viernes, 11 de abril de 2025

MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA TRIGÉSIMOPRIMERO.

 


PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ

 

   La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.

 

   Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.

 

   La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.

 

   Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.

 

ACTO DE CONTRICIÓN


   ¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.




DÍA TRIGÉSIMOPRIMERO — 31 DE MARZO

 

CATECISMO DE SAN JOSÉ


40- ¿Cómo fue favorable a los hombres la exaltación de José?

 

Así como la gloria de José fue un homenaje a sus méritos, del mismo modo el poder con que Dios le honró es un recurso en nuestras necesidades. No podemos dudar de ningún modo, dice San Francisco de Sales, que este glorioso Santo tenga mucho crédito en el Cielo, cerca de aquel que tanto le ha favorecido y que le elevó en cuerpo y alma.

  

PREEMINENCIA DE SAN JOSÉ EN EL CIELO.


Si es verdad que San José recibió del Cielo una plenitud superabundante de gracias, proporcionada a los empleos que Dios le confió, a las pruebas a que le ha expuesto y a los servicios prestados, y que él por su parte cooperó fielmente a todas estas gracias, debemos deducir de aquí que este gran santo adquirió tesoros de méritos tan sublimes, que sólo Dios puede tener un conocimiento perfecto de ellos, y que por consecuencia posee en el Cielo un grado de gloria excelentísimo y singularísimo. «Muy lejos, pues, dice el docto y piadoso Francisco Suarez, de ser temerario el sentimiento de los que aseguran que San José sobrepuja a los demás santos, creo que es sumamente piadoso y conforme con la verdad».

 

Sin duda, dice el célebre Gerson, hay en el Cielo santos colocados en un puesto muy elevado; por ejemplo, San Juan Bautista, los apóstoles, sin mencionar los Ángeles; sin embargo, creo que San José es superior en jerarquía a todos los bienaventurados. Si los apóstoles ocupan el primer puesto, es en el orden jerárquico de la Iglesia, pero no en el orden de la unión hipostática, donde no vemos figurar más que a María y José. Ahora bien; como el misterio de la Encarnación domina todo en el Cielo como en la tierra, la gloria de estos santos esposos es superior a la de los demás santos.

 

Para convencernos mejor de esta verdad, almas cristianas, recordemos los servicios que San José tuvo el honor de prestar a Dios en la tierra. Trabajó con éxito en el asunto más importante que se ha emprendido hasta ahora. Gobernó la santa Familia con tanta prudencia como fidelidad. Fue el custodio de aquel que guarda a todos los seres creados, el ángel del gran consejo, prestándoles los buenos oficios que nuestros ángeles nos rinden; el redentor del Redentor de los hombres que rescató de las manos de los sacerdotes, en el día de su presentación en el templo; el salvador del Salvador del mundo por haberle salvado de mil peligros; el señor del Señor, el superior del Rey y de la Reina del cielo; su tutor, su nutricio, su guía, su ayuda, su amigo su defensor, su todo. Tuvo la ventaja como lo notan los santos doctores, que sus cuidados, sus trabajos, sus solicitudes tuvieran por objeto inmediato la persona adorable del Salvador. Los que alimentan a Jesucristo en los pobres que son sus miembros enfermos, merecen una recompensa y el Espíritu Santo les promete la abundancia de los bienes temporales y eternos; pero nada hay comparable a la gloria y a la dicha de José que alimentó efectivamente al Hijo de Dios mismo y a quien el Salvador pudo decir en el rigor de la verdad más exacta: «Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber». ¿Y cómo podemos dudar que el pecado de los judíos, que crucificaron a Jesucristo, no tuvo una malicia particular, como lo enseña Suárez: «Peccátum peccávit Jerusalén: Jerusalén ha cometido un gran pecado»? Si Dios en otro tiempo prometió hombres que recibieran un profeta, la recompensa debida al profeta mismo, ¿no está obligado, por la misma ley a dar a José, que recibió un Dios en nombre de Dios, recompensas dignas de la munificencia de un Dios?

 

¿El derecho natural, la razón y la santidad de José no piden que Nuestro Señor haga sentar a este santo Patriarca sobre un trono más cercano al suyo, después del de su augusta Madre? El Hijo de Dios tiene todo el poder en el Cielo como en la tierra, y en este reino habría servidores interpuestos entre su padre y Él. ¿Es creíble que este bondadoso Salvador haya colocado lejos de sí a un santo que durante treinta años le llevó en sus brazos, que le amó con un amor tan tierno y tan constante?

