viernes, 29 de noviembre de 2024

MES DE MARÍA INMACULADA: VIGESIMOSEGUNDO.

 


“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.




Día 29 de noviembre.




CONSAGRADO A HONRAR LA FELICÍSIMA MUERTE DE MARÍA





ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.



   ¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.







CONSIDERACIÓN


   El Sol de justicia no derramaba ya sobre el mundo la luz de sus enseñanzas y de sus ejemplos; pero la Estrella de los mares alumbraba aún con sus suaves resplandores el campo inculto y dilatado en que los obreros del Evangelio sembraban semillas divinas. Jesús había subido al cielo y María vegetaba aún en la tierra como una enredadera separada del olmo que la sostiene. Lejos estaba su tesoro y allí estaba su corazón. La tierra era para ella un doloroso destierro, y en medio de los rigores de su ostracismo, se consolaba tan sólo tornando al cielo sus miradas y respirando de lejos los aires puros de la patria. Peregrina aun sobre la tierra, daba aliento a los sembradores de la palabra divina, que a sus pies iban a deponer las primeras espigas cosechadas en la heredad que había hecho fecunda la sangre de su Hijo.


   Cuando la Iglesia, fortalecida por la persecución, había afianzado sus cimientos, su presencia era menos necesaria, y “como una segadora fatigada que busca el descanso en medio del día, quiere reposar a la sombra del árbol de la vida que crece cerca del trono del Señor.” Un ángel desprendido de la celestial milicia, vino a anunciarle que sus deseos serian bien pronto realizados.





   Retiróse María al lugar santificado por la venida del Espíritu Santo para aguardar allí su última hora. Los apóstoles y discípulos congregados en gran número, fueron a rendir a la Madre de Dios los postreros homenajes de su amor filial. Reclinada sobre su humilde lecho, los recibió a todos con la afabilidad encantadora que le era característica.

    Era la noche: la luz pálida de una bujía alumbraba aquella multitud silenciosa y conmovida que, deshaciéndose en torrentes de lágrimas, rodeaba el lecho de la mujer bendita. Ella entre tanto, con rostro sereno, pero en el cual se dibujaba un tinte melancólico que realzaba admirablemente su belleza más que humana, fijó en todos sus hijos adoptivos mirada cariñosa. Su voz dulcísima, resonando en el recinto fúnebre, los consolaba prometiéndoles que no los olvidaría jamás; que, en medio de las celestiales delicias, siempre abrigaría por ellos y por todos los redimidos con la sangre de su Hijo un amor verdaderamente maternal. Clavó después sus ojos en el cielo; una sonrisa suave como el último rayo de la tarde se dibujó en sus labios; un color más encendido que el de la rosa de Jericó se pintó en su rostro embellecido con celestial belleza. Acababa de ver que el cielo se abría en su presencia y que su Hijo bajaba sentado en nube resplandeciente para recibirla entre las purísimas efusiones del amor filial. Veía a legiones innumerables de espíritus angélicos que venían a su encuentro agitando palmas triunfales y trayendo coronas inmarcesibles para coronarla como Reina del empíreo. Arrebatada en inefable arrobamiento, su alma se desprendió dulcemente de su cuerpo a la manera que el lirio de los valles despide al marchitarse un último perfume. El ángel de la muerte, a quien ningún poder humano detiene en su carrera, revoloteaba en torno de esa humilde hija de David sin atreverse a herirla; pero si el Hijo pagó tributo voluntario a la muerte, la madre hubo de someterse también a su imperio.





   Al punto, luz misteriosa bañó con resplandores celestiales la estancia de María y cánticos que no ha escuchado jamás oído humano, turbaron el silencio de la callada noche, cuyos ecos repitieron los sepulcros de los reyes y las ruinas de sus palacios. María había dejado de existir; pero la muerte se había despojado en su presencia de todos sus horrores: ella no fue más que un dulce y apacible sueño. Las brisas de la noche, robando sus aromas a las flores del valle, soplaban perfumadas en la fúnebre estancia, y el brillo melancólico de las estrellas penetraba por entre sus rejas silenciosas.

