A
poca distancia de Roma se encuentra la Basílica de Nuestra Señora del Buen
Consejo, imagen que en el siglo XV se trasladó allí milagrosamente desde
Scútari, Albania, huyendo de la invasión turca y en respuesta a una fervorosa
oración de dos piadosos albaneses
La ciudad de Genazzano (60 km al
sur de Roma),
remonta al tiempo del Imperio romano. En ella los patricios y la corte imperial
establecieron sus mansiones o “villas” junto a templos, anfiteatros, circos y
termas, cuyas ruinas atestiguan hasta hoy su antiguo fausto. Este lugar era
escenario de fiestas en honra de los dioses, algunas de las cuales eran mero
pretexto para orgías paganas. Una de esas celebraciones se realizaba el día 25
de abril, en honor de la diosa Flora.
Después que Constantino el Grande diera
libertad a la Iglesia, bajo el pontificado del Papa San Marcos (336)
desaparecieron en Genazzano todos los trazos de paganismo en las costumbres, y se edificó allí
una primera iglesia dedicada a María Santísima, bajo la tierna invocación de
Madre del Buen Consejo. Posteriormente los Agustinos levantaron en
un extremo de la ciudad un modesto convento.
Con el paso de los siglos la importancia de
ese primitivo templo fue decayendo, hasta que, ya bastante deteriorado, de su
antigua preeminencia sólo le restaban el nombre, un bonito bajorrelieve en
mármol representando a la Virgen Madre del Buen Consejo, y el privilegio de ser
punto de afluencia de peregrinos que venían a pedir gracias, que María
Santísima continuaba prodigándoles maternalmente.
A mediados del siglo XIV, se confió el
cuidado del antiguo templo a la Orden de los Eremitas de San Agustín, a fin de
asegurar la asistencia pastoral a los fieles y la conservación del venerable
edificio. El trabajo de los frailes produjo una notable elevación moral y religiosa
de toda la ciudad, y muchos fieles de ambos sexos ingresaron en la Orden
Tercera de San Agustín.
No obstante, las dificultades financieras
seguían impidiendo la tan urgente y ansiada reforma del templo de la Madre del
Buen Consejo.
Un alma piadosa prepara
el camino a esta nueva devoción
Pero esta gran Señora tenía prevista para esa dificultad
extrema una solución providencial y maravillosa, que los hombres eran incapaces
de imaginar. Ella quiso valerse
de una simple terciaria agustina para realizar un prodigio único en la Historia
de la Iglesia, que traería como consecuencia no sólo la restauración del
templo, sino un nuevo e incomparable esplendor de aquel recinto sagrado.
Petruccia
de Nocera, viuda desde 1436 y sin hijos, dedicaba la mayor parte de su
tiempo a la oración y a ejecutar pequeños servicios en la iglesia de la Madonna
del Buen Consejo. Le dolía ver el estado del templo, y rezaba con fervor para
que pudiese ser restaurado. Por fin, decidió asumir ella misma la iniciativa.
Con licencia de los frailes, entregó todo su patrimonio para el costeo de las
obras de restauración y ordenó iniciarlas, contando con la ulterior ayuda de
los fieles para llevarlas a buen término.
![]() |
Petruccia de Nocera |
El plan había sido bien estudiado, se
ampliarían todas las dimensiones de la vieja iglesia, reedificando su
estructura. Pero a la mitad de las obras, Petruccia, que ya contaba 80 años de
edad, constató que el monto que había ofrecido no alcanzaba para continuar los
trabajos, y que nadie se había presentado para auxiliarla. Así, al momento de
agotarse sus recursos las nuevas paredes se elevaban irónicamente a poco más de
un metro del suelo... Entonces, algunos conocidos de la pobre terciaria
comenzaron a enrostrarle la imprudencia que había cometido; otros se burlaban
de ella, y hasta hubo quienes la reprendiesen severamente en público. A todos
ella se contentaba en decirles: “No deis, hijos míos, tanta importancia a esta infelicidad
aparente, pues os aseguro que antes de mi muerte la Santísima Virgen y nuestro
Santo Padre Agustín terminarán la iglesia comenzada por mí”.
