viernes, 30 de noviembre de 2018

LA INMACULADA, VENCEDORA DE LA SERPIENTE.




   La definición del dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen en el año 54 del siglo XIX representó no sólo para el papa Pío IX sino para todo el pueblo cristiano una señal de esperanza y victoria contra los errores modernos y contra los enemigos de la Iglesia. Desde entonces, los papas no han dejado de relacionar de modo cada vez más íntimo con la confianza en la mediación de la Inmaculada Virgen y en la misericordia de su Corazón maternal, su esperanza sobrenatural en el advenimiento al mundo de la paz cristiana en medio de las crecientes dificultades de nuestros tiempos.

   Con este convencimiento, CRISTIANDAD dedicó su número de 1 de diciembre de 1949 al dogma de la Inmaculada Concepción y en él dio especial relieve a la figura de san Luis María Grignion de Montfort, que entre los santos de los tiempos modernos sobresale de un modo especial entre los que presentan bajo esta luz la misión de la devoción a la Santísima Virgen.
De los artículos de aquel número, reproducimos el del insigne mariólogo, padre Francisco de Paula Solá, S.I., que tantas veces colaboró en nuestra revista.


   El punto céntrico de la Sagrada Escritura es Jesucristo. A Él convergen los escritos del Antiguo Testamento para vaticinarlo, y los del Nuevo para ponernos de manifiesto su misión divina en la tierra. La historia toda del pueblo de Israel se nos presenta como la de un pueblo que camina ansioso hacia el Mesías y que luego, cegado voluntariamente, rechaza la luz y queda envuelto entre las tinieblas de la noche y anda errante por todo el mundo buscando en vano al que tuvo en su casa y no quiso reconocer.


   Y junto a Cristo tiene cuidado la Sagrada Escritura de colocarnos siempre a la Virgen Santísima Inmaculada. En las primeras páginas del Génesis, apenas los primeros Padres cometieron su primer pecado y el demonio salió triunfador del primer combate con la humanidad, hace su primera aparición el futuro vencedor de la serpiente: Cristo; y junto a Él, asociada a su obra, vencedora también ella de la serpiente, se nos pone a la Virgen. «Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre su descendencia y la tuya; ella quebrantará tu cabeza por más que tú acecharás contra su calcañar.» Y esta lucha iniciada en el Génesis, vaticinada en el Paraíso, ha sido la guerra continua de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, la lucha del bien contra el mal, la rebelión constante de los satélites de Satanás contra la Iglesia de Cristo.



   La Concepción Inmaculada de María no es sino el golpe de gracia, por así decirlo, que recibió el demonio en su lucha infernal contra los hombres. Y así se entiende la grandeza de este privilegio mariano. Encuadrémoslo en su realidad.

   Por el primer pecado la humanidad toda había sucumbido al poder del enemigo de Dios. El demonio, abatido en su primer encuentro con su Criador, y arrojado por Él a los abismos del infierno, levanta la cabeza al contemplar sobre la tierra un ser amado de Dios: el hombre. Y concibe una idea infernal: « ¿No he podido contra Dios? Pues veré de poder contra sus planes.» Y ataca al hombre que todavía no está confirmado en gracia y por lo mismo puede ser instrumento útil a sus artimañas. Se presenta a la lid y... sale vencedor. En su soberbia satánica cree que ha echado por tierra los planes del Altísimo y entona su himno de victoria: todo el linaje humano es de Satán; todos los que de raíz viciada nacerán, estarán marcados con el estigma del pecado; podrán luego volverse a Dios y se reconciliarán con Él, pero las primicias de su existencia serán una proclamación del triunfo del demonio contra Dios. Pues bien; para humillar semejante presunción, en el mismo instante en que la serpiente se proclama vencedora, fulmina Dios el rayo del castigo: no toda la humanidad estará sujeta para siempre al poder del enemigo. La lucha en que tan fácilmente salió vencedor el demonio no ha sido decisiva, sino el comienzo de enemistades perpetuas entre el demonio y la humanidad; porque de esta humanidad caída ha de salir el Redentor, el que triunfará completamente de la astucia de Satanás, el que rescatará la humanidad esclavizada, pero como este Redentor será a la vez Dios y hombre la humillación sufrida por el enemigo de Dios no sería humillación adecuada a su perversidad; todavía podría vanagloriarse de que había causado tantos males a Dios que era menester que el mismo Dios bajara del cielo y asumiera carne humana, pues una pura criatura no podría escapar a sus perfidias. Para que la victoria fuese humillante para el derrotado enemigo de Dios escoge el Señor a una pura criatura, igual por completo a las demás, y que como la primera prevaricadora, pertenezca al sexo más débil y sugestionable: esta doncella, sacada de la humanidad, participará de todas las flaquezas humanas que no importen imperfección moral, porque en su alma será purísima, comenzará a existir exenta de un tributo que todos los mortales pagan a Satanás al entrar en el mundo de su existencia, y con ello su primera acción al recibir el ser será aplastar la cabeza de la serpiente que acechará contra ella como contra todos los demás.


