sábado, 29 de julio de 2017

LA PUERTA DEL CIELO



La Iglesia ha insertado en las Letanías de la Virgen esta significativa invocación:

María, puerta del cielo, ruega por nosotros.

   María es la puerta del cielo. Nadie entra en una casa sin pasar por la puerta. No se puede entrar por ningún otro sitio so pena de ser considerado y tomado por ladrón.

   Tampoco se puede entrar en el cielo sin pasar por la puerta que ha puesto Dios y esta puerta es María.

   El cielo se llama y es en verdad el lugar de delicias, pero no lo es sino por la posesión de Jesucristo; realidad tan cierta que podemos afirmar que el cielo no es otra cosa que Jesucristo, Dios.

   Pero la puerta de ese cielo, la puerta del Corazón de Jesús es María. Es inútil pretender la entrada sin pasar por Ella. María fue la puerta por donde Jesucristo entró en el mundo y Ella debe ser también la puerta por donde nosotros entremos en el cielo.

   El cielo es la posesión de Dios; posesión de su amor, de su gloria e incluso de su eternidad en cuanto una criatura puede participar de ella; eternidad que para nosotros tendrá principio pero no habrá fin.

   Pues el intermedio indispensable para alcanzar esa posesión y la puerta por la que tenemos que ingresar en la posesión de «lo que ni el ojo del hombre vio, ni el oído oyó, ni entendimiento creado puede comprender», es también María.

   El cielo es la visión de Dios. Es mirarle «cara a cara». Visión de su grandeza, de su poder, de su amor y de las obras incomprensibles de su omnipotencia en la tierra y de sus divinos atributos. Visión que nos transportará en eterno éxtasis y abrirá nuestros labios con el himno jamás desde entonces interrumpido de Sanctus, Sanctus, Sanctus.

   Y la puerta que tenemos que pasar para gozar de la visión divina y por donde nos tiene que llegar es siempre María, únicamente María.

   El cielo es, finalmente, la manifestación de la gloria de Dios. Aquí en la tierra la gloria divina se desconoce y a veces hasta se desprecia; no brilla sino a intervalos y como a través de un velo.

   Allí en el cielo es donde se manifiesta con todo su deslumbrante resplandor y en toda su extensión, sin velos ni mezclas que la desluzcan. Esa gloria nos envolverá, nos penetrará, nos transformará y nos hará participantes de la bienaventuranza divina.

   Pero la custodia de esa gloria, y el cristal puro y lucido a través del cual irradiará será también María, siempre María. ¡Oh! « ¡Alegraos, Virgen gloriosa!», exclama entusiasmada la Iglesia. Toda la gloria que desciende de Dios para coronar las frentes humanas tiene que pasar por Vos, así como la gloria que los pobres mortales tributan a su divina Majestad no sube hasta el Altísimo sino por vuestras manos inmaculadas.

   ¡Oh, cuánta razón tienen los santos para decir: ¡Todo por María, nada sin María!


  
   Sí, ciertamente; todo nos viene por María, puesto que todo lo que desciende del cielo a nosotros: gracias, auxilios, luces y consuelos, todo pasa por la puerta que es María.

   Y todo lo que sube al cielo: oraciones, sacrificios y virtudes, todo debe también pasar por su puerta, por las manos de María. ¿Habíamos comprendido el profundo significado de esta invocación: María, puerta del cielo, ruega por nosotros?

   Pero, si podemos hablar así, no existe sólo el cielo del cielo, es decir, Jesucristo glorificado, manifiesto en el empíreo; existe además el cielo de la tierra, o Jesucristo paciente, manifiesto en el Sacramento del altar. Y siendo María la puerta del primer cielo, lo es también del segundo, ya que éste no difiere de aquél sino en que Jesús aquí está oculto y allí glorioso.

   María es la puertecita del sagrario; para llegar a Jesús Hostia hay que pasar antes por María; y para que Jesús Sacramentado venga a nosotros, como está encerrado, tiene que pasar por la puerta de su prisión de amor, es decir, por María.



  
   Dulce y consolador pensamiento que nos descubre las conmovedoras y reales relaciones que median entre la sagrada Eucaristía y nuestra dulce Madre. Jesús está realmente presente en el Sacramento del amor. Tras la puerta visible del sagrario lo oculta una pequeña Hostia como tras la puerta invisible de su Madre oculta los resplandores de su gloria y modera el fuego de su amor.

   ¿Podemos afirmar que María está de algún modo presente en la sagrada Eucaristía?

   No conseguimos comprender cómo ni hallamos palabras adecuadas para expresarlo; pero allí está con Jesús y por Jesús.

   Aquí falla toda comparación entre las relaciones que existen entre una madre y su hijo, pues la intimidad y las relaciones de Jesús con su Madre no están al alcance y comprensión de nuestras pequeñas inteligencias.


