
OBJETO DE LA FIESTA
Unos días después del nacimiento del Salvador, ha consagrado la Iglesia una fiesta a honrar su nombre bendito. De esa manera nos enseñaba todo lo que ese nombre tiene para nosotros de luz, fuerza y dulzura para animarnos a invocarle con confianza en todas nuestras necesidades (Año Litúrgico, I, 322-321).
De modo semejante, en esta octava de la Natividad de la Santísima Virgen, dedica un día la Iglesia a honrar el santo nombre de María y, por la Liturgia y la doctrina de los Santos, nos enseña también cuántas riquezas espirituales encierra este nombre para nosotros, a fin de que, como el nombre de Jesús, lo tengamos continuamente en nuestros labios y en nuestro corazón.
HISTORIA DE LA FIESTA
Roma concedió en 1513 a una Iglesia de España, a Cuenca, la fiesta del Dulce nombre de María. Suprimida por San Pío V y restablecida por Sixto V, fué concedida después, en 1671, al reino de Nápoles y al Milanesado. El 12 de Septiembre de 1683, Juan Sobieski y sus polacos derrotaron a los turcos que asediaban a Viena y amenazaban a la cristiandad; Inocencio XI, en acción de gracias, extendió la fiesta a la Iglesia universal fijándola en el Domingo de la infraoctava de la Natividad. San Pío X la volvió a poner en el 12 de septiembre.
NOMBRE VENIDO DEL CORAZÓN DE DIOS
Nos debe interesar más que el recuerdo histórico de la institución de la fiesta, el significado del nombre bendito que se impuso a la que iba a ser Madre de Dios y Madre nuestra. Entre los judíos el nombre tenía una importancia grandísima y su imposición se hacía ordinariamente con solemnidad. Por la Sagrada Escritura sabemos que algunas veces intervino Dios para designar el nombre que uno u otro de sus servidores debía llevar: el ángel Gabriel avisa a Zacarías que su hijo se llamará Juan; y el mismo ángel dice también a San José al explicarle la Encarnación del Verbo: “Le llamarás Jesús”. Por tanto, se puede pensar que Dios intervino de una manera o de otra para que a la Santísima Virgen se la llamase con un nombre que respondiese exactamente a su grandeza y a su dignidad. Joaquín y Ana impusieron a su hija el nombre de María, que tan querido se nos ha hecho.
“ES TU NOMBRE ACEITE DERRAMADO”
Se complacieron los Santos en comparar el nombre de María con el de Jesús. San Bernardo aplicó al Señor el texto del Cantar de los Cantares: “Es tu nombre aceite derramado” (Cant., I, 3). Porque el aceite es luz, alimento y medicina. Otro tanto dice Ricardo de San Lorenzo: “el nombre de María se compara al aceite. Porque, por encima de todos los otros nombres, excepción hecha del de su Hijo, el nombre de María restaura a los que están cansados, ablanda a los empedernidos, cura a los enfermos, da luz a los ciegos, rehace a los agotados, los unge para nuevos combates rompe la esclavitud del diablo y sobrepuja a todo nombre, como el aceite a cualquier otro líquido...” (De Laudibus B. M. V., 1. II, c. 2.).
OTRAS INTERPRETACIONES
Más de sesenta y siete interpretaciones se han dado al nombre de María, según se le considere como un nombre de origen egipcio, siriaco o hebreo, como un nombre simple o un nombre compuesto. No pensamos detenernos en las interpretaciones, pero podemos recordar las cuatro principales que los autores antiguos atribuyen al nombre de María. “El nombre de María, decía San Alberto Magno, tiene cuatro sentidos; significa: iluminadora, estrella del mar, mar amargo, ama o señora” (Comentario sobre S. Lucas, I, 27.).
ILUMINADORA
Iluminadora: lo es la Virgen Inmaculada, que nunca quedó deslucida por la sombra del pecado; es la mujer revestida del sol; “La que ha iluminado a todas las Iglesias con su gloriosa vida” (Liturgia); finalmente, la que ha dado al mundo la luz verdadera, la Luz de vida.
