domingo, 11 de noviembre de 2018

MES DE MARÍA INMACULADA. DÍA CUARTO.






DÍA CUARTO


11 de noviembre


DEDICADO A HONRAR EL DULCE NOMBRE DE MARÍA



Rezar la Oración inicial para todos los días:



ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.


   ¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.






CONSIDERACIÓN


   Objeto de grande interés es ordinariamente para los padres el nombre que han de poner al hijo recién nacido, porque parece que el nombre guardara íntima relación con el destino del hombre, siendo una especie de presagio de lo que ha de ser más tarde.

   Pero Joaquín y Ana no tuvieron en inquietarse en buscar un nombre adecuado a la hermosa niña que acababan de dar a luz en la tarde avanzada de su vida. Ese nombre bajó del cielo y le fue comunicado por el ministerio de un ángel: era el de María.

   Algunos días después de su nacimiento, la hija de Ana recibió ese nombre que tan dulce había de ser para los oídos de los que la aman, que es miel para los tristes y júbilo para el corazón cristiano. Hace muchos siglos que los peregrinos de la tierra lo pronuncian de rodillas y con actitud de profunda veneración, en homenaje de respetuoso acatamiento hacia la persona que lo lleva. Millones de almas lo repiten con filial amor y lo llevan esculpido en lo más secreto del corazón. Manan de él raudales de dulzura y lleva en sí mismo el sello de su origen celestial, comunicando a los que lo pronuncian con amor una virtud celestial, que hace brotar santos afectos y pensamientos purísimos en el alma.

   Por eso, ese nombre está grabado con caracteres  de oro en cada una de las páginas de la historia del mundo, en los anales de todos los pueblos cristianos y en todos los monumentos de la piedad de los fieles.

   Todos los que lloran y padecen encuentran al repetirlo alivio y descanso en sus tribulaciones. Por eso el náufrago lo pronuncia en medio de la tempestad, el caminante al borde de los precipicios, el enfermo en medio de sus dolencias, el moribundo en el estertor de su agonía, el guerrero en lo reñido del combate, el menesteroso en las horas de su angustiosa miseria, el sacerdote en medio de las difíciles tareas de su ministerio, el alma atribulada cuando la tentación arrecia, el desgraciado cuando el infortunio lo hiere, y el pecador arrepentido al implorar la divina clemencia.

   Ese nombre se oye también pronunciar en los momentos más solemnes de la vida; porque todos saben que el nombre de María no sólo es consuelo en los grandes dolores de la vida y escudo de la protección en todos los peligros, sino también preciosa garantía que asegura un éxito favorable en todas las empresas.

   Si tales son los efectos de ese nombre bendito, necios seremos si no lo repetimos con frecuencia, si no buscamos en él nuestro descanso, nuestro consuelo, nuestra fuerza. Hay días malos en la vida en que nuestro corazón no tiene ningún atractivo alguno por el bien y en que está como embargado por el hielo de la indiferencia; entonces alcemos al cielo nuestros ojos y digamos: ¡María!... Hay horas en que fatigados de nuestra penosa marcha, nos sentimos desfallecer, sin tener ánimo y valor para el combate; entonces volvamos nuestras miradas a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla, y repitamos: ¡María!... Hay momentos en que la desgracia parece anegarnos en sus aguas amargas y en que la desesperación nos hace perder toda la esperanza; entonces dirigiendo nuestras plegarias a la Consoladora de los afligidos, digamos: ¡María!... Hay sobre todo un instante supremo: aquel en que daremos un adiós eterno a cuanto hemos amado en la vida, instante de dolorosa ansiedad, de tristes desengaños, de eterna separación, instantes en que se decidirá nuestra eterna suerte; entonces volvamos nuestros ojos al cielo y repitamos: ¡María!... Que el nombre de María sea en todas las circunstancias de nuestra vida la expresión de nuestras convicciones: en los momentos de gozo sea nuestro cántico de reconocimiento; en el combate, nuestro signo de victoria; en la desolación, nuestro grito de socorro, y en la hora de la muerte, nuestra corona y nuestra recompensa.





EJEMPLO

María, socorro de los que la invocan.


   Era el año de 1755. Un espantoso terremoto que parecía querer reducir a escombros la Europa entera, produjo en el mar tan grandes levantamientos que sus olas turbulentas invadían las playas y se extendían por los campos vecinos, devastándolo todo a su paso. La hermosa ciudad de Cádiz, situada en las riberas españolas, se vio casi sepultada en las aguas. Las olas azotaban con furia sus murallas y  penetraban en sus calles como implacables enemigos.

   La situación de la ciudad era verdaderamente desesperada; pocos momentos debían bastarle al mar para esparcir sus ruinas por el fondo del abismo. Todo era llanto, gemidos y lamentos desesperados, pues ningún auxilio podía salvarla de la potente ira del ciego elemento. El momento era supremo; la desolación y espanto universales; perdida ya toda esperanza, los gaditanos sólo pensaron en prolongar por algunos instantes la triste vida, refugiándose en sitios elevados.

