Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo I El Ángel
Fátima es una aldea ubicada en el centro de
Portugal, unos 100 kilómetros al norte de Lisboa. Consta de numerosas pequeñas
aldehuelas escondidas en la elevación conocida como la Sierra de Aire. Una tal
aldehuela se llama Aljustrel; y es aquí, y más precisamente en los rocosos
pastizales circundantes, que nuestra historia toma lugar.
En un día del año 1915 no especificado en
cualquier registro histórico, cuatro niñas estaban jugando en los campos. Lucía
de Jesús dos Santos, que tenía entonces ocho años, estaba entre ellas. Cuando
el sol les indicó que había alcanzado mediodía, se sentaron para comer su
almuerzo y una vez terminado, empezaron el Rosario como era su costumbre a
pesar de su edad muy jovencita. Durante el rezo del Rosario todas se dieron
cuenta de la aparición repentina de una nube en forma humana, flotando por
encima del follaje del vale.
“Como una nube, más blanca que la nieve, algo transparente, en
forma humana”, era
la descripción de Lucía.
Las niñitas se sorprendieron y quedaron
llenas de admiración. No podrían comprenderlo. Se asombraron más aún, cuando la
extraña figura blanca les apareció dos veces más. No se les dio apenas una
visita pasajera, y por eso una impresión inexplicable quedó en sus mentes.
Aunque la impresión les permaneció mucho tiempo después, disminuyó con el pasar
del tiempo. Tal vez, si no fuera a causa de los acontecimientos que siguieron,
habría sido olvidado por completo.
Pasó
un año. Lucía como de costumbre, estaba fuera en los campos con las ovejas.
Esta vez, sus primitos, Jacinta y Francisco le acompañaron siendo ahora también
pastorcitos y compañeros de juego.
“Fuimos con nuestras
ovejitas a una propiedad de mis padres, que está al fondo del Cabeço”
(La
Cabeza, una elevación rocosa unos 30 metros de altura). Lucía recuerda, dándonos de memoria los
detalles exactos. “Se llama la Casa Velha. De media mañana comenzó caer una
lluvia muy menuda. Subimos a la vertiente del monte, seguidos de nuestras
ovejitas, en busca de algún peñasco que nos sirviera de abrigo. Entonces fue
cuando entramos por primera vez en la gruta bendita. Está en medio de un
olivar, que pertenece a mi padrino Anastasio y se puede ver desde allí la aldea
donde nací, la casa de mis padres, los lugares de Casa Velha y Eira da Pedra.
El olivar continúa hasta confundirse con estos pequeños lugares.
“Pasamos el día en la
gruta”, Lucía
continuó, “a pesar de haber cesado de llover y haber descubierto el
sol lindo y claro. Despachamos nuestra comida y rezamos el Rosario. Terminado
el rezo, comenzamos a jugar a las piedritas.
“Hacía algunos momentos que jugábamos y un viento fuerte
sacude los árboles y nos obliga a levantar la vista para ver lo que pasaba,
pues el día estaba sereno. He aquí que comenzamos a ver, a alguna distancia,
sobre los árboles que se extendían en dirección al oriente, una luz más blanca
que la nieve, con la figura de un joven transparente, más brillante que un
cristal herido por los rayos del sol”. Lucía intentó describir cada detalle de su aparición. “A medida que se acercaba, íbamos distinguiéndole las
facciones. Estábamos sorprendidos y medio absortos y no decíamos una palabra.
Al llegar junto a nosotros, dijo:
¡“No temáis! Soy el
Ángel de la Paz. ¡Orad conmigo!”
Y, arrodillando en tierra, el Ángel inclinó
la frente hasta el suelo. Llevados de un movimiento sobrenatural, le imitaron y
repitieron las palabras que le oían pronunciar:
“Dios mío, yo creo y
espero en Vos, Os adoro y Os amo. Os pido perdón por los que no creen, ni
adoran, ni esperan, ni Os aman”. Después
de repetir esto tres veces, se levantó y dijo:
“Orad así. Los
corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas.”
El Ángel desapareció y la atmósfera del
sobrenatural que les envolvió era tan intensa, que casi no les daba cuenta de
su propia existencia y esto duró un buen espacio de tiempo. Permanecieron en la
posición en que les había dejado, repitiendo siempre la misma oración.
“Si sentía tan intensa y íntima la presencia de Dios que
ni entre nosotros nos atrevíamos a hablar. Al día siguiente continuamos con el
espíritu envuelto en esa atmósfera, que fue desapareciendo sino muy lentamente.
En esta aparición nadie pensó en hablar ni en recomendar el secreto. Ella misma
lo impulsó. Fue tan íntima, que no era fácil pronunciar sobre ella la menor
palabra. Nos hizo acaso también mayor impresión por ser la primera”.
Niños siendo como son, el fervor especial
disminuyó y no pasaba mucho tiempo hasta que volvieron a sus juegos, cantos y
bailes. Un efecto notable permaneció, sin embargo, que parece armonizar con los
acontecimientos que siguieron. Los tres primitos estaban contentos a pasar
juntos todo su tiempo.
Cuando los meses veraniegos llegaron,
abrasadores en la aridez de la sierra, los niños se despertaban al amanecer
para conducir sus ovejas a los campos para encontrar la hierba fresca por el
rocío de la mañana. Cuando el rocío había evaporado y les quitaba el apetito,
se las volvía de nuevo al granero para volver a salir el anochecer cuando otra
vez se les conducirían a los campos. En el entretanto, los tres primos
aprovecharon de su tiempo libre para los juegos bajo la acogedora sombra de las
higueras. Cuando estaban cansados, relajaron junto al pozo bajo la tupida copa
de los olivos y de los almendros. Mientras estaban allá un día descansando, a
principios del atardecer, el Ángel se les mostró otra vez. Lucía nos dice lo que sucedió:
¿Que hacéis? De repente el Ángel apareció a su lado.