 

María es la soberana de los cielos, dice la santa Iglesia, “Regina Coeli”, y en el imperio de esta augusta Reina no puede haber nadie colocado en superior categoría a su casto esposo. Estaban demasiado unidos en la tierra para que estén separados en la eternidad. Los ángeles y los bienaventurados llaman a María su reina y su soberana; sólo San José tiene el derecho de llamarla su esposa y su angélica compañera. Si en virtud de la adopción divina debemos esperar ver a Dios y gozar de una gloria semejante a la suya; qué recompensa más magnífica estará reservada al que fue escogido para ser padre del Hijo único de Dios. ¡Ah! ¿Decidnos, oh bienaventurado José, los honores que Jesús, vuestro hijo adoptivo os rindió en presencia de los ángeles y bienaventurados, haciéndoos sentar en el cielo en el trono de gloria que os había erigido él mismo con su mano portentosa? Qué consuelo tan inefable llenaría vuestro corazón cuando visteis salir de su divina boca estas palabras dirigidas a su padre: «Padre mío», ¿qué recompensa daremos a este hombre, que pueda igualar a los buenos oficios que recibí de él? Él ha sido el fiel custodio y protector de la virginidad de mi madre; me hizo una cuna el día de mi nacimiento; me llevó a Egipto para librarme del furor deseado de Herodes; me ha educado con grandes cuidados; me ha amado y colocado en toda clase de bienes: Bonis omnibus per eum repletti sumus: Estamos llenos de todo bien por medio de Él. ¿Qué le daremos?

 

Gran Dios, que tomáis parte en las obligaciones que el Verbo encarnado cree tener con San José; bondad soberana, que nunca os dejáis superar en generosidad por vuestras criaturas; Dios del Cielo, que habéis prometido vuestra gloria a los que dieran en vuestro nombre un vaso de agua al pobre mendigo, qué testimonio de gratitud no daríais a este santo Patriarca. Padre de bondad, le suplicaríais dispusiera de la mitad de vuestras riquezas, recompensaríais la fidelidad y la prudencia, de este fiel servidor concediéndole la mitad de vuestros bienes y la libertad de disponer de ellos en favor de los que le honran y le invocan, ¡Y vos, oh Jesús! Hijo único de Dios, idea perfectísima de la perfecta gratitud, ¿qué disteis a aquel de quien recibisteis tantos honores y bienes? Fiel a vuestra promesa: «Dad y se os dará, se verterá en vuestro seno una medida, colocada, apretada y derramándose por los bordes; le daríais un palacio en el cielo por una casa en la tierra; el seno de un Dios por el seno de un hombre; la gloria eterna por los honores temporales; vuestro corazón por el suyo, y amor por amor».

 

«Cuando Jesús, dice Bossuet, aparezca en su gloria, descubriréis las maravillas de la vida oculta de José; ¡sabréis lo que ha hecho durante tantos años y cuán glorioso es ocultarse con Jesús! Es indudable que no es de los que recibieron su recompensa en este mundo; por esto aparecerá entonces, porque no ha comparecido aún; brillará porque aún no ha brillado.

 

¡Ojalá que pudiéramos, oh bienaventurado José! tener parte en todos estos bienes que coronan vuestros méritos y a las alegrías superabundantes en que rebosa vuestro corazón, después de haber contribuido con todas nuestras fuerzas a la gloria que Dios os ha destinado y estamos obligado à rendiros.

 

Ahora que estáis en el Cielo, lleno de dicha, sentado sobre un trono elevado al lado de vuestro amadísimo Jesús, que tan sumiso estuvo a vuestra voluntad en la tierra. San José, tened piedad de nosotros. Considerad que vivimos rodeados de innumerables enemigos, de demonios, de pasiones malditas que vienen a asaltarme continuamente para hacerme perder la gracia de Dios. ¡Ah! os suplico en nombre del favor que os fue concedido en la tierra de gozar continuamente de la compañía de Jesús y de María, alcanzarnos el favor de vivir el resto de nuestros días siempre unidos a Dios, resistir todos los asaltos del Infierno y morir después amando a Jesús y María a fin de que podamos un día ser admitidos a gozar de su compañía en el reino de los bienaventurados».

 

ACTO DE CONSAGRACIÓN A SAN JOSÉ, PARA CONCLUIR EL MES DE MARZO

 