   
   Recordemos únicamente que Jesús es y sigue siendo siempre Hijo del hombre, en su calificativo propio... Si es Hijo del hombre, es, por consiguiente, Hijo de María.

   La Eucaristía es, por otra parte, la continuación de la Encarnación. Ahora bien, la Encarnación es María engendrando a Jesucristo a la vida humana. Por eso la sagrada Eucaristía es también María engendrando a Jesucristo a la vida sacramental. Y así como el primer misterio se llevó a cabo por María, del mismo modo el segundo, que es su prolongación, tiene lugar por María.

   Jesús, al nacer en Belén, nació de María; Jesús, al nacer en el altar por la palabra y en las manos del sacerdote, nace también de María.

   ¿Preguntaremos aún si María está presente en la celebración de este misterio y qué es lo que hace Ella en particular?

   Ella introduce a Jesucristo en el mundo y lleva a las almas a su divino Hijo. Es, en una palabra, en todas partes y para todos la Puerta del cielo.



¡Oh María, Puerta del cielo, ruega por nosotros!

   Escucha, piadoso hijo de María, una página regalada del P. Nieremberg en su precioso librito La amabilidad de María, libro que destila profundo espíritu de esclavitud mariana:

«Los que comulgan se pueden tener por más hijos de la Virgen, ya que en cierta manera se hacen sus hijos naturales. Los demás son hijos de esta Señora por adopción o afecto; pero los que llegan a comulgar pueden preciarse de ser más que esto, como si fueran hijos por naturaleza. La razón es porque se hacen un cuerpo y sangre con el Cuerpo y Sangre de Jesús, a quien de sus entrañas dio a luz María; y como se hacen una carne con la del Hijo natural de María, son también como hijos naturales suyos. Ella los mira como a su cuerpo y sangre, y los trata como si Ella los diera a luz, pues al fin dio a luz a Aquel con quien se hacen uno con unión real y substancial. Y no es mucho que la Virgen los mire de tal modo, pues el mismo Jesús los mira como su mismo cuerpo. Por lo cual, los que comulgamos muchas veces, sobre todo los sacerdotes, tenemos que mirar a María como a Madre natural y más Madre nuestra que de otros. De aquí se ha de sacar una devoción muy agradable a esta Señora, que es comulgar con gran devoción y tener gran afecto a este sacramento, por el cual nos hacemos de la manera dicha como hijos naturales suyos.

»Consideramos que todo lo que se nos da allí por la fuerza de las palabras de la consagración es solamente lo que tomó Jesús de esta Señora, que es la Carne y Sangre que recibió de sus entrañas; y que no tenemos otros huesos y reliquias del cuerpo de María si no es en el Santísimo Sacramento, del cual, como dicen los santos que es una extensión de la Encarnación, también se puede decir que es una extensión de la filiación natural de esta gran Madre.

»Llega esto a tanto que a los que comulgan hace María reverencia como si fueran el mismo Cristo; como fue revelado a Santa Bienvenida y a San Benito después de haber dicho una misa, que oyó la Virgen, dándole luego una rica vestidura. La Eucaristía es regalo muy propio de María para remediar el daño de aquel bocado que ofreció Eva para perdición nuestra; pues así como de Eva salió aquel daño, de María salió su antídoto; y así como el veneno no fue más que lo que dio Eva, el remedio es lo que dio María.

»Hay que considerar también que tanto estimó Dios el cuerpo que recibió de la Virgen que nunca se apartó de él la divinidad; y aunque lo dejó su propia alma, desuniéndose de él, nunca lo dejó la divinidad. Dejó de ser hombre, pero nunca aquel cuerpo formado de la carne de María dejó de ser Dios».


   
   ¿Comprendes ahora, piadoso hijo de María, lo que puedes esperar de la vida de intimidad con la dulcísima Virgen? 

   Si permaneces siempre junto a esta divina puerta se te abrirá para todo. En la tierra, por María tendrás entrada a Jesús Sacramentado y por María Jesús vendrá a ti.

   En el cielo, por María entrarás a Jesús glorificado y por María Jesús vendrá a comunicarse contigo.

   El dulce Hijo de María coronará allí arriba la vida de intimidad con su divina Madre con la posesión de Sí mismo. ¿No es, acaso, en la gloria, como lo fue en el mundo, el fruto bendito de María y la flor abierta sobre el virginal tallo de Jesé, alimentada con la savia de la humildad de la Inmaculada y glorificada con su amor?


   
   Ve, pues, a María, ve con plena confianza. Vive junto a Ella y por Ella ama a Jesús; glorifica a Jesús, para que un día este dulce Salvador de nuestras almas te glorifique por su Madre y te introduzca en el cielo por la espaciosa y segura puerta que se llama: La Virgen Madre de Dios.



