ORACIONES
A LA VIRGEN MARÍA PARA EL ADVIENTO Y NAVIDAD. (Hacer todos los días).
Virgen
del Adviento esperanza nuestra, de Jesús la aurora, del cielo la puerta. Madre
de los hombres, de la mar estrella, llévanos a Cristo, danos sus promesas. Eres
Virgen Madre, la de gracia llena, del Señor la esclava, del mundo la reina.
Alza nuestros ojos hacia tu belleza, guía nuestros pasos a la vida eterna.
MEDITACIÓN I. — (Por San
Alfonso María de Ligorio).
Dedi
te in lucem gentium, ut zis salus mea usque ad extremum terrae. (Is. 49, 6).
Yo
te he establecido para que seas luz de las naciones hasta los extremos de la
tierra.
Considera
como el eterno Padre dijo a Jesucristo en el instante de su concepción estas
palabras: Hijo, yo te he dado al mundo por luz y vida de las gentes, a fin
de que procures su salvación, que estimo tanto como si fuese la mía.
Es necesario, pues, que te emplees todo en beneficio de los hombres. Es por lo
mismo preciso que al nacer padezcas una extremada pobreza, para que el hombre
se haga rico. Es menester que seas vendido como esclavo, para que adquieras al
hombre la libertad; y que como tal esclavo seas azotado y crucificado, para
satisfacer a mí justicia la pena debida por el hombre. Has de dar la vida por
librar al hombre de la muerte eterna. En suma, sabe que no eres más tuyo, sino
del hombre. De esta manera, Hijo mío, este se rendirá a amarme y a ser mío,
viendo que le doy sin reserva a ti mi Unigénito, y que nada más me resta que
darle. Así amó Dios al mundo: Sic Deus dilexit
mundum ut Filium suum unigenitum daret. ¡Oh amor infinito, digno solamente de un Dios infinito, quien de
tal modo amó al mundo que dio su Unigénito!
A
esta propuesta Jesús no se entristece, sí que se complace en ella, la acepta
con amor y se regocija. Desde el primer momento de su encarnación Jesús se da
también todo al hombre, y abraza con gusto cuantos dolores e ignominias debe
sufrir en la tierra por amor del mismo. Estos fueron, dice san Bernardo, los
montes y colinas que debió atravesar con tanta presura y fatiga; cual nos le
representa la Esposa cuando dice: Ved a mi amado, que viene
saltando por los montes, atravesando collados (Cant.
2, 8).
Afectos y
súplicas.
Amado, Jesús mío, si es verdad como dice la ley que con la donación se
adquiere el dominio; ya que vuestro Padre os ha donado a mí, Vos sois todo mío;
por mí habéis nacido, y bien puedo decir que sois mío, y todas vuestras cosas
son también mías. Mía es vuestra sangre, míos son vuestros méritos, mía es
vuestra gracia, mío es vuestro paraíso. Y si Vos sois mío, ¿quién podrá jamás separaros de mí? Nadie puede
quitarme a Dios, decía con júbilo san Antonio Abad. Del mismo modo yo en lo
sucesivo quiero ir diciendo: Solamente por mi culpa puedo perderos y separarme
de Vos. Pero, Jesús mío, si en lo pasado os he dejado y os he perdido, ahora
estoy resuelto a perder la vida y todo antes que perder a Vos, bien infinito y
único amor de mi alma. Os doy gracias, o Padre eterno, de haberme dado a
vuestro Hijo; y ya que Vos le habéis donado todo, yo me entrego sin reserva a
Vos. Por amor de este Hijo, aceptadme y estrechadme con lazos de amor a este mi
Redentor; pero estrechadme de manera, que pueda decir con san Pablo: ¿Quién me separará del amor de Jesucristo? ¿Qué bienes
del mundo podrán jamás apartarme de mi Salvador? Y Vos, Jesús, si sois
todo mío, sabed que yo soy todo vuestro. Disponed de mí y de todas mis cosas
como os plazca; porque ¿cómo podré negar cosa
alguna a un Dios que no me ha negado la sangre ni la vida?
María, madre mía, custodiadme bajo vuestra
protección. No quiero ya ser más mío, quiero ser todo de mi Señor. Pensad en
hacerme fiel; en Vos confío.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sea
una y mil veces bendito vuestro purísimo seno, en que por nueve meses hizo su
morada el Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los
misterios…
ORACIÓN
FINAL (Para todos los días).
ORACIÓN AL
NACIMIENTO DE JESÚS.
En el humilde pesebre es en donde Jesús
aparece más grande y más glorioso.
Dios acaba de dar a la tierra un Salvador y en los brazos de María en
éxtasis, los Ángeles adoran al verbo encarnado. ¡Qué
lección para nuestra fe! El tiempo no disminuye la profundidad del
misterio; los siglos pasan por delante de este pesebre bendito, el cual nos
conserva y nos transmite el recuerdo y el nacimiento de Jesucristo, sublime y
encantadora prueba del amor de Dios hacia nosotros. Si vosotros no podéis
olvidar vuestra madre, vuestra familia, vuestra patria, cristianos no olvidéis
al que ha nacido para salvarnos.
ORACIÓN.
Dios Todo Poderoso, que derramáis hoy
sobre nosotros la nueva luz de vuestro Verbo encarnado, haced que la fe de este
misterio se infunda también en nuestros corazones.
Señor y Dios nuestro, haced del mismo modo, te lo rogamos, que
celebrando con alegría la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, merezcamos,
por una vida digna de Él, gozar de su presencia. Así sea.
MEDITACIÓN
II. (Por San Alfonso María de
Ligorio)
Hostiam
el oblationem noluisti, corpus autem aplasti mihi. (Hebr. 10, 5).
