viernes, 29 de junio de 2018

Acerca de la “semi-aprobación” de la ley de aborto.


La ley argentina contra la vida



   Tres motivos de dolor profundo para todo católico, y para todo hombre que se precie de serlo, causados por el terrible regreso a la barbarie de los sacrificios humanos.

El jueves 24 de octubre de 1929, en la bolsa de Wall Street se iniciaba una de las peores caídas de valores del mercado bursátil, marcando así el inicio de la llamada “gran depresión” económica en los Estados Unidos. Debido a la gravedad del acontecimiento, se recordó ese día como el “Black Thursday”, el jueves negro. Lamentablemente, también Argentina acaba de tener su “jueves negro” pero con esta diferencia: no se trató, esta vez, de la desvalorización del precio del Dow Jones, del oro o del dólar, sino de una realidad mucho más aterradora. En la patria consagrada a la Virgen de Luján, los representantes del pueblo votaron a favor del sacrificio de niños inocentes, los diputados sancionaron la legalización del aborto. Si bien este proyecto requiere aún la ratificación del senado, su aprobación por el Congreso de la Nación no deja de ser un dolor inmenso para todo católico, por tres razones principales.

Un paso hacia la barbarie

Una característica común de los bárbaros fue la práctica de los sacrificios humanos. Asombra ver que casi todos los pueblos de la Antigüedad cayeron en esta práctica abominable: aztecas, babilónicos, romanos, griegos, habitantes de la India, beduinos, celtas… ofrecieron sus presos y hasta sus propios hijos a los dioses. La Sagrada Escritura misma habla varias veces del culto al dios Baal o Moloc, al cual los amonitas, los fenicios e incluso los judíos inmolaron sus propios hijos. Por ejemplo, en el 4º libro de los Reyes (cap.16), leemos que el Rey Acaz:

“Tenía veinte años cuando comenzó a reinar (…) No hizo lo recto a los ojos de Yahvé, su Dios, como lo había hecho David, su padre (…) y hasta hizo pasar a su hijo por el fuego, según las abominaciones de las gentes que Yahvé había expulsado ante los hijos de Israel”.
Varias veces, los profetas tuvieron que condenar esta práctica espantosa y fue necesario esperar la difusión del Evangelio para que desaparecieran estos cultos diabólicos.

En nuestros días, el espíritu de las tinieblas cambió su estrategia: al cuchillo de los sacerdotes aztecas, sustituyó el bisturí de los médicos; el altar de las pirámides pasó a ser el seno materno; Baal y los otros dioses sanguinarios, en cuyo nombre se ofrecían los sacrificios, dejaron lugar al derecho absoluto de la mujer sobre su propio cuerpo. Pero, en definitiva, se trata de lo mismo. El aborto es una vuelta a la barbarie.

Con vistas a defender este proyecto de ley bárbara, se presentaron dos argumentos principales:

En primer lugar, se dijo que la mujer es dueña de su cuerpo, pretendiendo que puede hacer de él lo que se le antoja. Pero no es así. El hombre no es dueño absoluto de su cuerpo. Sólo es usufructuario del mismo, como afirmaba el Papa Pío XII (alocución a un grupo de médicos del 12 de noviembre 1944):

“Al formar al hombre, Dios ha regulado cada una de sus funciones; las ha repartido entre los diversos órganos; por el hecho mismo, determinó una distinción entre las que son esenciales a la vida y las que sólo se refieren a la integridad corporal (…); al mismo tiempo, por lo tanto, fijó, prescribió y limitó el uso de cada órgano; por eso no puede dejar que el hombre regule la vida y las funciones de sus órganos según su beneplácito, de una manera contraria a los fines internos y constantes que les fueron asignados. El hombre no es el dueño, el propietario absoluto de su cuerpo; sólo es usufructuario. De esto deriva una serie de principios y normas que definen el uso y el derecho de disponer de los órganos y de los miembros del cuerpo, y que se imponen tanto al interesado como al médico que lo debe aconsejar.”


