jueves, 15 de agosto de 2019

LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN.




   Ya en fin llegó, carísimos hermanos míos, dice san Agustín, este día tan venerable para nosotros; este dia que excede todas cuantas festividades solemnizamos en honor de los santos; este día tan célebre; este clarísimo dia en que creemos que la Virgen María pasó desde este mundo a la gloria celestial. Resuenen en toda la tierra las alabanzas, los festivos clamores de alegría en el dia glorioso de su triunfante Asunción. Porque sería cosa muy indigna que no celebrásemos con extraordinaria devoción, culto y aparato, la solemne fiesta de aquella por quien merecimos recibir al Autor de la vida. Este es uno de los más célebres días del año, dice san Pedro Damiano, por ser el dia en que la santísima Virgen, digna por su nacimiento del trono real, fué elevada por la santísima Trinidad hasta el trono del mismo Dios, y colocada tan alto junto a la admirable Trinidad, que se arrebata hacia sí los ojos y la admiración de los ángeles. A la verdad, el misterio de este día es superior a todas nuestras expresiones; y san Bernardo no halla reparo en decir que la Asunción de María es tan inefable como la generación de Cristo. Pasmados de admiración a vista de una gloria que tiene suspensos y como embargados de asombro a los mismos ángeles, nos contentaremos con referir la historia de este admirable misterio.

   La opinión más recibida en la Iglesia, fundada en la tradición, es que, después de la Ascensión del Salvador a los cielos y de la venida del Espíritu Santo, vivió la Virgen veinte y tres años y algunos meses más en este mundo. Aunque era tan abrasado y vivo el deseo que tenía la Señora de seguir al cielo a su querido Hijo, consintió quedarse en la tierra para el consuelo de los fieles, y para atender a las necesidades de la Iglesia recién nacida, conviniendo que su presencia supliese de alguna manera la ausencia corporal de Jesucristo. Lo mucho que podía en el cielo era de gran socorro a los fieles que vivían en la tierra, alcanzando aquellos primeros tiempos de persecución, sosteniéndose su fe con la noticia y con el consuelo de que aún vivía entre ellos la Madre de su Dios. Era la Virgen su oráculo, su apoyo y todo su refugio. Fortalecía su virtud, animaba su celo, enseñaba a los doctores, dice el sabio Idiota, y era como el oráculo de los mismos apóstoles. Y el abad Ruperto asegura que en cierto modo suplía con sus instrucciones lo que el Espíritu Santo no tuvo por conveniente, descubrirles, habiéndoseles comunicado, por decirlo así, con limite y con medida; y los santos padres convienen en que el evangelista san Lucas supo singularmente de boca de la santísima Virgen las particulares circunstancias de la infancia del niño Jesus, que dejó especificadas en su evangelio, y que aun por eso se dice en él que María no dejaba perder cosa alguna de las que entonces pasaban, conservándolas en su memoria y meditándolas en su corazón.

   Durante el espacio de estos veinte y tres años, la vida de la santísima Virgen fué un continuo ejercicio del más puro amor y un perfecto modelo de todas las virtudes; una oración no interrumpida, y esta misma oración un éxtasis perpetuo. Visitaba con frecuencia los sagrados lugares que el Salvador había santificado con su presencia, cumpliendo los misterios de nuestra redención. Aunque esta divina Madre vivía en la tierra, su corazón nunca se separaba de su amado Hijo, que habitaba en el cielo. Pasábanse pocos días sin que Jesucristo se le apareciese, y ninguno en que no conversase familiarmente con los ángeles, singularmente destinados a su servicio; y aunque distante de la celestial Jerusalén, mientras duró su habitación en la tierra, gustaba abundantemente de todas sus delicias.

   Había casi doce años que residía en Jerusalén la santísima Virgen, cuando los apóstoles y los discípulos se vieron precisados a retirarse de aquella ciudad por la persecución que los judíos suscitaron contra los fieles. Y si el maravilloso progreso que hacia el Evangelio la colmaba de gozo y de consuelo, se templaba mucho este por el furor con que era perseguida la Iglesia. Cuando la Virgen dejó á Jerusalén, se encaminó a Éfeso en compañía de san Juan hacia el año 45 del Señor; pero sosegada, un poco la persecución, se restituyó a aquella ciudad, en la cual permaneció el resto de su vida.

