DÍA CUARTO —4 de octubre.
—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento
el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre
de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que,
confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la
vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante
vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la
Iglesia.
¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves
momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de
vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a
vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.
Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros
labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica
las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos
durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección
la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor
en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos
eternamente en la Gloria. Amén.
Segunda consideración sobre el segundo: Misterio gozoso.
De la caridad con el prójimo.
Muchos son los ejemplos que en la
Visitación nos ofrece la Santísima. Virgen; pues ¿Quién podrá decir cuál sería la
cordialidad, dulzura y caritativo trato de que fué modelo en la dichosa morada
de su santa prima? ¡Ah y cuán necesaria nos es imitarla ejercitando con
nuestros prójimos, esta virtuosa condescendencia! Ella pudiera
llamarse pequeña moneda de la caridad; pero como las ocasiones de adquirirla
son continuas, nos es dado con su práctica acumular tesoros de méritos para nuestras
almas, al propio tiempo que ayudar al espiritual aprovechamiento de nuestros
hermanos.
Personas hay, piadosas por otra parte, y capaces hasta de hacer
sacrificios por su prójimo, en ocasión determinada, pero cuyo trato ordinario
es tan áspero e intransigente, que desvían; no sólo de su comunicación, con la
que tanto bien podrían hacer, sino hasta de la piedad de que hacen profesión,
pues con su adusto proceder la presentan bajo un aspecto sombrío e
insoportable. Si estas personas se hubiesen encontrado en las bodas de Canaán,
ciertamente que no hubiesen intercedido por los esposos, para que el Salvador
les proveyese por milagro de excelente y abundante vino. Hubieran pensado que
esta falta era provechosa, pues hacía practicar la abstinencia a los convidados
y la humillación a los esposos. Pero la Santísima Virgen no piensa de este
modo. El espíritu de la verdadera piedad es rígido solamente para con nosotros
mismos, pero indulgente para con el prójimo, no sólo socorriéndole en las
necesidades graves, sino también procurándole cuanto pueda convenirle y
proporcionándole todo aquello que lícitamente puede serle agradable. Y, por
cierto, qué hermoso ejemplo de esta complacencia es el que nos ofrece en estas
bodas la Santísima Virgen, pues no parece sin misterio que el Evangelio nos
hable de un solo milagro obrado por el Divino Salvador a instancias de su Santísima
Madre, y no tenga él por objeto una causa grave, sino solamente el proporcionar
vino a aquellos convidados y evitar la confusión que los esposos hubiesen
sufrido por su falta. Y para esto, insiste María, sin desanimarse por la
negativa de su Divino Hijo, como para de-mostrarnos que, si tanto se interesa
en nuestra felicidad temporal, ¿Cuál será su solicitud cuando se trate de nuestra
salvación eterna? Creen algunos que la práctica de la caridad se
limita a alargar con desdén un socorro al menesteroso, a quien quizá tratarían
duramente si en algo les contrariara, pero la verdadera caridad es dulce,
benigna e indulgente; todo lo sufre, lo embellece todo y no admite resentimiento
ni antagonismo de ningún género. El que su inspiración sigue, no reconoce
más que dos clases de hombres: una, los discípulos del Evangelio, a quienes ama
en Dios,
y otra, los desgraciados que le ofenden, por cuya conversión ruega y se inmola con todas
las veras de su alma. ¡Ah! ¡Cuán hermosa es la caridad! Para su predicación, podemos decir que reservó el Divino
Maestro sus más
memorables enseñanzas. Quiso que ella fuese como el distintivo de nuestra
adhesión a su
doctrina, cuando dijo: «En
esto conocerá el mundo que sois mis discípulos, en que os amáis;» al
darnos el dulce nombre de hijos de Dios, lo hace a título de esta misma caridad,
exclamando: «Bienaventurados
los pacíficos;» y en la memorable noche de la Cena, en la, que quiso dar
una prueba suprema del amor de su Divino Corazón a los hombres, instituyendo la
Sagrada Eucaristía, exhorta todavía a sus discípulos a la práctica de la
caridad, y anunciándoles un precepto nuevo, como si quisiese que su atención se
fijase especialmente en aquellos supremos momentos, les dice: «Amaos
los unos a los otros, como yo os he amado.» Pero ¿Cómo es posible
esto? ¿Podremos nosotros nunca, no ya imitar, pero ni siquiera comprender, cómo
nuestro Divino Salvador nos ha amado? Mas
si no es posible la imitación de este inmenso amor en su extensión, debemos al
menos esforzarnos en copiar algunos rasgos de este bellísimo original, siquiera
sea imperfectamente.
