jueves, 18 de abril de 2019

DE LA INSTITUCIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO. Por Fray Luis de Granada.




   Entre todas las muestras de caridad que nuestro Salvador nos descubrió en este mundo, con mucha razón se cuenta por muy señalada la institución del Santísimo Sacramento. Por lo cual dice San Juan que, habiendo el Señor amado a los suyos que tenía en el mundo, esto es, a sus escogidos, en el fin de la vida señaladamente los amó, porque en este tiempo les hizo mayores beneficios y les descubrió mayores muestras de su amor.

   Pues para entendimiento de estas palabras, que son fundamento así de este misterio como de todos los demás que se siguen, conviene presuponer que ninguna lengua criada es bastante para declarar la grandeza del amor que Cristo tenía a su Eterno Padre, y consecuentemente a los hombres que Él le encomendó.

   Porque como las mercedes y beneficios que este Señor, en cuanto hombre, había recibido de este soberano Padre fuesen infinitas, y la gracia otrosí de su alma, de donde procede la caridad, fuere también infinita, de aquí es que el amor que a todo esto respondía era tan grande, que no hay entendimiento humano ni angélico que lo pueda comprender.

   Pues como sea propio del amor desear padecer trabajos por el amado, de aquí nace que también se puede comprender la grandeza del deseo que Cristo tenía de beber el cáliz de la muerte, y padecer trabajos por la gloria de Dios y por la salud de los hombres, que Él tanto deseaba por su amor.

   Pues este divino amor, que hasta este día estuvo como detenido y represado para que no hiciese todo lo que Él deseaba y podía hacer, este día le abrieron las puertas y le dieron licencia para que ordenase e hiciese todo cuanto quisiese por la gloria de Dios y por la salud de los hombres.

   Habida, pues, esta licencia, la primera cosa que hizo fue abrir la puerta a todos los dolores y tormentos de su Pasión, para que todos juntos envistiesen primero en su alma santísima con la aprehensión y representación de ellos y después en todo su sacratísimo cuerpo. Los cuales fueron tales, que la imaginación y representación de ellos bastó para hacerle sudar gotas de viva sangre.

   Este mismo le entregó luego en manos de pecadores y le ató a una columna, y le coronó con espinas, y le hizo llevar una Cruz a cuestas, y en ella misma le crucificó.

   Éste le hizo entregar sus manos para que las atasen, y sus mejillas para que las abofeteasen, y sus barbas para que las pelasen, y sus espaldas para que las azotasen, y sus pies y manos para que los enclavasen, y su costado precioso para que lo alanceasen, y, finalmente, todos sus miembros y sentidos para que por nuestra causa los atormentasen.

   Y de aquí se ha de tomar la medida de los trabajos de Cristo, no de la furia de sus enemigos, porque ésta no igualaba con su amor, ni de la muchedumbre de nuestros pecados, pues para éstos bastaba una sola gota de su sangre, sino de la grandeza de este amor.



   Mas ante todas estas cosas este mismo amor le hizo ordenar un Sacramento admirable, el cual por doquiera que le miréis está echando de sí llamas y rayos de amor.

   Por donde el que desea saber qué tan grande sea este amor, ponga los ojos en este divino Sacramento y considere los efectos y propósitos para que fue instituido, porque éstos le darán nuevas ciertas de la grandeza de la caridad que ardía en el pecho de donde este Sacramento procedió. Porque todos los indicios y señales que hay de verdadero y perfecto amor, en este divino Sacramento se hallan.

   Porque, primeramente, la principal señal y obra del verdadero amor es desear unirse y hacerse una cosa con lo que ama. De donde viene a ser que el que ama, todos los sentidos tiene en la cosa que ama: el entendimiento, la memoria, la voluntad, la imaginación, con todo lo demás. De suerte que el amor es una alienación y destierro de sí mismo, que nace de estar el hombre todo trasladado y transportado en el amado.

   Pues este tan principal efecto de amor nos mostró Cristo en este Sacramento; porque uno de los fines para que lo instituyó fue para incorporarnos y hacernos una cosa consigo, y por esto lo instituyó en especie de manjar, porque, así como del manjar y del que lo come se hace una misma cosa, así también de Cristo y del que dignamente lo recibe, como Él mismo lo significó diciendo: «El que come mi carne, y bebe mi sangre, él está en Mí, y Yo en él.»

   Lo cual se hace por la participación de un mismo espíritu que mora en ambos, que es como estar en ambos un mismo corazón y un alma; de donde se sigue una misma manera de vida y después una misma gloria, aunque en grados diferentes.

   Pues ¿qué cosa más para apreciar y estimar que ésta?

   La segunda señal y obra de verdadero amor es hacer bien a la persona amada y darle parte de cuanto tiene, después que le ha dado su corazón y a sí mismo.   Porque el verdadero amor nunca está ocioso: siempre obra y siempre trabaja por hacer bien a quien ama.

   Pues ¿qué mayores bienes, qué mayores dádivas que las que nos da Cristo en este Sacramento?