   Y la vida toda de María, unida estrechamente a la del Redentor, será una lucha continua con el demonio, el cual quedará herido de muerte cuando al pie de la cruz ofrecerá María a su Hijo al Padre celestial en satisfacción por los pecados de los hombres, y ella misma, con amor de madre, dignidad de sacerdote y espíritu de mártir, se inmolará con su hijo, cooperando así a la Redención del linaje humano y triunfando plenamente de la serpiente infernal.



   Pero las enemistades anunciadas por Dios en el Paraíso son enemistades eternas que no terminaron en la Cruz. El demonio había entonces perdido una triple partida, en la frase de Pío IX (bula Innefabilis Deus) que habían a su vez ganado Cristo y su bendita Madre; pero las iras infernales no cejaron un punto. Como en los primeros días de la humanidad quiso desbaratar los planes de Dios haciendo prevaricar al hombre, así ahora, al sentir su cabeza aplastada por el peso de la cruz y el pie inmaculado de la Corredentora, renueva su juramento de enemistad eterna y se lanza a la lucha contra la descendencia de la «Mujer», que en concreto es actualmente la Iglesia católica. La dramática lucha multisecular de la serpiente contra los descendientes de la Mujer del Génesis la describe con viveza y energía el apóstol san Juan, que la contempló en su visión de Patmos.



«y se vio en el cielo, escribe, una gran señal: una mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza corona de doce estrellas. Y como quien llevaba fruto en el vientre daba voces con los dolores del parto y trabajaba en el parir. Y vióse otra señal en el cielo: y ved ahí un dragón grande, bermejo, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en las cabezas suyas siete diademas. Y la cola de él arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las lanzó a la tierra. Y el dragón se irguió delante de la mujer que estaba para parir, para, en cuanto pariese, devorar el parto de ella. Y parió un hijo varón, el cual ha de regir todas las gentes con cetro de hierro: y fue arrebatado el parto de ella a Dios y a su trono. Y la mujer huyó al desierto, allí donde su lugar aparejado por Dios, para que allí la sustenten mil doscientos sesenta días.» Luego, en breves palabras, expone el Santo Evangelista la rápida lucha habida en el cielo entre Miguel y los ángeles buenos contra los infieles al Creador, y termina: «y fue lanzado el dragón grande, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el que seduce a todo el orbe, fue lanzado a la tierra, y con él fueron lanzados los ángeles suyos... y cuando vio el dragón cómo había sido lanzado a la tierra, persiguió a la mujer que parió al varón. Y diéronsele a la mujer dos alas del águila grande, para que volase al desierto al lugar suyo, allí donde se sustenta tiempo y tiempos y medio tiempo (es decir, tres años y medio), fuera de la vista de la serpiente, Y lanzó la serpiente de su boca hacia detrás de la mujer agua como un río, para hacer que se la llevase el río, Y socorrió la tierra a la mujer, y abrió la tierra su boca, y tragó el río que lanzara de su boca el dragón. Y se encolerizó el dragón contra la mujer, y fuese a hacer guerra con los restantes de la posteridad de ella, los que guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesús. Y se plantó en el sable de la mar» (Ap 12).