   Glorioso San José digno entre todos los santos de ser venerado, amado é invocado, a causa de la excelencia de vuestras virtudes, de la eminencia de vuestra gloria y de la omnipotencia de vuestra intercesión, en presencia de la adorable Trinidad, de Jesús vuestro hijo adoptivo, de María, vuestra casta esposa y mi tierna Madre, os tomo hoy por mi abogado para con ambos, por mi protector y padre: me propongo firmemente no olvidaros nunca, honraros todos los días de mi vida y hacer todo lo que dependa de mí para inspirar vuestra devoción a todos los que me están confiados. ¡Dignaos, os lo ruego encarecidamente, oh amadísimo Padre! concededme vuestra protección especial. No soy digno; pero, sin embargo, en nombre del amor que tenéis a Jesús y María, recibidme por vuestro servidor perpetuo, en nombre, pues, de esta dulce sociedad que formaron con vos Jesús y María durante todo el tiempo de vuestra vida, protegedme mientras viva, a fin de que nunca me separe de Dios perdiendo su santa gracia. En nombre de la asistencia que encontrasteis en Jesús y en María en la hora de vuestra muerte, protegedme especialmente en la hora de la mía, a fin de que muriendo acompañado de vos, de Jesús y de María, vaya un día a daros gracias en el Paraíso, pueda, en vuestra compañía, alabar y amar eternamente a nuestro Dios. Así sea.


MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA TRIGÉSIMO.

 


PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ

 

   La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.

 

   Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.

 

   La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.

 

   Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.

 

ACTO DE CONTRICIÓN


   ¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.



DÍA TRIGÉSIMO — 30 DE MARZO

 

CATECISMO DE SAN JOSÉ



39- ¿Cómo la exaltación fue gloriosa para José?

 

El triunfo del antiguo José está los ojos de los Santos la figura del esplendor celeste del nuevo José. El Salvador dijo al segundo, como para el primero: «Yo os escojo desde hoy para reinar sobre todo mi imperio; yo no tendré sobre vos, sino el trono y la cualidad de rey; quiero que todo el mundo doble la rodilla delante de vos, y que todos os reconozcan como depositario de mi poder». Al mismo tiempo fue investido de una gloria inmensa. El Señor, dice San Gregorio Nacianceno, colocó en él, como en un sol, las luces de todos les Santos, y le dio, como refiere el piadoso Bernardino de Bustis, una de las llaves del Paraíso, reservando la otra para su madre, y queriendo que en adelante no entrasen en el Cielo sino por su poderosa mediación. Tal es la fe de la Iglesia, que nos lo ofrece como un servidor prudente y fiel, establecido en la tierra sobre la primera familia, y en el Cielo sobre todo sus bienes. Es fuera de duda, dice San Bernardino de Siena, que Nuestro Señor no le rehusó en el Cielo la familiaridad y el respeto, con que le honró en este mundo, como un niño a su padre; sino que, al contrario, fue todavía más afectuoso y más adicto. Unámonos a tanta gloria como hijos adoptivos de José; alegrémonos en su elevación, y seamos celosos por su culto.

  

RESURRECCIÓN DE SAN JOSÉ.


«Si el Dios salvador, dice San Bernardino de Siena, ha querido para satisfacer su piedad filial, glorificar el cuerpo juntamente con el alma de María en el instante de su gloriosa Asunción, puede, y aún debe creerse piadosamente que no ha hecho menos respecto de San José, tan grande entre todos los santos; que le resucitó glorioso aquel mismo día en que después de resucitarse a sí propio, y a tantos otros de entre el polvo de la tumba, para que de este modo, aquélla santa familia que había estado unida en la tierra por la comunidad de sufrimientos y por los vínculos de un mismo amor, reine ahora en cuerpo y alma en la gloria de los cielos».

 

San Francisco de Sales es también del mismo parecer que San Bernardino de Siena: «Creo, dice el santo, que nadie pueda poner en duda esta verdad, a saber, que Dios llevó a San José al Cielo en cuerpo y alma».

 

Muchos célebres doctores, entre ellos Francisco Suarez, se expresan con el mismo lenguaje respecto de San José, y son de parecer que no solamente concedió Nuestro Señor a José como a los demás justos la gracia de abandonar el seno de Abrahán para entrar en los Cielos el día de su Ascensión gloriosa, sino que añadió el privilegio de la resurrección, con el objeto de que entrase en cuerpo y alma, en la morada celestial.

 

Puede asimismo creerse, según opinan multitud de devotos de este gran Santo, que su cuerpo tampoco experimentó la corrupción del sepulcro; sino que después de su muerte se conservó inalterable por virtud divina hasta el momento de la resurrección de Jesucristo, en que volvió a tomar la vida para ser, en el orden de los tiempos, el primer ornamento de la Jerusalén celestial pues de la Santísima humanidad visible nuestro divino Salvador.

 

Creamos también nosotros con los verdaderos devotos de san José en esta prerrogativa tan gloriosa, y consideremos ahora las razones que ha habido para concedérsela.

 

Jesucristo ha preservado a José de la corrupción del sepulcro y le ha resucitado después, por un efecto de su amor filial. ¡Ah! recordemos para esto que le amó como jamás hijo alguno ha amado a su padre, y que en el momento en que la muerte debió por algún tiempo separarle de él en cuanto hombre, debió ocurrírsele el más vivo deseo de preservar de la destrucción del sepulcro a aquel cuerpo santo que fue su altar vivo en el mundo. ¿Y quién podría impedirá Jesús que realizase éste deseo, conforme además con el que tenía la santísima Virgen?