EJEMPLO Un íntimo de la Santísima Virgen



   El ejemplo siguiente —publicado por el P. Texier en la revista El Reino de Jesús por María—, nos ofrece una nueva prueba de la inefable condescendencia y de la bondad sin límites de la celestial Madre.

   María es la puerta del cielo..., y el cielo es la posesión completa y no interrumpida de Jesús. María nos dio al Salvador y nos lo sigue dando todos los días. Ella, por consiguiente, ha de ser quien nos introduzca en el cielo... y nos llevará a él seguramente, al morir, si le somos fieles; y aun aquí, en la tierra, nos dará a gustar algunas miguitas del cielo si con generosidad le servimos.

   Aquí tenemos una prueba de ello en un íntimo amigo de la Virgen.

   Cerca del pueblo de Ruremunde, en los Países Bajos, existió en otro tiempo un monasterio cuyos religiosos conservaban el primitivo fervor y daban al mundo egoísta el vivo ejemplo de una vida de abnegación y de sacrificio.

   Entre aquellos monjes de vida tan austera había un joven religioso cuyo candor encantaba a cuantos le trataban. La Reina del cielo poseía por entero su corazón y todas las noches, antes de irse a descansar, saludaba con respeto su imagen y la besaba amorosamente. Con piedad angelical le rezaba diariamente cien Avemarías y al poner sus labios para besar la imagen de la Señora, que veneraba en su pobre celda, experimentaba en su alma algo de los júbilos del cielo. A veces se quejaba con infantil sencillez de que su buena Madre se mostrase insensible a su cariño y no le diese pruebas de su ternura; pero se resignaba a esperar el día en que tuviese la dicha de gozar plenamente de ellas en la patria de la gloria bienaventurada.

   Era la víspera de la Anunciación. Acababa de sonar el Ángelus en la torre del monasterio y las campanas de las iglesias del pueblo esparcían alrededor las notas de su alegre repiqueteo, recordando a los fieles el gran misterio del Hijo de Dios hecho hombre.


   
   Fray Gerardo —que tal era el nombre del religioso-volvía de rezar sus oraciones y antes de entrar en su celda quiso saludar por última vez a la Guardiana del convento en la capillita que le estaba dedicada. Entró, pues, arrodillándose sobre el pavimento y comenzó su oración favorita: Ave María, gratia plena... No pudo continuar... Una emoción indecible se apoderó de su alma. « ¡Oh Vos, que sobrepasáis a todas las mujeres por el resplandor y el aroma de vuestras virtudes! —Suspiraba el buen Hermano-. ¡Vos, que encantáis como celeste melodía la mansión de la gloria! ¡Vos, mi Madre amada que esparcís delicias tan suaves que los labios divinos se han dignado acercarse a los vuestros!... ¡Vos, oh dulce Madre, conocéis el insaciable anhelo que devora mi alma!... Daos prisa, os ruego, a concederme el favor porque suspiro...»

   A estas palabras, avergonzado y confundido de su atrevimiento, inclinó suavemente la cabeza como lirio abatido por los ardores del sol; pero, levantándola súbitamente, como refrescado por el rocío de la divina inspiración, clavó sus ojos puros en su celestial Protectora... ¡Oh maravilla! La Reina de los niños y humildes anima su rostro..., y de repente desciende de su trono, deja sobre el altar al Niño Jesús, que sonríe plácidamente, y, rápida como el viento, salva el espacio que la separa del religioso.

   De rodillas, juntas las manos, inmóvil como una estatua y con el rostro pálido como el Cristo de marfil que se eleva sobre el sagrario, Fray Gerardo parece sumido en dulce éxtasis.

—«Levántate, hijo mío -le dice la Virgen—, tus deseos han quedado cumplidos. Ya hace tiempo que ganaste mi Corazón con tus piadosos rezos del Avemaría. Alégrate, que te haré partícipe de mi gloria; tú reinarás conmigo y te sentarás a mi mesa».

   Y, estrechando entre sus brazos al fervoroso religioso, imprimió en su frente un beso maternal que lo conmovió hasta lo más íntimo del alma. Luego, tomándole de la mano, lo condujo a su Hijo Jesús y solicitó la bondad del divino Infante para aquel su devoto servidor. El divino Niño accedió con muestras de complacencia a la súplica de su Madre y, estrechando al feliz Hermano con los lazos de su amor, le prometió introducirlo en el cielo por medio de su divina Madre, que es la verdadera y única puerta de la eterna felicidad.


“Espíritu de la vida de intimidad

Con la Santísima Virgen”

R.P.Lombaerde

Misionero de la Sagrada Familia



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