   No hay duda de si esta mujer de que nos habla el Apocalipsis en este lugar es la misma de que se hace mención en el Génesis, puesto que se trata de la lucha con la «serpiente antigua», que no es otra que la tentadora del paraíso. Sin embargo, si se quiere aplicar este pasaje a la Iglesia, no hará sino confirmar nuestro aserto, pues entonces la «Mujer-Iglesia » será la descendencia de la «Mujer-María» que aplasta de continuo la cabeza del dragón que está, continuamente también, acechando contra su calcañar. Los Santos Padres aplican más generalmente a la Virgen la figura del cap. 12 del Apocalipsis, y algunos, como san Bernardo, dicen expresamente que se refiere a ambas; En todo caso siempre queda en pie la afirmación de los Padres del Concilio Vaticano: «Como quiera que según la doctrina apostólica expuesta en Rm 5, 8; I Cor 15, 24; 26, 54, 57; Hebr 2, 14-15. Y otros lugares, el triunfo que reportó Cristo de Satanás, la antigua serpiente, lo constituyó como por partes integrales el triple triunfo del pecado, de la concupiscencia y de la muerte; y como quiera que el Génesis, 3, 15, muestra a la Madre de Dios como singularmente asociada a su Hijo en este triunfo, añadiéndose el sufragio unánime de los Santos Padres, no dudamos de que en el mencionado oráculo se significa a la Virgen insigne por esta triple victoria.» Con estas palabras parece que los Padres del Concilio Vaticano recibían consuelo y esperanza en medio de las terribles convulsiones del siglo XIX; y como ellos mismos se sentían combatidos por la furia infernal, que no cejó hasta arrojarlos de la Ciudad Eterna, haciéndoles interrumpir las tareas conciliares, volvían los ojos a la Madre Inmaculada, a la luchadora eterna contra el dragón, y no dudaban que la que había aplastado la cabeza de la serpiente en el primer instante de su existencia, no permitiría que en la lucha por la fe y contra el mal prevalecieran los enemigos de su Hijo.



   Nosotros echamos también ahora una mirada sobre la tierra y nos espanta la catástrofe universal que estamos presenciando. No son solamente los ejércitos que por tierra, mar y aire siembran la desolación por todas partes con sus armas mortíferas y hasta el presente jamás imaginado, sino que los ejércitos infernales van también diseminando la más espantosa inmoralidad, tanto en el campo de las costumbres como en el de las ideas. Y la lucha del mal contra el bien cada vez adquiere mayores proporciones, pudiéndose prever una batalla gigantesca que pueda ser decisiva. Y ahora más que nunca, ante el espectro de tanta calamidad y los quejidos de tanta miseria, nos parece que la mujer del Apocalipsis se enfrenta contra el dragón, la antigua serpiente y cumple el vaticinio de san Juan: «y vi a la bestia y a los reyes de la tierra y a los ejércitos de ellos reunidos para dar la batalla... Y fue asida la bestia y con ella el falso profeta, el que hizo los portentos delante de ella con los cuales sedujo a los que recibieron la señal impresa de la bestia y a los que adoraban la imagen de ella: vivos fueron lanzados los dos al estanque del fuego encendido con azufre» (Ap 19 19-20).



