jueves, 20 de octubre de 2022

MES DE OCTUBRE CONSAGRADO A MARÍA A TRAVÉS DEL SANTO ROSARIO. DÍA 19.

 



—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…

 

 

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS



   Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que, confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la Iglesia.

 

 

   ¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.

 

 

   Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos eternamente en la Gloria. Amén.








DIA DÉCIMONOVENO —19 de octubre.

 

 

Segunda consideración sobre el tercer

Misterio doloroso.

 

 

De la mortificación Interior.

 

 

   Si queremos practicar bien la mortificación interior, no es bastante que mortifiquemos la vista y el oído; hemos de mortificar también nuestra lengua, guardando, en cuanto nos sea posible, un virtuoso silencio. Nada, por cierto, demuestra más claramente, no sólo la falta de espíritu, sino también la de cordura y educación, que ese inmoderado afán de hablar, que pudiera compararse al resonar de la vasija cuando está vacía. Pero principalmente es perjudicial el no saber guardar silencio, porque el que habla mucho, muchas faltas ha de cometer necesariamente; y porque el hablar más de lo que dicta la prudencia, va contra la perfección a que debemos aspirar. «Nuestro Señor (dice el padre Jandel) por el silencio que guardó durante su Pasión, nos ha demostrado el aprecio que hace de esta virtud, y cómo debemos practicarla aun en medio de las injurias, desprecios, injusticias y malos tratamientos. El Apóstol Santiago hace del gobierno de la lengua una irrecusable medida de la perfección. Si alguno cree—dice—practicar la piedad y ser religioso sin poner freno a su lengua, su piedad y su religión son vanas. Y como más fácil es a la fragilidad humana callar, que hablar debidamente, resulta que el silencio será siempre un gran bien, mientras que con él no faltemos a la caridad del prójimo. Dichosa (ha dicho un gran Santo) el alma que guarda silencio sobre las cosas de que le es permitido hablar, pues no encontrará dificultad en callar cuando sea conveniente; y San Ambrosio no tenía reparo en decir a las vírgenes de su Tiempo, que es frecuentemente un crimen para una virgen consagrada a Dios, querer hablar mucho, aunque sea de cosas buenas, y que el pudor nunca es más agradable al Señor que cuando está acompañado del silencio. Un alma silenciosa por virtud, se preserva de muchos escollos. El silencio es tan necesario como difícil en el mundo, en el que la disipación forzada de la vida ofrece tantos obstáculos al espíritu interior; y es también un sacrificio muy meritorio que ofrecemos a Dios, porque el deseo de hablar y de comunicar sus propias impresiones es vivo é imperioso en el alma humana.»

 

   También el P. Cormier asegura que la mortificación de la lengua será una buena compensación a las penitencias que no se puedan observar, diciendo: —«Difícil sería encontrar una compensación más adecuada, pues la mortificación bien elegida debe ser medicinal y verdaderamente penosa, sin ser perjudicial; pues bien, la mortificación de la lengua reúne todas estas condiciones. Ella consiste en no hablar con inconsideración y altanería, vanidad u otros motivos humanos; en callarse voluntariamente para dejar la palabra a otro, o para reprimir la precipitación, y en no prolongar las conversaciones más de lo que una prudente conveniencia aconseja. Es preciso trabajar mucho tiempo para adquirir esta mortificación, aun en un grado ordinario. ¡Felices los que saben evitar las palabras inútiles, y que hasta oírlas les causa tedio! Tal sucedía a la Beata Margarita d'Ipres, que cuando las pronunciaban en su presencia, era acometida del sueño o entraba en éxtasis.»

 

   Pero hay un silencio interior, que consiste en recoger nuestro espíritu, sin dejarle vagar por inútiles pensamientos, que hemos de procurar también, pues «más vale un pensamiento del hombre, que todo el mundo (dice San Juan de la Cruz), y por eso sólo Dios es digno de él, a Él se le debe, y cualquier pensamiento del hombre que no se tenga en Dios, se le hurtamos.» Este silencio interior supone una continua vigilancia y una serie no interrumpida de sacrificios, ya que para practicarlo es preciso, no sólo renunciar a toda novedad o espectáculo, sino aun a aquellas conversaciones o distracciones que, aunque no sean malas y no nos estén prohibidas, ocupan nuestra atención. Sí: hay que sacrificar toda curiosidad, vivir en el mundo, ignorando cuanto en él pasa, fuera de lo que sea necesario saber para el cumplimiento de nuestras particulares obligaciones; hay que prohibirse; no sólo y a las lecturas dañosas que circulan como veneno mortífero por las venas de nuestra sociedad contemporánea, sino hasta las indiferentes, aunque no contengan nada malo, ceñirse a aquellas, que nuestro director nos prescribe, y no leer ni aun libros piadosos sin especial licencia; hay que trabajar, con la gracia de Dios, para que ningún acontecimiento exterior turbe esta paz deliciosa de nuestro espíritu, siquiera estemos obligados a oír cómo se nos injuria o calumnia; y hay que soportar (lo cual es aún más difícil) toda pena interior, angustia, tentación o desolación, procurando no perder la paz ni buscar con ansia exterior el consuelo, sino esperar solamente el alivio de Dios, permaneciendo en esta silenciosa soledad de espíritu.

 

   Este silencio, esta vida interior, no se alcanza con facilidad; pero precisamente los esfuerzos que hemos de hacer para conseguirlos, constituirán esa interna mortificación de que nos estamos ocupando. Pero no nos desanimemos, si no adelantamos cuanto desearíamos; y para practicar en la presencia del Señor la mortificación interior, sin retroceder nunca, por penosa que nos sea, miremos a nuestro Divino Salvador sufriendo crueles e innumerables heridas en su sacratísima cabeza, ocasionadas por aquellas penetrantes espinas, y pidámosle gracia para sufrir por su amor, en nuestro corazón, las espinas de continuos y penosos actos de interna mortificación.