Sacrificio
y ofrenda no quisiste, más me apropiaste cuerpo.
Considera la grande amargura de que debía
sentirse afligido y oprimido el corazón de Jesús en el seno de María en aquel
primer instante en que el Padre le propuso la serie de trabajos, desprecios,
dolores y agonías que había de padecer en su vida, para librar a los hombres de
sus miserias.
Ya
Jesús había dicho por el profeta Isaías: El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto, mi cuerpo
di a los que me herían (Isai.
50, 4.); como si dijera: Desde el primer momento
de mi concepción, mi Padre me hizo entender su voluntad de que yo llevase una
vida de penas, para ser al fin sacrificado sobre la cruz. Y ¡oh almas! todo lo acepté por vuestra salvación, y desde
entonces entregué mi cuerpo a los azotes, a los clavos y a la muerte.
Pondera aquí que cuanto padeció Jesucristo
en su pasión, todo se le puso delante, estando aun en el vientre de su Madre, y
todo lo aceptó con amor; pero al hacer esta aceptación, y al vencer la natural
repugnancia de los sentidos ¡oh Dios! ¡Qué angustias y opresión no padeció el corazón
de Jesús! Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir, con estar
encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María; con
las humillaciones y penalidades del nacimiento, siendo el lugar de este una
gruta fría que servía de establo a las bestias; con haber de pasar después
treinta años entretenido y envilecido en el taller de un artesano: al ver, por
fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo, de
seductor, y reo de muerte, la más infame y dolorosa que se daba a los malvados.
Todo, pues, lo aceptó el Redentor nuestro en
todos los momentos, y en todos ellos venía a padecer reunidas en sí mismo todas
las penas y abatimientos que después había de sufrir hasta la muerte. El mismo
conocimiento de su dignidad divina le hacía sentir más las injurias que estaba
para, recibir de los hombres, diciéndonos por el Prota: Ni ignominia esta todo el día delante de mí.
Continuamente tuvo a la vista la vergüenza, especialmente aquella que debía
causarle algún día verse despojado, desnudo, azotado y colgado de tres garfios
de hierro, terminando así su vida entre los vituperios y las maldiciones de aquellos
mimos por quienes moría.
Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y ¿por qué? Por salvar a
nosotros miserables pecadores.
Afectos y
súplicas.
Amado
Redentor mío, ¡cuánto os costó desde que entrasteis en el mundo el levantarme
de la ruina que yo me he ocasionado con mis pecados! Pues Vos por librarme de
la esclavitud del demonio, al que yo mismo pecando me he vendido
voluntariamente, habéis aceptado ser tratado como el peor de los esclavos. Y
sabiendo yo esto, he tenido valor de amargar tantas veces vuestro amabilísimo
corazón que me ha amado tanto! Mas, ya que Vos siendo inocente y mi Dios,
habéis abrazado una vida y una muerte tan penosa, yo acepto, oh Jesús mío, por
amor vuestro todas las penas que me vendrán de vuestras manos. Las acepto y las
abrazo, porque me vienen de aquellas manos que han sido un día traspasadas a
fin de librarme de las penas del infierno tantas veces merecido. Vuestro amor,
o Redentor mío, en ofreceros a padecer tanto por mí, me obliga sobremanera a
aceptar por Vos toda pena, todo desprecio. Dadme, Señor mío, por vuestros
méritos vuestro santo amor. Este me hará dulces y amables todos los dolores y
todas las ignominias: Yo os amo sobre todas las cosas, os amo con todo el
corazón, os amo más que a mí mismo. Vos en toda vuestra vida me disteis tan
repetidas y tan grandes señales de vuestro afecto; pero yo ingrato hasta aquí,
he vivido tantos años en el mundo; y ¿qué señal de amor os he dado? haced,
pues, o mi Dios, que en los años que me restan de vida, os de alguna prueba de
que os amo. No me fío de llegarme a Vos, cuando me habréis de juzgar, sin haber
hecho antes alguna cosa por amor vuestro. Mas ¿qué puedo hacer yo sin vuestra
gracia? Otra cosa no puedo, sino pediros que me socorráis; y aun esta mi
súplica es gracia vuestra. Jesús mío socorredme por los méritos de vuestras
penas y de la sangre que habéis derramado por mí.
—
¡Oh Santísima Virgen María! Sea
una y mil veces benditos vuestros pechos virginales, con cuya leche se alimentó
el Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Avemaría.
MEDITACIÓN
III. (Por San Alfonso María de Ligorio).
Parvulus
natus est nobis, el Filius datus est nobis. (Is. 9, 6).
Ha
nacido un chiquito para nosotros; y un Hijo se ha dado a nosotros.
Considera como después de tantos siglos,
después de tantos ruegos y suspiros, aquel Mesías, que no fueron dignos de ver
los santos Patriarcas y Profetas, el suspirado de las gentes, nuestro
Salvador vino por fin, ha nacido ya y se ha dado todo a nosotros.
El Hijo de Dios se ha hecho pequeñito, para
hacernos grandes: se ha dado todo a nosotros, para que nosotros nos demos todos
a él; y ha venido a manifestarnos su amor, para que nosotros le correspondamos
con el nuestro. Recibámoslo pues, con afecto, amémosle, y recurramos al mismo
en todas nuestras necesidades.