   Porque en él se nos da la misma carne y sangre de Cristo, y el fruto que con el sacrifico de esa misma sangre se ganó.
   De manera que aquí se nos da el panal juntamente con la miel, que es Cristo con sus merecimientos y trabajos, de que aquí nos hace participantes por virtud de este Sacramento, según la disposición y aparejo del que lo recibe.

   De donde, así como en tocando nuestra alma en la carne que desciende de Adán, cuando Dios la infunde y la cría, luego es hecha participante de todos los males y miserias de Adán; así, por el contrario, en tocando por medio de este Santísimo Sacramento dignamente en la carne de Cristo, se hace participante de todos los bienes y tesoros de Cristo.

   Por lo cual se llama este Sacramento Comunión, porque por él nos comunica Dios no solamente su preciosa carne y sangre, mas también su parte de todos los trabajos y méritos que con el sacrificio de esa carne y sangre se alcanzaron.

   La tercera señal y obra de amor es desear vivir en la memoria del amado y querer que siempre se acuerde de él; y para eso se dan los que se aman, cuando se apartan, algunos memoriales y prendas que despiertan esta memoria.

   Pues por esto ordenó también el Señor este Sacramento, para que en su ausencia fuese memorial de su sacratísima Pasión y de su Persona. Y así, acabándolo de instituir, dijo: «Cada vez que celebrares este misterio, celebradlo en memoria de Mí»; esto es, para acordaros de lo mucho que os amé, de lo mucho que os quise y de lo mucho que por vuestra causa padecí.

Pues quien esta memoria con tales prendas

   Mas no se contenta el verdadero amor con sola la memoria, sino, sobre todo, pide retomo de amor; porque toda otra paga tiene por pequeña en comparación de ésa, y a veces llega este deseo a tanto, que viene a buscar maneras de bocados y artificios para causar este amor cuando entiende que no lo hay.

   Pues hasta aquí llegó el soberano amor de Dios; que deseando ser amado de nosotros, ordenó este misterioso bocado con tales palabras consagrado, que quien dignamente lo recibe luego es herido y tocado de este amor. Pues ¿qué cosa más admirable que ésta?

   La cuarta señal y obra de amor, cuando es tierno, es desear dar placer y contentamiento al que ama, y buscarle cosas acomodadas para esto, como hacen los padres a los hijos chiquitos, que les procuran y traen algunas cositas que sirvan para su gusto y recreación.

   Pues esto mismo hizo aquí este soberano amador de los hombres ordenando este Sacramento, cuyo efecto propio es dar una espiritual refección y consolación a las almas puras y limpias, las cuales reciben con él tan grande gusto y suavidad, que, como dice Santo Tomás, no hay lengua que lo pueda explicar.

   Y mira, ruégote, en qué tiempo se puso el Señor a aparejarnos este bocado de tanta suavidad, que fue la noche de su Pasión, cuando a Él se le estaban aparejando los mayores trabajos y dolores del mundo.

   De manera que cuando a Él se aparejaban los dolores, nos aparejaba Él estos sabores; cuando a Él se aparejaba la hiel, nos aparejaba Él esta miel; cuando para Él se ordenaban estos tormentos, nos ordenaba Él estos regalos, sin que la presencia de la muerte y de tantos trabajos como le estaban aguardando, fuesen parte para ocupar su corazón de tal manera que lo retrajese de hacernos este grande beneficio.

   Verdaderamente con mucha razón se dice que es fuerte el amor como la muerte, pues las muchas aguas, y los grandes ríos de pasiones y dolores, no bastaron no sólo para apagar, mas ni aun para oscurecer la llama de este divino amor.

   La última señal y obra de amor es desear la presencia del amado por no poder sufrir el tormento de su ausencia. Esto verá claro quien leyere los extremos que hacía la madre de Tobías por la ausencia de su hijo, y lo que hizo el Patriarca Jacob por la vista de José, pues a cabo de ciento y treinta años de edad partió con toda su casa y familia para Egipto, por ver, antes que muriese, con sus ojos, lo que tanto amaba su corazón.
   Porque la condición del verdadero amor es querer tener presente lo que ama y gozar siempre de su compañía. Pues por esta causa este divino amador instituyó este admirable Sacramento, en que realmente está Él mismo en sustancia, para que, estando este Sacramento en el mundo, se quedase Él también con nosotros en el mundo, aunque se partiese para el Cielo. Lo cual es manifiesto argumento de su amor y de lo que Él deseaba nuestra compañía, porque la grandeza de este amor no sufría esta ausencia tan larga.

   Y hacer Él esto con nosotros fue la mayor honra, el mayor provecho, el mayor consuelo y mayor remedio que nos pudiera quedar en este mundo, para que en Él tuviésemos en quien poner los ojos, a quien llamar en nuestras necesidades, a quien hablar cara a cara cuando nos fuese menester, cuya presencia despertase nuestra devoción, acrecentase más nuestra reverencia, esforzase más nuestra confianza y encendiese más nuestro amor.

