Entre las florecientes religiosísimas familias que bajo el
timbre y nombre de la serenísima Reina de los ángeles María santísima, Madre de
Dios, militan en la Iglesia católica, con soberano acuerdo la santidad del papa
Paulo V en la bula Inter omnes vitæ regularis ordines, llamó a la Reina de los
ángeles María santísima, primera y verdadera instituidora y fundadora del real
orden que en la Iglesia católica milita, con la invocación y timbre de Nuestra
Señora de la Merced, Redención de cautivos:
para que así como las ilustres religiones de san Francisco, santo Domingo y
otras reconocen a sus santísimos patriarcas por inmediatos y primeros
instituidores y verdaderos fundadores, la ínclita, real y militar orden de
María santísima de la Merced, a la misma Reina de los ángeles, no por
disposición humana , sí por especial gracia con que la Reina de los ángeles
quiso tener tales hijos, reconociéndose por su verdadera Madre y fundadora. Habiendo ella manifestado ser ésta su voluntad, cuando de
ella, como de primera causa, apareciéndose a los bienaventurados Pedro
Nolasco, Raimundo de Peñafort y al clarísimo rey D. Jaime I de Aragón, les hizo constar que de ella, como de principio, emanaba
la ínclita, real y militar religión de Nuestra Señora de la Merced, Redención
de cautivos, como de la relación de la siguiente revelación de muchos sumos
pontífices con muchos dones y gracias aprobada, y de la santa Iglesia con solemne
culto ilustrada, constará.
Hallábase la mayor y más feliz parte de
España del cruel y tirano dominio mahometano oprimida: tenían
los bárbaros (enemigos del santísimo nombre de
Jesucristo) a innumerables cristianos en crueles mazmorras encerrados,
afligiéndoles y atormentándoles para hacerles negar la verdad de nuestra santa
fe católica; y como eran muchos los que desmayaban y faltaban a la constancia
de la fe, lloraba la perdición de sus hijos nuestra madre la Iglesia católica;
mas no faltaron en ella santísimos varones que, lastimados de la perdición de
tantas almas, con mortificaciones y penitencias ofrecían con vivas lágrimas sus
oraciones y súplicas a Dios, para que piadoso aplicase el remedio a tanto mal. Y así como los lastimosos clamores de
los hijos de Israel fueron de Dios oídos para el remedio de las aflicciones y
penas que padecían en la esclavitud de Egipto, así la deprecación de aquellos
purísimos varones fué oída, no solamente de Dios, sino también de su Madre, María
santísima, que no pudiendo contener sus piadosísimas entrañas a tan lastimosas
súplicas, se inclinó a aplicar el remedio, como lo verificó el suceso. Estaba la piadosísima Reina de los ángeles, María santísima,
en el trono de su majestad (donde, y en compañía de su
preciosísimo Hijo Cristo, Señor nuestro, goza eternas glorias), mirando
las penas, miserias y calamidades que en la bárbara esclavitud padecían los
pobres cautivos cristianos, y conmovida la clementísima Reina de los ángeles de
tantas miserias y calamidades, piadosa, así para consolar las lágrimas de la
católica Iglesia como para obviar no se perdiesen tantas almas que a vista del
cruel, duro y tirano rigor sarracénico desfallecían y faltaban a la constancia
de la fe, aplicó para remedio de tanto mal la obra de caridad más perfecta,
como es la redención. Y para ejecutar este su tan fino amor y dar
principio a tan perfecta obra, que había de destruir la tirana servitud, eligió
a tres esclarecidos ejecutores, siendo el norte con que se habían de gobernar
la misericordia de quien les mandaba y gobernaba, que era la misma Reina de los
ángeles, bajando visiblemente del cielo a declararles su voluntad, que era de
fundar una religión con el título de su piísima misericordia, disponiéndolo
maravillosamente del siguiente modo:
Florecía en
aquella ocasión en la nobilísima ciudad de Barcelona, cabeza del principado de
Cataluña, en santidad y virtud san Pedro Nolasco, de
nación francés, nacido en el lugar de las Puellas, cercano a la ciudad de
Carcasona, hijo de padres ilustres, de la nobilísima casa de los condes de
Bles. Estaba entonces en aquella tierra muy extendida la herejía albigense; y
