domingo, 2 de marzo de 2025

MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA SEGUNDO.

 


PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ

 

   La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.

 

   Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.

 

   La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.

 

   Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.

 

ACTO DE CONTRICIÓN


   ¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.

  


DÍA SEGUNDO — 2 DE MARZO

 

CATECISMO DE SAN JOSÉ


3. ¿Quiénes fueron los padres de José?

Dos Evangelistas nos presentan su genealogía; según San Mateo su padre se llamaba Jacob; San Lucas dice ser Helí; pero la opinión más común y más antigua es la que nos refiere Julio Africano, escritor del fin del siglo II de la era cristiana: dice, pues, que, según algunos parientes del mismo Salvador, Helí y Jacob eran hermanos uterinos; el primero había muerto sin hijos y Jacob se enlazó con la viuda para dar la sucesión según la prescripción de la ley, y de este casamiento nació San José. Respecto de su madre nada nos dice el Evangelio de su nombre; sin embargo, algunos autores pretenden que pertenecía a una familia denominada Cleofás, debiendo también ser de la raza de David, porque los hebreos estaban obligados por la ley a casarse en su propia familia, y eran indispensables razones gravísimas para obtener el ser dispensado.


  

EXCELENCIA DEL SANTO NOMBRE DE JOSÉ.



   Es una cosa admitida en todo el mundo que los hombres deben ser imágenes de las cosas, y expresión fiel de sus cualidades. Sin embargo, la experiencia nos prueba que los hombres pueden engañarse, y se engañan en efecto con mucha frecuencia en la imposición de los nombres, y esto a causa de la debilidad de sus luces y del poco conocimiento que tienen de los objetos.      

   Pero Dios, que es el Padre de los siglos pasados y de los futuros, y que conoce distintamente todos los tiempos y todos los seres, puesto que los abraza todos en su eternidad, si da nombres, los da conforme a la naturaleza y al estado de los que los reciben.

  

   Ahora bien, según el común sentir de varios Padres de la Iglesia, Dios mismo es el autor bendito del santo nombre de José, que fue inspirado por el Cielo a sus padres, porque su significación se ha cumplido en él de una manera admirable. En efecto, este nombre que en lengua hebrea significa acrecentamiento, aumento, presagiaba, dice San Bernardo, el progreso que José debía hacer en santidad, como el antiguo Patriarca del mismo nombre, fue distinguido anteriormente entre sus hermanos.

 

   Adán recibió del Señor el poder de nombrar la esposa que se le había dado por compañera; así el Espíritu Santo se ha reservado este cuidado para el que debía ocupar su puesto, y representarle al lado de la augusta Madre de Dios.

 

   Si el nombre del Patriarca Isaac fue revelado por un Ángel a su padre Abrahán, si el nombre de San Juan el precursor fue anunciado por un mensajero celestial a Zacarías y a Santa Isabel, podemos creer que José, escogido por Dios para ser el padre de Jesús y el casto esposo de María, ha gozado del mismo privilegio. ¡Cuánto ha amado el Señor a este santo Patriarca, puesto que no queriendo que tuviera nada de la tierra, le dió Él mismo el nombre que debía llevar entre los Ángeles y entre los hombres!

 

   Pero lo que debe causar principalmente nuestra admiración es que el Hijo de Dios quiso honrar este augusto nombre antes de su nacimiento, durante su vida y después de su muerte. Y en efecto, antes de su nacimiento quiso que uno de los Patriarcas que figuraban su divina Persona, llevase el nombre de José. Durante su vida mortal, es el nombre bendito que pronunció primero junto con el de su divina Madre; el nombre de José es el que ha repetido con más frecuencia, y siempre con todo el respeto y el amor del hijo más cariñoso y más sumiso. Por último, después de la muerte del divino Salvador, no quiso confiar el cuidado de bajarle de la Cruz, recibirle en sus brazos y colocarle en el sepulcro, más que a aquel hombre justo de Arimatea, que también se llamaba José.

  

   Y la augusta María, ¡con qué veneración no debía pronunciar el nombre de José! Fiel en imitar los ejemplos de Jesús, ¡con qué ternura aquella Virgen amable no repetiría el nombre de José, de José su guardián, su esposo; de José, en fin, que le estaba unido por los lazos más estrechos y más puros! Así, si queréis, almas piadosas, agradar a María, honrad el santo nombre de José, pronunciadle siempre con respeto y repetidle frecuentemente con amor, porque según nos dice un piadoso autor, «nada hay que agrade más a esta buena Madre».