 

Al morir, pudo decir José con toda verdad: «¡En vuestras manos, Señor, encomiendo mi alma y mi cuerpo!» y Jesús, que por medio de sus Ángeles recibía su bendita alma, tenía al mismo tiempo en sus brazos el cuerpo de su buen padre; debió por consecuencia guardarle con el mayor cuidado, y al cumplir para él con los últimos deberes, pronunciar anticipadamente aquellas palabras: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mi vivirá aun cuando estuviere muerto», debió también desear ardientemente que el orden de su providencia le permitiera cumplirlas en la persona de aquél que había sido su custodio y su protector.

 

También favoreció Jesucristo a nuestro santo con la prerrogativa de que venimos haciendo mérito en agradecimiento a su abnegación; porque si era verdad que José le había salvado con frecuencia de la muerte, parecía conveniente que a su vez le preservase de los errores del sepulcro.

 

Jesucristo ha glorificado el cuerpo de San José a causa de las relaciones de inmediato contacto en que estuvo con el suyo. ¡Cuántas veces, en efecto, estaría unido con la sagrada carne del Verbo de Dios, que es por esencia vivificante! ¡Cuántas veces tocarían a aquel divino Niño las manos de San José, y cuántas otras el cuerpo de nuestro Santo parecería no hacer sino una misma cosa con el de Jesús! ¿Y hubiera permitido este divino Redentor que se separasen en la muerte?

 

¡Oh venerable cabeza que estuvisteis apoyada en la de Jesús! ¡Era imposible que llegarais a convertiros en inanimado polvo! ¡Tampoco podíais dejar de ser incorruptibles, oh brazos consagrados, que fuisteis el altar de la santa víctima! ¡Ni podíais ser abandonados a los gusanos del sepulcro; oh bendito pecho, que tantas veces fuisteis el lugar en que descansó el divino Jesús! También ha concedido Jesucristo esta prerrogativa a su padre nutricio para recompensarle por su eminente santidad; porque en el día de su resurrección debía triunfar no solamente en su persona adorable sino también en las de sus santos; muchos de estos debían tomar nuevamente la vida al mismo tiempo que él y de este modo ser sus compañeros de gloria en cuerpo y alma, y como San José era entre todos los justos el más agradable a sus divinos ojos y el más elevado en santidad, debía por lo tanto ser el primero entre estos santos tan privilegiados.

 

Jesucristo ha querido además glorificar el cuerpo de San José, porque su padre adoptivo tuviese aún otra semejanza con María su augusta esposa. Ha querido que participase de la prerrogativa con que debía ser favorecida, y que de este modo la santa Familia estuviese toda en cuerpo y alma en el Cielo como ya estado en la tierra.

 

Pero el principal motivo por que ha querido Jesucristo glorificar a San José, ha sido para recompensar dignamente al que fue el más puro de todos los hombres.

 

Era conveniente que el justo que con tanta gloria había llevado el estandarte de la castidad fuese preservado de la corrupción del sepulcro; que aquella carne virginal que había sido en la presencia de Dios como un lirio resplandeciente fuese trasladada al Cielo sin sufrir la descomposición de la muerte. Si cuando José moribundo decía: «Yo sé que veré a mi Dios en mi carne», Jesús le hizo comprender que podía morir con la firme esperanza de que en el instante en que resucitase su Redentor, también él volvería a recibir la vida y le vería glorioso en su carne tan pura y tan santa, y gozaría de su adorada presencia.

 

Apreciemos, pues, y guardemos inviolablemente la castidad, esa virtud tan hermosa y tan agradable a Dios, que comunica a la carne del hombre algo de divino que la misma muerte parece respetar.

 

Santifiquemos cada vez más nuestro cuerpo por medio de fervorosas comuniones considerando que la adorable carne del Dios de la Eucaristía deposita en la nuestra, gérmenes de vida y el principio de una resurrección gloriosa.

 

Ensalcemos a San José glorificado por Dios hasta en su cuerpo, y exclamemos con un piadoso autor: «¡Bienaventurado el cuerpo de San José, trono vivo del Verbo divino durante su menor edad en la tierra, tabernáculo movible de la divinidad que habitó entre los hombres, altar animado de la hostia de salud! ¡Bienaventurado aquel cuerpo virginal que ha sido destinado a brillar en primera línea entre los astros del cielo!».

 

Bendigamos a Dios que ha recompensado a San José con tanta munificencia y aprendamos con esto cuánta es su liberalidad para con aquellos que se consagran a su gloria.