Los niños, dice san Bernardo, son fáciles en
dar aquello que se les pide. Jesús ha querido venir tal, por manifestarse
propenso y fácil a darnos sus bienes, ya que todos los tesoros están en sus manos, y en ellas puso el
Padre todas las cosas, nos dice san Juan (Juan 3, 35. ). Si
queremos luz, él por esto ha venido para iluminarnos. Si queremos fuerza para
resistir a los enemigos, Jesús ha venido para confortarnos. Si queremos el
perdón y la salvación, él ha venido para perdonarnos y salvarnos. Si,
finalmente, queremos el sumo don del amor divino, él ha venido para inflamarnos; y por esto,
sobre todo, se ha hecho niño, y ha querido presentarse a nosotros pobre y
humilde, para apartar de nosotros todo temor y conquistarse nuestro amor, dice san
Pedro Crisólogo: Taliter venire debuit, qui voluit timorem pellere,
quaerere charitatem. Por otra parte, Jesús ha querido venir de chiquito, para hacerse amar de
nosotros, con amor no solo apreciativo, sí también tierno.
Todos los niños saben ganarse un especial cariño de quien los guarda. ¿Quién,
pues, no amará con toda la ternura a un Dios viéndole hecho niñito, menesteroso
de leche, temblando de frío, pobre, envilecido y abandonado, que llora, que da
vagidos en un pesebre sobre la paja? Esto
hacía exclamar al enamorado san Francisco: Amemos
al Niño de Belén, amemos al Niño de Belén. Almas, venid a amar a un Dios hecho
pobre, pequeñito, que es tan amable, y que ha bajado, del cielo para darse todo
a nosotros.
Afectos y
súplicas.
¡Oh amable Jesús, de mí tan
despreciado! Vos habéis bajado del cielo a rescatarnos del
infierno y daros todo a nosotros; ¿cómo, pues,
hemos podido volveros tantas veces las espaldas, sin hacer caso de vuestros
favores? ¡Oh Dios! los hombres son
tan agradecidos con las criaturas, que si cualquiera les hace un regalo, sí les
envía una visita de lejos, si les muestra una señal de afecto, no se olvidan de
ella y se sienten obligados a corresponderles; y al mismo tiempo son tan ingratos
con Vos, que sois su Dios tan amable, y que por su amor no habéis rehusado dar
la sangre y la vida. Mas, ¡ay de mí! que he
sido para con Vos peor que los demás, porque he sido más amado y más ingrato
que los otros. ¡Ah! si las gracias que me
habéis dispensado las hubieseis hecho a un hereje o a un idólatra, aquellos se
habrían vuelto santos, y yo os he ofendido. ¡Ah! no
os acordéis, Señor, de las injurias que os he hecho. Vos, ya lo habéis dicho,
que cuando el pecador se arrepiente os olvidáis de todos los ultrajes
recibidos: Omnium iniquitatum ejus non recordabor. Si
por lo pasado no os he amado, para lo sucesivo no quiero hacer otra cosa que
amaros. Vos os habéis dado todo a mí, y yo os doy toda mi voluntad. Con esta yo
os amo, yo os amo, yo os amo, y quiero repetirlo siempre. Así diciendo, quiero
vivir y morir, espirando el último aliento con estas dulces palabras en mi
boca: mi Dios, os amo, para comenzar desde el momento que entrare en la
eternidad un amor continúo hacia Vos, que durará eternamente, sin cesar jamás
de amaros. Entre tanto, Señor mío, mi único bien y amor, propongo anteponer
vuestra voluntad a todo placer mío. Venga todo el mundo, yo lo rechazo, que no
quiero, no, dejar más de amar a quien tanto me ha amado; no quiero disgustar
más a quien merece de mí un amor infinito. Ayudad Vos, Jesús mío, con vuestra
gracia este mi deseo.
Reina mía, María, reconozco
deber a vuestra intercesión todas las gracias que he recibido de Dios; no
dejéis de interceder por mí. Alcanzadme la perseverancia, Vos que sois la madre
de ella.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sea una y mil veces
bendito vuestro maternal regazo en que reposo y durmió dulcemente el Hijo de
Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los misterios…
MEDITACIÓN
IV. — (Por San Alfonso María de Ligorio).
Dolor
meus in conspectu meo semper. (Sal. 37, 18)
Mi
dolor está siempre delante de mí.
Considera como en aquel primer instante en
que fue criada, unida el alma de Jesucristo a su cuerpecito en el seno de
María, el Padre eterno intimó al Hijo su voluntad, de que muriese por la
redención del mundo; y en aquel mismo instante le presentó delante toda la
escena funesta de las penas que debía sufrir hasta la muerte, para redimir a
los hombres. Le manifestó ya entonces todos los trabajos, desprecios y pobrezas
que había de padecer en toda su vida, así en Belén, como en Egipto y en
Nazaret; y después le descubrió todos los dolores y las ignominias de su
pasión, los azotes, las espinas, los clavos y la cruz; todos los tedios las
tristezas, las agonías y los abandonos en medio de los que había de concluir su
vida sobre el Calvario.
Abrahán, llevando el hijo a la muerte, no
quiso afligirle con anticiparle el aviso de ella, por aquel poco tiempo que
necesitaba para llegar al monte. Pero el eterno Padre quiso que su Hijo
encarnado, destinado por víctima de nuestros pecados a su divina justicia,
padeciese con mucha anticipación todas las penas a que debía sujetarse en su
vida y en su muerte. De donde fue, que aquella tristeza sufrida por Jesús en el
huerto, bastante para quitarle la vida, la padeció continuamente desde el
primer momento que estuvo en el vientre de su Madre. Así que, desde entonces
sintió vivamente y sufrió el peso reunido de todos los trabajos, dolores y
vituperios que le esperaban.