ESTRELLA DEL MAR
Estrella del mar: así la saluda la misma Liturgia en el himno tan poético y tan popular del Ave maris Stella...; igualmente la saluda con este hermoso nombre en la Antífona de Adviento y del tiempo de Navidad: Alma Redemptoris Mater. Ya sabemos que la estrella del mar es la estrella polar. Ahora bien, la estrella polar es la más brillante, la más elevada, la última de las estrellas que forman la Osa Menor, tan cercana al polo que parece inmóvil y que conserva una posición como invariable durante muchas noches. Por eso mismo es de gran utilidad para saberse orientar en el mapa del cielo y es una ayuda al navegante que no tiene brújula.
Así también, Nuestra Señora es la criatura más alta en dignidad, la más bella y la más cercana de Dios; invariable en su amor y en su pureza, para nosotros es ejemplo de todas las virtudes, ilumina nuestra vida y nos enseña el camino para salir de las ti nieblas y llegara Dios, que es la verdadera luz.
MAR AMARGO
Mar amargo: María se puede decir que lo es en este sentido: por su bondad maternal nos convierte en amargos aquellos placeres del mundo que podrían seducirnos y hacernos olvidar el bien único y verdadero; mar amargo también porque, en la Pasión de su Hijo, sintió atravesada el alma por la espada del dolor. Es un mar porque, así como el mar inagotable, de igual manera la bondad y la liberalidad de María con todos sus hijos no tiene fin. Las gotas del agua del mar nadie las puede contar sino la ciencia infinita de Dios: tampoco nosotros podemos siquiera sospechar la suma inmensa de gracias que Dios depositó en el alma bendita de María desde el momento de su Concepción Inmaculada hasta su gloriosa Asunción a los cielos.
SEÑORA NUESTRA
Finalmente, María es con toda verdad, según el título que la dio España: Nuestra Señora; Señora, es decir, Reina, Soberana. Reina ciertamente lo es ella, la más santa de todas las criaturas, Madre del que es Rey por el título de la Creación, Encarnación y Redención; ella, que, después de haber quedado asociada al Redentor en todos sus misterios, le está gloriosamente unida en cuerpo y alma en el cielo, en la bienaventuranza eterna, donde continua y juntamente con su divino Hijo intercede por nosotros y aplica a nuestras almas los méritos que con El adquirió, las gracias de las que es mediadora y distribuidora.
SERMÓN DE SAN BERNARDO
Pidamos, pues, a la Santísima Virgen que se digne hacer verdaderos en nosotros los diversos significados que los santos y doctores dan a su nombre bendito, para terminar, copiamos de San Bernardo el final de su segunda homilía sobre el Evangelio Missus est: Y el nombre de la Virgen era María. Digamos también algo de este nombre, que significa estrella del mar. Conviene perfectamente a la Madre de Dios. Como el astro emite su rayo de luz, así la Virgen dio a luz a su Hijo; ni el rayo disminuyó la claridad de la estrella, ni el Hijo la virginidad de la Madre. ¡Noble estrella la que ha salido de Jacob, cuyos rayos iluminan al mundo, la cual resplandece en los cielos, penetra en los abismos, recorre toda la tierra! Más que a los cuerpos, calienta a las almas, consume el vicio y fecunda la virtud. Así es realmente: María es el astro deslumbrante y sin igual, necesario a este mar inmenso; es la estrella que brilla por sus méritos y nos alumbra con sus ejemplos. Oh tú, quienquiera que seas, que en el flujo y reflujo de este mundo te das cuenta que caminas no tanto en tierra firme como en medio de tempestades y torbellinos, no a partes la vista del astro espléndido ni no quieres desaparecer entre el huracán. Si se levanta la borrasca de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, Invoca a María. Si eres juguete de las olas de la soberbia o de la ambición, de la calumnia o de la envidia, mira a la estrella, invoca a María. Si la avaricia, o la cólera, o los halagos de la carne azotan la nave de tu alma, vuelve tus ojos a María. Si asustado por la enormidad de; tus pecados, o avergonzado de ti mismo, o tembloroso ante el juicio terrible ya cercano, sientes que se ahonda de bajo de tus pies el abismo de la tristeza o de la desesperación, piensa entonces en María. En los peligros, en las angustias, en la duda, piensa en María, invoca a María.