 

Meditemos que también nosotros hemos de resucitar algún día; pero sin olvidar jamás que, si nuestro cuerpo ha de ser entonces semejante al de San José, es necesario que guardemos también una castidad digna de nuestro estado, porque solamente aquellos que tienen un corazón puro podrán decir con gran consuelo para su alma estas palabras de esperanza: «Yo sé que resucitaré y veré a mi Dios en mi carne».


MES DE MARZO EN HONOR A SAN JOSÉ - DÍA VIGÉSIMO NOVENO.

 


PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ

 

   La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.

 

   Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.

 

   La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.

 

   Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.

 

ACTO DE CONTRICIÓN


   ¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.




DÍA VIGÉSIMONOVENO — 29 DE MARZO

 

CATECISMO DE SAN JOSÉ


38- ¿Cómo fue digna del Salvador la exaltación de José?

 

Si alguno merecía resucitar con el Salvador y acompañarle en cuerpo y alma al Cielo para honrar su glorioso triunfo, era seguramente San José. Era justo que José, dice San Bernardino de Siena, después de haber vivido familiarmente en la tierra con Jesús y María, reinase como ellos eternamente en el Cielo en cuerpo y alma. Es dulce oír el lenguaje sencillo de San Francisco de Sales, que quita la más mínima duda respecto de esto: hace hablar así San José a Jesús visitando el limbo: «Acordaos, oh Jesús, que cuando vinisteis del Cielo a la tierra, yo os recibí en mi estancia, en mi familia, y que apenas estuvisteis en el mundo yo os recibí en mis brazos. Ahora que Vos debéis ir al Cielo, conducidme con Vos. Os he recibido en mi familia, recibidme ahora en la vuestra. Yo os he llevado en mis brazos, llevadme en los vuestros, y así como tuve cuidado de alimentaros y conduciros durante el curso de vuestra vida mortal, tened ahora cuidado de mí, y conducidme a la vida eterna». Era, pues, digno del Salvador de los hombres que su padre adoptivo recibiese este honor supremo, que sólo podía hacer su exaltación perfecta. Pero si esto era digno del Salvador, creamos que el Salvador lo cumplió. Sigamos, pues, a José con nuestras miradas, y alegrémonos de su triunfo.

  

SAN JOSÉ, PATRÓN DE LA BUENA MUERTE.


Es una creencia recibida entre los cristianos que los santos en el Cielo, devorados por las llamas de su ardiente caridad, tienen un celo especial en obtenernos la comunicación de las mismas gracias que ellos obtuvieron en otro tiempo de la bondad divina. Así es que se dirigen a Santa María Magdalena para obtener el espíritu de penitencia, a San Luis Gonzaga para pedirle la pureza, a Santo Tomás de Aquino la ciencia divina, a San Bernardo una tierna devoción a María, etc. Ahora bien; entre todas las gracias y favores que San José recibió de Dios, una de las más especiales fue la dicha de morir en los brazos de Jesús y María, verse asistido y consolado por la Madre y e Hijo hasta su último suspiro.

 

Como no hay criatura que no deba morir un día, tampoco hay persona que no deba adherirse a aquel que tiene un inmenso poder para ayudar clientes a bien morir. Un litigante comprometido en un negocio en que se trata para él de ganarlo o perderlo todo, busca el abogado más hábil y mejor dispuesto en su favor: a él es a quien confía el éxito de un proceso del que depende su vida o su muerte. Pues bien, todo cristiano en el artículo de la muerte, toca a la decisión de un terrible litigio; la rabia de los demonios, el recuerdo de los pecados cometidos, la incertidumbre del estado presente, los terrores del porvenir, se reúnen a su estado presente para disputarle sus derechos a la herencia del Cielo y amenazarle con el mal supremo, que es el Infierno. ¿Podrá en aquel momento crítico dejar de buscar alguno de los santos que quiera por él y que pueda ganarle el pleito de ese formidable tribunal del que no hay apelación si se tiene la desgracia de salir condenado? ¿Pero qué santo podrá defendernos mejor que San José? Todo el mundo cristiano le reconoce como el abogado de los agonizantes y patrón de la buena muerte. Por esto mismo, casi en todas partes se han establecido congregaciones y levantado altares bajo su invocación; por esto también en tantos lugares se han venerado su bienaventurada muerte y se celebra su fiesta.

 

Entre los motivos que nos obligan a reconocer con preferencia a San José por abogado de los moribundos, pueden notarse tres principales: primero, José es el padre de nuestro Juez, del que los demás santos sólo son amigos; segundo, su poder es más terrible para los demonios; tercero, su muerte es la más privilegiada y la más dulce que existió nunca.