   De la Inmaculada Virgen hemos de esperar la regeneración de la sociedad tan viciada. Sólo ella, que forma causa común con Jesucristo, puede derrocar a los enemigos de la Iglesia; sólo ella puede restaurar sobre la tierra el reino del bien; y sólo ella puede hacer que se acelere el día –aquel día que alborozado le parecía presagiar Pío XI al instituir la festividad de Cristo Rey– en que, sujetados los poderes infernales y sometidos al dominio de Cristo todos los enemigos, reine Cristo Jesús plenamente, desplegando sobre todos aquel magnífico programa de su reinado: «regnum veritatis et vitae, regnum sanctitatis et gratiae, regnum iustitiae, amoris et pacis». Entonces habrá terminado la lucha; la Mujer y su Descendencia habrán conseguido la victoria final y en unión con María Inmaculada cantaremos el canto eterno de la victoria. Y entretanto exclamaremos suplicantes y con ansia: «Veni, Domine Jesu»; pero escucharemos también la respuesta alentadora: «Etiam, venio cito», «sí, vengo pronto» (Ap 22, 20).

martes, 27 de noviembre de 2018

LA MEDALLA MILAGROSA (1831 p.c)




   Desde el momento en que el mundo católico tuvo noticias de las apariciones de la Inmaculada Concepción a la hermana de la caridad, Catalina Labouré, en 1831, pero sobre todo, desde que las investigaciones canónicas dieron autenticidad a esas visiones, la devoción por la Medalla Milagrosa, acuñada de acuerdo con las expresas indicaciones de la Santísima Virgen, se extendió por todas partes con la rapidez del rayo, fue reconocida por la Santa Sede y se transformó en la segunda de las dos medallas (la otra es la medalla-cruz de San Benito) oficialmente autorizadas y reconocidas por la Iglesia, y es la única insignia que tiene su festividad litúrgica propia, en la fecha de hoy.



   Catalina Labouré, ingresó al convento de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul en 1830 y, al año siguiente, tuvo una serie de visiones de la Santísima Virgen.
   En una de ellas, la Inmaculada Concepción se le apareció en la forma de una imagen, de pie sobre una esfera, despidiendo rayos de sus manos extendidas y rodeada por este lema: “¡Oh, María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!”.
   En un momento dado, la imagen se dio vuelta y por el anverso se pudo ver una gran “M” con el signo de la cruz encima y dos corazones debajo, uno, ceñido por una corona de espinas y el otro, atravesado por una espada.
   Al mismo tiempo, la bienaventurada Catalina escuchó una voz que le ordenaba acuñar una medalla con aquella imagen y aquellos signos.





   El confesor de la hermana Catalina, el P. M. Aladel, creyó conveniente informar sobre las visiones a las altas autoridades eclesiásticas y, en 1836, el arzobispo de París inició la investigación canónica de las mismas, que resultó en la declaración oficial sobre su autenticidad.

   Pero ya para entonces, la Medalla, grabada según las indicaciones de la hermana Catalina y con la aprobación de sus superiores, circulaba profusamente entre los fieles.

   A su gran difusión contribuyó poderosamente el relato de las apariciones que publicó en 1834 el propio P. Aladel, con el título de “Historia del origen y los efectos de la Medalla Milagrosa”, pero, muy particularmente, se propagó la devoción, por las conversiones, curaciones y milagros de todo orden, muchos de ellos verificados como auténticos, obrados por la Medalla que, desde entonces, comenzó a conocerse con su nombre oficial de Medalla Milagrosa.




   Aquella misma devoción apresuró la definición del dogma de la Inmaculada Concepción por la Santa Sede, el reconocimiento de la Medalla por la Iglesia, el establecimiento de su fiesta litúrgica particular y la adopción de la misma como insignia distintiva de la asociación de las Hijas de María en todo el mundo y como patrona de las Hijas de la Caridad de San Vicente y los Sacerdotes de la Misión.






NOVENA A NUESTRA SEÑORA LA VIRGEN DE LA MEDALLA MILAGROSA




¡OH MARÍA SIN PECADO CONCEBIDA!
RUEGA POR NOSOTROS
QUE RECURRIMOS A TI.


ORACIÓN PREPARATORIA.