   La muerte es ordinariamente el reflejo de la vida. María, cuya existencia fue enteramente consagrada a Dios, no podía dejar de tener un fin adecuado a lo que fue su vida. María murió a impulso del deseo de unirse al amado de su corazón. Su vida fue un largo y prolongado suspiro de amor; su muerte fue el instante en que ese suspiro se escapé de su pecho para ir a clavarse como una saeta en el corazón de Jesús y no separarse jamás de ahí. 






   Por mucho que amase María a su castísimo cuerpo, su separación le era grata, porque mediante esa separación iba a unirse con Dios. Si tanto anhelaba ese momento el apóstol San Pablo, ¿cuánto lo anhelaría aquella que no hizo otra cosa que amar? No hay un deseo más vehemente en el corazón del que verdaderamente ama, que el de unirse con el objeto amado; por eso María, sí vivía en la tierra separada de Jesús, era solamente porque cumplía la voluntad de Dios, pero para ella la vida era un tormento y uno de los muchos sacrificios que le fueron impuestos. Jamás recibió María noticia más fausta que la de su muerte, y jamás un alma humana se desprendió más fácilmente de un cuerpo humano. El fruto bien maduro se desprende del árbol con la más leve sacudida. Así como la paloma, libre de los lazos que la tenían cautiva, emprende sin violencia el vuelo a las alturas, así María, libre de Su cuerpo, voló a las regiones del gozo eterno.


   ¡Qué muerte tan envidiable! De todas las ventajas del amor divino es ésta la más preciosa y la más apetecible. ¡Qué dulce es la muerte para las almas que aman!





EJEMPLO



María, Auxilio de los cristianos


   La bondadosísima Madre de Dios, no solamente se complace en acudir en auxilio de las necesidades particulares de sus devotos, sino que ostenta su misericordia y poder en las calamidades públicas que afligen a los pueblos. Testimonio fehaciente de esta verdad es la célebre victoria obtenida en las aguas de Lepanto por las armas cristianas contra los musulmanes, que amenazaban con una formidable flota a Italia y a la Europa entera.

   Para conjurar este peligro, el gran Pontífice San Pío V convocó a los príncipes cristianos para resistir unidos al poderoso enemigo de la Cristiandad y de los pueblos. Respondieron a su llamamiento Italia, España y Venecia, y con su auxilio se reunió una flota de doscientas galeras tripuladas con más de veinte mil combatientes, bajo las órdenes del denodado guerrero español Don Juan de Austria. 






   Aunque la armada cristiana era una de las más poderosas que había surcado los mares de Europa, era inferior a la flota otomana en número y calidad. Pero los cristianos, más que del poder de sus armas, esperaban la victoria de la protección divina alcanzada por la intercesión de María, que por disposición del Papa, era invocada en toda la Cristiandad por medio del Santísimo Rosario. Animosos marcharon al combate los cristianos bajo tan poderoso patrocinio, mientras que el turco ensoberbecido con su poder se regocijaba de antemano de su triunfo.




   Avistáronse las dos formidables flotas en las aguas del mar jónico, y entraron en lucha el 7 de octubre de 1571. Al tiempo de entrar en batalla, don Juan de Austria izó en el palo mayor de la nave capitana una bandera con la imagen de Jesús crucificado que inflamó el valor de los guerreros cristianos, y el estandarte de María se desplegó al viento en cada una de las principales naves. A la sombra de estados cristianos.

   Entre tanto, el Papa, como un nuevo Moisés, oraba fervorosamente en el fondo de su palacio, as gloriosas enseñas se peleó con un arrojo invencible, hasta que tomada por don Juan de Austria la nave capitana de los turcos y muerto su jefe, entró la confusión en la flota otomana, y un grito de victoria salió ardiente y sonoro de los labios de los soldy una visión celestial le dio a saber el triunfo de los cristianos en el momento en que la batalla se decidía en su favor. La conmemoración de este fausto acontecimiento es el objeto de la fiesta del Rosario, que celebra la Iglesia el primer domingo de octubre. 