Nadie podía imaginar entonces hasta qué
punto ese anuncio de Petruccia era profético.
La Santísima Virgen tomó
posesión de la iglesia
La Santa Iglesia había cambiado el contenido del festejo
realizado en Genazzano el 25 de abril. El pueblo que en tiempos de paganismo se
reunía para entregarse al desenfreno, ya convertido pasó a festejar en la misma
fecha al patrono de la ciudad, San Marcos.
En la mañana de ese día, en la Iglesia de la Madre del Buen Consejo
comenzaban las celebraciones con una Misa solemne, en presencia de las
autoridades eclesiásticas y civiles e incontables fieles venidos de toda la
región del Lacio. Había después una gran feria montada en la Plaza frente al
templo, llena de pintorescas barracas de toda clase de productos, y se armaban
estrados de diversiones para entretener sanamente al gentío durante el resto
del día.
El 25 de abril del año 1467 era sábado. La fiesta en honor de la Madre del Buen Consejo
transcurría normalmente, con gran concurso de pueblo. La incansable Petruccia
iba de aquí para allá, siempre muy servicial en los oficios que le cabían, y
respondiendo con paciencia a los que la interpelaban acerca de su “pretencioso” proyecto. Cuando de repente, a eso de las 4 de la tarde, se dejaron oír
los acordes de una melodía agradabilísima, que parecía venir del Cielo. Todos se pusieron a escudriñar de dónde podían
venir esos sones maravillosos. Entonces, por encima de los tejados y de las torres de las
iglesias, en el cielo primaveral y poético del Lacio, se dejó ver una pequeña
nube blanca que desprendía rayos luminosos y venía bajando al son de una
melodía excepcionalmente bella. Poco a poco la nube de luz bajó hasta la misma
iglesia de la Madre del Buen Consejo, donde quedó suspendida junto a la pared
del fondo de la capilla inconclusa. Al mismo tiempo las campanas de la vieja
torre se pusieron a repicar por sí mismas, seguidas de inmediato, en un unísono
milagroso, por todos los campanarios de Genazzano. En pocos segundos la capilla
quedó repleta de gente que, asombrada, acudía a admirar aquel fenómeno
celestial. La nubecita se fue disipando y dejó ver un objeto bellísimo, una
pintura que representa a Nuestra Señora trayendo tiernamente a su Divino Hijo
en los brazos.
En el local de la aparición ya se oían vivas
desbordantes de alegría a la madre de Dios, al lado de gritos: “¡Milagro! ¡Milagro!” Los que ya habían partido hacia sus
ciudades volvían atrás rápidamente, pues el repique inesperado de campanas les
había llamado la atención y de lejos habían podido ver la misteriosa nube
luminosa que bajaba sobre Genazzano.
Muchas personas enfermas o probadas se sintieron
inspiradas a pedir cura y consuelo a la imagen llegada milagrosamente, y de
inmediato comenzaron a ser atendidas, como consta en documentos emitidos por
las autoridades eclesiásticas locales.
Dios premió el acto de
confianza
La noticia se esparció por el Lacio y
después a toda Italia. Multitudes fervorosas comenzaron a acudir para venerar
aquella imagen, milagrosamente suspendida en el aire. Comenzaron a llover las limosnas, como una
respuesta providencial a la confianza inquebrantable de la buena Petruccia. Sus esperanzas se veían ahora realizadas. La Madonna del Paradiso, como
fue llamada la imagen en el primer momento, logró así que las obras de la
iglesia fuesen retomadas y en poco tiempo ésta adquiriera un aspecto
majestuoso. Artistas y artesanos unieron sus talentos para construir un rico y
solemne altar en la pared junto a la cual se mantenía suspenso el fresco
maravilloso. Se
fundieron veinte lámparas de plata que ardían en honor de la Virgen Santísima.
