viernes, 1 de diciembre de 2017

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”



Una narración completa de las Apariciones de Fátima. 


Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 


Capítulo I  El Ángel  


   Fátima es una aldea ubicada en el centro de Portugal, unos 100 kilómetros al norte de Lisboa. Consta de numerosas pequeñas aldehuelas escondidas en la elevación conocida como la Sierra de Aire. Una tal aldehuela se llama Aljustrel; y es aquí, y más precisamente en los rocosos pastizales circundantes, que nuestra historia toma lugar.
   En un día del año 1915 no especificado en cualquier registro histórico, cuatro niñas estaban jugando en los campos. Lucía de Jesús dos Santos, que tenía entonces ocho años, estaba entre ellas. Cuando el sol les indicó que había alcanzado mediodía, se sentaron para comer su almuerzo y una vez terminado, empezaron el Rosario como era su costumbre a pesar de su edad muy jovencita. Durante el rezo del Rosario todas se dieron cuenta de la aparición repentina de una nube en forma humana, flotando por encima del follaje del vale. 

“Como una nube, más blanca que la nieve, algo transparente, en forma humana”, era la descripción de Lucía.

   Las niñitas se sorprendieron y quedaron llenas de admiración. No podrían comprenderlo. Se asombraron más aún, cuando la extraña figura blanca les apareció dos veces más. No se les dio apenas una visita pasajera, y por eso una impresión inexplicable quedó en sus mentes. Aunque la impresión les permaneció mucho tiempo después, disminuyó con el pasar del tiempo. Tal vez, si no fuera a causa de los acontecimientos que siguieron, habría sido olvidado por completo.

   Pasó un año. Lucía como de costumbre, estaba fuera en los campos con las ovejas. Esta vez, sus primitos, Jacinta y Francisco le acompañaron siendo ahora también pastorcitos y compañeros de juego.

   “Fuimos con nuestras ovejitas a una propiedad de mis padres, que está al fondo del Cabeço” (La Cabeza, una elevación rocosa unos 30 metros de altura). Lucía recuerda, dándonos de memoria los detalles exactos.      “Se llama la Casa Velha. De media mañana comenzó caer una lluvia muy menuda. Subimos a la vertiente del monte, seguidos de nuestras ovejitas, en busca de algún peñasco que nos sirviera de abrigo. Entonces fue cuando entramos por primera vez en la gruta bendita. Está en medio de un olivar, que pertenece a mi padrino Anastasio y se puede ver desde allí la aldea donde nací, la casa de mis padres, los lugares de Casa Velha y Eira da Pedra. El olivar continúa hasta confundirse con estos pequeños lugares.

   “Pasamos el día en la gruta”, Lucía continuó, “a pesar de haber cesado de llover y haber descubierto el sol lindo y claro. Despachamos nuestra comida y rezamos el Rosario. Terminado el rezo, comenzamos a jugar a las piedritas.

   “Hacía algunos momentos que jugábamos y un viento fuerte sacude los árboles y nos obliga a levantar la vista para ver lo que pasaba, pues el día estaba sereno. He aquí que comenzamos a ver, a alguna distancia, sobre los árboles que se extendían en dirección al oriente, una luz más blanca que la nieve, con la figura de un joven transparente, más brillante que un cristal herido por los rayos del sol”. Lucía intentó describir cada detalle de su aparición. “A medida que se acercaba, íbamos distinguiéndole las facciones. Estábamos sorprendidos y medio absortos y no decíamos una palabra. Al llegar junto a nosotros, dijo:

   ¡“No temáis! Soy el Ángel de la Paz. ¡Orad conmigo!”

   Y, arrodillando en tierra, el Ángel inclinó la frente hasta el suelo. Llevados de un movimiento sobrenatural, le imitaron y repitieron las palabras que le oían pronunciar:

   “Dios mío, yo creo y espero en Vos, Os adoro y Os amo. Os pido perdón por los que no creen, ni adoran, ni esperan, ni Os aman”. Después de repetir esto tres veces, se levantó y dijo:

    “Orad así. Los corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.”

   El Ángel desapareció y la atmósfera del sobrenatural que les envolvió era tan intensa, que casi no les daba cuenta de su propia existencia y esto duró un buen espacio de tiempo. Permanecieron en la posición en que les había dejado, repitiendo siempre la misma oración.

   “Si sentía tan intensa y íntima la presencia de Dios que ni entre nosotros nos atrevíamos a hablar. Al día siguiente continuamos con el espíritu envuelto en esa atmósfera, que fue desapareciendo sino muy lentamente. En esta aparición nadie pensó en hablar ni en recomendar el secreto. Ella misma lo impulsó. Fue tan íntima, que no era fácil pronunciar sobre ella la menor palabra. Nos hizo acaso también mayor impresión por ser la primera”.

   Niños siendo como son, el fervor especial disminuyó y no pasaba mucho tiempo hasta que volvieron a sus juegos, cantos y bailes. Un efecto notable permaneció, sin embargo, que parece armonizar con los acontecimientos que siguieron. Los tres primitos estaban contentos a pasar juntos todo su tiempo.

