Acabados los misterios de la cena y el sermón de sobremesa, dicen los Evangelistas que se fue el Salvador al huerto de Getsemaní a hacer oración antes de entrar en la conquista de su Pasión.
Donde puedes primeramente
considerar cómo acabada esta misteriosa cena, y con ella los sacrificios del
Testamento viejo, y ordenados los del nuevo, abrió el Salvador la puerta a
todos los dolores y martirios de su Pasión, para que todos ellos juntos estuviesen
primero en su alma que atormentasen su cuerpo.
Y así dicen los Evangelios que
tomó consigo tres discípulos suyos de los más amados y comenzó a temer y
angustiarse, y les dijo aquellas tan dolorosas palabras: «Triste
está mi alma hasta la muerte»; esto es, llena de tristeza moral
bastante a causar la muerte, si Él no reservara la vida para más largos
trabajos. Y apartándose un poco de ellos, fuese a hacer oración; y la tercera
vez que oró, padeció su bendita alma la mayor tristeza y agonía que jamás en el
mundo se padeció.
Testigos de esto fueron aquellas preciosas
gotas de sangre que de todo su cuerpo corrían; porque una tan extraña manera de
sudor, nunca visto en el mundo, declara haber sido ésta una de las mayores
tristezas y agonías del mundo. Porque ¿quién jamás oyó ni leyó sudor de sangre
que bastase a correr hilo a hilo hasta la tierra?
Y pues este sudor exterior era indicio de la
agonía interior en que estaba su alma, así como desde que el mundo es mundo
nunca se vio tal sudor, así nunca se vio tal dolor.
Las causas de esto fueron muchas.
Porque una fue la perfectísima aprehensión
de todos los dolores y martirios que le estaban aparejados, los cuales fueron
allí tan distintamente representados, que con esto fue interiormente, si decir
se puede, azotado, escupido, abofeteado, coronado, reprobado y crucificado; y
así con esto padeció en la parte afectiva de su alma grandísimos dolores,
conforme a la representación de todas estas imágenes.
Hubo también otra causa principal,
que fue la
grandeza del dolor que padeció con la representación y memoria de todos
nuestros pecados.
Porque como Él por su inmensa caridad se quiso ofrecer a satisfacer por
ellos, era razón que antes de esta manifestación padeciese este tan gran dolor.
Y para esto puso ante sus ojos
todas las maldades y abominaciones del mundo, así las hechas como las que
estaban por hacer, así las de los que se han de salvar como las de los que se
han de condenar, y de todas recibió tan gran dolor cuán grande era su caridad y
el celo que tenía de la honra de su Padre.
Por donde, así como no se puede estimar este celo y amor, así tampoco este
dolor.
Porque si David por esta causa
dice que se deshacía y marchitaba cuando veía las ofensas de los hombres contra
Dios, ¿qué haría Aquel que tanto mayor caridad
tenía que David, y tanto mayores males veía que David, pues tenía ante Sí todos
los pecados de todos los siglos presentes, pasados y venideros?
Éstos eran aquellos toros y canes
rabiosos que despedazaban su alma santísima, mucho más crueles que los que
atormentaban su cuerpo; de quien Él decía en el Salmo: «Cercándome a muchos
novillos, y toros bravos están al derredor de Mí». Ésta, pues, era una muy principal causa de este dolor.
Otra era el pecado y perdición de aquel
pueblo, que había de ser tan espantosamente castigado por aquel tan gran
pecado, lo cual, sin duda, sintió el Señor mucho más que su misma muerte. Y
éste era el cáliz que el bendito Señor rehusaba, según la exposición de San
Jerónimo, cuando
suplicaba al Padre que, si fuese posible, ordenase otro medio por donde el
mundo fuese redimido, sin que aquel antiguo pueblo suyo cometiese tan gran
maldad y se perdiese.