"Esté continuamente en tus labios, esté en tu corazón; imítala y así tendrás su ayuda de un modo seguro. Siguiéndola, no yerras; rogándola, no te desesperas; pensando en ella, no te extravías. Apoyado en ella, no caes; amparado por ella, no temes; guiado por ella, no te fatigas, al que el la favorece, llega a puerto seguro. Y de este modo sentirás en ti mismo la verdad de esta palabra: el nombre de la Virgen era María.”
Dom Gueranger.
DÍA DE ALEGRÍA.
Con muchísima razón la Iglesia nos hace decir hoy en un arranque de alegría: “Tu nacimiento, oh Virgen Madre de Dios, ha sido para el mundo entero un mensaje de consuelo y de alegría, pues de ti ha nacido Jesucristo, Sol de Justicia, nuestro Dios, que nos libertó de la maldición para darnos la bendición: y El mismo, al quedar triunfador de la muerte, nos ha procurado la vida eterna”.
Si vemos que el nacimiento de un niño llena de regocijo el hogar paterno, aunque ignoran éstos su porvenir; si la Iglesia nos dice el 24 de junio que ese día es un día de alegría porque el nacimiento de San Juan Bautista nos da la esperanza del nacimiento de Aquel cuyos caminos viene a preparar, ¿qué alegría traerá al corazón de todos los que esperan la salvación y la vida, el ver llegar a este mundo a la que será la Madre del Redentor?
Por el Evangelio sabemos que el nacimiento Juan Bautista fué un contento para sus palas aldeas vecinas. Del nacimiento de María nada sabemos, pero, si este nacimiento para muchísimos pasó inadvertido, si Jerusalén exteriormente permaneció indiferente, no ignoramos que este día es y continuará siendo no tan sólo para una ciudad o un pueblo, sino para el mundo entero y a lo largo de todos los siglos que se irán sucediendo, un día de incomparable alegría.
ALEGRÍA EN EL CIELO.
En el cielo hay alegría en la Santísima Trinidad: alegría en el Padre eterno, que se felicita del nacimiento de su Hija carísima, a la que va a hacer participante de su paternidad; alegría en el Hijo, que contempla la belleza sobrenatural de la que va a ser su Madre, de la cual tomará El su carne para rescatar al mundo; alegría en el Espíritu Santo, pues, como cooperadora en la obra de la concepción y encarnación del Verbo, María tenía que ser el Santuario inmaculado de aquella tercera persona.
Hay alegría en los ángeles: con admiración ven que esta niña es la maravilla de las maravillas del Omnipotente; en Ella desplegó Dios más sabiduría, más poder y más amor que en todas las demás criaturas: de María hizo el espejo clarísimo en que se reflejan todas sus perfecciones; comprenden que María, por sí sola, da a su Criador más honra y gloria que todas sus jerarquías juntas y la saludan ya como a su peina, como la gloria de los cielos, ornato del mundo celeste y del mundo terrestre.
ALEGRÍA EN EL LIMBO DE LOS JUSTOS.
Opina San Juan Damasceno que las almas detenidas en los limbos tuvieron conocimiento de este feliz nacimiento y que Adán y Eva con una alegría que no habían conocido desde su pecado en el paraíso terrenal, exclamaron: “Bendita sea la hija que Dios nos prometió después de nuestra caída: de nosotros has recibido un cuerpo mortal; tú nos devuelves la túnica de inmortalidad. Nos llamas a nuestra primitiva morada; cerramos las puertas del paraíso; y ahora dejas expedito el camino del árbol de la vida”.
Otros escritores antiguos nos señalan a los patriarcas y los profetas que de lejos anunciaron y alabaron la venida de María, saludando en ella el cumplimiento por fin realizado de sus divinos oráculos.
ALEGRÍA EN LA TIERRA.