   Pero los corazones afligidos se levantan instintivamente al cielo para buscar en él su remedio y consuelo. Se acordaron de su celestial protectora, y acudieron en gran número al templo de Nuestra Señora de la Palma, y cayendo a sus plantas benditas, imploraron su protección con lágrimas y súplicas. Era el último recurso que les quedaba, pero era el más poderoso, porque nunca deja de acudir María en socorro de los que la invocan en la aflicción y el peligro.

   Un venerable sacerdote, que se hallaba en aquellos momentos en el templo, advirtiendo el universal desconsuelo de los que entraban en tropel a postrarse a los pies de María, los exhortó a confiar en su protección con palabras llenas de santa unción. Y tomando en sus manos el estandarte de María les dijo con una fe y con un ardor sin límites:

   “Seguidme, y si tenéis fe, veréis cómo la Madre de Dios os va a librar de la inundación... No, Virgen Santísima, continuó dirigiéndose a María vos no podéis permitir que perezca un pueblo que os ama y confía en vuestra bondad”.
                  |
   Seguido de una inmensa multitud, que invocaba entre lágrimas a su excelsa Patrona, avanzó el sacerdote por las calles con el estandarte en alto.

   Llegaron bien pronto al lugar en que las aguas invadían con temible furia. La emoción era general: millares de personas tenían fijos los ojos y elevadas las almas en la sagrada enseña. El sacerdote lleno de confianza y con voz suplicante exclamó, “¡Oh María! vos que todo lo podéis, haced que no pasen de aquí las aguas.” Y diciendo esto, clavó en tierra el sagrado estandarte, como si quisiera poner un dique insalvable a las olas irritadas; y ¡oh prodigio! Las olas para las cuales los altos muros no habían sido obstáculo que les impidiera inundar la población, se detuvieron de improviso delante de la imagen de María, y comenzaron a retroceder, como si la misma omnipotente mano que en un principio le puso por vallado una cinta de deleznable arena, hubiese en aquel instante renovado su mandato.

   En presencia de aquel estupendo prodigio, el pueblo cayó de rodillas bendiciendo la mano de su celestial Protectora, y exclamando entre sollozos de gratitud ¡milagro, milagro!.. Y en efecto, sesenta y dos pies había subido el mar en aquel día memorable sobre el nivel ordinario, y si hubiese continuado el ascenso, Cádiz habría irremisiblemente desaparecido.



JACULATORIA.


Concédeme ¡dulce Madre!
Que en la vida y en la muerte
tu nombre en mis labios lleve




ORACIÓN.


   ¡Oh Madre de gracia y de misericordia! No pueden nuestros labios pronunciar vuestro dulce nombre sin que el corazón se inflame en purísimas llamas de amor por vos. Hay en vuestro nombre tan inefables delicias, que es imposible repetirlo sin experimentar consuelos y dulzuras que no son de esta tierra, sino gotas desprendidas de la felicidad del cielo. Si es grato el aroma de las flores, si la miel es dulce y sabrosa para los labios, si las vibraciones del arpa llegan deleitables al oído en la mitad de la callada noche, mucho más grato, dulce y deleitable es vuestro nombre ¡oh María! para el corazón de los que os aman. Tesoros de amor se encierran para el hijo en el nombre de su madre; en el vuestro ¡oh Madre!, se ocultan tesoros de bendiciones para nosotros vuestros infortunados hijos.

   Haced, Señora nuestra, que cuando la tribulación nos visite, que cuando la tentación nos asedie, que cuando el desaliento nos rinda, podamos acudir a vos llamándoos por vuestro nombre. No os mostréis entonces sorda a nuestro llamamiento y a nuestros clamores; como la madre corre presurosa al oír el grito de angustia de sus hijos, venid en nuestro socorro, vos que sois la más amorosa de las madres. Si el mundo nos abandona, si los hombres ensordecen a nuestros lamentos, si nos dejan solos con nuestro dolor, sed vos la compañera de nuestras desgracias, la consoladora de nuestras penas, el asilo de nuestra orfandad, la fuerza de nuestra debilidad, la luz en nuestras tinieblas, el guía de nuestro camino y el abrigo seguro contra las tempestades del mundo.

   Permitid, en fin, que sean el vuestro y el de Jesús los últimos nombres que modulen nuestros labios embargados por el hielo de la muerte, para obtener la gracia de morir santamente y volar al cielo a cantar eternamente vuestras alabanzas. Amén.






Rezar la oración final para todos los días:

ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS



   ¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.




PRÁCTICAS ESPIRITUALES.




1. Invocar frecuentemente el nombre de María pidiéndole su protección.


2. Hacer un cuarto de hora de meditación sobre alguna de las virtudes de María con el propósito de imitarla.


3. Contribuir con alguna limosna al culto público de la Santísima Virgen.



Presbítero Vergara Antúnez.


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