 

   Hemos dicho más arriba que el nombre de José significa acrecentamiento; ahora bien, ved cómo, después de María, nadie ha justificado mejor su nombre que José. Y en efecto; según los Doctores, José, así como el precursor del Mesías y el profeta Jeremías, fue santificado en el seno de su madre. La gracia infundida en su alma en su primera santificación, fue proporcionada al ministerio que debía llenar, ministerio más elevado que el de los Profetas y los Apóstoles. Al purificarle del pecado original, Dios veía en él el padre adoptivo del Verbo encarnado y el esposo de la Virgen. Las tres divinas Personas derramaron en él en aquel momento una gracia santificante conforme a las relaciones que debía tener con cada una de ellas, con el Verbo encarnado y su divina Madre. Por un segundo privilegio que se desprendía del primero, Dios adelantó en José el uso perfecto de la razón, y desde entonces la gracia infusa empezó a obrar en él. Además, la gracia, según el principio de los teólogos, dobla en cantidad cuando obra según toda su actividad interior; ahora bien, lo que detiene su actividad es el foco de la concupiscencia, son los pecados veniales; pero como Dios por su omnipotencia había encadenado y extinguido este foco en José, puede decirse que su alma, salvo algunos raros pecados de la humana fragilidad, tuvo la pureza de un ángel, y qué siendo perfecta la fidelidad de José a la gracia, la gracia obró en él con toda su actividad interior.

 

   No, ¡oh glorioso San José! no, nadie, después de María, ha justificado su nombre mejor que vos. Vuestro nombre significa acrecentamiento: y ¿qué ha sido vuestra vida entera, sino un aumento, un acrecentamiento de la gracia? ¡Cuán bella fue vuestra infancia, oh Santo Patriarca, oh nuestro amadísimo padre, y cuán rica en méritos! Desde la más tierna edad conocisteis la contemplación y debisteis salir de ella abrasado como un Serafín. A cada acto de amor que hacíais, comparecíais ante la divina Majestad con un adorno de gracia de una riqueza doble de la que poseíais el instante anterior. ¡Cuán bella debió ser vuestra adolescencia, oh bienaventurado José, y cuán preciosa debió ser cada una de sus horas ante el Señor! ¡Pero qué diremos de vuestra juventud incomparablemente más bella aún! La gracia que estaba en vos obrando con todas sus fuerzas, producía actos que encantaban el Corazón de Dios. Cada uno de sus actos, doblando en vuestra alma la comunicación interior del Espíritu Santo, doblaba la capacidad y las llamas de vuestro corazón; así os eleváis como un cedro de santidad, y de ascensión en ascensión llegasteis, por fin, a esa altura donde Dios os santificó lo suficiente, para que no fueseis demasiado indigno de ser esposo de la Virgen sin mancilla, y padre adoptivo del Verbo encarnado. Más adelante, cuando llegásteis a la mitad de vuestra vida y de vuestra santidad, Dios formó estos lazos que os elevaron por toda la eternidad por encima de los hombres y los Ángeles: os dio por esposa a la Virgen, haciéndoos también padre del Verbo hecho carne. Pero cómo se deslizaron, ¡oh gran santo!, los treinta años que pasasteis en tan divina sociedad. ¡Oh!, no lo dudamos, los acrecentamientos de la gracia fueron tales en vos, que el mayor ingenio sucumbe ante esta contemplación. Vivíais con El que era la caridad infinita, con vuestro Dios, y con la que era madre de vuestro Dios y dispensadora de todas las gracias del Paraíso. Os encontrábais en contacto inmediato con el que abrasa los Serafines en sacro fuego de celestial amor, le teníais en vuestros brazos, le estrechábais contra vuestro corazón. Vivíais con la Virgen inmaculada, con la que es la perla, el abismo y el apogeo de los milagros de Dios, que amó más a ella sola que a todos los Ángeles y Santos reunidos, y esta divina Madre, al ver vuestro amor por el Verbo encarnado, y el Verbo encarnado, al ver todo lo que hacíais por su divina Madre, os pagaban a porfía todo vuestro amor, todos vuestros cuidados, todas vuestras solicitudes, trabajos y martirios. Ambos derramaban de sus corazones la riqueza de la divina caridad, y llenaban el vuestro a medida que la caridad le dilataba; y hasta dónde llegó esta dilatación, hasta dónde llegaron estas comunicaciones y expansiones de la caridad divina, ¡ah!, nadie es capaz de comprenderlo. Por espacio de treinta años no os ocupasteis más que de Cristo y de la Virgen; pero Cristo y la Virgen se ocuparon incesantemente de vos, de enriqueceros y santificaros. Mas, ¡oh glorioso José!, nos detenemos, porque nos perdemos en esta inmensidad de tesoros de gracias.

 

   Así, ya lo veis, almas cristianas, el nombre de José es un nombre por excelencia, un nombre descendido de los Cielos y muy honrado por la Divinidad, un nombre, en fin, que nos recuerda en el que le lleva la más perfecta correspondencia a la gracia. Amad, pues, el nombre bendito de José, y grabadle profundamente en vuestros corazones. Que sea este santo nombre, con el de Jesús y María, el primero que pronunciéis cada día, y el último que se escape de vuestros labios antes de entregaros al reposo. Colocad estos amables nombres al principio de cada uno de vuestros escritos como una súplica eficaz y una prenda segura de bendición. Sellad con ellos, como con un sello celestial, vuestros más preciosos compromisos. ¡Oh!, cuántas gracias harán descender del Cielo sobre vosotros estos santos nombres si los amáis; serán la esperanza de vuestra alma, os fortificarán en vuestros desalientos, os iluminarán en vuestras tinieblas, os consolarán en vuestras aflicciones y os regocijarán en la tristeza. Sí, almas piadosas, grabad estos sagrados nombres de José, Jesús y María, en vuestro corazón y en vuestros labios con caracteres indelebles de amor, y obrad de modo que sean el sello que cierre para siempre vuestra boca en la última palabra mortal.