Para Petruccia, su misión estaba cumplida:
ya podía decir, como el anciano Simeón, “Ahora puedes llevar a tu siervo”. Colmadas sus esperanzas por María, sólo le quedaba cerrar los
ojos a esta vida para contemplar los de su dulcísima Abogada y Madre. Cuando
falleció, los Agustinos depositaron sus restos en la iglesia, bien próximos de
la sagrada imagen. Junto al altar fijaron una lápida recordando algunos trazos
de su santa vida. Y desde entonces el pueblo la llamó “Beata”.
De Scútari a Genazzano
Pasado algún tiempo de la aparición, la
Madonna del Paradiso quiso dar a conocer el origen del maravilloso fresco,
relacionado con la penosa situación que vivía la Iglesia al otro lado del mar
Adriático.
Entre los peregrinos llegados a Genazzano había dos
personajes que provocaban extrañeza por sus ropas y por los trazos fisonómicos
que los identificaban como extranjeros. Uno de ellos era aún joven, y el otro
ya adulto. Venidos a Roma desde Albania a comienzos del año, contaron una
singular historia a la cual inicialmente nadie quería dar crédito.
En enero de ese año de 1467 había muerto el último y gran
monarca de los albaneses Jorge Castriota, más conocido como Scanderbeg. Él
había dado altas pruebas de fidelidad heroica a la Iglesia en la lucha contra los
turcos que amenazaban aplastar la pequeña nación cristiana. Desde su juventud había tomado parte en combates
contra los musulmanes; en uno de ellos, en Croja, entonces capital de Albania,
derrotó fragorosamente al propio sultán Amurat II. A lo largo de una serie de
campañas victoriosas, en las cuales había derrotado numerosas hordas turcas que
durante años hostilizaban a sus compatriotas, Scanderbeg ocupó varias
fortalezas en toda Albania. Después, con su pequeño ejército de soldados
montañeses bien adiestrados, quedó a la espera de nuevas embestidas turcas.
Éstas no se hicieron esperar y un número incontable de infieles asoló
nuevamente el territorio cristiano.
Lamentablemente el pueblo albanés sufría
desde hacía tiempo la influencia del cisma bizantino, y oscilaba entre la
adhesión y el rechazo a la Santa Sede. Así, a la muerte del fiel Scanderbeg
Albania pagó las consecuencias de su prolongada inconstancia y tibieza. Los
ejércitos turcos, viéndose libres del que llamaban “fulminante león de la guerra”, embistieron contra Albania y la ocuparon casi
totalmente.
Solamente Scútari, una pequeña plaza al
norte del país, aún no había sido conquistada, porque contaba con una
guarnición veneciana que el mismo Scanderbeg había llamado poco antes de su
muerte. Pero su caída era sólo cuestión de tiempo. Comenzó entonces el éxodo de
los que no querían poner en riesgo su fe y tradiciones hacia países vecinos
donde pudiesen mantener la fidelidad a la Santa Sede. Entre ellos estaban
Giorgio y De Sclavis, los dos protagonistas de esta historia. Ellos también
pensaban emigrar, pero algo los retenía todavía en Scútari.
![]() |
Jorge
Castriota, Scanderbeg
Se trataba de una pequeña iglesia donde se
veneraba una imagen de Nuestra Señora, misteriosamente descendida del cielo
hacía doscientos años. Se decía que había venido del Oriente, y por las gracias
que concedía, su santuario se había hecho el principal centro de peregrinación
de Albania. El propio príncipe Scanderbeg lo había visitado varias veces con
sus soldados victoriosos.
Pero la devoción a la imagen venía menguando
junto con la adhesión a Roma. Sin esto no se comprende la catástrofe albanesa.
Según la expresiva lamentación de un cronista de la época, “los jóvenes y las muchachas ya no tomaban
gusto en florecer el altar de María en Scútari”, y el santuario
parecía ahora destinado a una inevitable destrucción.
Ésta era la gran aflicción de Giorgio y De Sclavis: dejar
la patria en el infortunio, abandonando con ella aquel don celestial, el gran
tesoro de Albania. Con lágrimas fueron un día al viejo templo para rogar a
aquella santa Madre, en su dolorosa perplejidad, que Ella les diese el buen
consejo que necesitaban. Pues les parecía que debían preservarla de la furia
mahometana, pero al mismo tiempo buscar en el exilio la seguridad para sus
propias almas.
