Fragmentos de su libro “Autobiografía
del hijito que no nació”
CAPITULO I: LO QUE MI ÁNGEL ME CUENTA.
Desde hace un instante soy un ser humano. Mi cuerpo es
tan pequeño todavía que no puede ser visto por los ojos de nadie, pero mi alma
ya es tan grande como lo será siempre. Dios la ha creado para mí, en el mismo
momento en que yo he comenzado a existir.
Dios me ama como si yo fuera una persona perfecta. Dios sigue creando un
sinnúmero de almas cada día, para todos los seres, hijos de los hombres, que
son llamados a la vida. Mi ángel me dice que nacerán tantos como se necesitan
para repoblar el cielo, que el diablo ha despoblado de la tercera parte de sus
habitantes.
Estas cosas profundas para una persona tan
pequeñita como yo, son las primeras que me ha enseñado mi ángel guardián. Debo explicar que tengo un ángel guardián
elegido entre los innumerables ángeles que quedaron fieles al servicio de Dios.
¡Mejor aún! Me enseña que Dios me ha amado
desde toda la eternidad, como si no hubiera de existir otro ser sino yo. Y que
por mí ha realizado infinitas maravillas. Así las ha realizado para todos los
seres humanos y su Hijo ha muerto por cada uno de ellos, como si fuera el único
en el mundo, para salvarlo de la guerra que hace a los hombres el diablo.
Yo apenas entiendo todo esto, pero él me lo
repite y trato de retenerlo.
Sin embargo, confieso que me cansa. Querría
dormir.
Mi ángel me habla sin ruido y sin palabras.
Es como un fluido que me penetra. Lo comprendo perfectamente. Mis oídos todavía
no están formados.
Me dice que soy un hombrecito. O una
mujercita. Lo ignora o no me lo quiere decir. Comprendo que sabe muchas cosas,
pero que no conviene que me lo cuente todo. Me guarda infinidad de secretos
para cuando yo sea mayor.
Dice que si me habla demasiado, mi pequeño
cuerpo se va a cansar.
Y es verdad, vuelvo a sentirme con ganas de
dormir un rato largo.
Será mi primera noche en el seno de mi mamá,
que todavía ignora que yo existo.
Mi ángel me dice que es mejor que ella siga
ignorándolo.
¿Por qué no es bueno que una madre sepa que
su hijito existe ya?
Estoy cansado. Será el primer sueño de mi
vida en el suave y tibio seno de mi madre. ¡Que oscuridad, Dios mío! ¿Es porque
todavía mis ojos no se han formado?
CAPITULO XIII: EL
ÁNGEL PREOCUPADO. LE PREGUNTO ¿POR QUE LA JUSTICIA DE LOS HOMBRES PERMITE QUE
LOS PADRES MATEN A SUS HIJITOS?
Es evidente para mí, que ya lo conozco tanto,
que Absalón que está muy preocupado y hasta triste. ¿Pero un ángel puede estar
triste? A cada instante viene, observa el resplandor que ahora hay en el
corazón de mamá y sin decir palabra abre sus alas de nácar y se vuela.
Como si temiera la desaparición de esa
divina luz que ahora nos alumbra a ella y a mí.
¿Qué es lo que ha sabido? ¿Qué le han dicho
los otros ángeles de la familia, puesto que tengo la seguridad de que se
encuentran y conversan?
¿Qué le ha dicho sobre todo el ángel del
doctor negro sobre las conversaciones que este mantiene cada día con mi padre?
No sé nada, porque esta mudo conmigo.
Si no fuera por la tremenda angustia que me
causa el ver a mi ángel en esta situación, yo estaría orgulloso de mi mismo. A
la luz del corazón de mi mamá he podido con mis propios ojitos contemplar mi
pequeño cuerpo.
Ya no soy lo que era cuando comencé a
conversar con Absalón. Mi alma ya era perfecta, a pesar de su inmensa
ignorancia, pero de mi cuerpo entonces no había apenas señales. Esto lo pienso
ahora, porque yo no veía, no tenía ojos, ni órgano alguno separado y viviente.
Ahora soy otra cosa, y me asombro de los
progresos que he hecho. Soy un muchachito bastante bien formado, un poco
nervioso y comprendo que mi mamá está enamorándose de mí cada día más. Yo
también de ella, seguro de que me defenderá contra todo peligro.