 


COLOQUIO



EL ALMA. Acabo de considerar, ¡oh glorioso Padre mío!, cuán santo e ilustre es vuestro nombre puesto que os le dio el mismo Dios. Este nombre significa aumento, acrecentamiento. ¡Oh! Qué feliz sois por haber realizado así lo que ese bello nombre significa. ¡Oh!, qué grande ha debido ser vuestra recompensa.

 

SAN JOSÉ: Sí, es cierto, hija mía, que mi nombre significa acrecentamiento, aumento; sí, también es muy cierto que he hecho, con el favor de Dios, todos los esfuerzos posibles para corresponder a la significación de este nombre y a los designios de Dios, respecto a mí; pero, ¿quieres saber cómo he llegado a ser tan agradable al Señor y obtener de Él tantos favores? Pues bien, hija mía, ha sido por tres medios principales, y estos medios voy a indicártelos.

 

EL ALMA: ¡Oh, mi glorioso Padre, cuán bueno sois! Hablad, mi tierno padre, hablad, vuestra hija os escucha.

 

SAN JOSÉ: El primer medio de que me valí para crecer en gracia fue corresponder lo más fielmente a la gracia que, me concedían. Como sabes, Dios, por un privilegio especial de su gran bondad para conmigo, quiso santificarme desde el seno de mi madre; ahora bien, por esta santificación mi alma llegó a ser el templo del Espíritu Santo y de la Divinidad entera; por esta santificación he podido fácilmente, al llegar a la edad de la razón, escuchar atentamente la voz de Dios y seguir fielmente lo que me mandaba o inspiraba. Esta conducta me ha valido nuevas gracias, porque Dios recompensa siempre los esfuerzos que hacemos, por débiles que sean, para agradarle. Dios, al ver que yo era sumiso, y sobre todo, que estaba reconocido por todos los beneficios de que me colmaba, me otorgó nuevos favores y así, de gracia, me ha elevado a la sublime dignidad de padre de Jesús y esposo de María. La segunda causa de mi acrecentamiento en la gracia, ha sido mi continúa morada con Jesús y mi tierno amor hacia Él. Puesto que el Cielo me había designado para ser el padre adoptivo de Jesús quise corresponder lo mejor que me ha sido posible a la confianza que Dios había tenido en mí, y me dediqué enteramente a Jesús, anticipándome a todos sus deseos y concediéndole todo lo que mi pobreza me permitía hacer por Él. Pero, sobre todo, he tratado de conocerle y de leerle en el fondo de su Corazón; y cuanto más conocía a Aquel divino Niño, más le amaba, y cuanto más le amaba, tanto más crecía en la gracia. ¡Ah!, yo era muy pobre sobre la tierra; pero en medio de mi pobreza era el más feliz de los mortales; y en efecto, ¿cómo no lo hubiera sido con un niño Dios; un niño que era tan bueno, tan dulce, tan obediente, tan amable; un niño, en fin, que amaba tanto a los hombres, que ansiaba crecer para morir por ellos y rescatarlos? Y en cuanto a la tercera causa de mi aumento en la gracia, creo que la has adivinado: es mi amor a María. ¡Oh!, puedo decirlo, hija mía, puesto que es verdad, he amado mucho a María. ¿Y cómo dejar de amar a la que Dios me había dado por esposa, que era tan pura y tan casta, que era Madre de Jesús, y, en fin, tan buena y tan amable? También la serví bien, y todo lo que pude hacer por ella lo hice con alegría. ¡Pero si amo tanto a María, cuántas gracias obtuve en recompensa! ¡Oh! sí, me complazco en confesarlo, María me ha devuelto centuplicado y aún más, todo lo que he podido hacer por ella, y esto, ya sea por el ejemplo de todas las virtudes que me daba, ya por su abnegación y su ternura hacia mí, ya, en fin, por las gracias preciosas y abundantes que pedía para mí a Jesús, y que Jesús se complacía en concederme por agradar a su Madre.

 

He aquí, hija mia, los medios que he empleado para crecer de día en día en la gracia de Dios y llegar a ese grado de santidad que reconoces en mí. Ahora bien, ¿quieres tú también aumentar en gracia y agradar singularmente a Dios? ¿Quieres llegar a ser un gran Santo? ¿Quieres, en fin, prepararte una corona incorruptible en el Cielo? Es fácil, imítame; obra como yo: corresponde fielmente como yo a la gracia, ama como yo, a Jesús, como yo a María.