Virgen y Madre Inmaculada, mira con ojos misericordiosos al hijo que viene a Ti, lleno de confianza y amor, a implorar tu maternal protección, y a darte gracias por el gran don celestial de tu bendita Medalla Milagrosa.

Creo y espero en tu Medalla, Madre mía del cielo, y la amo con todo mi corazón, y tengo la plena seguridad de que no me veré desatendido. Amén.

—Leer la reflexión del día correspondiente.

DÍA PRIMERO

En una medianoche iluminada con luz celeste como de Nochebuena –la del 18 de julio de 1830- aparecióse por primera vez la Virgen Santísima a Santa Catalina Labouré, Hija de la Caridad de San Vicente de Paúl.

Y le habló a la santa de las desgracias y calamidades del mundo con tanta pena y compasión que se le anudaba la voz en la garganta y le saltaban las lágrimas de los ojos.

¡Cómo nos ama nuestra Madre del Cielo! ¡Como siente las penas de cada uno de sus hijos! Que tú recuerdo y tu medalla, Virgen Milagrosa, sean alivio y consuelo de todos los que sufren y lloran en desamparo.




ORACIONES FINALES

Después de unos momentos de pausa para meditar el punto leído y pedir la gracia o gracias que se deseen alcanzar en esta Novena, se terminara rezando:

Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestro auxilio, haya sido desamparado. Animado por esta confianza, a Vos acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante Vos. Oh Madre de Dios, no desechéis mis suplicas, ante bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

Rezar tres Avemarías con la jaculatoria: OH MARÍA, SIN PECADO CONCEBIDA, ROGAD POR NOSOTROS QUE RECURRIMOS A VOS.


DÍA SEGUNDO

En su primera aparición, la Virgen Milagrosa enseño a Santa Catalina la manera como había de portarse en las penas y tribulaciones que se avecinaban.

“Venid al pie de este altar –decíale la celestial Señora-, aquí se distribuirán las gracias sobre cuantas personas las pidan con confianza y fervor, sobre grandes y pequeños”.

Que la Virgen de la santa medalla y Jesús del sagrario sean siempre luz, fortaleza y guía de nuestra vida.

—Meditar y terminar con las oraciones finales.




DÍA TERCERO

 En sus confidencias díjole la Virgen Milagrosa a Sor Catalina: “Acontecerán no pequeñas calamidades. El peligro será grande. Llegará un momento en que todo se creerá perdido. Entonces yo estaré con vosotros: tened confianza…”.

Refugiémonos en esta confianza, fuertemente apoyada en las seguridades que de su presencia y de su protección nos da la Virgen Milagrosa. Y en las horas malas y en los trances difíciles no cesemos de invocarla: “Auxilio de los cristianos, rogad por nosotros”.

—Meditar y terminar con las oraciones finales.




DÍA CUARTO

En la tarde del 27 de noviembre de 1830, baja otra vez del cielo la Santísima Virgen para manifestarse a Santa Catalina de Labouré.

De pie entre resplandores de gloria, tiene en sus manos una pequeña esfera y aparece en actitud extática, como de profunda oración. Después, sin dejar de apretar la esfera contra su pecho, mira a Sor Catalina para decirle: “Esta esfera representa al mundo entero…, y a cada persona en particular”.

Como el hijo pequeño en brazos de su madre, así estamos nosotros en el regazo de María, muy junto a su corazón Inmaculada. ¿Podría encontrarse un sitio más seguro?

—Meditar y terminar con las oraciones finales.




DÍA QUINTO

De las manos de María Milagrosa, como de una fuente luminosa, brotaban en cascada los rayos de luz. Y la Virgen explico: “Es el símbolo de las gracias que Yo derramo sobre cuantas personas me las piden”, haciéndome comprender –añade Santa Catalina- lo mucho que le agradan las súplicas que se le hacen y la liberalidad con que las atiende.

La Virgen Milagrosa es la Madre de la divina gracia que quiere confiar y afianzar nuestra fe en su omnipotente y universal mediación. ¿Por qué, pues, no acudir a ella en todas nuestras necesidades?

