera inundar la población, se detuvieron de
improviso delante de la imagen de María, y comenzaron a retroceder, como si la
misma omnipotente mano que en un principio le puso por vallado una cinta de
deleznable arena, hubiese en aquel instante renovado su mandato.
En
presencia de aquel estupendo prodigio, el pueblo cayó de rodillas bendiciendo
la mano de su celestial Protectora, y exclamando entre sollozos de gratitud ¡milagro,
milagro!.. Y en efecto, sesenta y dos
pies había subido el mar en aquel día memorable sobre el nivel ordinario, y si
hubiese continuado el ascenso, Cádiz habría irremisiblemente desaparecido.
JACULATORIA.
Concédeme ¡dulce Madre!
Que en la vida y en la muerte
tu nombre en mis labios lleve
ORACIÓN.
¡Oh Madre de gracia y de misericordia! No pueden nuestros labios pronunciar vuestro
dulce nombre sin que el corazón se inflame en purísimas llamas de amor por vos.
Hay en vuestro nombre tan inefables delicias, que es imposible repetirlo sin
experimentar consuelos y dulzuras que no son de esta tierra, sino gotas
desprendidas de la felicidad del cielo. Si es grato el aroma de las flores, si
la miel es dulce y sabrosa para los labios, si las vibraciones del arpa llegan
deleitables al oído en la mitad de la callada noche, mucho más grato, dulce y deleitable
es vuestro nombre ¡oh María! para el corazón de los que os aman.
Tesoros de amor se encierran para el hijo en el nombre de su madre; en el
vuestro ¡oh Madre!, se ocultan tesoros de bendiciones para nosotros
vuestros infortunados hijos.
Haced, Señora nuestra, que cuando la
tribulación nos visite, que cuando la tentación nos asedie, que cuando el
desaliento nos rinda, podamos acudir a vos llamándoos por vuestro nombre. No os
mostréis entonces sorda a nuestro llamamiento y a nuestros clamores; como la
madre corre presurosa al oír el grito de angustia de sus hijos, venid en
nuestro socorro, vos que sois la más amorosa de las madres. Si el mundo nos
abandona, si los hombres ensordecen a nuestros lamentos, si nos dejan solos con
nuestro dolor, sed vos la compañera de nuestras desgracias, la consoladora de
nuestras penas, el asilo de nuestra orfandad, la fuerza de nuestra debilidad,
la luz en nuestras tinieblas, el guía de nuestro camino y el abrigo seguro
contra las tempestades del mundo.
Permitid, en fin, que sean el vuestro y el
de Jesús los últimos nombres que modulen nuestros labios embargados por el
hielo de la muerte, para obtener la gracia de morir santamente y volar al cielo
a cantar eternamente vuestras alabanzas. Amén.
Rezar
la oración final para todos los días:
ORACIÓN FINAL
PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra
buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que
colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a
solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo,
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la
fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas
del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia y
que en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS
ESPIRITUALES.
1.
Invocar frecuentemente el nombre
de María pidiéndole su protección.
2.
Hacer un cuarto de hora de
meditación sobre alguna de las virtudes de María con el propósito de imitarla.
3.
Contribuir con alguna limosna al
culto público de la Santísima Virgen.
Presbítero Vergara Antúnez.
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