 

EL ALMA: ... ¡Oh! sí, deseo, mi glorioso padre, emplear los medios que tengáis a bien indicarme para crecer en la virtud. Pero ¿cómo podré yo nunca imitaros fielmente y llegar a ese punto de santidad que deseáis en mí? Porque, en fin, mi buen Padre, habéis tenido grandes privilegios que yo no he podido obtener; habéis sido santificado desde el seno de vuestra madre y habéis tenido la dicha inapreciable de habitar con Jesús y María. Y, además, tengo muchos obstáculos que superar, enemigos que vencer; tengo el demonio, el mundo, mis pasiones, los escándalos, la corrupción del siglo y los malos ejemplos, y vos no habéis tenido esos obstáculos.

 

SAN JOSÉ: Temes, hija mía, los obstáculos y enemigos que tienes que vencer; pero yo tuve esos obstáculos y más. Cuando yo vivía sobre la tierra, puedes estar bien convencido de que el mundo era mucho más malo que ahora, porque Jesús no había anunciado aún su doctrina, y el Espíritu Santo no había bajado para renovar la faz de la tierra, El demonio reinaba entonces como señor absoluto y se apoderaba, no sólo de las almas, sino también de los cuerpos, porque había entonces muchos poseídos. Hablas de escándalos y malos ejemplos; pero, ¿qué son esos malos ejemplos en comparación de los que yo vi en Egipto? Y, además, si tienes muchos y grandes obstáculos que superar, tanto mejor para ti, porque con la gracia de Dios puedes vencerlos, y por estos triunfos merecer nuevas gracias, y aumentar así tu recompensa en el Cielo.

 

EL ALMA: ¿Y cómo, padre mío, puede corresponderse bien a la gracia? ¡Oh! yo os suplico que me lo indiquéis, puesto que es tan importante.

 

SAN JOSÉ: Para corresponder a la gracia, hija mía, conviene primero evitar el pecado con el mayor esmero, porque el pecado es el mayor enemigo de la gracia. Conviene también escuchar con mucha atención la voz de Dios cuando habla, porque te advierto que Dios habla con mucha frecuencia al hombre de buena voluntad. Le habla por los buenos pensamientos que le da, por los buenos ejemplos que le presenta, por los buenos consejos que recibe de personas sabias y virtuosas, por las buenas lecturas a que le inclina, por las piadosas conversaciones que le proporciona, por las oraciones que le pide frecuentemente, y, en fin, por otra multitud de medios, cuyo secreto sólo posee Dios, pero que el alma cuidadosa comprende perfectamente bien. Conviene, en fin, poner en práctica inmediatamente todo lo que Dios nos dice, en diversas circunstancias y nunca dejarlo para otro día, porque Dios quiere la buena voluntad, la docilidad, la obediencia, y dejar para otra ocasión el obedecerle cuando habla, no es obedecer. También has alegado que nunca has vivido con Jesús; sí, es cierto, pero también puedes habitar con Él, puesto que está continuamente en los altares. Yo he alimentado a Jesús; pero tú también puedes alimentarle dando limosna a los pobres en su nombre. He tenido la dicha de llevarle en mis brazos, de estrecharle contra mi corazón, pero también tú puedes estrecharle contra tu pecho, más aún, puedes recibirle en tu alma; más que esto, puedes transformarte en Él por la sagrada Comunión, y decir: sí, yo vivo, pero no soy yo, es Jesús quien vive en mí. Y en cuanto a María, es cierto que no puedes habitar en su compañía, pero puedes amarla y amarla mucho. ¿Y cuántos motivos tienes para ello?, porque escucha lo que María ha hecho por los hombres: dio su propio Hijo por salvarlos, los adoptó en el Calvario por hijos; los colma todos los días de gracias y beneficios; intercede incesantemente por los pecadores, y frecuentemente detiene la mano de su Hijo dispuesta a castigarles; últimamente puede decirse que María no tiene otra ocupación en el Cielo que velar constantemente por la dicha de los hombres. Ya ves, hija mía, que los principales medios que he tenido para acrecer en la gracia, están a tu disposición como estuvieron a la mia. Toma, pues, prontamente estos medios, y puedes estar segura que con buena voluntad crecerás en gracias y méritos, y que llegarás seguramente al grado de santidad que pido de tí.

 

RESOLUCIÓN: Rogar a Dios que nos haga corresponder fielmente a su gracia. Tratar de escuchar atentamente la voz de Dios y ejecutar inmediatamente lo que manda.

MES DE MARZO EN HONOR DE SAN JOSÉ - DÍA PRIMERO.

 


PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ

 

   La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.

 

   Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.

 

   La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.

 

   Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.

 

ACTO DE CONTRICIÓN


   ¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.

  


DÍA PRIMERO — 1 DE MARZO

 

CATECISMO DE SAN JOSÉ


1. ¿Quién fue San José?

   San José fue un grande y fiel siervo de Dios en la antigua ley, que mereció por su justicia ser elevado a la dignidad sublime de esposo castísimo de la Virgen Santísima, y padre nutricio del Santo Niño Jesús. José era justo, dice el Evangelio, y esta cualidad atribuida a José por el Espíritu Santo, es el elogio más eminente que hacerse puede de aquel patriarca tan excelso, porque la palabra justo, dice San Juan Crisóstomo, manifiesta un hombre perfecto en todas las virtudes; esta es la misma opinión de Santo Tomás de Aquino y de todos los teólogos.