   Un siglo después, el poder de la Media Luna se presentó de nuevo amenazante bajo los muros de Viena con un ejército de doscientos mil hombres. Una cruzada de los príncipes cristianos, inspirada por el Papa Inocencio XI y mandada por Juan Sobieski, rey de Polonia, reprodujo el drama libertador de Lepanto. El día en que debía librarse la gran batalla asistió Sobieski a la misa con todos sus generales y se mantuvo durante toda ella con los brazos extendidos en cruz. Terminado el sacrificio se levantó exclamando: «Vamos al encuentro del enemigo bajo la protección del cielo y la asistencia de María.» Pocos días después volvía al mismo templo a depositar a los pies de su celestial protectora las banderas tomadas al enemigo.




JACULATORIA


Salud ¡oh Madre admirable!

lirio hermoso de los valles

y pura flor de los campos.




ORACIÓN



De San Ligorio para pedir una buena muerte 



   ¡Oh María! ¿Cuál será mi muerte? Cuándo yo considero mis pecados y pienso en ese momento decisivo de mi salvación o condenación eterna, me siento sobrecogido de espanto y de temor. ¡Oh Madre llena de bondad! el único sostén de mis esperanzas es la sangre de Jesucristo y vuestra poderosa intercesión. ¡Oh consoladora de los afligidos! no me abandonéis en esa hora y no rehuséis consolarme en esa extrema aflicción. Si hoy me siento atormentado por el remordimiento de mis pecados, por la incertidumbre del perdón, por el peligro de volver a caer en él, por el rigor de la Divina Justicia. ¿Qué será entonces? Si Vos no venís en mi auxilio, yo seré perdido para siempre.

   ¡Oh María! antes del momento de mi muerte, obtenedme un vivo dolor de mis pecados, un verdadero arrepentimiento y una entera fidelidad a Dios por todo el tiempo que me queda de vida. Esperanza mía, ayudadme en esas terribles angustias de la postrera agonía; alentadme para que no desespere a la vista de mis faltas que el demonio procurará poner delante de mis ojos; obtenedme la gracia de poder invocaros fervorosamente en esa hora a fin de que espire pronunciando vuestro santo nombre y el de vuestro Divino Hijo. Vos, que habéis otorgado esta gracia a tantos de vuestros siervos, no me la rehuséis a mí.

  ¡Oh María! yo espero aún el que me consoléis con vuestra amable presencia y con vuestra maternal asistencia; más si yo fuera indigno de tan inestimable favor, asistidme, al menos, desde el cielo, a fin de que salga de esta vida amando a Dios para continuar amándolo eternamente. Amén.








Oración final para todos los días



  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.





PRACTICAS ESPIRITUALES



1— Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la muerte de María, a fin de estimularnos a vivir santamente para obtener una muerte dichosa.



2—Examinar atentamente la conciencia para descubrir nuestra pasión dominante y aplicarnos a corregirla.



3—Rezar las Letanías de la buena muerte para alcanzar de Jesús, por mediación de María, la gracia de tenerla feliz.

jueves, 28 de noviembre de 2024

MES DE MARÍA INMACULADA: VIGESIMOPRIMERO.

 



“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.




Día 28 de noviembre.




MARÍA EN EL CENÁCULO




ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.




   ¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.



CONSIDERACIÓN


   Jesús no subió a los cielos sin dejar a sus apóstoles una promesa consoladora que endulzara las lágrimas que les ocasionaba su ausencia: la promesa de enviarles el Espíritu Santo. Los discípulos, como ovejas sin pastor, después de recibir la bendición postrera de su divino Maestro, se dirigieron al Cenáculo para aguardar allí, en la oración y el retiro, la venida del Espíritu Consolador. María estaba en medio de ellos, porque en la ausencia de Jesús, era la compañera inseparable de los desconsolados huérfanos y la columna de la naciente Iglesia.




   Diez días habían pasado en expectativa de la promesa de Jesús, cuando en la mañana del décimo todos los congregados en el Cenáculo sintieron un ruido a manera de viento impetuoso que sacudió la casa desde sus cimientos. Era el Espíritu Santo que descendía sobre los apóstoles en forma de lenguas ondulantes de fuego, que ardían sobre la cabeza de cada uno de ellos como una ancha cinta batida por el viento.