¡Orad, mucho! ¡Los corazones de Jesús y de María tienen
sobre vosotros designios de misericordia! ¡Ofreced constantemente al Altísimo
oraciones y sacrificios!
¿Cómo hemos de sacrificarnos? Lucía
preguntó.
“Con todo lo que podáis, ofreced un sacrificio al Señor
en acto de reparación por los pecados con que es ofendido y de súplica por la
conversión de los pecadores. Atraed así sobre nuestra patria la paz: yo soy el
Ángel de su Guarda, el Ángel de Portugal. Sobre todo, aceptad y soportad con
sumisión los sufrimientos que el Señor os mande”
Solamente Lucía y Jacinta oyeron las
palabras del Ángel. Francisco apenas vio al Ángel y sabía que estaba hablando
con las niñas. Ardiéndose con curiosidad, quería saber lo que les había dicho.
¡“Jacinta, dime tú lo
que ha dicho el Ángel”!
“Ya te lo diré mañana por la mañana; hoy no puedo hablar” La niña estaba tan agobiada, que faltó la fuerza
de hablar.
Al
día siguiente tan pronto que Francisco se levantó, preguntó a Jacinta, ¿“Has dormido
esta noche? Yo he estado pensando en el Ángel y en lo que te habría dicho”.
Lucía les dijo todo lo que el Ángel había
dicho. El pequeño chaval no podía comprender el significado de las palabras del
Ángel y le interrumpía frecuentemente, ¿Qué es el Altísimo? ¿Qué quiere decir ‘los Corazones de
Jesús y de María están atentos a vuestras súplicas’”?
Y, oída la respuesta, se quedaba pensativo”, dice
Lucía, “para
después hacer otras preguntas. Pero mi espíritu entonces no estaba de todo
libre, y le dije que volviese a esperar hasta el día siguiente”.
Esperó satisfecho, pero no dejó pasar la
primera ocasión para hacer nuevas preguntas, lo que dio lugar a que Jacinta le dijera: ¡“Ten cuidado! ¡De estas cosas se habla
poco!
Cuando hablábamos del Ángel”, Lucía
dice, “No
sé lo que sentíamos. Decía Jacinta, ¡‘No sé lo que me pasa!; no puedo hablar,
ni jugar, ni cantar; no tengo fuerzas para nada’.
‘Ni yo tampoco’, respondió Francisco, ‘pero ¿qué
importa? El Ángel es más que todo esto; ¡Pensemos en el’”!
Años
más tarde Lucía reveló: “Eran esas palabras del Ángel como una luz que nos hacía
comprender quién era Dios, cómo nos amaba y quería ser amado, el valor del
sacrificio y cuán agradable le era y como, en atención a Él, convertía a los
pecadores. Por eso, desde ese momento comenzamos a ofrecer al Señor todo lo que
nos mortificaba, pero sin ocurrírsenos procurar otras mortificaciones o
penitencias, excepto la de pasarnos horas seguidas postrados en tierra,
repitiendo la oración que el Ángel nos había enseñado”.
Se acercaba el otoño. Los niños salieron a
los campos con las ovejas para pasar todo el día. Se les destinó otra visita de
sorpresa.
“Pasamos de Pregueira a Lapa, dando la vuelta faldeando
el monte por el lado de Aljustrel y Casa Velha”, Lucía continuó su informe. “Rezamos
nuestro Rosario allá y la oración que en la primera aparición nos había
enseñado el Ángel. Estando allí se nos pareció por tercera vez, trayendo en la
mano un cáliz y, sobre él una Hostia, de la que caían dentro del cáliz algunas
gotas de sangre. Dejando el cáliz y la Hostia suspendidos en el aire, se postró
en tierra y repitió tres veces la oración:
“‘Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Os
adoro profundamente y Os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Jesucristo, presente en todos los Sagrarios de la tierra, en
reparación de los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con que Él mismo es
ofendido. Y por los méritos infinitos de su Santísimo Corazón y del Corazón
Inmaculado de María, Os pido la conversión de los pobres pecadores’”.
Después, el Ángel
levantándose, tomó de nuevo el cáliz y la Hostia y me dio a mí la Hostia, y lo
que contenía el Cáliz le dio a beber a Jacinta y a Francisco, diciendo al mismo
tiempo:
“Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo,
horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y
consolad a vuestro Dios”.
De nuevo se postró en tierra y repitió con nosotros tres
veces la misma oración: “Santísima Trinidad...” y desapareció.
El significado íntegro de esta visión se
desplegó lenta y asombrosamente a sus mentes jóvenes. Todos sus seres llegaron
a ser absortos por este nuevo, extraño y a la vez feliz sentimiento de la
presencia interior de Dios. Guardaron silencio durante algún tiempo. Francisco
fue el primero de romperlo. No había oído hablar el Ángel y estaba ansioso de
saber todo.
“Oye, Lucía”, dijo él, “el Ángel te ha dado la Sagrada Comunión,
pero a mí y a Jacinta ¿qué es lo que nos ha dado?
A lo
que Jacinta contestó con resolución, llena, pletórica de alegría, “Lo mismo, la
Sagrada Comunión. ¿No viste que era la Sangre que goteaba de la Hostia?
“Yo sentía que Dios estaba en mí”, concordó,
“pero no
sabía de qué manera”.
Los tres quedaran arrodillando en el suelo
durante mucho tiempo, animados de corazón, repitiendo una y otra vez la oración
inspirada del Ángel.
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