 

2. ¿De qué familia fue oriundo San José?

   Descendía por línea recta de la ilustre estirpe de Judá, que dio a Israel el santo rey David y que contaba entre sus abuelos a los venerables patriarcas del Antiguo Testamento. La Escritura dice que era de la casa de David llamándole también hijo de este gran rey; José era, pues, de estirpe real, y hubiera sido rey, si el Cielo, irritado por los crímenes de su pueblo, no le hubiese castigado con la más dura esclavitud; pero si por su origen era noble, lo era más aún por sus espirituales y relevantes cualidades. “Si José descendía de David según la carne, dice San Bernardo, es también evidente que se mostraba digno hijo de este santo rey, por su fe, santidad y devoción ardiente”.

  

DE LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ


   Es seguro que después de la devoción que tenemos al Salvador y a su divina Madre, no hay en la Iglesia otra más excelente y saludable que la que todo cristiano debe tener a San José. Y, en efecto, ved, almas cristianas, cuántas razones apoyan esta verdad.

 

   Primeramente, Dios quiere que honremos a San José, a quien Él ha honrado tanto, y cuyo culto ha hecho inseparable de Él, de la divina infancia y de la Santísima Virgen. La Iglesia nos invita también a unirnos a los habitantes de los Cielos y a los coros de todos los cristianos, para rendirle un homenaje digno de sus prerrogativas. En fin, nuestros más queridos intereses nos colocan en la grata obligación de suplicarle con mucho fervor y con gran confianza. Ahora bien, en este honor, este culto, estas oraciones, es en lo que consiste la devoción a tan gran Santo. Esta devoción tiene, pues, por principales motivos, la voluntad de Dios, el ejemplo de la Iglesia y nuestros verdaderos intereses.

 

   Acabamos de decir que Dios quiere que veneremos a San José, porque le ha venerado Él mismo altamente. En efecto, ¡cuánto no le ha distinguido Dios mismo de los demás hombres por las gracias de que le ha provisto, y por el ministerio augusto que le ha confiado! ¿Cuál de los Patriarcas y de los Profetas ha sido tan favorecido por Dios? ¿Cuál es el Ángel, por elevado que sea en la Gloria, que no hubiese estimado la dicha inapreciable de desempeñar las funciones que ha desempeñado, la felicidad inefable de representar en la tierra al mismo Dios respecto de su adorable Hijo y de la Santísima Virgen? ¿Cuál es el Santo, después de María, que se halla colocado en el Cielo más cerca de Jesucristo, divino Sol que es toda la gloría y esplendor de los Santos? Sí, San José ha sido en la tierra el Santo más querido de Dios y el más elevado en dignidad. Y ved lo que los mayores Santos se complacen en decir de él. San Francisco de Sales le llama: «esposo del amor, el gran patriarca, el hombre escogido por Dios con preferencia sobre todos los demás, para prestar al Hijo de Dios los servicios más tiernos y más amorosos». San Bernardo le nombra: «vicario de Dios Padre y de su Santo Espíritu cerca del Verbo hecho hombre». El piadoso y sabio Ruperto le da los títulos de «conservador del conservador del mundo, de soberano del soberano universal». Otros Santos Doctores le llaman: «el depositario de los secretos divinos, dispensador del pan celestial y tesorero de la casa de Dios».

 

   Dios ha honrado grandemente a San José, y quiere que, a imitación suya, le honremos con un culto verdadero y digno de sus grandes prerrogativas. Obró Dios con él lo mismo que Faraón con el patriarca José; y un gran número de Doctores han considerado a este como un modelo del Santo que debía llevar el mismo nombre. «¿Dónde se encontraría, dice Faraón al antiguo José, alguno más sabio que vos, ni siquiera parecido a vos? Sólo vos tendréis autoridad sobre mi casa, y yo no me distinguiré de vos más que por el trono y la calidad de rey». Aquel gran rey tomó en seguida su anillo y le puso en la mano de José, le hizo revestir una túnica de lino y le puso al cuello un collar de oro; y haciéndole subir sobre uno de sus carros, hizo pregonar por un heraldo que todos se prosternaran ante el que nombraba para mandar en todo el Egipto. ¡Esta es una imagen de la manera con que Dios obró con José, le ha glorificado, y le ha establecido sobre toda su casa, es decir, sobre la humanidad entera, porque Jesús, nuevo Adán, y María, la nueva Eva, personificaban a todos los hombres, le ha dado igualmente poder para comunicarnos las gracias que necesitamos, por manera que nos dice, como Faraón a sus súbditos «acudid a José: pedid a José; y de su mano bienhechora recibiréis los socorros que necesitéis»!

  

   Debemos, pues, almas cristianas, honra a San José, porque Dios mismo le ha honrado; pero también lo debemos, porque nuestra devoción hacia él, se liga de la manera más estrecha con la devoción al niño Jesús y a la Santísima Virgen, por manera que no se puede sobresalir en ésta sin tener aquella en alto grado. Acordémonos de lo que enseña sobre este particular Santa Teresa: «Por mi parte, ignoro cómo se puede contemplar a la Reina de los Ángeles prodigando día y noche sus cuidados al niño Jesús, sin dar gracias al mismo tiempo a su casto esposo por los socorros que él prodigaba con tanta solicitud a la Madre y al Hijo. Y, además, ¿cómo podremos contemplar al Verbo divino en el misterio de su adorable infancia, sin rendir culto al que es su protector, su custodio y su padre por adopción?».