  

En primer lugar, José es el padre de el que debe pronunciar nuestra sentencia. Moisés era sólo por su vocación el jefe y guía del pueblo de Israel, y, sin embargo, usa para con Dios de tanta autoridad, que, si intercede en favor de aquel pueblo rebelde y casi incorregible, su oración parece un mandato que ata las manos a la divina Majestad y la reduce a la impotencia de castigar a los culpables hasta que el mismo Moisés se lo permite. ¡Pero cuánta mayor fuerza no tendréis para atar las manos al soberano Juez, vos oh gran Patriarca, que fuisteis llamado a la sublime dignidad de guía, custodio, nutricio y padre de Aquel que juzgará a los vivos y a los muertos! Figurémonos que José, para auxiliar uno de sus devotos servidores presa de la muerte, se presenta al tribunal de Jesucristo y le dirige esta súplica: «¡Ah! por atención a mí, compadeceos de ese pecador moribundo; ayudadle con una gracia poderosa, concededle que haga, en sus últimos momentos, un acto de verdadera contrición. Os pido esta gracia; ¡oh soberano Juez! ¡por el dulce nombre de padre, con que tantas veces me habéis honrado, por estos brazos y estas manos que os recibieron, que os calentaron en vuestro nacimiento, que os trasportaron a Egipto para salvaros de los furores de Herodes, os lo pido por esos ojos cuyas lágrimas enjugué, por esa sangre que recogí en vuestra circuncisión, por los trabajos y fatigas a que me entregué para alimentaros en vuestra infancia!». ¿Podría resistir Jesús a súplicas tan apremiantes? No, seguramente; ellas serán otras tantas cadenas que sujetarán las manos y no le permitirán más que decir, como antes había dicho a María: «Dejadme, padre mío, dejadme hacer justicia al pecador». Pero José no se dará por vencido; no dejará libres las manos del Juez para condenar. Aunque seguramente Jesús no espera a que José use de autoridad; una sola de sus súplicas tiene para Él toda la fuerza de un mandato. ¡Qué dicha, pues, para un pobre moribundo encontrar un abogado tan clemente en el padre mismo de su Juez, un defensor tan poderoso en un proceso cuyo resultado infalible es la posesión o privación de una eterna felicidad!

 

Además, es una razón para el mundo tener en su favor un santo cuyo nombre solo hace temblar a los Infiernos. Entre las alabanzas que la Iglesia le tributa, se encuentra el título de vencedor del Infierno. Mereció este glorioso título, cuando para sustraer al divino Niño a la muerte que le preparaba el cruel Herodes, le trasladó a Egipto: puesto que Herodes era la figura y el instrumento del dragón infernal, perseguidor de Jesús y de todas las almas que rescató, José al vencer a este príncipe venció al demonio; y esta primera victoria le condujo a conseguir otra más brillante. Orígenes nota que, en la orden dada por el Ángel a San José de ir a Egipto, se encontraba comprendido el poder de echar los demonios, que habían fijado el centro de su imperio en esta tierra infiel. En efecto, en el mismo instante en que el santo Patriarca entró en él con el niño Jesús y su madre, los ídolos rodaron por el suelo, callaron los oráculos, el padre de la mentira se encontró encadenado y los espectros infernales emprendieron la fuga al primer aspecto del divino sol de justicia, aunque apenas naciente y oculto aun tras el velo de la humanidad, como lo había anunciado el profeta Isaías. Estas victorias pertenecían sin duda al Dios niño; pero quiso para conseguirlas servirse del brazo de San José como jefe de la familia, guía del viaje, salvador del Salvador de los hombres. Así que, desde entonces, aterrado el demonio comenzó a temblar al solo nombre de José. ¡Pues con cuánta más razón no ha de temerle hoy que ve brillar con tanto esplendor su mérito, su santidad, su dignidad, su poder, José es uno de los primeros potentados del cielo y ocupa el rango que conviene al padre del Rey y al esposo de la Reina! Lucifer lo sabe, y he aquí por qué se acerca con temor al lecho de un moribundo que durante su vida se mostró devoto servidor de San José. No ignora que el divino Salvador, para recompensar a este gran santo por haberle libertado del cuchillo de Herodes y una muerte temporal, le dio el privilegio especial de sustraer a la espada de los demonios y a una muerte eterna a los moribundos que se coloquen bajo su protección. ¿Pero San José dejará ocioso un privilegio tan bello? No, sin duda, y hay innumerables ejemplos de lo que sabe hacer por sus servidores. Estos rasgos señalados de protección son los que determinan todos los días a una multitud de cristianos a recurrir a él para encontrar bajo sus alas un escudo impenetrable a las asechanzas del demonio en esos momentos críticos en que su furor se redobla a la vista de una presa que va a escapársele. Por todo lo que acabamos de decir, se ve cuán justo y razonable es que todos los cristianos escojan a San José por su protector en el momento crítico e inevitable de la muerte. Padre de su Juez, ¿le faltará autoridad para aplacarle e inspirarle sentimientos de clemencia? Vencedor de los demonios, ¿no sabrá echarlos del lecho de muerte con su clemencia? Favorecido con la muerte más dulce y más feliz que existió jamás, ¿no acudirá con su santísima Esposa a ayudar a bien morir a cristianos que le hayan invocado y se hayan declarado sus devotos servidores durante su vida? Si debemos todos morir, todos debemos apresurarnos a impetrar la protección de San José como patrón de la buena muerte. A esto nos exhorta la Iglesia en el himno con que celebra su feliz tránsito a mejor vida. Hijos dóciles de esta santa madre, conformémonos satisfechos con sus intenciones. Recurramos a San José, supliquémosle nos obtenga una santa muerte, y podemos estar seguros de que nuestra oración será escuchada.