Toda la vida de nuestro Redentor, y todos
sus años, fueron vida y años de pena y de lágrimas, diciéndonos él mismo por
boca de David: Con el dolor ha
desfallecido mi vida, y mis años con los gemidos (Sal.
30, 11.). Su divino corazón no tuvo un momento libre
de padecimientos: o velaba, o dormía, o trabajaba, o descansaba u oraba o,
conversaba; siempre tenía delante de sus ojos aquella amarga representación; la
cual atormentaba más su alma santísima, que han atormentado a los santos
Mártires todas sus penas. Estos han padecido, pero ayudados de la gracia
padecían con alegría y fervor.
Jesucristo padeció más, padeció siempre con un corazón lleno de
tristeza, y todo lo aceptó por amor a nosotros.
Afectos y súplicas.
¡Oh dulce, oh amable, oh amante corazón de Jesús! ¿Luego ya desde Niño estuvisteis lleno de amargura, y
agonizasteis en el seno de María, sin consuelo y sin quien os mirase, o al
menos se compadeciese de Vos? Todo esto lo sufristeis, o Jesús mío, a fin
de satisfacer por la pena y agonía eterna que a mí tocaba padecer por mis
pecados. Vos, pues, padecisteis falto de todo Alivio porque me salvase yo, que
he tenido el atrevimiento de abandonar a Dios y volverle las espaldas. Os doy
gracias ¡oh corazón afligido y enamorado de mi
Señor! Os doy gracias, y os compadezco especialmente de ver que tanto
padecisteis por los hombres, y estos tan poco os compadecen. ¡Oh amor divino! ¡Oh ingratitud humana! ¡Oh hombres,
hombres! mirad a este pequeño corderito inocente, angustiado por
vosotros, para satisfacer a la justicia divina las injurias que le habéis
hecho. Atended como él está rogando e intercediendo por vosotros cerca del
eterno Padre: miradle y amadle. ¡Ah mi Redentor!
¡Cuán pocos son los que piensan en vuestros dolores y en vuestro amor! ¡Oh Dios!
¡Cuán Pocos son los que os aman! Pero ¡miserable de mí! que también he
vivido por tantos años olvidado de Vos. Habéis padecido tanto para que os
amase, ¡y nada os he amado! Perdonadme,
Jesús mío, perdonadme, que ya quiero enmendarme y quiero amaros. ¡Pobre de mí, si resisto por más tiempo a vuestra gracia
y me condeno! Todas las misericordias de que habéis usado conmigo, y
especialmente vuestra dulce voz que ahora me llama a amaros, serán mis mayores
penas en el infierno. Amado Jesús, tened piedad de mí, no permitáis que viva
más ingrato a vuestro amor; dadme luz, dadme fuerza de vencerlo todo, para
cumplir vuestra voluntad. Escuchadme os ruego, por los méritos de vuestra
pasión. En esta yo todo lo confío y en vuestra intercesión.
¡Oh María, madre mía amada! socorredme. Vos
sois aquella, que habéis alcanzado todas las gracias que yo he recibido de
Dios. Os doy gracias, pero si Vos no continuáis en socorrerme, yo seguiré en
ser infiel como lo he sido hasta aquí...
—
¡Oh Santísima Virgen María! sean
una y mil veces bendito vuestros santísimos brazos, que llevaron, abrazaron y
tiernamente estrecharon al Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los
misterios…
MEDITACIÓN
V. — (Por San Alfonso María de Ligorio).
Oblatus
est, quia ipse voluit. (Is. 53, 7).
Se
ofreció, porque él mismo lo quiso.
El Verbo divino, en el primer instante que
se vio hecho hombre y niño en el vientre de María todo se ofreció por sí mismo
a las penas y a la muerte por el rescate del mundo. Sabía que todos los
sacrificios de los machos de cabrío, y de los toros ofrecidos anteriormente a
Dios, no habían podido satisfacer por las culpas de los hombres; pues se
necesitaba una persona divina que pagase por estos el precio de su redención. Por lo que dijo Jesús al entrar en el mundo
aquellas palabras que san Pablo pone en su boca: Padre mío, todas las víctimas ofrecidas a Vos
hasta aquí, no han bastado, ni podían bastar a satisfacer vuestra justicia: me
habéis dado un cuerpo pasible, para que con la efusión de mi sangre os aplaque,
y salve a los hombres; heme pronto, todo lo acepto, y en todo me someto a
vuestro querer.
Repugnaba este sacrificio a la parte
inferior de Jesús, que como hombre naturalmente rehusaba aquella vida y
aquella, muerte tan llena de penas y de oprobios; pero venció la parte superior
de la razón, que estaba toda subordinada a la voluntad del Padre, y todo lo
aceptó; comenzando Jesús a padecer desde aquel punto cuantas angustias y
dolores debía sufrir en los años de su vida.
Así se condujo nuestro Redentor desde el
primer momento de su entrada en el mundo. Más ¡oh Dios! ¿Cómo
nos hemos portado nosotros con Jesús, desde que comenzamos a conocer con la luz
de la fe los sagrados misterios de su redención? ¿Qué pensamientos, qué
designios, qué bienes hemos amado?
Placeres, pasatiempos, soberbias, venganzas, sensualidad... He aquí los
bienes que han aprisionado los afectos de nuestro corazón. Pero si tenemos fe
es necesario ya mudar de vida y amor. Amemos a un Dios que tanto ha padecido
por nosotros. Pongámonos delante las penas del corazón de Jesús sufridas desde
niño por nosotros; y de esta manera no podremos amar otro que este corazón, el
cual tanto nos ha amado.
Afectos y
súplicas.