Por otra parte, se insistió en una situación de hecho, formulando otro argumento que podemos resumir así: «cada año, varias mujeres mueren porque realizan un aborto en la clandestinidad, sin las condiciones elementales de higiene y de seguridad. Por lo tanto, el Estado debe legalizar el aborto para proteger la salud de estas mujeres desamparadas, que tuvieron que enfrentarse con un embarazo inesperado». No será necesario insistir mucho en lo capcioso del razonamiento. Pasa por alto que el aborto es un crimen. Más aún, es un doble crimen: primero contra un inocente indefenso, asesinado en el mismo seno materno; y después un crimen contra Dios, por la violación del orden natural y de las leyes establecidas por Él en la creación. La solución para ayudar a tales mujeres en dificultad nunca consistirá en una supuesta aprobación legal, facilitándoles así la matanza del hijo y su condenación eterna, sino en que el Estado les ayude en el ejercicio de la maternidad.

Bajo estos pretextos falaces, los enemigos de la Iglesia alcanzaron una tremenda victoria. Pero, éste no es el único motivo de nuestra tristeza: esta victoria de Lucifer no sólo fue causada por sus secuaces, sino que, a su vez, fue fomentada por los mismos católicos.


La traición de los liberales


En el profeta Sofonías (cap.1) leemos:

“Palabra de Yahvé dirigida a Sofonías: Yo tenderé mi mano sobre Judá y sobre todos los moradores de Jerusalén y exterminaré de este lugar los restos de Baal (…), y a los que, postrándose ante Yahvé, juran por Moloc».


Postrarse ante Yahvé y jurar por Moloc, prender una vela a Dios y otra al demonio: tal es la actitud de aquellos que, a la vez que pretenden ser católicos, no impidieron, o apoyaron positivamente la ley del aborto.

Al respecto, tenemos que mencionar al actual Presidente de la Nación. El 26 de febrero de 2018, frente a los legisladores de Cambiemos, Mauricio Macri afirmaba: 


   “Estoy a favor de la vida, pero no se lo impongo a nadie. Hay libertad de conciencia” (…) “El tema es importantísimo, debería haber sido discutido hace mucho. Tiene que haber total libertad para opinar” (…) “Yo tengo mi posición como la puede tener cualquiera de ustedes, pero no se la impongo a nadie. Discutan mucho. Discutan todo lo necesario”.


Y el 14 de junio 2018, después de la semi-aprobación de la ley por el congreso, concluía:

“Destaco el trabajo de estos meses de diputados y de todos los argentinos que han dado un debate histórico, propio de la democracia. Hemos podido dirimir nuestras diferencias con respeto, tolerancia, escuchando al otro. Este es el camino del diálogo que va a fortalecer nuestro futuro, así que mis felicitaciones para todos, sabiendo que este debate continúa ahora en el Senado”.


Por lo menos dos diputados adoptaron una línea parecida. José Ignacio De Mendiguren decía en un Tweet del 13 de junio 2018: 


    “Soy católico, y tengo convicciones profundas sobre la vida y la ética. No estoy de acuerdo con el aborto. Nunca lo estuve ni lo estaré. Pero mis convicciones son mías, y mi responsabilidad como legislador nacional es legislar para toda la sociedad.”

Y votó a favor del aborto.



Silvia Alejandra Martínez decía a su vez el 13 de junio de 2018 (en el sitio Lavaca.org):


   “como fiel de la iglesia tengo que ir a misa, pero como representante del pueblo argentino tengo que responder a un Estado que es laico. Defiendo en el Congreso políticas públicas que pueden resolver problemas a la gente.”

Y también, votó por el aborto.


Estos tres casos muestran la típica actitud liberal, tantas veces condenada por los papas de los últimos siglos. Escuchemos por ejemplo a Pío XII, en su Alocución a un grupo de alcaldes del 22 de julio de 1956:


“Hoy en día, se encuentran hombres que quieren construir el mundo sobre la negación de Dios; otros que pretenden que Cristo debe permanecer fuera de las escuelas, de las fábricas, de los parlamentos. Y en este combate más o menos abierto, más o menos declarado, más o menos áspero, los enemigos de la Iglesia se ven a veces apoyados y ayudados por el voto y la propaganda de hombres que siguen afirmándose católicos.”