Esa misma noche la Santísima Virgen les hizo
saber, en sueños, lo que esperaba de ellos. Les mandó que preparasen todo lo
necesario para dejar aquel país ingrato, al que nunca más verían. Agregó que el
milagroso fresco iba a retirarse de Scútari para escapar a la profanación, y
que iría a otro país para continuar allí derramando sus gracias. Por fin, les
ordenó que siguiesen a la imagen adonde ésta fuese.
Caminaban sobre las olas
como lo hiciera el Divino Maestro
A la mañana siguiente los dos amigos ya
estaban listos y fueron al santuario. Aún sin saber el rumbo que los hechos
tomarían, se arrodillaron ante la bien amada pintura. De repente vieron, con
indescriptible emoción, que ésta comenzaba a desprenderse de la pared donde se
había apoyado desde su misteriosa venida de Oriente, y habiendo dejado su
nicho, quedó un momento suspendida en el aire, hasta ser envuelta por una nube
blanca. Sin embargo, continuaba visible para ellos a través de esta nube.
Después, saliendo del templo la imagen comenzó a apartarse de Scútari,
desplazándose por los aires a buena altura del suelo.
Fue avanzando hacia el Mar Adriático, a una velocidad que
permitía a los dos amigos seguirla. Así anduvieron cerca de 40 km. hasta llegar
a la costa. Sin detener su curso, la imagen abandonó la tierra y avanzó sobre
el mar, llevando detrás suyo a los fieles Giorgio y De Sclavis, que ahora
caminaban sobre las olas como lo hiciera su Divino Maestro en el lago de
Genezaret.
A la noche, la nube misteriosa que de día los preservaba
de los ardores del sol con su sombra benéfica, los guiaba con su luz. Así
llegaron a las costas de Italia, y continuaron siguiendo la nube atravesando
montañas, ríos y valles, hasta que días después avistaron las torres y las
cúpulas de Roma. Pero, llegados a las puertas de la ciudad, de repente la nube
desapareció...
Entonces Giorgio y De Sclavis comenzaron a deambular por
la ciudad, afligidos, preguntando de iglesia en iglesia y en las calles, si
allí había posado una imagen venida del Cielo. Pero no obtenían ninguna información que los
pudiese reconfortar.
Éste es el extraño relato que aquellos singulares personajes insistían en hacer, despertando desconfianza y la sospecha de que estuviesen delirando...
![]() |
La
imagen sale de Albania, seguida por Giorgio y De Sclavis
Nunca más los dos
albaneses perdieron de vista la Imagen
Fue entonces que corrió por toda Roma la asombrosa
noticia de que una imagen de Nuestra Señora había aparecido en los cielos de
Genazzano, en las circunstancias ya descritas. Para Giorgio y De Sclavis se
encendió una luz de esperanza, y hacia allí fueron, ansiosos por saber si sería
la misma Santa Madre de Scútari.
¡Cuál no fue su alegría cuando, llegados al local donde
reposaba ahora la pintura milagrosa, constataron que era exactamente la misma
imagen! Postrados en señal de profunda veneración e intenso
afecto, alabaron y agradecieron a la Virgen el inmenso favor que les había
concedido.
En poco tiempo se comprobó que la extraordinaria historia
de los dos albaneses era absolutamente cierta. Los dos peregrinos fijaron su
residencia definitiva en la ciudad y nunca más se apartaron de su Señora. Allí
se casaron, colocando sus vidas y su descendencia bajo la protección de la
Madre del Buen Consejo.
Fue así que María Santísima, con la humilde
participación de una piadosa terciaria agustina y dos fieles albaneses,
trasladó su maravillosa efigie de la infeliz Albania a una pequeña ciudad
próxima al centro de la Cristiandad. Y desde su nuevo santuario derrama sobre
el mundo un nuevo caudal de gracias, bajo la invocación de Madre del Buen
Consejo.