Señor mío, ¿queréis
saber de mí cómo me he portado con Vos en mi vida? Desde que comencé a
tener uso de razón, comencé también a despreciar vuestra gracia y vuestro amor.
Vos mejor lo sabéis que yo pero me habéis sufrido, porque aún me queréis bien.
Huía de Vos, y os habéis acercado llamándome. Aquel mismo amor que os hizo
bajar del cielo para venir a buscar la oveja perdida, ha hecho que me
sufrieseis tanto, y no me abandonaseis. Jesús mío, ahora Vos me buscáis, y yo
os busco también. Siento ya que vuestra gracia me asiste; me asiste con el
dolor de mis pecados, que aborrezco sobre todo mal; me asiste con el grande
deseo que tengo de amaros y daros gusto. Sí, mi Señor, os quiero amar y
complacer cuanto pueda. Por una parte, me da verdadero temor mi fragilidad y
debilidad, contraída por causa de mis pecados; pero por otra, es más grande la
confianza que me da vuestra gracia, haciéndome esperar en vuestros méritos, y
dándome grande ánimo para decir: Todo lo puedo en quien me conforta. Si soy
débil, Vos me daréis fuerza contra los enemigos: si estoy enfermo, espero que
vuestra sangre será mi medicina: si soy pecador, confío que Vos me haréis
santo. Conozco que por lo pasado soy culpable de mi ruina, porque en los
peligros he dejado de recurrir a Vos. De hoy en adelante, Jesús mío y esperanza
mía, a Vos quiero siempre recurrir; y de Vos espero toda ayuda, todo bien. Yo
os amo sobre todas las cosas, ni quiero amar a otro que a Vos. Ayudadme por
piedad, por el mérito de tantas penas que desde niño habéis sufrido por mí. ¡Eterno Padre! por amor de Jesucristo aceptad que
yo os ame. Si yo os he enojado, aplacaos con las lágrimas de Jesús niño, que os
ruega por mí: Réspice
infaciem Christi tui. Yo no merezco gracias, pero las merece
este Hijo inocente, que os ofrece una vida de penas, a fin de que Vos uséis
conmigo de misericordia.
Y Vos, madre de misericordia, María, no
dejéis de interceder por mí. Sabéis cuanto confío en Vos, y yo sé bien que no
abandonáis a quien a Vos recurre.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sean
una y mil veces benditas vuestras hermosísimas manos, que acariciaron y
cuidadosamente sirvieron al Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma.
Avemaría.
—Rezar los
misterios…
MEDITACIÓN
VI. — (Por San Alfonso María de Ligorio).
Factus
sum sicut homo sitie adjutorio, ínter mortuos líber. (Sal. 87, 5).
He venido a ser como
hombre sin socorro, libre entre los muertos.
Considera la vida penosa que tuvo Jesucristo
en el seno de su Madre, por la prisión tan larga, estrecha y oscura que allí
padeció por nueve meses. Es verdad que los otros niños están en el mismo
estado; mas ellos no sienten las incomodidades porque no las conocen. Pero
Jesús las conocía bien, porque desde el primer instante de su vida tuvo
perfecto uso de razón. Tenía sentidos, y no podía servirse de ellos; tenía
ojos, y no podía ver; tenía lengua, y no podía hablar; manos, y no las podía
extender; pies, y no podía andar; así que por nueve meses hubo de estar
encerrado como en un sepulcro. He venido a ser, nos dice
él mismo por David, como hombre sin socorro, libre entre los muertos. Él
era libre, porque voluntariamente se había hecho prisionero de amor en aquella
cárcel; pero el amor le privaba el uso de la libertad, y allí le tenía
estrechado con cadenas que no le permitían moverse.
¡Oh grande paciencia del Salvador! exclama
san Ambrosio, pensando en las penas de Jesucristo mientras estaba en el
seno de María. Fue para el Redentor el vientre de María cárcel voluntaria,
porque fue prisión de amor; más por otra parte no fue injusta. Era a la verdad
inocente, pero se había ya ofrecido a pagar nuestras deudas, y a satisfacer por
nuestros delitos. Con razón, pues, la divina justicia lo tiene de tal manera
encarcelado, comenzando con esta pena a exigir del mismo la merecida
satisfacción.
Mira a qué se reduce el Hijo de Dios por amor de los hombres; se priva
de su libertad, y se pone en cadenas, para librarnos de las del infierno. Mucho,
pues, merece ser reconocida con gratitud y con amor la gracia de nuestro libertador
y fiador, quien, no por obligación, sino sólo por afecto se ha ofrecido a
pagar, y ha pagado por nosotros los débitos y las penas, dando por ellas su
vida divina.
No olvides, dice el
Eclesiástico, el favor del que te salió por fiador, porque puso su alma por ti:
Gratiam fideijussoris ne obliviscaris:
dedit enim pro te animam suam (Ecl. 20, 20).
Afectos y
súplicas.
Sí, Jesús mío, tiene razón el escritor sagrado
de advertirme que no me olvide de la inmensa gracia que Vos me habéis hecho. Yo
era el deudor, yo el reo, y Vos el inocente, vos, mi Dios, habéis querido
satisfacer por mis pecados con vuestras penas y con vuestra muerte. Más,
después de esto, yo me he olvidado de tan grande gracia y de vuestro amor: he
tenido atrevimiento de volveros las espaldas, como si no fueseis mi Señor, y
aquel Señor que tanto me ha amado. Pero sí hasta aquí me he olvidado, no
quiero, Redentor mío, olvidarme más. Vuestras penas y vuestra muerte serán mi
continuo pensamiento; y estas me recordarán siempre el amor que me habéis
tenido. Maldigo aquellos días en los cuales, olvidado yo de lo que padecisteis
por mí, abusé tan malamente de mi libertad. Vos me la habíais dado para amaros,
y me serví de ella para despreciaros. Pero hoy la consagro a Vos. Libradme,
pues, Señor mío, de la desgracia de verme separado otra vez de Vos, y hecho de
nuevo esclavo de Lucifer. Ea, encadenad a vuestros pies esta mi pobre alma con
vuestro santo amor a fin de que no se separe jamás de Vos. Padre eterno, por la
prisión de Jesús en el vientre de María, libradme de las cadenas del pecado, y
del infierno.