—Meditar y terminar con las oraciones finales.





DÍA SEXTO

Como marco “¡Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos!”.

Y enseguida oyó una voz que recomendaba llevar la medalla y repetir a menudo aquella oración-jaculatoria, y prometía gracias especiales a los que así lo hiciesen.

¿Dejaremos nosotros de hacerlo? Sería imperdonable dejar de utilizar un medio tan fácil de asegurarnos en todo momento el favor de la Santísima Virgen.

—Meditar y terminar con las oraciones finales.



DÍA SÉPTIMO

Nuestra Señora ordenó a Sor Catalina que fuera acuñada una medalla según el modelo que Ella misma le había diseñado.

Después le dijo: “Cuantas personas la lleven, recibirán grandes gracias que serán más abundantes de llevarla al cuello y con confianza”.

Esta es la Gran Promesa de la Medalla Milagrosa. Agradezcámosle tanta bondad, y escudemos siempre nuestro pecho con la medalla que es prenda segura de la protección de María.

—Meditar y terminar con las oraciones finales.



DÍA OCTAVO

Fueron tantos y tan portentosos los milagros obrados por doquier por la nueva medalla (conversiones de pecadores obstinados, curación de enfermos desahuciados, hechos maravillosos de todas clases) que la voz popular empezó a denominarla con el sobrenombre de la medalla de los milagros, la medalla milagrosa; y con este apellido glorioso se ha propagado rápidamente por todo el mundo.

Deseosos de contribuir también nosotros a la mayor gloria de Dios y honor de su Madre Santísima, seamos desde este día apóstoles de su milagrosa medalla.

—Meditar y terminar con las oraciones finales.





DÍA NOVENO

Las apariciones de la Virgen de la Medalla Milagrosa constituyen indudablemente una de las pruebas más exquisitas de su amor maternal y misericordioso.

Amemos a quien tanto nos amó y nos ama. “Si amo a María –decía San Juan Bérchmans- tengo asegurada mi eterna salvación”.

Como su feliz vidente y confidente, Santa Catalina Labouré, pidámosle cada día A Nuestra Señora, la gracia de su amor y de su devoción.


—Meditar y terminar con las oraciones finales.





DEVOCIONARIO CATÓLICO.


lunes, 19 de noviembre de 2018

MES DE MARÍA INMACULADA: DÍA UNDÉCIMO.




18 DE NOVIEMBRE



DESTINADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA EN LA PROFECÍA DE SIMEÓN.



Rezar la Oración inicial para todos los días:




ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.



   ¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.






CONSIDERACIÓN.


   Cuando José y María penetraban llenos de júbilo en el sagrado recinto llevando las palomas del sacrificio, un santo anciano llamado Simeón  se sintió iluminado por una luz divina. Bajo los pobres pañales del hijo del pueblo reconoció al Mesías prometido; y tomándolo de los brazos de su Madre, lo levantó en alto, inundadas sus rugosas mejillas por lágrimas de gozo. Dirigióse en seguida a María y despues de un largo y triste silencio, le dijo con  voz profética: “Tu alma será traspasada con una espada de dolor”, porque este Niño será el blanco de las persecuciones de los hombres.

   A la luz de esa siniestra profecía, vio la dolorida Madre el cuadro sombrío de la pasión de su Hijo. Ella inclino suavemente la cabeza, como una caña se dobla al soplo de la tempestad, y sintió que una espada de doble filo se introducía en sus entrañas de madre. Desde ese momento, toda felicidad concluyo para ella, y aceptando sin quejarse la disposición divina, acerco sus labios al cáliz que bebería durante su vida entera. Cuando estrechaba a su Hijo  entre sus brazos; las palabras de Simeón venían a derramar gotas de hiel en la copa de sus goces de madre. No le fue concedido a María lo que es dado a todas las madres: gozar en paz del amor de sus hijos e indemnizarse de los rigores de la suerte con una sonrisa de sus labios entreabiertos por la inocencia. Ella veía a todas horas escrita en la frente de Jesús la sentencia de muerte  que los hombres habían de fulminar contra Él en recompensa de sus beneficios. Esa idea lúgubre la sorprendía en el sueño, la molestaba en las vigilias, la perseguía durante el trabajo y la perturbaba durante las escasas horas del descanso. ¡Ah! La túnica de Jesús, tejida por sus propias manos, antes de ser teñida con la sangre de su Hijo, fue empapada en las lágrimas de la Madre.