hallándose el santo joven muy adornado de todas virtudes, y aborreciendo todo
género de herejía, se resolvió para apartarse de ella a dejar su casa, padres y
parientes; y para ejecutar su santo intento vendió su rico patrimonio, y
recogido lo que había sacado de él, con todas sus riquezas, se puso en camino,
que le tomó para el principado de Cataluña, y entrando en él, fué su primer
cuidado ir a visitar aquel religiosísimo y angelical santuario de la Reina de
los ángeles, la Virgen santísima de Monserrate, donde empleando días y noches
en fervorosa oración satisfizo al voto que tenía hecho. Cumplido esto, se fué a
la ciudad de Barcelona, donde por lo esclarecido de sus virtudes, acompañadas
de la nobleza de su sangre, fué magnificentísimamente del ínclito y clarísimo rey
D. Jaime de Aragón acariciado y hospedado. Era entonces el
rey D. Jaime
(digno de eterna memoria entre los esclarecidos reyes de Aragón) obedecido, jurado y aclamado en la nobilísima ciudad de
Barcelona, en la cual era grande la estimación que se hacía de la persona de san
Pedro Nolasco, viendo las obras tan heroicas de caridad en que se
ejercitaba, a quien gustosamente oía el rey, siempre que san Pedro Nolasco le hablaba
de la redención de cautivos; y tanto se encendía el magnánimo rey en el amor de
los cautivos, que lleno de piedad todo era discurrir cómo había de destruir y
aniquilar a los sarracenos para librar de sus manos a los pobres cristianos
cautivos. Concordes los dos para este tan realzado fin, resolvieron aplicarse
cada uno de por sí a la consecución de él, valiéndose cada uno de sus medios; y
así, cuando el esclarecido rey con sus fuerzas belicosas opugnaba los lugares y
castillos de los moros, estaba san Pedro Nolasco en fervorosa
oración, contemplando y llorando los trabajos y calamidades que en la mísera
esclavitud los miserables cautivos padecían, y como verdadero imitador de nuestro
Redentor Jesucristo sentía sus penas, no como ajenas, sí como propias, como lo
verificó bien su ardiente caridad; pues habiendo consumido todo cuanto tenía
por la redención de muchos, no una vez sola se entregó en rehenes para dar
libertad a muchos más.
Alentaba y
fomentaba los ánimos de estos dos héroes, del ínclito rey y de san
Pedro Nolasco, viéndoles ejercitados en tan excelente piedad, san
Raimundo de Peñafort, que graduado en ambos derechos estaba entonces
resplandeciendo el ardentísimo celo de su caridad y virtud en consolar a los
enfermos de los hospitales, en enseñar a los ignorantes y en convertir herejes,
judíos y sarracenos; por cuyas heroicas obras, y su grande doctrina mereció
verse colocado en el puesto de canónigo en la ilustre y santa iglesia catedral
de Barcelona; y asimismo el prudente rey le eligió por su grande santidad y
sabiduría para su confesor. Viéndose san Raimundo constituido
confesor del ínclito rey (a quien también san
Pedro Nolasco fiaba
la dirección de su alma, habiéndole hecho participante en el secreto de la
confesión de sus fervorosos y píos deseos), tomó
por su cuenta alentar los píos ánimos de los dos para la consecución de tan
realzado fin, como era la libertad de los pobres cautivos cristianos; y así
tanto en el secreto de la confesión con sus exhortaciones, como en lo público
de sus sermones con pías y santas palabras les alentaba y animaba a la
redención de los pobres cautivos; y tanto con sus vivas razones enfervorizó los
ánimos del esclarecido rey y de san Pedro Nolasco a esta
piedad, que no sólo san Pedro Nolasco, sino
también el mismo rey en sus retretes, se empleaban en fervorosa oración,
suplicando a Dios y a la Reina de los ángeles, María
santísima,
y demás santos, en particular a los patrones de la
ilustre ciudad de Barcelona, les inspirasen y favoreciesen con medios para
poder copiosamente cumplir con esta obra de caridad. Y oyendo el Padre
celestial y Padre de misericordia, Dios, nuestro Señor, tan pías súplicas, clementísimo
remuneró tan fervorosos deseos con el favor tan grande que fué darles la
ilustre religión de la Merced, ejecutándose su fundación con este maravilloso
modo.