Y
Vos, Madre de Dios, socorredme, vos tenéis dentro de vuestro seno aprisionado y
estrechado con Vos al Hijo de Dios. Ya, pues, que Jesús es vuestro prisionero,
él hará cuanto le digáis. Decidle que me perdone; decidle que me haga santo.
Ayudadme, Madre mía, por aquella gracia y honor que os hizo Jesucristo de habitar
por nueve meses en vuestro interior.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sean una y mil veces
benditos vuestros ojos virginales que con tanto deleite se recrearon
contemplando el rostro del Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los
misterios…
MEDITACIÓN
VII. — (Por
San Alfonso María de Ligorio).
In
propria venit, et sui eum non receperunt. (Jn. 1,11).
A
lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.
En estos días del santo nacimiento, andaba
lamentando y suspirando san Francisco de Asís por las sendas y selvas, con
gemidos inconsolables. Preguntado por la
causa de esto, respondió: ¿Y cómo queréis que yo no gima, cuando veo que el amor no
es amado? Veo a un Dios casi fuera de sí por amor del hombre y al
hombre tan ingrato a este Dios. Pues si esta ingratitud tanto afligía el corazón
de san Francisco consideremos cuánto más afligió el corazón de Jesucristo.
Apenas concebido en el vientre de María, vio
la cruel correspondencia que debía recibir de los hombres. Había venido del
cielo a encender el fuego del divino amor, y este solo deseo le había hecho
descender a la tierra, a sufrir un abismo de penas y de ignominias; y después
se le presentaba otro abismo de pecados, que habían de cometer los hombres, habiendo
visto tantas señales de su amor. Esto fue, dice san Bernardino de Sena, lo que
le hizo padecer un infinito dolor.
Aún entre nosotros, el verse tratado alguno
con ingratitud por otro hombre, es un dolor insufrible; pues, como reflexiona
el beato Simón de Casia, la ingratitud frecuentemente aflige el alma, más que
cualquier otro dolor al cuerpo. Luego ¿qué dolor ocasionaría a Jesús nuestra ingratitud, al ver
que, siendo Dios, su amor y sus beneficios habían de ser pagados con disgustos
e injurias? Por esto nos
dice: Pusieron contra mis males por bienes, y odio por mi amor (Sal.
108, 5.). Mas, aún hoy día parece
que vaya lamentándose Jesucristo con aquellas palabras del mismo Profeta:
He sido hecho extraño a
mis hermanos (Sal. 68, 9.), cuando
ve que de muchos no es ni amado, ni conocido, como si no les hubiese hecho bien
alguno, ni nada hubiera padecido por su amor. ¡Oh Dios! ¿Qué caso hacen
al presente tantos cristianos del amor de Jesucristo? (Sal.
108, 5). Apareció este Redentor una vez al beato
Enrique Susón en forma de un peregrino que andaba mendigando de puerta en
puerta un poco de alojamiento, pero todos le desechaban con injurias y
groserías. Cuántos ¡ah! se
hallan semejantes a aquellos de quienes habla Job, los cuales decían a Dios: «Apártate de nosotros», siendo así que él
había llenado sus casas de bienes (Job. 22, 17.).
Nosotros,
aunque hasta aquí nos hayamos unido a estos ingratos, ¿querremos
seguir en ser siempre tales? No, que no se merece esto aquel amable Niño que ha venido del cielo
a padecer y morir por nosotros, para hacerse amar de nosotros.
Afectos y
súplicas.
Luego será verdad, o Jesús mío, que Vos habéis
bajado del cielo para haceros amar de mí, habéis venido a abrazaros con una
vida de penas y una muerte de cruz por amor mío, y para que os diese acogida en
mi corazón; y yo tantas veces he tenido valor de desecharos diciendo: ¡Apartaos de mí, Señor, que no os quiero! ¡Oh Dios! si
Vos no fueseis bondad infinita, y sino hubieseis dado la vida por perdonarme,
no tendría ánimo de pediros perdón; pero oigo que Vos mismo me ofrecéis la paz:
«Volveos
a mí, y yo me volveré a vosotros», decís
por Zacarías. Vos mismo, Jesús mío, que habéis sido ofendido por mí, os hacéis
mi intercesor, como nos lo asegura vuestro discípulo amado: Ipse est propitiatio pro peccatis
nostris (Jn. 2, 2.). No quiero, pues, haceros este
nuevo agravio, de desconfiar de vuestra misericordia.
Yo me arrepiento con toda el alma, de haberos despreciado. ¡Oh sumo bien! recibidme en vuestra gracia por
aquella sangre que habéis derramado por mí. No soy digno de ser llamado hijo
vuestro. No, que no soy digno, mi Redentor y Padre, de ser más hijo vuestro,
habiendo renunciado tantas veces a vuestro amor; pero Vos me hacéis digno con
vuestros méritos. Os doy gracias, Padre mío, y os amo. ¡Ah!
el sólo pensamiento de la paciencia con que me habéis sufrido por tantos
años, y de las gracias que me habéis dispensado después de tantas injurias que
os he hecho debiera hacerme vivir siempre ardiendo en vuestro amor. Venid,
pues, Jesús mío, que yo no quiero desecharos más: venid a habitar en mi pobre
corazón. Yo os amo, y quiero siempre amaros; pero Vos inflamadme siempre más,
recordándome el amor que me habéis tenido.