  

   Sí, es imposible concebir que pueda tenerse una verdadera devoción al niño Jesús y a la Santísima Virgen, sin tener una gran devoción a San José. Si amamos verdaderamente al niño Dios, si veneramos a su Madre la Virgen santísima, amaremos infaliblemente a San José, que ha sido el Jefe de la Santa Familia, que ha sido honrado por María y por el mismo Jesús.

 

   El segundo motivo de nuestra devoción a San José es la intención, la voluntad de la santa Iglesia nuestra Madre. La Iglesia, en efecto, quiere que en todas partes donde resuenen las alabanzas de Jesús y de María, resuenen también las de José, y que el culto de este gran santo se extienda más y más, Siempre ha exhortado a los fieles a recurrir a él en todas sus necesidades, persuadida que serán siempre socorridos con eficacia cuando le invoquen con piedad y confianza. Siempre ha alentado todo lo que puede acrecentar esta devoción, y abierto al efecto los tesoros de sus indulgencias. Pero principalmente en los tiempos presentes es cuando nos exhorta, por boca de Pío IX, a la devoción hacia este gran Patriarca. Y en efecto, apenas este gran Pontífice se sienta en la silla de San Pedro, cuando quiere que el Patrocinio de San José se celebre, no como hasta entonces en algunas iglesias o determinadas comarcas, sino en el mundo entero, y declara altamente «que San José, el glorioso Patriarca San José, fue colmado de gracias extraordinarias... que en todas las cosas fue obediente durante su vida a los designios y a la voluntad de Dios con una prontitud y una alegría que casi no podría explicarse... y que, en fin, coronado de gloria y honores en el Cielo, ha recibido un nuevo cargo: el de aliviar por sus abundantes méritos y el apoyo de sus oraciones, la miserable naturaleza humana, y obtener en el mundo, por su poderosa intercesión, lo que el hombre por sus solos recursos no puede obtener». Más adelante, cuando se trata de definir el dogma de la Inmaculada Concepción, y dirigiéndose a la augusta asamblea de los obispos reunidos a su alrededor, se cree en el deber de recomendarles vivamente que propagasen cada vez más la devoción a San José; y en su Bula de Proclamación, en el pasaje en que exhorta a los obispos y al universo entero a recurrir a los sufragios de los Santos, nombra a San José después de la augusta María y antes que los gloriosos Apóstoles San Pedro y San Pablo. Y últimamente, respondiendo a los que se lamentaban a su lado de los temores serios que inspira el porvenir, nuestro santo padre Pío IX les dijo: «el mal es grande, pero el mundo se salvará. No en vano propaga Dios en la lglesia con más abundancia que nunca el espíritu de oración. Se ora mucho más, y se ora mejor; los apoyos de la Iglesia naciente, María y José, vuelven a ocupar en los corazones el puesto que nunca debieron perder. Aun se volverá a salvar el mundo». ¡He aquí, almas cristianas, cuál es la intención de la Iglesia respecto a la devoción a san José; así, ved cómo bajo la inspiración de esta Esposa de Jesucristo, se propaga en nuestros días el culto de San José! ¡Cuántas capillas, cuántos oratorios se erigen con su advocación! ¡Qué de altares erigidos a su gloria! ¡Qué de hermandades, misiones, empresas colocadas bajo su Patrocinio!

 

   Pero entre los motivos que tenemos para ser devotos de San José, hay uno muy poderoso: el de nuestro propio interés.

  

   La Sagrada Escritura nos dice que el demonio anda sin cesar a nuestro alrededor para devorarnos. Pero aun cuando la Escritura no nos lo afirmara, la triste experiencia de todos los días está patente para convencernos. Tenemos además dentro de nosotros mismos un enemigo muy terrible, que nos sigue por todas partes sin cesar: nuestras pasiones. La vida de este mundo es un combate continuo en el que damos, ¡ay!, frecuentemente grandes caídas; luego, ¿qué necesitamos nosotros tan débiles y tan miserables, sino un protector poderoso y que esté siempre lleno de bondad por nosotros? ¡Ahora mirad si no tiene para esto un grado muy eminente el glorioso San José! ¿Y a qué abogado podríamos recurrir, cuyas oraciones fuesen más eficaces que las de José, que por la santidad de su vida tanto ha contribuido al inefable misterio de la Encarnación del Verbo? ¿Qué santo, después de María, tiene más poder con el divino Salvador que aquel que le alimentó con el trabajo de sus manos y se sacrificó por él sin reserva?