   Desde ese momento se operó en los discípulos una completa transformación. Los que antes eran tímidos y cobardes, que habían huido en presencia de los enemigos de su Maestro, dejándolo abandonado entre sus manos, preséntanse con frente alta y corazón animoso delante de los tribunales de la nación, que les intimaban la orden de callar, para decirles con acento varonil y resuelto: «Antes que a los hombres obedeceremos a Dios.» —Podéis, si lo tenéis a bien, mandarnos al patíbulo; pero callar… non possumus, —no podemos. Los que eran pobres e ignorantes pescadores se trasformaron en sapientísimos doctores de las cosas divinas y en inspirados maestros de las verdades de la fe, y se esparcen por todo el mundo conocido para predicar el Evangelio. Tanto fue el entusiasmo de que se sintieron poseídos, tanto el amor que ardía en sus corazones, que las gentes que los veían los creyeron tomados del vino. ¡Cual sería el gozo de María al contemplar estos estupendos prodigios!—Ella, tan interesada como el mismo Jesús en la prosperidad de la grande obra fundada al precio de su sangre, debió sentir inmenso júbilo al ver a esa falange de denodados atletas que iban a extender por el mundo el fruto de la pasión de su Hijo arrancando a los infieles de las sombras de la muerte.




   La oración de María en el Cenáculo, fue sin duda, la más poderosa para apresurar el advenimiento del Espíritu Santo. Por su mediación debemos nosotros alcanzar también los dones y gracias de ese mismo Espíritu. Aquel que puso en el dedo de María el anillo de esposa y que cubrió su seno con la sombra de su poder para obrar el prodigio de la Encarnación del Verbo, no puede olvidar la efusión de sus dones en favor de aquellos por quienes se interesa. ¡Y cuánta necesidad tenemos de esos dones y gracias! Cobardes, no nos atrevemos muchas veces a confesar con la frente erguida y corazón entero la fe de Jesucristo delante del mundo que la desprecia y la insulta. Ignorantes de las cosas divinas y de las vías de la santificación, necesitamos del espíritu de luz que alumbre nuestras inteligencias, que nos haga conocer nuestros únicos verdaderos intereses, que son los de la propia salvación, y que nos señale la ruta que a ellos conduce. Tibios y pusilánimes para las cosas de Dios, habemos menester del espíritu de amor que inflame nuestro corazón en las llamas de la caridad divina, y que, llenándolo de Dios, destierre de él todo afecto desordenado a las criaturas. Siempre desidiosos en el servicio de Dios y en lo que concierne a la santificación de nuestras almas, necesitamos del espíritu de piedad que nos haga solícitos en el cumplimiento de aquellos ejercicios de piedad y de devoción, que son para el alma como el rocío y el riego para las plantas, sin los cuales no podrá producir fruto de santidad. Invoquemos a María siempre que tengamos necesidad de algunos o de todos esos dones, seguros de que su intercesión poderosa nos los alcanzara con abundante profusión.



EJEMPLO


María Luz de los ciegos



   Hay en Turín, consagrado a María Auxiliadora, un templo venerando y eminentemente popular. Cuando en 1865, el San Vicente de Italia, Don Bosco, fundador de la Pía Sociedad de San Francisco de Sales, echó los cimientos de esa iglesia apenas tenía 40 céntimos en caja. Concluidos los trabajos en 1868 el valor alcanzaba a más de un millón de liras. Y tamaña empresa se había realizado sin correr una sola suscripción. ¿Quién proporcionó los recursos? —María; si, porque los fieles que incesantemente llegaban a Don Bosco con una piadosa ofrenda significábanle al mismo tiempo era sólo el pago de una deuda contraída con la Madre de Dios de quien habían alcanzado un señalado favor. Cada piedra de ese santuario, cada uno de los exvotos sin número que relucen en sus muros atestigua una gracia de María Auxiliadora. Sin que sea posible mencionar tantos hechos extraordinarios, baste la relación del siguiente:

  


   Vivía en Vinovo, aldea cercana a Turín, una joven llamada María Stardero, la cual tuvo la desgracia de perder totalmente la vista. Ansiosa de recobrarla concibió el pensamiento de hacer una peregrinación a la iglesia de María Auxiliadora, y un sábado del mes que le está consagrado, acompañada de su tía se presentó en el templo. Después de breve oración ante la imagen de Nuestra Señora, fue conducida a la presencia de Don Bosco, en la sacristía, y allí tuvo con él esta conversación:

   ¿Cuánto tiempo hace que estáis enferma?