   Mientras tanto, habiendo ya llevado los apóstoles la luz de la fe a casi todo el universo, y estando ya la Iglesia sólidamente establecida en todas partes, parecía tiempo que la Virgen dejase ya la estancia de la tierra, que consideraba como lugar de destierro. Suspiraba continuamente por aquel feliz momento, que la había de volver a juntar para siempre con su querido Hijo; cuando un ángel, que se cree fué san Gabriel, le vino a anunciar el dia y la hora de su triunfo. Es cierto que, habiendo sido preservada del pecado original por especial privilegio, como también de toda otra culpa durante su santísima vida, no estaba sujeta a la muerte, que es pena del primero; mas habiéndose sujetado a ella Jesucristo, no quiso María eximirse de padecerla.

   Seis circunstancias, a cuál más prodigiosas, observan los santos padres en la Asunción de la santísima Virgen:

—Primera, su muerte, que muchos de ellos y algunos martirologios llaman sueño: Dormitio.

—Segunda, la glorificación de su alma en el mismo momento de su separación.

—Tercera, la sepultura de su santo cuerpo en el lugar de Getsemaní.

—Cuarta, su gloriosa resurrección tres días después.

—Quinta, su triunfante Asunción en cuerpo y alma a los cielos.

—Sexta, su coronación en la gloria por la santísima Trinidad.

   Algunos padres antiguos, y entre ellos san Epifanio, parece ponen en duda si murió la Madre de Dios, o si permaneció inmortal. Autorizaban una duda tan bien fundada, así su inmaculada Concepción, como su divina maternidad; pero la Iglesia en la oración de este dia expresa con claridad que verdaderamente murió según la condición de la carne: Quam pro conditione carnis migrasse cognoscimus. San Juan Damasceno dice que no se atreve a llamar muerte a esta separación, sino sueño, o una unión más íntima con su Dios; un tránsito de la vida mortal a la dichosa inmortalidad.  No separó, dicen los padres, aquella purísima alma de su santo cuerpo, ni la violencia de la enfermedad, ni el desorden de los humores, ni el desfallecimiento de la naturaleza; rompió aquella unión el puro amor divino, y obra suya fué la muerte de la Virgen. Había encendido el Espíritu Santo en su corazón un amor tan abrasado, que fué un continuo milagro, dice san Bernardo, la vida de María; no siendo posible que sin él sufriese el violento ardor de aquel divino fuego. Ceso este milagro con su muerte. No quiso Dios suspender por más tiempo el efecto de aquel sagrado incendio; le dejó obrar con toda su fuerza en aquel corazón sin mancha, santuario del divino amor. No pudo naturalmente resistir por más tiempo a sus esfuerzos, y consumido á violencia de aquellos divinos ardores, terminó sin dolor tan santa vida. O no había de morir la santísima Virgen, dice san Ildefonso, o había de morir de amor.



   Hallábase a la sazón en Jerusalén en la casa del cenáculo. Esparcida la voz entre los fieles de que la Madre de Dios estaba para dejarlos, y para ir a ponerse en posesión del glorioso trono que su querido Hijo le tenía preparado en la celestial Jerusalén, no es fácil expresar los contrarios afectos de gozo y de dolor que se apoderaron a un mismo tiempo de todos sus corazones. Por una parte, se consideraban en vísperas de verse separados de su querida Madre, que era todo su apoyo y todo su consuelo; por otra, reconocían que iba a volverse a unir con su amado Hijo en el cielo, donde sería su abogada con Dios y toda su confianza. De todas partes concurrieron a ella para recibir su última bendición. San Juan, como sagrado depositario de aquel tesoro, no se apartaba un punto de su lado, solícito más que nunca de rendir todas las obligaciones de hijo a la mejor de todas las madres. Estaba incorporada la Virgen en un humilde lecho, y desde allí consolaba a todos los fieles que se hallaban presentes, dando nuevo aliento a su fe y exhortándolos a la perseverancia; cuando, por un raro prodigio que ella sola tenia sabido que había de suceder, todos los apóstoles y algunos de los discípulos que estaban esparcidos por el mundo, se hallaron milagrosamente trasladados al cuarto del cenáculo para tributar sus últimos respetos a la Madre del Salvador. San Dionisio Areopagita, que se halló presente, nombra a san Pedro, suprema cabeza de los teólogos; a Santiago, hermano del Señor; a los otros príncipes de la jerarquía eclesiástica, y además de eso a san Heroteo, a san Timoteo y a otros muchos discípulos de los apóstoles, de cuyo número era el mismo san Dionisio.