Hoy no lo he dejado escaparse a mi ángel y
le he soltado la pregunta que hace días quiero hacerle.
— ¿La justicia de los
hombres permite que haya papás que decidan asesinar a sus hijitos y doctores
que se encarguen de hacerlo?
— ¡Sí!—me
responde impetuosamente— Cuando un doctor de esos
afirma en un papel que tal niño fue muerto antes de que naciera para salvar la
vida de la madre, la policía cierra los ojos y no averigua nada y el asunto no
llega a los jueces, que tampoco dirían nada.
— ¿Pero hay quienes
conocen esos crímenes, además de los que los ejecutan?
—Sí, muchos amigos a
quienes los papás de los niñitos asesinados les cuentan esto como si contaran
que han bebido un vaso de agua. Y se los felicita, como si hubieran escapado a
un peligro.
— ¿Qué quieres decir?
—Que cuando los papás no
quieren tener un nuevo hijito, porque piensan que les costaría mucho
mantenerlo, se apresuran a matarlo, antes de que nazca o antes de que se forme
en el seno de la mamá. Si no se apresurasen y el chiquito naciera, la policía y
las leyes y los jueces considerarían criminales a los papás o a los doctores
que los suprimieran. Por eso hay que andar a prisa. Mientras más pronto se los
mata es menos peligroso para los papás y para el doctor, que los aconseja. Los chiquitos
antes de nacer no tienen ninguna defensa en la sociedad.
— ¿Y son muchos los que
mueren así?
—Los que mueren antes de
formarse en el seno de la madre son miles de millones. Los que son muertos
después de que se han formado, cuando tienen ya un alma creada por Dios para
ellos y un destino trazado en sus planes, son muchos, quizá millones. Estos crímenes,
que la sociedad ni siquiera considera faltas, enojan a Dios de un modo
terrible, porque… ¿te estas durmiendo chiquito?
—Sí, perdóname, pero tus
explicaciones son muy difíciles de comprender y me hacen doler la cabeza.
— ¡Duérmete! Todavía hay
mucha luz en el corazón de tu mamá y tú duermes mejor en la luz que en las
tinieblas.
Al decir mi ángel “todavía hay mucha luz” su acento es melancólico,
como si temiera que eso pudiera faltarme un día u otro.
CAPÍTULO XV: ¡QUE NO ME MATEN, DIOS MÍO, YO QUIERO SER SACERDOTE!
Mi ángel ya no teme que yo duerma cuando él
me habla con tanta seriedad. Yo comprendo que están acercándose para mí las
horas más trágicas. Mi pobre madre,
ahora en casa de la suya, que es mi abuelita, vive en paz, sin disputas. Pero sabe
que esta preciosa paz que le permite ir todos los días a comulgar, llenándose de
luz y tomando fuerza, no puede durar.
El ángel vuelve a hablarme, y esto lo sabe
por el arcángel Gabriel, de que los hombres cegados por la maldad del diablo no
tienen idea de lo que el mundo pierde con estos asesinatos sin número que cada día
se cometen, en lo más puro de la humanidad, que son sus niñitos. Dice que
muchos sabios siniestros andan propagando sistemas para contener el aumento de
las gentes, aduciendo que pronto la tierra no podrá alimentar a su población. Con
el aparente miedo de que algún día esos niños por falta de alimento puedan
morir, se anticipan a matarlos desde ahora.
Y dice que este pecado infernal ha excluido
de la existencia a seres que habrían sido inventores prodigiosos, infinitamente
superiores a los que se han conocido, genios que con sus descubrimientos habrían
conjurado todo peligro de que la humanidad aun multiplicada por cien pudiera
encontrarse estrecha en los ámbitos de la tierra. Más aún, que algunos de esos
niñitos arrancados a la vida iban a ser cerebros capaces de hallar la manera de
que los hombres conquistaran pacíficamente nuevas tierras en los astros y
difundir en ellos la fe y el servicio de Dios.
Todo esto ha sido borrado, aniquilado por
las infames prácticas de lo que llaman restricción de la natalidad. Me pondera
el ángel lo que habría adelantado el mundo en otras cosas, menos materiales,
como son las artes o la ciencia del alma.