Pero ¡cuán
difícil es ya encontrar ese hermoso espíritu de caridad en toda su pureza! El mundo le desconoce, y lo que es más triste,
las personas que se llaman piadosas le olvidan frecuentemente. El hombre enemigo,
es decir, el demonio, parece que siembra el orgullo y la envidia en el hermoso
campo de las almas, y ya casi se percibe entre esta cizaña maldita, el hermoso
grano de la caridad, paz, dulzura, compasión y misericordia. Denominase a esta
cizaña con diversos títulos, llamándola espíritu de partido, de nacionalidad,
etc.; pero realmente por ella se destruye la caridad y se renuncia a ser
discípulos del Divino Maestro, que dejó este mutuo amor como señal de que
pertenecemos a su escuela. Mucho tenemos que llorar de parte de nuestros enemigos;
pero ¡cuán diferente sería nuestra situación si ellos pudiesen decir de
nosotros lo que se decía de los primeros cristianos: «¡Mirad
cómo se aman!» y ¡cuántas almas conquistaríamos para Dios mediante el ejemplo
de esta verdadera unión y caridad!
¡Oh Jesús mío! Venid en medio de nosotros en este borrascoso mar del
mundo, e instruidnos de nuevo con vuestras inspiraciones. Decidnos que no sabemos
a qué espíritu pertenecemos, cuando un falso celo nos haga ser duros con
nuestros hermanos; enseñadnos a conducir con dulzura al pobre paralítico a la piscina
de la penitencia, y a no huir del que, muerto a la gracia, exhala el mal olor
de sus pecados; dadnos el espíritu de los primeros fieles, para que mutuamente
nos exhortemos a la caridad con aquella ternura con que el Apóstol San Juan lo hacía en su ancianidad a sus discípulos, dándoles por
único consejo este mutuo amor; y grabad en nuestro corazón aquellas sublimes
palabras que desde la Cruz pronunciasteis, rogando por vuestros verdugos, para
que a vuestra imitación y por vuestro amor todo lo suframos y perdonemos.
EJEMPLO
Un religioso que salía a pedir limosna por los pueblos tuvo que pasar la
noche y parte de un día en una gran casa, habitada por una viuda, el hijo
casado, la nuera y los hijos de éstos. A la hora de comer el religioso observo cierta
tristeza y malestar en la familia. Todos obsequiaban al buen fraile, todos
hablaban con él, pero ellos entre sí no se dirigían la palabra. Después de
concluida la comida el religioso quedó un momento solo con la nuera, y no por curiosidad,
sino por caridad, le preguntó:
—¿Que
os sucede, hija mía? Veo aquí una tristeza que no comprendo.
— ¡Ay,
Padre! —dijo la joven— lo que
sucede en casa es que tenemos en ella un verdadero infiero. Mi suegra tiene un
genio atroz. Hace cerca de un año que tuvimos una reyerta, y desde entonces no
nos hemos hablado, ni nos hablaremos hasta el día del juicio.
—¿Y
rezáis el Rosario juntas? —dijo el Padre. —
—Todos
los días —contestó la nuera. — Mi
suegra lo guía como ama de casa, y los demás la acompañamos en el rezo.