Finalmente, hubo también alegría en la tierra. Con los Santos podemos pensar sin ser temerarios que Dios concedió a las almas “que esperaban entonces la redención de Israel” un contento extraordinario, una alegría grave y religiosa que se insinuó en sus corazones y, sin podérselo explicar ellos, les dio como una convicción íntima de que la hora de la salvación del mundo estaba ya muy cerca.
Pero esta alegría fue sobre todo para los afortunados padres San Joaquín y Santa Ana. Como arrobados contemplaron a esta hijita esclarecida, que contra toda esperanza les concedía Dios al declinar de sus días. Y tal vez se preguntaron si acaso sería ella uno de los anillos de la línea, agraciada de donde tenía que salir el Rey que restableciese el trono de David y salvase a Israel. Su acción de gracias subió fervorosa hasta Dios, a quien sentían presente en su humilde morada. “Oh pareja felicísima, exclamaba San Juan Damasceno, toda la creación es deudora vuestra; pues, por vosotros, ofreció a Dios el don más preciado entre todos los dones, la Madre admirable, la única digna de Él. ¡Dichoso tu seno, oh Ana, que llevó a la que llevará en el suyo al Verbo eterno, al que no puede ser encerrado en nada y traería la regeneración a todos los hombres! ¡Oh tierra, primero infecunda y estéril, de donde nació la tierra dotada de una maravillosa fecundidad: pues ella va a producir la espiga de vida que alimentará a todos los hombres! Felices tus pechos, porque amamantaron a la que daría el pecho al Verbo de Dios, a la nodriza de Aquel que sustenta al mundo…”.
MARÍA, CAUSA DE NUESTRA ALEGRÍA.
Así, pues, el nacimiento de la Santísima Virgen es causa de alegría, y la alegría es el sentimiento que todo lo absorbe y penetra en esta festividad. La Iglesia quiere que nos penetremos de esta alegría desbordante y triunfal. Y a ella nos invita en todo el oficio: “Celebremos el nacimiento de María, nos hace cantar desde el Invitatorio de Maitines, adoremos a Cristo, Hijo suyo y Señor nuestro”; y un poco después: “Celebremos con tierna devoción el nacimiento de la Santísima Virgen María para que interceda por nosotros cerca de Jesucristo. Con júbilo y tierna devoción celebremos el nacimiento de María”.
Si la Iglesia nos invita a la alegría, es debido a que la Virgen es Madre de la divina gracia y ya, en el pensamiento divino, la Madre del Verbo encarnado. Las palabras gracia y alegría tienen en griego la misma raíz; gracia y alegría van siempre a la par; se mide la una por la otra; María, por estar llena de gracia, lo está también de alegría para sí y para nosotros. En esta agraciada niña, aunque acaba de nacer, nos muestra la Liturgia a la Madre de Jesús; María es inseparable de su Hijo y sólo nace para El, para ser su Madre y para ser también nuestra Madre dándonos la verdadera vida, que es la vida de la gracia. Y, por eso, todas las oraciones de la Misa proclaman la maternidad la Virgen María, como si no pudiese separar la Iglesia su nacimiento del nacimiento del Emmanuel.
EL LUGAR DEL NACIMIENTO DE MARÍA.
Pero ¿en qué lugar nació la Santísima Virgen? Una tradición antigua e ininterrumpida señala a Jerusalén, cerca de la piscina Probática, lugar donde hoy se levanta la Iglesia de Santa Ana. Allí precisamente, nos dice San Juan Damasceno, “en el aprisco paterno nació aquella de quien quiso nacer el Cordero de Dios”. Allí también fueron más tarde enterrados San Joaquín y Santa Ana; los Padres Blancos descubrieron el 18 de marzo de 1889 sus sepulcros al lado de la gruta de la Natividad. Por el siglo IX se construyó allí una iglesia; monjas benedictinas se establecieron en ella después de llegar los Cruzados a Palestina y continuaron hasta el siglo XV. Por esa fecha, una escuela musulmana reemplazó al monasterio, pero a continuación de la guerra de Crimea, el sultán Abdul-Madjid entregó la iglesia y la piscina probática a Francia, que había entrado victoriosa en Sebastopol el 8 de septiembre de 1855.