  

   Tenemos, pues, en José un poderosísimo protector, que además está lleno de bondad hacia nosotros, y siempre dispuesto a socorrernos. ¿Y cómo podría ser de otra manera, cuando su corazón arde en el mismo fuego de la caridad que los de Jesús y María? ¿Cómo no ha de ser nuestro amigo más tierno, él, que ha visto de una manera tan sensible cuánto costaron nuestras almas al divino Salvador? ¿Cómo dejará de interesarse en nuestra salvación, él, que se sacrificó por procurárnosla trabajando por Jesús y con Jesús, mezclando sus sudores con la Sangre que debía producir la redención del mundo?

 

   Pongamos, almas cristianas, nuestra confianza en San José, y que este sentimiento sea cada vez más vivo en nuestro corazón. ¿Cómo podremos dudar del poder y de la bondad del que ha sido tan honrado por Dios y declarado jefe de la gran familia cristiana, del que se llama con tan justo título protector de la Iglesia, terror del infierno, abogado de la buena muerte, y de quien hemos recibido tantas señales de protección?

  

   Tengamos, pues, una verdadera devoción a San José, y manifestémosla durante este mes que le está consagrado, honrándole por todos los medios que estén a nuestro alcance, como también haciendo le veneren las personas que dependen de nosotros. Sí, vayamos todos los días a los pies de José a darle un testimonio especial de nuestro amor hacia él. Además, todos los cristianos encuentran en la vida de nuestro Patriarca motivos de devoción; los nobles y ricos deben considerar al reverenciarle que San José es nieto de los patriarcas y reyes; los pobres, que ha vivido como ellos en la indigencia, que ha trabajado continuamente cono un simple artesano; las vírgenes, que conservó toda su vida la más perfecta virginidad, y que fue escogido por Dios para guarda y protector de la Reina de las vírgenes; las personas casadas, que fue jefe de la más augusta familia que puede existir; los niños, que fue el padre adoptivo de Jesús, conservador y director de su infancia; los sacerdotes, que tuvo la dicha de tener frecuentemente a Jesús en sus brazos; las personas religiosas, que santificó su retiro de Nazaret con la práctica de las virtudes más perfectas y en las conversaciones íntimas con Jesús y María; últimamente, las almas piadosas y fervientes, que ningún corazón después del Corazón de María, ha amado a Jesús con más ardor y ternura.

 

   Desde el cetro hasta el cayado, desde los cedros hasta el hisopo, nada hay que deje de sentir la saludable influencia de su protección. Todas las condiciones, todos los estados tienen algo que esperar de su favor, en sus grandezas poderosos motivos para honrarle, y en sus virtudes mucho que imitar.

 

COLOQUIO

 

EL ALMA: ¿Queréis permitirme, ¡oh glorioso San José!, expresaros toda la dicha que experimento hoy al comenzar estos piadosos ejercicios que la piedad de los fieles os consagra durante el mes de Marzo? ¡Oh!, qué placer voy a experimentar al leer todo lo que los Santos han dicho al considerar vuestras grandezas y vuestros privilegios. Todos los días, ¡oh padre mío!, os lo prometo, quiero seguir fielmente estos piadosos ejercicios, porque habéis sido bueno para mí, y quiero en lo sucesivo amaros mucho más que antes. Recibidme siempre con la bondad y la benevolencia que os caracterizaban en la tierra, y, sobre todo, os conjuro para que nunca dejéis me separe del pie de vuestro altar sin dirigirme algunas palabras consoladoras, algunos buenos consejos sobre mis deberes; cualquier cosa, en fin, que anime mi pobre corazón y me aliente a hacer los mayores esfuerzos para agradar a Dios.

  

SAN JOSÉ: Recibo con placer, hija mía, la promesa que me haces de venir a encontrarme diariamente al pie de mi altar. Espero que serás fiel a esta promesa, y puedes estar segura de que serás generosamente recompensada. Me dices te reciba con benevolencia, y ¿por qué no, hija mía?, puesto que estás en estado de gracia, y, sobre todo, puesto que leo en tu corazón el deseo que tienes de adelantar en el camino de la virtud. Y, además, hija mía, no olvides que aun cuando no estuvieras en paz con Dios, serías recibida con bondad. Nunca rechazo a los pecadores cuando veo en ellos deseos de empezar a arrepentirse. Y debo obrar así con ellos, primeramente, porque he sido sobre la tierra el padre adoptivo de Jesús, y Jesús ha amado mucho a los pecadores. Lo debo también porque los pecadores necesitan ayuda y socorro para salir de sus pecados, y obtener la gracia de que se les perdonen. Siempre que los pecadores vienen a buscarme, ¡oh hija mía!, los recibo con la mayor bondad, los tiendo afectuosamente los brazos, y cuanto mayores pecadores son, más me intereso por ellos. Y hasta es un deber para mí socorrerlos pronta y liberalmente, porque si no hubiera habido pecadores, Dios no hubiera descendido a la tierra, y yo, José, no hubiera sido padre de Jesús y esposo de Maria.

 

EL ALMA: ¡Cuánto halaga a mi corazón el lenguaje tan bueno y cariñoso que acabáis de dirigirme!, ¡oh gran San José!; y cuán tiernamente le conmueve ¡Ah!, ya no me admiro de que los Santos y los doctores de la Iglesia nos digan que cuando vivíais en la tierra, teníais una bondad y una afabilidad sin igual. Jamás, jamás podrá comprender nadie el gran corazón que Dios os ha dado, y la caridad que ha puesto en él.