 

BIENAVENTURADA MUERTE DE SAN JOSÉ

 

Acabamos de considerar, almas cristianas, las diversas razones que deben comprometer a todos los cristianos a recurrir a San José para obtener una buena y santa muerte, y hemos visto que estas razones son de las más fuertes y concluyentes. Meditemos ahora sobre esta bienaventurada muerte; asistamos a ella en espíritu y seamos testigos de este sublime espectáculo. Trasladémonos, pues, con, el pensamiento a la santa casa de Nazaret y contemplemos a San José tendido sobre una pobre cama. La Virgen, sosteniendo su cabeza con sus manos inmaculadas, y Jesús, el Verbo encarnado, estando a su lado contemplándole con cariño y fortificándole con su mirada. Recojámonos, almas cristianas, como todo el Cielo está recogido, alrededor de este moribundo; asistamos a la muerte cuando se operaban las últimas obras de la gracia en el alma de José; contemplemos, en fin, el sublime espectáculo que va a verificarse.

 

Jesús y María, al ver que a José sólo le quedan algunas horas que pasar en este destierro, quieren manifestarle su gratitud de una manera divina, llegando de esta manera al colmo de sus beneficios. El Rey y la Reina de los serafines, para elevarle a una gloria inmensa en el Paraíso, le elevan a un indecible amor en la tierra, Jesús, el divino maestro, que como Dios es la caridad infinita y que posee la plenitud en su corazón, estrecha contra su divino pecho a su amadísimo padre a fin de sumergirle vivo aún en este divino incendio, abrasarle más y más y transformarle completamente; le habla y su voz enternece su corazón; le mira, le hiere y le trasfigura; toma las manos de José y por este contacto le santifica, imprime a todo su ser el sello vivo de la Divinidad, que quiere satisfacer a José la deuda de su agradecimiento, emplea todo su poder en enriquecerle. Ella, que posee en su corazón más amor que tienen todos los Serafines, todos los espíritus bienaventurados y todos los santos reunidos, que es la tesorera de todas las gracias y dones del Espíritu Santo, se apresura a enriquecer el alma de José, le envía divinos ardores y le hace adelantar aun, durante el poco tiempo que le queda, un inmenso camino en el divino amor, Así que, a la vista del Verbo encarnado y de la Virgen, bajo la acción del doble fuego que parte del Corazón divino y del Corazón inmaculado, José multiplica rápidamente sus actos de caridad y de amor; habiendo obtenido todos los auxilios necesarios para obrar según toda la actividad de la gracia que está en él y todo acto en que la gracia obra con toda su energía doblando la caridad interior, resulta que José ofrece un divino espectáculo a la adorable Trinidad, al Verbo encarnado, a su divina Madre y a todos los Ángeles de Dios; elevase por momentos, de acto en acto a un amor de Dios doble del que sentía; es un sol cuyos fulgores se aumentan por instantes; es un incendio cuyas llamas se hacen inextinguibles; es una unión con Dios, con el Corazón del Verbo encarnado, cuya intimidad se dobla por momentos; es el alma llegando hasta los trasportes ardientes de la Divinidad y percibiendo a través del último velo su bondad infinita, y sintiéndose arrebatada hacia ella con un movimiento inefable, impetuoso. Este movimiento se llevaría mil veces tras de sí el alma de José, si Jesús no la retuviera por un milagro, para darle tiempo de que aumentara aún más sus redoblados trasportes de amor, sus méritos y su gloria.