Reina y madre mía, María, ayudadme, rogad a
Jesús por mí, hacedme vivir agradecido en lo que me resta de vida a este Dios
que tanto me ha amado, aunque después tanto le he ofendido.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sean
una y mil veces bendito vuestros oídos castísimos, que con tanta frecuencia
oyeron el dulce nombre de Madre de la boca del Hijo de Dios, hecho hombre por
dar salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los
misterios…
MEDITACIÓN
VIII. — (Por San Alfonso María de Ligorio).
Apparuit
grapia Dei Salvatoris nostri ómnibus hominibus, erudiens nos ut... pie vivamus
in hoc secuto, expectantes beatam spem, et adventum glorice magni Dei, el
Salvatoris nostri Jesu Christi. (Tít. 2, 11-13).
Se
manifestó a todos los hombres la gracia de Dios Salvador nuestro, enseñándonos
que vivamos en este siglo píamente, aguardando la esperanza bienaventurada, y
el advenimiento glorioso del gran Dios y Salvador Jesucristo.
Considera que por la gracia que aquí dice
manifestada se entiende el entrañado amor de Jesucristo hacia los hombres, amor
nunca merecido por nosotros, y por esto se llama gracia.
Este amor por otra parte fue siempre el
mismo en Dios, pero no siempre se mostró del mismo modo. Primeramente fue
prometido en tantas profecías, y encubierto bajo el velo de tantas figuras. Más
en el nacimiento del Redentor se dejó ver a las claras este amor divino,
apareciendo a los hombres el Verbo eterno, niño, recostado sobre el heno, que
gemía y temblaba de frío, comenzando ya de esta manera a satisfacer por
nosotros las penas que merecíamos, y dando asimismo a conocer el afecto que nos
tenía, con dar por nosotros la vida. Porque,
como dice san Juan (1 Jn 3,16): En esto hemos conocido la
caridad de Dios, en que puso él su vida por nosotros.
Se manifestó, pues, el amor de Dios, y si manifestó a todos, ÓMNIBUS HOMINIBUS. Pero, ¿por qué después no le han conocido todos,
y todavía hay tantos que no le conocen? El mismo Jesucristo da la razón:
PORQUE LOS HOMBRES AMARON MÁS LAS TINIEBLAS QUE LA LUZ (Jn.
3, 19.). No le han conocido ni conocen, porque no
quieren, estimando en más las tinieblas del pecado, que la luz de la gracia.
Procuremos no ser del número de estos infelices. Si
hasta aquí hemos cerrado los ojos a la luz, pensando poco en el amor de
Jesucristo, procuremos en los días que nos restan de vida tener siempre delante
la vista las penas y la muerte de nuestro Redentor, para amar a quien tanto nos
ha amado, «AGUARDANDO ENTRE TANTO
LA ESPERANZA BIENAVENTURADA Y EL ADVENIMIENTO GLORIOSOS DEL GRAN DIOS Y
SALVADOR NUESTRO JESUCRISTO”. Así Podremos
confiar fundadamente, según las divinas promesas, en aquel paraíso que
Jesucristo nos ha adquirido con su sangre. En esta primera venida, viene Jesús
de niño, pobre y envilecido, y dejase ver nacido en un establo, cubierto de
pobres mantillas, y reclinado sobre el heno; pero en la segunda venida vendrá
de juez sobre un trono de majestad. VERÁN ENTONCES, NOS DICE
ÉL MISMO, AL HIJO DEL HOMBRE, VINIENDO SOBRE LAS NUVES CON GRANDE PODER Y
MAJESTAD. ¡Dichoso en aquella hora el que le habrá amado, y miserable el
que no le haya amado!
Afectos y
súplicas.
¡Oh mi santo Niño! ahora os veo sobre esa paja; pobre,
afligido y abandonado; más sé que un día habéis de venir a juzgarme en un solio
de resplandores, y cortejado por los Ángeles. ¡Ah! perdonadme,
antes que me hayáis de juzgar. Entonces deberéis portaros como Dios de
justicia, pero ahora sois para mi Redentor y Padre de misericordia. Yo ingrato,
he sido uno de aquellos que no os han conocido, porque no han querido
conoceros; y por esto en vez de pensar en amaros, considerando el amor que me
habéis tenido, no he pensado sino en satisfacer mis apetitos, despreciando
vuestra gracia y vuestro amor. Esta
mi alma, que he perdido, ahora la consigno en vuestras santas manos. Salvadla,
Señor: In manus tuas
commendo spiritum meum (Sal. 30, 6.). En Vos pongo, deposito
todas mis esperanzas, sabiendo que habéis dado la sangre y la vida por mí, para
rescatarme del infierno: Redemisti me,
Domine, Deus veritatis. Vos no habéis permitido que yo muriese cuando
estaba en pecado, y me habéis esperado con tanta paciencia, para que yo,
reconocido; me arrepienta de haberos ofendido, y comience a amaros; y así
podáis después perdonarme y salvarme. Sí, Jesús mío, quiero complaceros: yo me
arrepiento sobre todo mal de cuantos disgustos os he causado, me arrepiento y
os amo sobre todas las cosas. Salvadme por vuestra misericordia; y mi salvación
sea amaros siempre en esta vida y en la eternidad.