 

SAN JOSÉ: Es cierto, hija mía, puedo afirmarlo; Dios me ha dado un gran corazón; pero así convenía, y lo necesitaba desde luego, para amar convenientemente a Jesús, puesto que Jesús era el objeto de las complacencias del Padre Eterno, puesto que además debía, por su pasión y por su muerte, abrir el Cielo a los hombres, y por consecuencia a mí también; era, pues, preciso que yo amase a este divino Niño más que ninguna otra criatura. Era preciso que después del amor de María a Jesús, el mío fuera el más ardiente. Por otra parte, puesto que Jesús debía ser la víctima ofrecida en holocausto por la salvación del mundo, y que yo era quien debía criar, sostener y preparar esta víctima, necesariamente debía tener un gran corazón. Así que jamás, hija mía, jamás alcanzarán a comprender los hombres el amor que les profeso y lo que me intereso por su salvación. María, mi augusta Esposa, reveló un día que los pecadores, después del juicio, se arrepentirán de no haber conocido cuán poderosa y eficaz era mi protección para ayudarlos a volver a entrar en gracia con Dios y hacer su salvación; y María tenía razón, porque Dios me ha dado tanto poder en el Cielo, que solo el de María es superior al mío. ¡Oh! sí, yo amo a los hombres, hija mía; los amo porque Jesús los ha amado mucho; los amo, porque el alma de cada uno de ellos ha costado la vida de Jesús, del querido Niño que tanto amé; los amo, en fin, porque son hijos de María, y por consecuencia míos, puesto que María es mi esposa. Ven, pues, hija mía, ven a encontrarme; ven a exponerme tus necesidades, a comunicarme tus penas y a pedirme mercedes; soy todo tuyo. Sí, ven sin temor, porque yo soy José, el José de la nueva alianza, el José padre de Jesús y esposo de María.

 

   Para conseguir tu salvación necesitas, desde luego, hija mía, la gracia, puesto que sin ella nada puedes hacer meritorio para el Cielo. ¡Pues bien!, ven a encontrarme, y te ayudaré a obtener esta gracia, la pediré contigo a Jesús, autor de la gracia y a María por donde se reparte. Dios quiere, hija mía, que le implores sin cesar y no te canses de suplicarle; si lo quiere así es porque reconozcas su soberanía infinita sobre ti; es porque no olvides que sin él nada eres, nada puedes, y también porque, al pedirle su gracia, conozcas el valor de ella; mas lo importante es orar bien. Ven a mí y yo te enseñaré cómo se debe erar, porque yo lo sé, puesto que durante treinta años oré con Jesús y María. También es necesario que practiques las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Ven a mí y yo te hablaré de la fe, sin la cual es imposible agradar a Dios; de la esperanza, que constituye la fuerza y el consuelo del hombre sobre la tierra, y de la caridad, que es la más bella de las virtudes.

  

   Conviene, hija mía, que seas muy devota de María: conviene te asegures su poderosa protección, porque, no lo olvides, si Jesús es el autor y la fuente de la gracia, María es el canal por donde pasan todas las gracias. Ven a encontrarme y te enseñaré a amar a María, yo José, lo sé, puesto que era mi Esposa y la he amado tiernamente.

 

   Tienes, hija mía, terribles enemigos sobre la tierra; tienes el demonio, envidioso de tu alma, que anda incesantemente a tu alrededor para devorarte; tienes tus pasiones, que tratan de subyugarte; tienes, además, el mundo, los escándalos, los malos ejemplos. Ven a mí y te ayudaré a vencer a tus enemigos; te instruiré en las astucias del demonio; soy más fuerte que él, puesto que he sustraído a su furor al Niño Jesús conduciéndole a Egipto: por esta victoria, Dios me ha dado un poder terrible contra el demonio. Y en cuanto al mundo, ¡oh ven!, yo le desenmarañaré a tus ojos, y te diré cuán engañador es y cuán enemigo de Dios.

 

   En fin, hija mía, tienes que morir un día y quizá antes de lo que crees; la sentencia es irrevocable; nadie puede sustraerse a ella; ahora bien, ya sabes que el árbol permanece tendido del lado que cae, la muerte lo decide todo; si es buena y santa, todo se ha salvado; pero si la muerte no es la del justo, todo se ha perdido, y perdido por toda la eternidad. Acude a mí, hija mía; yo te haré comprender toda la importancia de una buena muerte; ya sabes que soy el patrón de la buena muerte, porque tuve la dicha de morir en los brazos de Jesús y María; ven, pues, hija mía, y te protegeré a la hora de tu muerte. Hija mía, querida hija, ven diariamente todo este mes a buscarme al pie de mi altar, y te prometo que, en recompensa de tu fidelidad, te enseñaré el camino de la virtud, que te llevará a la patria celestial.

  

RESOLUCIÓN: Seguid fielmente y con devoción los ejercicios del mes de San José.

  

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