—¿Y las
dos juntas habláis con Dios, y con su Santísima Madre, durante el rezo del Rosario,
y no os habláis después? ¿Y piensas tú que Dios, ni la Santísima Virgen os
escuchan rezando con el corazón lleno de odio y de resentimiento?
La joven bajó la cabeza y no contestó.
Antes de cenar rezaron el Rosario. Al fraile le pareció observar que la
nuera contestaba con voz trémula y conmovida. Al decir el Padre «Ave María
Purísima,» se levantó, cogió la mano a su suegra delante de toda la familia y
se la besó, diciendo con voz entrecortada por las lágrimas: «Perdonadme,
madre mía; os he faltado hace un año y os pido perdón, pues soy mal educada y
poco cristiana. Toda la culpa es mía». La
anciana cogió entre sus brazos a la esposa de su hijo y entre lágrimas y besos,
dijo: «No, que es mía; pues tengo un genio que no
me aguantarían los Santos del cielo.»
—No,
no, que soy yo la que he faltado, no haciéndome cargo de vuestra edad y de lo que
habéis sufrido durante vuestra vida, y al fin y al cabo, nuestra disputa vino
de que no queríais que se gastase el dinero, que de seguro no os llevaríais al
otro mundo, sino que lo ahorrabais para vuestro hijo, y todo quedaba en casa.
—De
todos modos —intervino el religioso— resulta
que erais dos personas buenas, y que el diablo se había metido en medio,
teniendo bastante ganancia, y la Virgen del Rosario le ha obligado a huir.
El buen fraile se marchó al día siguiente. Un año después volvió a
visitar a la familia. Allí todos estaban alegres, y vió a la viuda que tenía en
sus rodillas a una criatura de pocos meses.
—¡Hola!
—dijo el religioso— gente nueva tenemos.
—Es
una niña —dijo la anciana— qué
Dios nos ha mandado hace tres meses.
—Y se
llama Rosario —dijo el ama joven.
—¡Bendito
sea Dios! —contestó el religioso.
—Ahora
ya podemos rezar el Rosario —dijo la nuera— ¿no
es verdad, madre?
—No
callarás —contestó la buena mujer dando
con la mano un golpecito en la mejilla a su nuera.
Al acostarse el religioso dio
gracias a la Santísima Virgen por la felicidad de aquella casa; y al despedirse
de la familia, el heredero le besó la mano.
—Padre —le
dijo— Dios trajo aquí a vuestra reverencia. Desde
que usted dijo a mi mujer que Dios y la Virgen María no escuchaban en el
Rosario a los que tenían rencor, esta casa de un infierno que era, se ha
trocado en un cielo, y todo se lo debemos a vuestra visita.
—No, hijo
mío, gracias sean dadas a Dios —contestó
el fraile— y a la Virgen del
Rosario. (Semana Católica.)
SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO
San Felipe Neri
adopto la piadosa costumbre de dormir con su Rosario, a fin de comenzar a
rezarlo tan luego como se despertase. Maravillosamente aficionado a modo de
rezar tan provechoso, decía que creía disgustaría grandemente al Señor si no le
rezase todo entero cada día. (Revista del
Rosado.)
La reina Ana, mujer
de Luis XIII, inscribía solemnemente a sus hijos en la Cofradía del Rosario. (P. Alvarez.)
ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO.
El Rosario es el azote del demonio. (Adriano VI)
OBSEQUIO
El
obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes
será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo
Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá
ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a
cada uno su devoción.
SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios
Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada
Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis
pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no
sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de
Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la
virginidad a la maternidad divina. Por
tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo
nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de
Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve
movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de
Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en
vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una
muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos
supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos
a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes
brazos. (Avemaría).
ORACIÓN FINAL
¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de
Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto
suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en
nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial
confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras
necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo
conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre
querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que
no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en
vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en
vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos,
aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido
a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas
y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las
saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios
del santo Rosario, ni
las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos
como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de
vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y
bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.
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