   Los tormentos de los mártires, los rigores de los penitentes, las penas interiores de las almas atribuladas nada tienen de comparable con este dolor. Los mártires  sufrieron por un momento, pero María sufrió durante toda su vida entera. Sin embargo, a esos presagios siniestros, a esas imágenes sombrías y desgarradoras, ella opone una fe generosa y una resignación heroica. Adora de antemano los designios de Dios y saluda con efusión la salvación del linaje humano efectuada por los padecimientos del Hijo de sus entrañas. Hija ilustre de Abraham, ella se prepara a trepar a la montaña del sacrificio, a aderezar el altar y a poner fuego al holocausto. Todo eso era preciso para la salud del mundo y exigido por la gloria de Dios, y no trepida un momento en sacrificarse con tal de dar cima a tan gloriosa empresa.

   En su largo y prolongado martirio soportado con tan heroica resignación, maría nos enseña a sufrir y a sobrellevar con alegría la cruz de los pesares de la vida. La verdadera gloria y el verdadero merito se fundan principalmente en el sufrimiento y en la cruz. El sacrificio es la corona y el perfume del amor, y quien ama a Dios no puede menos que resignarse a los trabajos y penalidades a que somete la virtud de sus siervos y prueba los quilates de amor que le profesan. Quien ama a Dios anhela sufrir con él para darle la prueba de la firmeza de su amor. Servir a Dios en medio de los consuelos es servirlo por interés y amarlo sin merecimiento. Por eso las almas de Dios son las que arrastran una cruz más penosa, porque Él se complace en habitar cerca de los que padecen. Se engaña quien crea alcanzar el cielo sin sufrir. Después que Jesucristo y que María alcanzaron el triunfo a fuerza de padecer, ningún elegido podrá conquistar la victoria sino padeciendo.





EJEMPLO



MARÍA, ARCA DE PAZ Y ALIANZA ETERNA.



   Uno de los testimonios más esplendidos de predilección a favor de sus devotos, dados por María en la serie de los siglos, es la institución del Santo Escapulario del Carmelo.

   Cuando los solitarios que vivían, desde la más remota antigüedad, en la célebre montaña del Carmelo se vieron obligados a trasladarse a Europa a causa de las hostilidades de los Sarracenos, ingreso en su piadoso instituto un varón ilustre llamado Simón Stock, que bien pronto llego a ser el mayor ornamento de la Orden.

   Deseoso, desde muy niño, de la perfección evangélica, fue transportado por el espíritu de Dios a la soledad de un desierto, donde tuvo por celda y santuario a la concavidad de un añoso tronco carcomido por el tiempo.






   Treinta y tres años hacia que moraba, desconocido de los hombres, en aquella apartada soledad, cuando una revelación de la Santísima Virgen, de quien era enamorado devoto, le hizo saber el arribo de los ermitaños del Carmelo a las playas de Inglaterra y el deseo que ella abrigaba de que ingresase en esta orden tan grata a sus maternales ojos.

   Admitidos entre los solitarios del Carmelo, creció su entusiasmo por María y su celo por dilatar su culto y hacerlo amar de los hombres. Elevado más tarde al rango de Superior General de la Orden, suplico durante muchos años a María que atestiguase su predilección por sus hijos del Carmelo con alguna gracia que atrajese a su regazo mayor números de devotos. Al fin accedió María a las instancias de su siervo, y un día que oraba fervorosamente al pie de su venerada imagen, vio abrirse el cielo y descender a su celda la Reina de los ángeles, resplandeciente de luz y belleza.