   Juvenal, patriarca de Jerusalén, san Andrés, obispo de Greta, y san Juan Damasceno, con otros padres, aseguran que los apóstoles fueron trasportados en una nube por ministerio de ángeles. En el tratado de la muerte de la santísima Virgen, atribuido a san Meliton, obispo de Sárdica, se dice que la Señora tenía en la mano una palma que el ángel le había traído cuando bajó a anunciarle el dia y la hora de su muerte. Mientras tanto, encendieron muchas velas todos los circunstantes; lodos se deshacían en lágrimas, consolándolos a todos la santísima Virgen; y habiendo exhortado, así a los apóstoles como a los discípulos, a predicar el Evangelio con el mayor celo y valor, asegurando a toda la Iglesia de su poderosa protección, vio aparecer al Salvador, acompañado de todos los coros de los ángeles, que venía a recibir su dichosísimo espíritu, y a conducirle como en triunfo al lugar dé la bienaventurada inmortalidad. Abrasada entonces el alma con lodo el fuego del divino ardor, se desprendió por sí misma del cuerpo, y fué conducida en triunfo hasta el trono del mismo Dios.

   En el mismo punto en que espiró la santísima Virgen, se llenó todo el cuarto de una resplandeciente luz más brillante que la del sol. Toda la milicia de la corte celestial, dice san Jerónimo, salió al encuentro a la Madre de Dios, cantando himnos y cánticos en honor suyo, que fueron oídos de todos los que se hallaban en el cenáculo. Y aquella alma tan pura, mas santa que todos los ángeles y todos los santos juntos, fué elevada, dice san Agustín, hasta el trono del soberano Señor del universo, muy superior a todas las celestiales inteligencias. Ni era justo, añade el mismo padre, estuviese colocada en otro lugar que en el inmediato al que ocupaba aquel Señor que ella misma había dado a luz en este mundo.



   Luego que rindió su espíritu la santísima Virgen, todos los circunstantes se postraron a sus pies regándolos con sus lágrimas. Los fieles que se hallaban en Jerusalén y en su contorno concurrieron todos apresurados a venerar aquel santo cuerpo, santuario del Verbo encarnado y arca del nuevo Testamento. Sanaron todos los enfermos que se presentaron delante de él; y san Juan Damasceno, que trasladó a nuestra noticia todo lo que llegó a entender de la tradición, dice que hasta los mismos judíos sintieron los efectos de su poder, y participaron de sus milagros.

   Después que todos satisficieron su devoción, fue llevado el santo cuerpo al sitio donde se le había de dar sepultura, que era el pequeño lugar de Getsemaní, distante trescientos pasos de Jerusalén. Llevaban el féretro los santos apóstoles, y los seguía el resto de los fieles con velas encendidas, porque los judíos estuvieron tan lejos de oponerse a esta pompa fúnebre, que antes bien ellos mismos se agregaron a ella para hacerla más numerosa y más célebre, llenos todos de veneración a María. Fué depositado el santo cuerpo con gran respeto en el sepulcro que estaba preparado, y este se cerró con una gruesa piedra. En una carta que Juvenal, patriarca de Jerusalén, escribió al emperador Marciano y a la emperatriz Pulquería, dice que así los apóstoles como los otros fieles, pasaban los días y las noches junto al sepulcro, sucediéndose unos a otros, y mezclando sus voces y sus cánticos con los ángeles, cuyas suavísimas canciones no se dejaron de oír en todos aquellos tres días. Mas no era conveniente, dice san Agustín, que el Salvador dejase en la sepultura un cuerpo, del cual el suyo había sido formado, ni una carne, que en cierta manera era la suya: Caro enim Jesu, caro Mariæ. ¿Quién tendría atrevimiento para imaginar que aquel Hijo de Dios que vino al mundo, no para quebrantar la ley, sino para cumplirla, se dispensase en la más mínima obligación de las que deben los hijos a los padres? Pues ahora; aquella misma ley que manda honrará la Madre, manda al mismo tiempo preservarla de todo lo que puede ceder en su deshonor. Pudo Jesucristo, concluye el mismo santo, eximir de la corrupción al cuerpo de su santísima Madre; pues ¿quién se atreverá a decir que no lo quiso hacer? Es la corrupción del cuerpo oprobio de la naturaleza humana; la miró Jesucristo con horror; y, por consiguiente, lo mismo parece que debió hacer con su Madre.