Entraba en los planes de Dios, me dice Absalón,
que el hombre (Adán y Eva) llenara la tierra con su descendencia y la dominara.
Y ahora el hombre que no confía en Él, no se atreve a crear un descendiente más
y se hace impotente él mismo para dominar su propio imperio.
¡Qué inmensos horizontes se abren a mi
pequeño pensamiento con estas grandes palabras! ¿Podre yo, algún día, ser
sacerdote y contribuir a que por mi parte se cumplan los planes de Dios?
Hoy en la Iglesia cuando mamá comulgó, me sentí
tan cerca de Jesús en su corazón, que volví a rezar casi en sus oídos mi
oración de siempre:
— ¡Que no me maten, Señor y Dios mío! ¡Yo
quiero ser sacerdote!
Esa fue la última vez que pude rezar cerca
de Cristo en persona, porque fue también la última vez que mi pobre madre
comulgó.
Vino, pues, mi padre y se llevó a mi madre a
Buenos Aires. Le basto una ojeada para comprender la comedia que ella estaba
representando. Ya no era posible mantener el secreto. Mi pequeño cuerpo se había
desarrollado tanto que para un ojo experto era inútil toda ficción. Él se limitó a decir pocas palabras, que me
hicieron temblar en aquel mi refugio que duraba ya varios meses.
—Ahora será más difícil
extirpar eso, pero el doctor lo arreglará bien. No sufrirás mucho, no te asustes.
En el tono inflexible se advertía su extrema
cólera y su inexorable decisión.
Tuvimos dos días de paz. Mi padre parecía tranquilizado.
Además el doctor negro se hallaba ausente, en un país lejano, a donde había ido
a dar conferencias sobre su maldita “especialidad”.
Mi ángel me contaba todo y me hacía rogar a
Dios por mi madrecita, agotada de fuerzas para las nuevas arremetidas que iba a
soportar de mi padre, irritado e inflexible. Mi desventurada madre nunca tuvo
voluntad. Débil, apocada, se hubiera dejado matar. Tal vez ahora sería capaz de
defender su vida, porque en ella se sustentaba la mía. Ya mentalmente me había bautizado
con el hermoso nombre de Jesús. Yo me dirigí a él, rogándole que auxiliara a mi
madre.
CAPÍTULO XXIV: RUEGO POR MIS ASESINOS
— ¿Y los que maltratan a un niñito que no ha
nacido y que menos que nadie puede defenderse?
—Esos que cometen un crimen abominable, en
la lengua de los hombres ni siquiera se llaman criminales.
— ¿Y se puede pedir a Dios que perdone a
esos criminales?
—Sí, pidiendo que les dé
su gracia para que se arrepientan de su iniquidad. Jesucristo Nuestro Señor,
clavado en la cruz pidió al Padre Eterno que perdonaran a los culpables de su
muerte, que no sabían lo que hacían.
— ¿Eso puedo decir yo de
mis padres? ¿Qué no supieron lo que hacían?
—Sí. Por malvados que hayan sido, si se
arrepienten y piden perdón a Dios y prometen no volver a cometer la horrorosa
iniquidad que te ha impedido vivir a ti.
— ¡Y ser sacerdote y tal vez santo!, exclame con una vehemencia que hizo sonreír
al ángel. Entonces, enternecido, oré con todo mi corazón de esta manera:
—Mi Señor Jesucristo,
Hijo de Dios vivo, ayuda a mis padres a ser buenos y arrepentirse. Y perdónalos
para que no quiten la vida a sus nuevos hijitos, y nos les impidan llegar al
mundo y servirte mejor de lo que yo he podido hacerlo. Y que algunos de ellos
sean religiosos y todos sean santos.
Con esto me sentí inundado por la más dulce
de las esperanzas que pueda alguien concebir: que en su casa y de su estirpe nazca esa preciosísima vara de
nardo que es un sacerdote, cuya mano consagrada realice cada día los dos más
grandes milagros de Nuestro Señor Jesucristo, el perdonar los pecados de los
hombres y el convertir el pan y el vino en la carne y la sangre del Verbo de
Dios.
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HUGO WAST. (1883 - 1962). |