ORIGEN DE LA FIESTA.
La fiesta de la Natividad tuvo su origen en Oriente. La Vida del Papa Sergio (687-701) la cuenta ya entre las cuatro fiestas de la Santísima Virgen que existían entonces; y, por otra parte, sabemos que el emperador Mauricio (582-602) había prescrito su celebración juntamente con la Anunciación, la purificación y la Asunción. En Alemania introdujo esta fiesta San Bonifacio. Una bonita leyenda atribuía al santo obispo de Angers, Maurilio, la institución de esta fiesta: y, en efecto, tal vez introdujo una fiesta en su diócesis para cumplir el deseo de la Virgen, que hacia el año 430 se le apareció en las praderas de Marillais.
Chartres, por su parte, reclama para su obispo Fulberto (f 1028) una parte importante en la difusión de esta fiesta por toda Francia. El rey Roberto el Piadoso (o sus consejeros), quiso poner en música los tres bellos Responsorios Solem justitiae, Stirps Jesse, Ad Nutum Domini, en que Fulberto celebra la aparición de la estrella misteriosa de la que tiene que nacer el sol; la rama que brota del tronco de Jessé para producir la flor divina en que reposará el Espíritu Santo; la omnipotencia, en fin, que hace que nazca de Judea María, como del espino la rosa.
En la tercera sesión del primer concilio de Lyon, en 1245, Inocencio IV estableció para toda la Iglesia la Octava de la Natividad de la Santísima Virgen; así se daba cumplimiento al voto que él y los demás cardenales hicieron durante la vacante de diecinueve meses, que, resultado de las intrigas del emperador Federico II, acarreó a la Iglesia la muerte de Celestino IV, y a la cual se puso fin con la elección de Sinibaldo Fieschi, después Inocencio.
En 1377, Gregorio XI, el gran Papa que acababa de romper las cadenas de la cautividad de Avignon, quiso completar las honras tributadas a María en el misterio de su nacimiento añadiendo una vigilia a la solemnidad; pero, sea porque sólo expresó un deseo sobre este particular, sea por otra causa cualquiera, lo cierto es que de las intenciones del Papa se hizo caso poco tiempo en aquellos años agitados que siguieron a su muerte.
LA PAZ.
Como fruto de esta fiesta tan alegre, imploremos, con la Iglesia la paz, ya que parece huir cada vez más de estos desdichados tiempos. Precisamente Nuestra Señora vino al mundo en el segundo de los tres períodos famosos de paz universal en tiempo de Augusto; en el último de ellos acaeció el advenimiento del mismo Príncipe de la paz.
Al cerrarse el templo de Jano, del suelo en que se tenía que construir el primer santuario de la Madre de Dios en la Ciudad eterna, brotaba el aceite misterioso; los presagios se multiplicaban; el mundo vivía a la expectativa; el poeta cantaba: “¡He aquí que al fin llega la última edad anunciada por la Sibila, he aquí que comienza a abrirse la gran serie de los siglos nuevos, he aquí a la Virgen!”
En Judea se ha quitado el cetro a Judá; pero aquel mismo que se ha hecho dueño del poder, Herodes el Idumeo, continúa de prisa la restauración espléndida que permitirá al segundo Templo recibir de un modo digno dentro de sus muros al Arca Santa del Nuevo Testamento.
Es el mes sabático, el primero del año civil y séptimo del ciclo sagrado: el Tisri, en el que empieza el descanso de cada siete años y se anuncia el Año Santo del Jubileo; el mes más alegre, con su Neomenia solemne que hacen famosa las trompetas y los cantos, su fiesta de los Tabernáculos y la conmemoración de la terminación del primer Templo en tiempo de Salomón.
Finalmente, en el cielo, el astro del día acaba de dejar el signo del León (Leo) para entrar en el de la Virgen (Virgo). En la tierra, dos descendientes oscuros de David, Joaquín y Ana, dan gracias a Dios por haber bendecido su unión tanto tiempo infecundo.