   Con efecto, al tercer dia, dice san Juan Damasceno con la mayor parte de los santos padres griegos y latinos; como santo Tomás, el único de los apóstoles que no se había hallado presente a la muerte de la santísima Virgen, desease ansiosamente ver el sagrado cuerpo, disponiendo Dios que no se hallase a la muerte de su Madre, para proporcionar un medio natural de manifestar su gloriosa resurrección; y pareciéndoles muy justo a los demás apóstoles darle este consuelo, se abrió el sepulcro; pero quedaron todos gustosamente sorprendidos cuando no encontraron dentro de él sino los lienzos y los vestidos con que el santo cuerpo había sido amortajado, exhalando de sí una fragancia exquisita : Post tres dies, dice san Juan Damasceno, angélico cantu cessante, habiendo cesado al cabo de los tres días la celestial música de los ángeles. Asombrados a vista de tan grande maravilla, cerraron el sepulcro, persuadidos que el Verbo divino, que se había dignado hacerse hombre y tomar carne en el vientre de la santísima Virgen, no había permitido que su cuerpo estuviese sujeto a la corrupción, antes quiso resucitarle tres días después de su muerte; y anticipándole la resurrección general, le hizo entrar triunfante en la gloria. Este es el común sentir de la Iglesia, como lo publica todos los años en el oficio de la octava de esta fiesta. Por eso, dijo san Agustín, exponiendo aquello del salmo 25: que aquel santo cuerpo en que tomó carne el divino Verbo, no se podía creer fuese entregado en presa a los gusanos y a la podredumbre, causándole horror solo el pensarlo; y explicando san Juan Damasceno aquello del Profeta: ¿quién no ve, dice, que la resurrección de que habla el Profeta, es la del Salvador y la de la santísima Virgen, aquella arca misteriosa que encerró en su seno la fuente de la santidad?



    ¡Quién podrá comprender, exclama san Bernardo, la gloria con que subió al cielo la santísima Virgen! ¡con qué raptos de amor le salieron al encuentro tantas regiones de ángeles! ¡con qué afectos de respeto y veneración! ¡con qué cánticos de alegría la acompañaron! Ni hubo jamás en el mundo triunfo más glorioso, ni se conoció en él dia más célebre, dice san Jerónimo, que este dia en que la Virgen fué elevada a los cielos. Atrévome a decir, exclama el bienaventurado Pedro Damiano, que, prescindiendo de la divinidad, la pompa y el aparato de la Asunción de María fué mayor que el de la Ascensión del mismo Jesucristo; pues en la Ascensión del Salvador solamente le salieron a recibir los ángeles; pero en la Asunción de María, además de todos los espíritus angélicos, el mismo Hijo de Dios salió al encuentro de su Madre, y la condujo hasta lo más elevado de los cielos. Pues qué nos admiramos ya, dice san Bernardo, de que las celestiales inteligencias se quedasen como extáticas de pasmo, preguntándose unas a otras: ¿Qué mujer es esta? como si dijeran, ¿qué pura criatura igualará jamás la gloria y la santidad de esta mujer que sube del desierto, colmada de dulcísimas delicias y apoyada sobre su mismo amado Hijo? El recibimiento que Salomón hizo a su madre, no fué más que un imperfecto bosquejo, una oscura sombra del que el Salvador hizo hoy a la Virgen:(dice la Escritura) se levantó el Rey de su trono, salió la a recibir, saludóla profundamente; y volviendo a ocupar su solio, puso el de su Madre a la derecha del suyo. En el misterio de este dia se verifica aquel prodigio que tanta maravilla causó en el cielo al evangelista san Juan: una mujer vestida del sol, con la luna a sus pies, coronada su cabeza con doce estrellas resplandecientes. Si el ojo del hombre no vio, dice san Bernardo, ni el oído oyó, ni cupo jamás en su imaginación lo que tiene Dios preparado para los que le aman; ¿quién podrá nunca explicar ni aun comprender la que preparó para su Madre, que ella sola le amó más que todos los hombres juntos, y a quien él ama más que a todas las criaturas? No es posible, dicen los padres, que persona humana pueda explicar ni el exceso de la gloria, ni la elevación del trono de la Virgen. Ni esto debe causar admiración, dice Arnaldo de Chartres: la gloria de María en cuerpo y alma en el cielo no es como la de los demás; hace clase aparte; ocupa un lugar incomparablemente más elevado que el de los ángeles, pues la gloria que posee María no solo es semejante a la del Verbo encarnado, sino en cierta manera la misma: Gloriam cum Matre, non tam communem judico, quám eamdem.