En las calendas de agosto, primero de dicho mes,
dedicado a san Pedro Ad-vincula, en el año 1218, gobernando la Iglesia de Dios la
santidad de Honorio III, para librar de la fiera esclavitud sarracena a los pobres
cristianos cautivos fué enviada de Dios desde el empíreo la Reina de los
ángeles, María santísima, a la ilustre ciudad de Barcelona, y acompañada de
muchos celestiales espíritus y grande concurso de santos y santas, y entre
ellos el apóstol san Pedro y Santiago, patrón
de España, san Cucufate, san Severo, san Paciano, santa Madrona y santa
Eulalia, patrones de Barcelona, visible y corporalmente en el punto de la media noche bajó, se
apareció y manifestó a san Pedro Nolasco, empleado
en fervorosa oración y contemplación; y lleno el santo y humilde siervo de Dios
de gozo y alegría por el favor de tan admirable y gloriosa presencia, mereció
oír de la misma boca de la Reina de los ángeles estas palabras: «Yo, hijo, soy la Madre
del Hijo de Dios, que por la salud y libertad del género humano derramó su
sangre y padeció cruel muerte; vengo, pues, a buscar hombres, para que a
ejemplo de mi Hijo pongan sus almas por la salud y libertad de otras almas que
no la tienen; y siendo ésta la caridad más acepta a mi Hijo, será para mí muy
agradable, si en honor mío se funda una religión, cuyos hijos con fe viva y verdadera
y perfecta caridad, pues no la puede haber mayor, rediman a los cautivos
cristianos del poder y tiranía de los turcos, y ofreciéndose ocasión, en que de
otro modo no se puedan librar, se queden en rehenes por la libertad de los cautivos.
Declaróte, hijo, esta mi voluntad; porque te advierto que cuando tú con vivas
lágrimas solicitabas por medio de la oración el remedio de los cautivos, recogías
limosnas y los redimías, presenté yo tus súplicas a mi Hijo, el cual se dignó,
para consuelo tuyo y para instituir esta religión, con especial título mío,
bajase del cielo; y a ti, Pedro, te elegí, porque tú has de ser la piedra
fundamental sobre la cual se ha de edificar esta mi religión.» Concluido este razonamiento fervoroso
y humilde, respondió san Pedro Nolasco a la Reina de los ángeles, diciendo:
«Con viva fe creo, Señora,
que vos sois la Madre de Dios vivo, que habéis bajado a este mundo para remedio
de los que miserablemente padecen la bárbara esclavitud. Pero decidme, Señora:
¿quién soy yo para que vaya a los bárbaros enemigos de vuestro santísimo Hijo,
y saque de sus crueles mazmorras a los cristianos cautivos?» «No temas, Pedro (le dijo la Reina de los ángeles), que yo te asistiré en
todo; y para que lo creas, y en señal de que te elijo, verás con brevedad
cumplido cuanto te he dicho, y se gloriarán los hijos o hijas de esta mi
religión en vestir hábitos blancos del modo que a mí me ves vestida.» Dicho esto, desapareció la Reina de
los ángeles, subiéndose al trono de su gloria.
Tan soberanamente favorecido san
Pedro Nolasco
con lo que con sus propios ojos vi o y oyó con sus oídos, perseveró hasta el
amanecer en fervorosa oración, meditando y contemplando tan celestial favor.