  

Por fin José se encuentra en el grado de gracia y por consecuencia de gloria, en que Dios le vio por toda la eternidad. El último diamante se engasta en su corona; está bastante abrasado de amor; está bastante elevado por encima del coro de los serafines, para que aparezca en el cielo en el mismo puesto en que apareció sobre la tierra; al lado de María y de Jesús. La adorabilísima Trinidad pone la última mano a la tercera obra maestra de su poder, de su sabiduría y de su amor; el último golpe maestro está dado; todo se ha concluido; el milagro que retenía a José la vida está suspendido. Y este amor más que seráfico qué abrasa su alma, obrando con toda su intensidad, rompe repentinamente las cadenas que le sujetaban al cuerpo, y José muere de amor en los mismos brazos de su Dios.

 

Y ahora, almas cristianas, recojámonos aún más si es posible.

 

¡José acaba de morir!… y he aquí ese anciano venerable tendido y transfigurado sobre su lecho de muerte… y su frente brilla con una majestad augusta y sublime.

 

¡José acaba de morir!… y Jesús lleno de piedad filial sobre su amadísimo padre dulces lágrimas de ternura y amor... y María confunde sus lágrimas con las de su divino Hijo.

 

¡José acaba de morir!… y sus miembros permanecen flexibles como si estuviera vivo… y de su cuerpo virginal se exhala un perfume más suave que el que se ha de exhalar en la continuación de los tiempos del cuerpo de los santos.

 

¡José acaba de morir!… y un religioso silencio reina en torno de estos despojos mortales… y los Ángeles lo contemplan con atento y admiración…

 

¡José acaba de morir!… consolemos a Jesús, consolemos a María; ¡oh sí!, almas cristianas, consolémosles prometiendo amar a José, venerarle todos los días y hacerle amar, extender su culto cuanto podamos.

 

¡José acaba de morir!… llenemos ahora un deber de caridad. ¡Ah! ¡Por favor, no abandonemos la santa casa en que se encuentra, acerquémonos, por el contrario, a él! Sí, acerquémonos con respeto, y mientras que Jesús y María dan libre curso a su dolor, prosternémonos ante el cuerpo de este santo Patriarca y venerémosle con el mayor respeto.

 

Veneremos desde luego esta cabeza, confidente de los secretos del Altísimo, que llevó las solicitudes del misterio del Verbo encarnado; esta cabeza donde reinó siempre el pensamiento de Dios y de su gloria, y que nunca la atravesó una sombra de una idea contraria a la ley divina; esta cabeza que, durante la infancia del Verbo encarnado, fue tan frecuentemente el apoyo de su cabeza divina, confundida entonces en una misma gloria hasta cierto punto con la diadema de su divinidad; esta cabeza que, antes del último suspiro, se vio aun honrada con este favor y consagrada con este divino contacto. Os saludamos, pues, sagrada cabeza que llevareis un día la tercera corona en el Cielo. Acerquémonos ahora a los pies del santo Patriarca, y arrodillados besemos con respeto estos pies divinos, cuyos pasos todos fueron por Dios, por Cristo, por la Virgen y por nosotros. Vamos, en fin, a venerar sus gloriosas manos cruzadas sobre su pecho. Ellas terminaron su trabajo y no tendrán ya otro que el de distribuir en el cielo las gracias que Jesús y María se complacerán en conceder por él. Imprimamos con fe y con amor nuestros labios sobre estas benditas manos, y mientras que las besamos, viendo anticipadamente nuestra última hora, arrojémonos en espíritu en brazos de José; si no es bastante, hundámonos, refugiémonos hasta en el centro de su corazón, como en un asilo seguro y una fortaleza inexpugnable. Conjurémosle nos guarde en él y nos defienda durante el último combate. Digamos como Jacob al Ángel: no os dejaré, no me arrancaré de vuestros brazos hasta tanto que me hayáis dado vuestra bendición para la última hora: Non dimíttam te donec benedixéris mihi: No te dejaré ir hasta que me bendigas.

 

Como este favor es para nosotros la gracia de las gracias, el coronamiento de todas las demás y la puerta de la bienaventurada eternidad, después de haberla pedido con vivas instancias a San José, pidámosla también a Jesús y María, aprovechémonos de un momento en que estemos seguros de tener acceso a sus corazones: lloran aún al que acaba de cerrarlos ojos. Por el nombre de vuestro muy querido José, por la dulzura de su muerte, por las lágrimas que le tributasteis, oh Jesús, oh María, dignaos, en unión de José, bendecirnos en nuestra última hora.

 

Os pedimos esta gracia en presencia del cuerpo virginal de José, y no cesaremos de pedirla todos los días de nuestra vida. Divino Salvador, y vos divina Madre, que durante las últimas horas de José no dejasteis de contemplarle; ¡oh Salvador rico de misericordia! ¡Oh Virgen rica de clemencia, no os pedimos más que una sola de esas miradas que regocijaron a José: una sola, porque una sola nos basta!


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...