   La solemnidad de este dia debe despertar nuestra devoción, dar nuevo aliento a nuestra fe y excitar nuestra confianza. Nos trae a la memoria, dice san Bernardo, que tenemos en el cielo una reina, que al mismo tiempo es nuestra madre; una medianera todopoderosa con el soberano medianero; y una abogada con el Redentor, que ninguna gracia le puede negar (Serm. 2 de Adv.).  Esta es la escala de los pecadores, esta mi grande esperanza, está el fundamento de toda mi confianza (Serm. de Aquæductu). Tú, o Virgen santa, dice san Agustín, eres, por decirlo así, la única esperanza de los pecadores; por ti esperamos el perdón de nuestros pecados; en tu intercesión colocamos la esperanza de nuestro premio (Serm. 18 de Sanct.). Se le concedió todo el poder en el cielo y en la tierra, dice san Anselmo; no hay cosa imposible para aquella que puede resucitar la esperanza de la salvación en los mismos desesperados (De Laudib. Virg.). Toda la esperanza, gracia y salud que tenemos, estemos persuadidos a que todo nos viene por la intercesión y por el valimiento, de María.  Si quieres asegurar siempre buen despacho, y que sean aceptadas tus oraciones, acuérdate de ofrecer por manos de María todo lo que ofrecieres a Dios. Ella es la esperanza de los desesperados, dice san Efrén, puerto de los que naufragan, y único recurso de todos los que no tienen otro (De Laúd. Virg.). Todos los tesoros de las misericordias del Señor están en sus manos, dice san Pedro Damiano. En fin, ser devoto tuyo, o bienaventurada Virgen María (dice san Juan Damasceno), es tener armas defensivas, puestas por Dios en las manos de los que quiere salvar (Orat. de Assumpt.).

   Estaba el sepulcro de la santísima Virgen en el lugar de Getsemaní y en el valle de Josafat, siendo el más respetable y más digno de honor que había en el mundo, después del sepulcro de Cristo. Pero en tiempo de los emperadores Tito y Vespasiano arruinaron de tal modo aquel santo lugar las tropas que se apoderaron de Jerusalén, que después no les fue posible a los fieles reconocer el sitio donde había estado. Esta es la razón por que san Jerónimo no hace mención alguna del sepulcro de la santísima Virgen, haciéndola de los sepulcros de varios patriarcas y profetas que fueron visitados por santa Paula y santa Eustoquia. Se descubrió después, andando el tiempo, no queriendo el Señor que aquel venerable sitio, santificado con tan sagrado depósito, estuviese por mas años oculto a la veneración de los fieles. Asegura Burchard, que él mismo le vió, pero tan enterrado en las ruinas de otros edificios, que se bajaban sesenta escalones para llegar a él. Beda escribe que en su tiempo ya se mostraba enteramente descubierto, y al presente se muestra a los peregrinos entallado en una peña.

   Siempre fué la fiesta de la Asunción una de las más solemnes de la Iglesia; y por lo que toca a la solemnidad va a la par, por decirlo así, con las fiestas de la Epifanía y de Pascua. Pero en Francia se puede decir que se hizo más célebre que en otras partes desde que Luis XIII, de gloriosa memoria (Bourd.) en el año de 1638, escogió este dia para consagrar su persona, su real familia y todo su remo a la santísima Virgen, no ya por un voto secreto formado dentro de su corazón, sino por el mas público y el más auténtico que hizo jamás algún monarca cristiano; pues no de otra manera que David le hizo en presencia de su pueblo ; mandando que se publicase en todos los lugares de sus dominios, interesando en el á todos sus vasallos, y queriendo que fuese dé eterna memoria. Este es el origen y el fin de las santas procesiones que este dia se hacen en toda la Francia, y son otros tantos públicos testimonios de la protesta que hacen los reyes cristianísimos de que quieren depender de María, reconociéndola por soberana suya mediante este culto público y solemne.


AÑO CRISTIANO
POR EL P. J. CROISSET, DE LA CAMPAÑÍA DE JESÚS.

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