Amada madre mía, María, recomendadme a
vuestro Hijo. Hacedle presente que yo soy siervo vuestro, y que en Vos he
puesto mi esperanza. Él os oye, y nada os niega.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sean una y mil veces
benditos vuestros candidísimos labios, que con gozo inexplicable imprimieron
tiernos ósculos en el Hijo de Dios, hecho hombre por dar salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los
misterios…
MEDITACIÓN IX. — (Por San Alfonso María de
Ligorio).
Ascendit autem et Joseph, ut profiteretur
cum María desponsata sibi, uxore proegnante. (Luc. 2, 4).
Subió también José, para
empadronarse con su esposa María, que estaba en cinta.
Había ya decretado Dios que su Hijo naciese
no en la casa de José, sino en una gruta y establo de bestias del modo más
pobre y más penoso que puede nacer un niño; y para esto dispuso que César
Augusto publicase un edicto, mandando que cada uno fuese a empadronarse en la
propia ciudad, de la que traía su origen.
José cuando tuvo noticia de esta orden se
puso en agitación, pensando si debía dejar, o llevar consigo la Virgen Madre,
que estaba próxima al parto. «Esposa y Señora mía, la
dice; por una parte yo no quisiera dejaros sola; por otra, si os llevo me
aflige la pena de que Vos habéis de padecer mucho en este viaje tan largo, y
hecho en un tiempo tan rígido: mi pobreza no me permite llevaros con aquella
comodidad que a Vos es debida». Más responde
María, y le da ánimo, diciéndole: «José mío, no temas, yo
iré contigo, el Señor nos asistirá». Sabía bien esta Señora, por
inspiración divina, y también porque estaba bien penetrada de la profecía de
Miqueas, que en Belén había de nacer el divino Infante. Por lo que, toma las fajas
y los otros pobres paños preparados ya, y marcha con José: Ascendit autem Joseph, ut profiteretur cum María.
Vamos aquí considerando los devotos y santos
discursos que en este viaje deberían tener los dos santos Esposos acerca de la
misericordia, de la bondad y del amor del Verbo divino, que dentro de poco
tiempo había de nacer y aparecer sobre la tierra, para la salvación de los
hombres. Consideremos aquí también las alabanzas, las bendiciones y acciones de
gracias, los actos de humildad y de amor en que se ejercitarían por el camino
estos dos grandes viajeros.
Mucho ciertamente padecía aquella santa
doncellita vecina al parto, caminando largas distancias por sendas extraviadas,
y en la estación del invierno; pero padecía con paz, y con amor; ofrecía todas
aquellas penas a Dios, uniéndolas con las de Jesús, que llevaba en su seno.
¡Ah! unámonos
también nosotros, y acompañemos al Rey del cielo con María y José: a este Rey,
que va a nacer en una cueva, y hacer su primera entrada en el mundo, de niño,
pero niño el más pobre y abandonado que jamás ha nacido entre los hombres, y
pidamos a Jesús, María y José, que por el mérito de las penas padecidas en este
viaje nos acompañen en el que estamos haciendo a la eternidad, ¡Oh! ¡Dichosos nosotros, si nos acompañásemos y fuésemos
siempre acompañados de estos tres grandes personajes!
Afectos y súplicas.
Mi amado Redentor, yo sé que en este viaje a
Belén os acompañan a escuadrones los Ángeles del cielo; pero de los que habitan
en la tierra ¿quién os acompaña? Solos
lleváis con Vos José y María al Niño que llevas dentro de ti. No rehuséis,
pues, Jesús mío, que os acompañe también yo miserable e ingrato como he sido;
mas ahora reconozco el agravio que os he hecho. ¡Ah!
sí, Vos habéis bajado del cielo para salvarme, para ser mi Compañero
sobre la tierra, y yo tantas veces os he dejado, ofendiéndoos ingratamente.
Cuando pienso, o mi Señor, las muchas veces que por mis gustos malditos me he
separado de Vos renunciando a vuestra amistad, quisiera morirme de dolor; pero
habéis venido para perdonarme. Ea, pues, perdonadme pronto, que ya me
arrepiento con toda el alma de haberos tantas veces vuelto las espaldas y
abandonado. Propongo y espero con vuestra gracia no dejaros más, y no separarme
de Vos, único amor mío. Mi alma se ha enamorado de Vos, o mi amable Dios niño.
Os amo, mi dulce Salvador; y ya que habéis venido a la tierra a salvarme, y a
dispensarme vuestras gracias, estas solo os pido; no permitáis que tenga que
separarme más de Vos. Unidme, estrechadme a Vos encadenándome con los dulces
lazos de Vuestro santo amor.
¡Ah mi Redentor y Dios! ¿Y quién tendrá más corazón de dejaros, y de vivir sin Vos,
privado de vuestra gracia?
Santísima María, yo vengo para acompañaros
en este viaje; y vos no dejéis de asistirme madre mía, en el viaje que hago a
la eternidad. Asistidme siempre, pero especialmente cuando me hallaré al fin de
mi vida, próximo a aquel momento del que depende, o estar siempre con Vos, para
ver a Jesús en el paraíso, o estar siempre lejos de Vos, para aborrecer a Jesús
en el infierno. Reina mía, salvadme con vuestra intercesión, y mi salud sea
amar a Vos y amar a Jesús por siempre, en el tiempo y en la eternidad. Vos sois
mí esperanza; de Vos todo lo confío.
—
¡Oh Santísima Virgen María! sea
una y mil veces bendita vuestra lengua angelical, que sin cesar alabó y llamó
Hijo querido al Hijo de Dios, hecho hombre por salud a mi alma. Avemaría.
—Rezar los
misterios…
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