   —Ya mucho tiempo, pero hace como un año que nada veo.

   —¿Habéis consultado a los médicos? ¿Qué dicen? ¿No os han medicinado?

   —Hemos usado toda clase de remedios sin resultado alguno, respondió la tía. Los médicos no dan la menor esperanza… —y se echó a llorar.

   —¿Distinguís los objetos grandes de los pequeños?

   —No, señor; no distingo nada absolutamente.

   —¿Veis la luz de esa ventana?

   —No, señor; nada veo.

   —¿Queréis ver?

   —Señor, soy pobre, necesito la vista para buscar la subsistencia; ¿no he de quererlo?

   —¿Os serviréis de los ojos para bien de vuestra alma y no para ofender a Dios?

   —Lo prometo con todo mi corazón.

   —Confiad en la Santísima Virgen; ella os sanara.

   —Lo espero, mas entretanto estoy ciega.

   —Veréis.

   —¡Ver yo!

   Entonces Don Bosco con tono y ademán solemnes exclamó:

   —A gloria de Dios y de la bienaventurada Virgen María, decid ¿que tengo en la mano?

   La joven abrió los ojos, los fijó en el objeto que Don Bosco le presentaba, y gritó:

   Veo… una medalla… y de la Santísima Virgen.

   —Y en este otro lado de la medalla, pregunta Don Bosco, mostrándoselo, ¿qué hay?

   —Un anciano con una vara florida: es San José. 




   Renunciamos a describir lo que entonces pasó; sólo añadiremos que habiendo María extendido la mano para coger la medalla, cayó ésta al suelo, yendo a parar a un rincón de la sacristía, y la misma María, por orden de Don Bosco, la buscó y la encontró, con lo que dejó a todos perfectamente convencidos de la realidad de la curación, la cual fue tan completa como prodigiosa, porque María Stardero no ha vuelto a padecer de los ojos.



JACULATORIA



Madre de Dios, madre mía,

mi vida, mi cuerpo y mi alma

te ofrezco desde este día.



ORACIÓN


¡Augusta esposa del Espíritu Santo! fuente inagotable de gracias y de bendiciones, dignaos alcanzarnos de vuestro divino Esposo los dones que tan profusamente otorgó a los apóstoles reunidos en el Cenáculo: el don de sabiduría, que disipa los errores de nuestra inteligencia, haciéndonos comprender la vanidad de los falsos bienes de la tierra y la excelencia de los bienes del cielo; el don de entendimiento que nos instruya acerca de nuestros deberes y de todo lo que concierne a los intereses de nuestra santificación; el don de fortaleza, que nos comunique entereza bastante para desafiar las burlas y desprecios del mundo, hollando sus máximas con santa energía; el don de ciencia, que nos esclarezca acerca de las verdades eternas; el don de piedad, que nos haga amar el servicio de Dios; y, en fin, el don de temor, que nos inspire un santo respeto mezclado de amor por Dios.

   Bien sabéis ¡Virgen bendita! que nuestras pasadas resistencias a las inspiraciones del Espíritu Santo nos hacen indignos de sus beneficios; pero, ayudados de vuestras oraciones obtendremos del autor de todo don perfecto las gracias que nos son necesarias para vivir santamente en la tierra y llegar un día a la eterna felicidad. Amén.







Oración final para todos los días



  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.



PRÁCTICAS ESPIRITUALES


1—Invocar al Espín tu Santo en solicitud de sus dones, rezando devotamente el himno Veni Creator Spiritus.

2—Rezar cinco Salves en honor de la pureza inmaculada de María.

3—Hacer una comunión espiritual pidiendo a Jesús, por intercesión de María, que encienda nuestra alma en el fuego del divino amor.


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