Amanecido el día, con presuroso cuidado fué en busca de su confesor san
Raimundo de Peñafort
para darle cuenta de la admirable visión. Hallado y postrado a sus pies, apenas
empezó a manifestar la celestial visión y el precepto divino de fundar el nuevo
orden, suspenso y lleno de admiración san Raimundo, le interrumpió sus palabras, diciéndole
que también él había tenido la misma visión aquella noche, habiendo sido favorecido
de la Reina de los ángeles y oído de su boca el precepto en que le mandaba que
para la construcción y consecución de tan grande obra pusiese todo su cuidado,
y que con todas veras aplicase todo su estudio para que con la eficacia de sus
sermones alentase los corazones de los católicos a una obra de tan grande
caridad; y así, que gozoso y agradecido a tan celestial favor, había con toda
presteza venido a la iglesia mayor para dar a Dios y a la inmaculada Reina de
los ángeles las gracias de tan soberano beneficio. ¿Quién podrá declarar la alegría de los dos
puros corazones de aquellos dos santos varones, hallándose igualmente
favorecidos de la Reina de los ángeles? Todo
sería conferir entre sí el modo de cumplir el divino precepto; cuando para
quitar toda dificultad a su cumplimiento y tener la obra todo el lleno de la
admiración, el ínclito rey don Jaime, habiendo participado el mismo favor
aquella noche, para que no fuese notado por negligente ejecutor de la Reina de
los ángeles el que había sido compañero en la visión, acudió puntual a la
iglesia catedral para dar a Dios y a la Reina de los ángeles las gracias del
beneficio recibido; y viendo en ella a aquellos dos píos varones confiriendo
entre sí, llamándoles para sí y apartados de todo concurso en la misma iglesia,
les manifestó la alegre visión que había tenido con estas palabras: «La purísima Reina de
los ángeles, María santísima, muy bella y hermosa, me apareció esta noche y me
mandó que instituyese un orden que se ocupase en redimir cautivos, y que se
llamase de Santa María de la Merced, o de Misericordia; y como reconozco en ti,
Pedro Nolasco, esta inclinación innata de redimir, te elijo para la ejecución de
esta obra; y a ti, Raimundo, por la mucha virtud y doctrina que miro en ti, te nombro
por idóneo coadjutor de ella.» Concluidas
por el rey sus palabras, respondieron los dos santos varones que también ellos
habían sido favorecidos aquella misma noche de la Reina de los ángeles,
refiriéndole al rey las palabras que habían oído de la purísima Virgen y los
mandatos que a los dos había dado. Conferida, pues, entre sí
tan admirable aparición, asegurados de la verdad de ella, unánimes y conformes
declararon ser la voluntad de la purísima Virgen; y para su cumplimiento
deliberaron instituir en honor de la Reina de los ángeles el orden de Nuestra
Señora de la Merced, Redención de cautivos.
Llegado, pues, el día 10 de agosto del mismo
año del Señor de 1218, día señalado par a la ejecución de tan grande obra, como
ya se había divulgado el prodigioso milagro por todo el reino, era grande el
concurso que concurrió a celebrarle; y así con magnífico aplauso fueron el rey
y los dos santos varones acompañados de los concelleres de Barcelona, de toda
la nobleza y pueblo, a la iglesia catedral, donde estaban ya convocados por el
rey todos los prelados eclesiásticos, así los de afuera como de dentro de la ciudad, y todos los
grandes del reino, y entre ellos el Hmo. Sr. D. Berengario Palaciolo,
obispo de la ilustre
ciudad de Barcelona, vestido de pontifical, para celebrar el oficio divino, que
comenzándole y dicho el evangelio subió san Raimundo de Peñafort al pulpito, y con fervoroso espíritu
de la celestial visión inflamado, realzando los
favores de la Reina de los ángeles, María Santísima, con relevante, pía y santa
ponderación manifestó para mayor gloria de Dios y de su santísima Madre la
celestial revelación de aquellos tres tan fidelísimos testigos aprobada, que oída
del pueblo fué tanto el gozo y alegría que infundió en los píos corazones, no
pudiendo contenerse, oyendo con sus oídos lo que aquellos dichosos varones
vieron con sus ojos, aclamando todos tan prodigioso milagro, con pías voces
alababan las piadosísimas entraña s de María santísima.