Y en otra alocución del 2 de junio de 1948 a militantes católicos detallará su pensamiento:

“nuestra obra de rescate debe extenderse también a los demasiado numerosos extraviados, quienes, a la vez que son –o por lo menos, piensan ser– unidos a nuestros hijos devotos en el ámbito de la fe, se separan de ellos para seguir movimientos que tienden positivamente a laicizar y descristianizar toda la vida privada y pública. Si bien se les podría aplicar la divina palabra: Padre, perdónales, no saben lo que hacen, no cambiaría para nada el carácter objetivamente pernicioso de su conducta. Se forman una doble conciencia en la medida que, mientras pretenden permanecer miembros de la comunidad cristiana, militan, al mismo tiempo, como tropas auxiliares en el bando de los negadores de Dios. Ahora bien, esta duplicidad o desdoblamiento tiende a hacer de ellos, tarde o temprano, un tumor en el mismo seno de la cristiandad. Nos recuerdan a quienes San Pablo mencionaba «llorando», y que también a Nosotros nos sacan lágrimas, porque se portan como enemigos de la cruz de Cristo, inimicos crucis Christi”.


Enemigos de la cruz de Cristo: tales son los católicos liberales que traicionan al Salvador y a su Reino en la sociedad.

Pero mayor tristeza, quizás, generó para nosotros la actitud, o más bien, el silencio de los que deberían defender incansablemente los derechos de Dios y la moral pública.


El silencio de los pastores


Lamentablemente, la voz de los Pastores de la Iglesia no se escuchó, o se escuchó con una suavidad poco compatible con la gravedad de los hechos. Las dos declaraciones de la Conferencia Episcopal Argentina relativas a la ley del aborto brillan por su inconsistencia. De Dios y de sus derechos, no se habla. El nombre de Jesús no se menciona. Los únicos argumentos invocados en contra del aborto son los derechos del hombre y la dignidad de la persona humana. No se invita a la lucha sino al diálogo. ¡Qué contraste abismal con las palabras de los santos en los siglos pasados! ¿Qué hubieran dicho, en la misma situación, San Atanasio, San Agustín, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo, San Francisco de Sales, San Pío V, San Alfonso de Ligorio o San Pío X? Ciertamente, no hubieran sido palabras tan blandas, porque consideraban que, para todo pastor, es un deber grave el oponerse fuertemente al poder público cuando se aparta de la moral católica, cuando los derechos de Dios están en peligro, cuando se intenta destronar a Cristo Rey.

¿Cómo llegamos a este espíritu pacifista? ¿Cómo se pudo anteponer el diálogo con los lobos a la lucha por Dios y su rebaño? La causa se debe buscar en el Concilio Vaticano II, que fomentó la reconciliación con el espíritu del mundo y el liberalismo. Como exponía Mons. Lefebvre en su obra maestra “Le destronaron”, el Concilio promovió la alianza con los enemigos de la Iglesia para alcanzar una reconciliación. Citemos dos ejemplos para ilustrar esta triste realidad.

El 13 de junio del presente año, la ONU envió a la Cancillería del gobierno argentino una Carta:

“Para felicitar a su legislatura por su consideración de un proyecto de ley que despenaliza la interrupción del embarazo en las primeras catorce semanas, y para instar a que aprueben dicho proyecto”.
Este apoyo al aborto por parte de la Organización de las Naciones Unidas no es ninguna novedad, puesto que, desde su creación, viene fomentando una sociedad sin Cristo, fundada sobre los supuestos derechos del hombre, en la cual se apoya la regulación de los nacimientos por medio del aborto y de la contracepción. Pero, sabiendo esto, ¿cómo explicar que los últimos papas hayan visitado la Sede de la ONU y hayan sido aplaudidos en ella?