   Traía en sus manos un escapulario y poniéndolo en las de Simeón le dijo con amorosa sonrisa: “Recibe, amado hijo, este escapulario para ti y para tu Orden en prenda de mi especial benevolencia y protección. Por esta librea se han de conocer mis hijos y mis siervos;  en él te entrego una señal de predestinación y una escritura de paz y alianza eterna, con tal que la inocencia de vida corresponda a la santidad del hábito. El que tuviere la dicha de morir con esta especial divisa de mi amor no padecerá el fuego eterno, y, por singular misericordia de mi Divino Hijo, gozara de la bienaventuranza”.

   Basta considerar estas palabras para comprender que la Santísima Virgen distingue a los hijos del Carmelo con una especial predilección entre todos los redimidos con la sangre de su Hijo. Ella ha firmado una escritura de paz y alianza eterna; es decir, una promesa de protección que se extiende hasta las regiones de la eternidad, con tal de que por su parte procuren evitar el pecado, los que visten el Escapulario.

   Y como si esto no bastase, todavía añadió una nueva promesa a favor de los carmelitas, hecha al papa Juan XXII.

   Este insigne devoto de María y decidido protector de la Orden carmelitana fue favorecido con una aparición de la Santísima Virgen en la que dirigió estas palabras: “Yo, que soy la Madre de misericordia, descenderé al purgatorio el primer sábado despues de la muerte de mis cofrades los carmelitas, y librare de sus llamas a los que estén ahí y los conduciré al monte santo de la vida eterna”.





   ¿Quién será el hijo de María que, sabiendo de los insignes privilegios de que está revestido el santo Escapulario deje de revestir con él su pecho como con un escudo de protección?



JACULATORIA



Fuente de todo consuelo,
envíame desde el cielo
tu maternal protección.



ORACIÓN



   ¡Oh María! la más atribulada de las madres, permitid que nos unamos en este día a los dolores que experimentó vuestro corazón desde el momento en que os fue anunciada la amarga suerte de vuestro Hijo. Vos sois bella y amable desde vuestra aurora, ya sea que llevéis en vuestros brazos a ese Divino Niño cuyas gracias os embellecen, ya sea que seáis glorificada en el cielo entre los resplandores de la gloria; pero más bella y más amable aparecéis a nuestros ojos, cuando os contemplamos sumergida en un mar de angustias y pesares y cuando vemos que dolorosas lágrimas inundan  vuestros ojos. ¡Es tan dulce para el que sufre encontrar en el objeto de su amor y de su culto los mismos dolores y las mismas penas!

   Virgen afligida, nosotros tenemos en vos una madre que ha compartido sus lágrimas con nosotros y que ha acercado a sus labios una copa más amarga que la nuestra. Vos habéis sido víctima del dolor, por eso sois tan misericordiosa; y como sabéis por experiencia lo que es el sufrimiento, sabéis compadeceros de los que sufren, ofreciéndoles vuestros consuelos.  

   ¡Oh María! alcanzadnos de vuestro Hijo la gracia de la resignación para soportan con santa alegría las aflicciones, los pesares, las miserias y las desgracias de la vida, a fin de unirnos a Vos y mezclar con los vuestros nuestros dolores y merecimientos, y para que, llorando en vuestra compañía, podamos alcanzar también las recompensa que están reservadas a los que padecen con verdadero espíritu de penitencia. Amén. 





Rezar la oración final para todos los días:



ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS




   ¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.




PRÁCTICAS ESPIRITUALES.



1—Rezar siete salves en honra de los dolores de María, pidiéndole que nos enseñe a sufrir con fruto.


2—Hacer un acto de mortificación de los sentidos uniéndose a los dolores de María.


3—Sufrirlo todo de todos sin incomodarse ni quejarse.


    
                                                                                     Presbítero Vergara Antúnez.


                       

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