   Cuando los meses veraniegos llegaron, abrasadores en la aridez de la sierra, los niños se despertaban al amanecer para conducir sus ovejas a los campos para encontrar la hierba fresca por el rocío de la mañana. Cuando el rocío había evaporado y les quitaba el apetito, se las volvía de nuevo al granero para volver a salir el anochecer cuando otra vez se les conducirían a los campos. En el entretanto, los tres primos aprovecharon de su tiempo libre para los juegos bajo la acogedora sombra de las higueras. Cuando estaban cansados, relajaron junto al pozo bajo la tupida copa de los olivos y de los almendros. Mientras estaban allá un día descansando, a principios del atardecer, el Ángel se les mostró otra vez. Lucía nos dice lo que sucedió:

   ¿Que hacéis? De repente el Ángel apareció a su lado.

   ¡Orad, mucho! ¡Los corazones de Jesús y de María tienen sobre vosotros designios de misericordia! ¡Ofreced constantemente al Altísimo oraciones y sacrificios!

   ¿Cómo hemos de sacrificarnos? Lucía preguntó.

   “Con todo lo que podáis, ofreced un sacrificio al Señor en acto de reparación por los pecados con que es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores. Atraed así sobre nuestra patria la paz: yo soy el Ángel de su Guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con sumisión los sufrimientos que el Señor os mande”

   Solamente Lucía y Jacinta oyeron las palabras del Ángel. Francisco apenas vio al Ángel y sabía que estaba hablando con las niñas. Ardiéndose con curiosidad, quería saber lo que les había dicho.

   ¡“Jacinta, dime tú lo que ha dicho el Ángel”!

   “Ya te lo diré mañana por la mañana; hoy no puedo hablar” La niña estaba tan agobiada, que faltó la fuerza de hablar.

   Al día siguiente tan pronto que Francisco se levantó, preguntó a Jacinta, ¿“Has dormido esta noche? Yo he estado pensando en el Ángel y en lo que te habría dicho”.

   Lucía les dijo todo lo que el Ángel había dicho. El pequeño chaval no podía comprender el significado de las palabras del Ángel y le interrumpía frecuentemente, ¿Qué es el Altísimo? ¿Qué quiere decir ‘los Corazones de Jesús y de María están atentos a vuestras súplicas’”?

   Y, oída la respuesta, se quedaba pensativo”, dice Lucía, “para después hacer otras preguntas. Pero mi espíritu entonces no estaba de todo libre, y le dije que volviese a esperar hasta el día siguiente”.

   Esperó satisfecho, pero no dejó pasar la primera ocasión para hacer nuevas preguntas, lo que dio lugar a que Jacinta le dijera: ¡“Ten cuidado! ¡De estas cosas se habla poco!

   Cuando hablábamos del Ángel”, Lucía dice, “No sé lo que sentíamos. Decía Jacinta, ¡‘No sé lo que me pasa!; no puedo hablar, ni jugar, ni cantar; no tengo fuerzas para nada’.

   ‘Ni yo tampoco’, respondió Francisco, ‘pero ¿qué importa? El Ángel es más que todo esto; ¡Pensemos en el’”!

   Años más tarde Lucía reveló: “Eran esas palabras del Ángel como una luz que nos hacía comprender quién era Dios, cómo nos amaba y quería ser amado, el valor del sacrificio y cuán agradable le era y como, en atención a Él, convertía a los pecadores. Por eso, desde ese momento comenzamos a ofrecer al Señor todo lo que nos mortificaba, pero sin ocurrírsenos procurar otras mortificaciones o penitencias, excepto la de pasarnos horas seguidas postrados en tierra, repitiendo la oración que el Ángel nos había enseñado”.

   Se acercaba el otoño. Los niños salieron a los campos con las ovejas para pasar todo el día. Se les destinó otra visita de sorpresa.

   “Pasamos de Pregueira a Lapa, dando la vuelta faldeando el monte por el lado de Aljustrel y Casa Velha”, Lucía continuó su informe. “Rezamos nuestro Rosario allá y la oración que en la primera aparición nos había enseñado el Ángel. Estando allí se nos pareció por tercera vez, trayendo en la mano un cáliz y, sobre él una Hostia, de la que caían dentro del cáliz algunas gotas de sangre. Dejando el cáliz y la Hostia suspendidos en el aire, se postró en tierra y repitió tres veces la oración:

   “‘Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Os adoro profundamente y Os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón Inmaculado de María, Os pido la conversión de los pobres pecadores’”.

   Después, el Ángel levantándose, tomó de nuevo el cáliz y la Hostia y me dio a mí la Hostia, y lo que contenía el Cáliz le dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo tiempo:

   “Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios”.

   De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros tres veces la misma oración: “Santísima Trinidad...” y desapareció.

   El significado íntegro de esta visión se desplegó lenta y asombrosamente a sus mentes jóvenes. Todos sus seres llegaron a ser absortos por este nuevo, extraño y a la vez feliz sentimiento de la presencia interior de Dios. Guardaron silencio durante algún tiempo. Francisco fue el primero de romperlo. No había oído hablar el Ángel y estaba ansioso de saber todo.

   “Oye, Lucía”, dijo él, “el Ángel te ha dado la Sagrada Comunión, pero a mí y a Jacinta ¿qué es lo que nos ha dado?

   A lo que Jacinta contestó con resolución, llena, pletórica de alegría, “Lo mismo, la Sagrada Comunión. ¿No viste que era la Sangre que goteaba de la Hostia?

   “Yo sentía que Dios estaba en mí”, concordó, “pero no sabía de qué manera”.

   Los tres quedaran arrodillando en el suelo durante mucho tiempo, animados de corazón, repitiendo una y otra vez la oración inspirada del Ángel.
   

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