Un ejemplo más reciente todavía fue la participación del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, a la reunión del Club Bilderberg, que se llevó a cabo del 7 al 10 de junio pasado. Esta reunión anual, fundada en 1954 por el economista judío y masón Joseph Retinger con el apoyo del clan Rockefeller, es uno de los principales órganos de difusión de las pautas mundialistas y anticristianas. Recordemos de paso que la fundación Rockefeller es uno de los grandes promotores del “planning familiar” en el mundo, es decir de la contracepción y del aborto. ¿Será posible que un cardenal, mano derecha del Papa, sea recibido y aceptado en esas asambleas? Al Salvador, lo solían echar de las sinagogas…

No. Los Pastores no deben dialogar con los lobos sino condenarlos públicamente. ¡Quisiéramos encontrar en la voz de los Príncipes actuales de la Iglesia el vigor de sus antecesores para defender la Iglesia y la salvación de las almas! Escuchemos a Pío IX, en su encíclica “Qui pluribus” del 9 de noviembre de 1846, dirigida a los obispos de la época:

“Venerables hermanos, (…) Sabéis que os está reservada la lucha, no ignorando con cuántas heridas se injuria la santa Esposa de Cristo Jesús, y con cuánta saña los enemigos la atacan.(…) Esforzaos en defender y conservar con diligencia pastoral la fe católica, y no dejéis de instruir en ella a todos, de confirmar a los dudosos, rebatir a los que contradicen; robustecer a los enfermos en la fe, no disimulando nunca nada ni permitiendo que se viole en lo más mínimo la puridad de esa misma fe. Con no menor firmeza fomentad en todos, la unión con la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación (…) Con igual constancia procurad guardar las leyes santísimas de la Iglesia, con las cuales florecen y tienen vida la virtud, la piedad y la Religión. Y como es gran piedad exponer a la luz del día los escondrijos de los impíos y vencer en ellos al mismo diablo a quien sirven, os rogamos que con todo empeño pongáis de manifiesto sus insidias, errores, engaños, maquinaciones, ante el pueblo fiel, le impidáis leer libros perniciosos, y le exhortéis con asiduidad a que, huyendo de la compañía de los impíos y sus sectas como de la serpiente, evite con sumo cuidado todo aquello que vaya contra la fe, la Religión, y la integridad de costumbres.”
Dios quiera podamos escuchar nuevamente tales acentos en la Iglesia católica.


Tomar la armadura de Dios


Verdaderamente y por todas estas razones, nuestro dolor es inmenso. Pero tampoco debemos caer en el desánimo. A modo de conclusión, citemos unas palabras de San Pablo alentando a los Efesios en el buen combate (Ef. 6, 13):

“no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que habitan en los espacios celestes. Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y, alcanzando una completa victoria, os mantengáis firmes. Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia, y calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio de la paz. Abrazad en todo momento el escudo de la fe, conque podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salud y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios, con toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo con fervor y siempre en continuas súplicas por todos los santos”.

De estas palabras debemos recordar que el combate de los cristianos por el Reino de Dios es esencialmente sobrenatural, es decir que se inserta en la lucha iniciada desde la creación entre Jesús y Lucifer, entre el Cielo y el infierno. Por lo cual, las armas de los cristianos deben ser esencialmente sobrenaturales: hay que tomar la armadura de Dios, que es la santidad cristiana. Toda acción política auténticamente católica supone la búsqueda de la santidad personal y familiar. Luchar sin contar con la ayuda de Dios, sin su gracia, apoyándose únicamente en medios naturales o en las herramientas que fomenta la misma democracia (como las marchas, por ejemplo), no alcanzará un resultado real y profundo. El demonio sólo teme a los Santos. Tal debe ser la principal acción política de los católicos hoy en día: la santidad personal, el sacrificio de la familia numerosa, el apoyo a la escuela verdaderamente católica, la vida parroquial en torno a la Eucaristía. Sólo así se trabajará eficazmente a la restauración del Reino de Cristo y de María en la Patria.

R.P. Jean-Michel Gomis

Adaptación a modo de artículo del sermón predicado en Martínez, Buenos Aires, el 17 de junio de 2018


IV° domingo después de Pentecostés

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