Concluido el sermón, bajó el rey de su
solio, vestido con sus reales vestidos y con la corona de oro en la cabeza, y
llevando a un lado a su confesor san Raimundo de Peñafort, y al otro a san
Pedro Nolasco,
acompañándole los concelleres de Barcelona y muchos grandes, se fué al altar
donde celebraba el obispo la misa, y estando en su presencia le dijo estas
palabras: «Es nuestra voluntad cumplir el precepto divino y la voluntad de
la purísima Reina de los ángeles, María santísima, según nos ha revelado y manifestado,
en instituir y fundar una sagrada y militar religión para que los religiosos de
ella se empleen en redimir cautivos, aunque sea con dispendio de su propia vida
y libertad; y el primer religioso y redentor será nuestro amigo y compañero Pedro
de Nolasco, a quien la Reina de los ángeles eligió como piedra fundamental de
esta grande obra de caridad. A vos, pues, reverendo padre, pido que pongáis en
ejecución este divino precepto y voluntad de María santísima.» Oída la petición del ínclito rey, el
obispo y el mismo rey, viendo juntamente ya a sus pies arrodillado a san
Pedro Nolasco,
y llenos de puro gozo sus ojos de lágrimas, asistiéndoles san
Raimundo, le vistieron los tres el cándido hábito, que ya prevenido
le tenía en el modo y forma que aquellos tres ínclitos y dichosos varones
habían visto a la Reina de los ángeles resplandeciente. Vestido el hábito, le
puso el rey con sus propias manos en el escapulario el escudo de sus armas reales,
y en medio del escudo fué puesta una cruz blanca, timbre de la ilustre iglesia catedral
de Barcelona, en reconocimiento del favor que en ella se recibía, teniendo en
ella principio esta sagrada y militar religión; decretando el rey con su
privilegio real que así san Pedro Nolasco como todos sus hijos sucesores
llevasen el dicho escudo de armas en el pecho, y encomendando su majestad a
dichos señores concelleres de Barcelona la dicha su real y militar religión
para que perpetuamente la defendiesen, constituyéndoles protectores de ella.
Viéndose ya san Pedro Nolasco redentor, dio principio
a esta sagrada milicia con aquel solemne voto de quedar en rehenes en poder de
los turcos si fuese necesario por la libertad de los cautivos cristianos,
obligándose a esto (como se obligan) todos sus hijos, dejándoles en este
vínculo de caridad su copiosa herencia.
Instituida y fundada
la nueva y real religión de Nuestra Señora de la Merced, Redención de cautivos,
admiró a todo su maravilloso instituto, y más cuando tan a sus principios y
dentro breves años experimentaron el copioso fruto de su caridad: que visto por
el ínclito rey D. Jaime, y por el amor grande que tenía a la religión, deseando
fuese por la santa sede apostólica confirmada, resolvió enviar a san Raimundo
de Peñafort (su confesor y de san Pedro Nolasco)
a la ciudad de Perusa, donde habitaba la santidad del papa Gregorio IX, que gobernaba entonces
la católica Iglesia, para alcanzar la confirmación. Admitió gustoso san
Raimundo de Peñafort
la comisión, como quien sabía cuan agradable era a Dios y a María santísima; y
tomadas las instrucciones y poderes del rey, se encaminó para el romano
pontífice, que, llegado y postrado a sus pies, haciéndole primero relación de
la admirable aparición y descensión de María santísima, le presentó la súplica
del rey, en que pedía la confirmación de la nueva religión; la cual liberal y
benignamente concedió la santidad de Gregorio IX, después
de pasados doce años de la fundación de la dicha real religión de Nuestra
Señora de la Merced, Redención de cautivos, a la cual decoró también el dicho
pontífice con muchas gracias y plenarias indulgencias, a quien han imitado casi
todos sus sucesores, enriqueciendo con muchos privilegios y gracias a tan
realzado instituto de caridad. Y para que del beneficio de tan realzado
instituto se den a Dios y a la Reina de los ángeles las debidas gracias, la santidad
del papa
Paulo V instituyó la fiesta de la Descensión o Aparición de la siempre
inmaculada virgen María, para que se celebrase en toda la religión, en la
dominica más cercana a las calendas de agosto, como don dado del cielo; y la santidad del papa Inocencio X aumentó el culto de la festividad, concediendo para el rezo
oración y lecciones propias en el segundo nocturno, extendiendo su rezo en
todos los reinos, dominios y provincias sujetos al católico rey de las Españas Carlos
II, y
después la santidad de Inocencio XII a toda
la Iglesia católica, mandando que en adelante se ponga en el calendario romano
el elogio de la Descensión de María santísima para la fundación del real
orden de Nuestra Señora de la Merced,
Redención de cautivos, y se celebrase a los 24 de septiembre, realzando con esto
el culto de tan grande festividad: debiéndose todo al amparo y patrocinio de la
Reina de los ángeles, María santísima; pues ya desde los principios de su
sagrada religión quiso que en ella floreciesen varones en caridad y piedad
insignes, que no sólo se empleasen en distribuir las limosnas recogidas de los
fieles en el rescate de los cautivos, sino que también, deseosos de ganar almas
para Dios, liberalmente se entregasen para dar libertad a los que pueden
peligrar en la fe, como muchos lo han hecho, quedando esclavos por dar libertad
al esclavo.
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