Pues, así, estas como otras
consideraciones semejantes afligieron tanto su bendita alma en aquella oración,
que le hicieron sudar este tan extraordinario sudor.
Pues ¡oh buen Jesús, oh benigno Señor!, ¿qué aflicción es
esta tan grande? ¿Qué carga tan pesada? ¿Qué dolencia es esa que así os hace
sudar gotas de sangre?
La dolencia, Señor, es nuestra; mas vos tomáis el sudor de ella.
La dolencia es toda nuestra; mas vos recibís las medicinas.
Vos padecisteis la dieta que nuestra gula
merecía cuando por nosotros ayunasteis.
Vos recibisteis la sangría que nuestros
males merecían cuando vuestra preciosa sangre derramasteis.
Vos
también tomasteis la purga que a nuestros regalos se debía cuando la hiel y
vinagre bebisteis; y Vos ahora tomáis el sudor cuando,
puesto en esa mortal agonía, sudáis gotas de viva sangre.
Pues ¿qué os daremos, Señor, por esta manera de
remedio, tan costoso para el remediador y tan sin costa para el remediado?
Mira, pues, ¡oh hombre!, cuánto es lo que debes a este Señor. Mira cuál está por
ti en este paso cercado de tantas angustias, batallando y agonizando con la
presencia de la muerte, yendo y viniendo de los discípulos al Padre y del Padre
a los discípulos, y hallando en ambas partes todas las puertas de consolación
cerradas.
Porque el Padre no oía la oración que por parte de
la inocentísima carne de Cristo se le hacía; los discípulos en este tiempo
dormían; Judas y los Príncipes de los Sacerdotes, armados de furor y de
envidia, velaban, y sobre todos estos desamparados era mayor aún el de Sí
mismo, porque ni de la parte superior de su alma ni de la Divinidad recibía
alguna consolación.
De manera que a este amantísimo Hijo dio el Padre a beber el cáliz de
la pasión puro, sin mezcla de alguna consolación; por donde vino a decir
aquellas palabras del Salmo: «Por
Mí, Señor, pasaron tus iras, y tus espantos me conturbaron».
Y dice muy bien: pasaron y no
permanecieron, porque no mereció Él la ira como pecador, sino como fiador y
Salvador de pecadores. Pues ¡oh! Cordero inocentísimo, ¿quién puso
sobre vuestros hombros esa tan pesada carga, que sólo imaginarla os hace sudar
gotas de sangre?
¿Quién os ha herido, Señor? ¿Qué sangre es
esa que está goteando de vuestro rostro? No veo ahora verdugos que os atormenten; no parecen aquí
señales de azotes, ni de clavos, ni de espinas, ni de Cruz; entiendo, Señor,
que vuestra caridad quiere ser la primera en sacaros sangre sin hierro y sin
cuchillo; para que se entienda que ella es la que abre camino a todos los otros
perseguidores.
En este paso doloroso tienes,
hermano, no sólo materia de compasión, sino también ejemplo de oración. Porque aquí primeramente
nos enseña el Salvador a acudir a Dios en todas nuestras necesidades, como a
Padre de misericordias, el cual muchas veces nos envía estos trabajos, por darnos
motivo de acudir a Él en ellos y experimentar su Providencia paternal en
nuestro remedio.
Enséñanos también aquí a perseverar en la
oración y no desistir luego de nuestra demanda, cuando no somos luego despachados
a nuestra voluntad, sino que perseveremos en ella, como lo hizo este Señor, que
tres veces repitió una misma oración, porque muchas veces lo que al principio
se niega al fin se viene a conceder.
También aquí nos enseña a orar por una
parte con grande confianza, y, por otra, con grande obediencia y resignación en
la voluntad de Dios.
La confianza nos muestra cuando dice Padre mío, que es la palabra de
mayor ternura y confianza que puede ser, la cual ha de tener el que ora. Y la
resignación nos descubre cuando dijo: «No se haga lo que Yo quiero, sino lo que Vos queréis».
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