   Engrandecía Moisés al pueblo de Israel diciendo que no había en el mundo nación tan grande, que tuviese dioses tan cerca de sí cuanto lo estaba nuestro Dios a todas nuestras oraciones. Si esto decía él aun antes de la institución de este divino Sacramento, ¿qué dijera ahora cuando en Él y por Él tenemos a Dios presente, que nos ve y le vemos, y con quien rostro a rostro platicamos?

   Verdaderamente mucho hizo el Señor en ordenar este Sacramento para que le recibiésemos dentro de nosotros; pero mucho hizo también en querer que le tuviésemos perpetuamente en nuestra compañía en los lugares sagrados.   Dichosos los cristianos que todos los días pueden visitar estos lugares y asistir a la presencia de este Señor, y hablar cara a cara con Él. Pero mucho más los Sacerdotes y Religiosos que moran en los templos, y día y noche pueden gozar de esta misma presencia y tratar familiarmente con Dios.



   ¿Ves, pues, cómo toda las señales y obras de perfecto amor concurren en este divino Sacramento, y todas en sumo grado de perfección? Por donde no queda lugar para dudar de la grandeza de este amor, pues con tantos y tan evidentes argumentos se nos declara. En lo cual conocerás que no es Dios menos grande en amar que en todas las otras obras suyas.

   Porque, así como es grande en galardonar, y en consolar, y en castigar, así también lo es en el amar. Pues ¿qué mayor tesoro, qué mayor consolación puede ser que ésta?

   Porque cierto es que, hablando en todo rigor, el mayor bien que nuestro Señor puede hacer a una criatura es amarla. Porque el amor dice los teólogos que es el primer don y la primera dádiva que se da, de la cual nacen todas las otras dádivas como arroyos de su fuente o como efectos de su causa.

   Pues siendo esto así, ¿qué mayor riqueza ni consolación pueden tener los siervos de Dios, que saber que de esta manera son amados de Dios? Porque dado caso que de esto no se puede tener evidencia si Dios no lo revelase, pero todavía se pueden tener grandes conjeturas, cuales las tienen los que perseveran mucho tiempo sin pecado mortal, y esto basta para recibir, con esta manera de noticia, grandísima consolación, y no sólo consolación, sino también grandísimos estímulos y motivos, así para amar a Dios como para esperar en Él.

   Porque si con ninguna cosa se enciende más un fuego que con otro fuego, ¿con qué se podrá más encender en nuestros corazones su amor que con tal fuego de amor?

   Y si ninguna cosa esfuerza más la confianza que saber que nos ama el que puede remediarnos, ¿cómo no tendremos confianza en quien nos tiene tan grande amor? ¿Qué negará el que a sí mismo se dio y el que tanto nos amó, pues la primera de las dádivas es el amor?

   Mas hay aun aquí otra cosa que declara mucho la grandeza de este amor. Porque ya que esta dádiva era tan grande, si la diera Él a quien la mereciera, o a quien la agradeciera, o a quien supiera aprovecharse dignamente de ella, no fuera tanto más darla a muchos que tan mal la conocen y tan poco la agradecen y tan mal se saben de ella aprovechar, esto es, de caridad y misericordia singular.

   Quisiste, Señor, declarar la grandeza de tu caridad al mundo y supístelo muy bien hacer, porque para esto buscaste una tan ingrata y tan indigna criatura como yo, para que tanto más resplandeciese la grandeza de tu gracia, cuanto más indigna era esta persona.

   Los pintores, cuando pintan una imagen blanca, suelen ponerla en un campo negro, para que salga mejor lo blanco par de lo prieto. Pues así Tú, Señor, usaste de esta tan maravillosa gracia con una tan indigna criatura como es el hombre, para que la indignidad de esta criatura descubriese más la grandeza de tu gracia.

   Pues, ¡oh Rey de gloria!, ¿qué tiene este hombre porque tanto le amas y tanto quieres ser amado de él? ¡Oh cosa de grande admiración! Si todo tu ser y gloria dependiera del hombre, así como toda la del hombre pende de Ti, ¿qué más hicieras de lo que hiciste para ser amado de él?

   Cosa es por cierto maravillosa que, estando toda mi salud, toda mi gloria y bienaventuranza en Ti, huya yo de Ti; y teniendo Tú tan poca necesidad de mí, hagas tanto por amor de mí.

   Ni es menos argumento de esta caridad la especie en que este Señor quiso quedar acá con nosotros, porque si en su propia forma quedara, quedara para ser venerado; mas quedando en forma de pan, queda para ser comido y venerado: para que con lo uno se ejercitase la fe y con lo otro la caridad.

   Y llamase pan de vida, porque es la misma vida en figura de pan; por eso esto otro pan poco a poco va dando vida a quien lo come, después de muchas digestiones; mas el que dignamente come este pan, en un momento recibe vida, porque come la misma vida.

   De manera que, si tienes horror de este manjar porque es vivo, allégate a él porque es pan; y si lo tienes en poco porque es pan estímalo mucho porque es vivo.

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