  




    ¡Oh Jesús mío! Al contemplar cubierto de sangre vuestro di vino rostro por esas crueles espinas, sin que hayáis opuesto la menor resistencia a tan doloroso tormento, me lleno de confusión por· mi flojedad é inmortificación. ¡Cuánto habéis sufrido por mi amor, Jesús de mi alma! ¿Y será posible que yo huya del sacrificio? No. ¡Basta de ingratitud! Tomad, Señor, incondicionalmente, mi pobre corazón; unidle al vuestro sacratísimo, y heridle, según os plazca, con las espinas que le circundan. No oigáis mis indiscretas lamentaciones; estrechadle fuertemente contra ellas para que más se aproxime a vuestro divino Corazón, y concededme que vuestro amor penetre por las heridas de estas espinas en mi espíritu, y que cada una de ellas sea una boca que procure vuestra gloria y la salvación de las almas.

 

 


 

EJEMPLO

 

 

   Las Hermanitas de los Pobres, en París, habían visto caer rotos todos los cristales de la casa durante el bombardeo. Terminado el sitio, hubieron de llamar a un vidriero, como era natural. Mientras que éste colocaba los cristales, una Hermanita trataba de evangelizarle; pero sus palabras, si bien eran escuchadas con atención, por pura cortesía, no hacían mella en el espíritu del obrero. La Hermanita, viendo al fin su indiferencia, le dio un rosario, explicándole la manera de servirse de él, y le dijo: «Aceptadlo, amigo mío; llevadle siempre en el bolsillo; él os hará dichoso, y cuando os encontréis en algún peligro, rezadle como os he dicho, y estad seguro de que la Santísima Virgen os atenderá en vuestras aflicciones.»

   Pocos días después, firmado el armisticio, comenzó a permitirse a algunos la salida de París. Nuestro vidriero se procuró un pase y fué en busca de algunas provisiones para su familia y amigos. Al llegar a Villeneuve Saint-Georges entró en una cantina, con ánimo de echar un trago; pero traspasando los límites que se había propuesto, se puso más alegre de lo que convenía a las circunstancias y dirigió terribles apóstrofes contra los prusianos, y aun contra el mismo Emperador. Los soldados prusianos que estaban presentes, concluyeron por impacientarse, le detuvieron, y le llevaron a la cárcel. Allí, calmándose poco a poco, se hizo cargo de su situación el pobre vidriero. «¿Cuánto tiempo permaneceré aquí? —se preguntaba asombrado. —¿Me llevarán a Alemania? ¿Qué será entonces de mi mujer y de mis hijos? ¡En buena me he metido! —dice—y tengo un hambre espantosa.»

   De pronto se acuerda de que en uno de sus bolsillos ha guardado un pedazo de pan. Buscándole, encuentra en él un objeto pequeño, que saca por curiosidad: era su rosario.     

   «¡Ah! —exclama—Sí, me acuerdo; es el rosario de la Hermanita. ¡Pobre Hermana, cómo perdió el tiempo con sus sermones! Ella me dijo que le guardase, que me daría buena suerte, y que lo rezara cuando me viese en un apuro. A fe mía que éste es el caso. Pero ¿cómo se reza el Rosario? ... Esta es la dificultad. Bien me lo explicó, lo recuerdo; pero yo no hice caso de lo que me decía.»




   Entretanto, mientras el pobre prisionero trata de recordar en vano, las instrucciones de la buena Hermanita, y criando comienza su primera Avemaría, que de mucho tiempo atrás no había salido de sus labios, oye dar vuelta a la llave de su prisión. La puerta se abre, y un oficial bávaro entra. Al ver al prisionero sentado sobre la paja con el rosario en la mano se detiene sorprendido: «Pero, ¿cómo —dice el oficial, —no sois incrédulo?» «No»contesta el prisionero maquinalmente. «¿Y sois católico?»   «En efecto; y como veis, rezo el Rosario.»  —«Entonces, salid, y sed en adelante algo más comedido con nosotros que somos católicos y también rezamos el Rosario.»

   No hubo necesidad de que el oficial repitiese la orden. A la mañana siguiente, nuestro vidriero se apresuró a ir a dar las gracias a la buena Hermanita que le había regalado el rosario y la prometió guardarlo toda su vida é invocar en los momentos difíciles a aquella que había acudido en su auxilio de una manera tan oportuna y manifiesta (De L 'Ilustré pour tous.)

 

 

 

SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO

 

 

 

   La Beata Margarita María de Alacoque, desde la edad de cuatro años, rezaba el Rosario entero diariamente, besando la tierra a cada Avemaría. De creer es que a causa de esta fervorosa devoción le alcanzó la Santísima Virgen una luz especial para descubrir los inestimables tesoros del Corazón de Jesús. (Revista del Rosario.)

 



   De los Reyes de Escocia y de los nobles de aquel reino se refiere que era tal su confianza en el Rosario, que todos llevaban uno de cuentas de oro al cuello, para preservarse de todo mal. (P. Alvarez.)

 

 

 

ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO

 




   Por inspiración divina conoció Santo Domingo que, con el Rosario, a manera de instrumento bélico, serían vencidos y derrotados los enemigos, y humillada su perversa audacia, como asimismo acaeció. (León XIII.)

 


OBSEQUIO

 

 

   El obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a cada uno su devoción.

 

 

 

SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la virginidad a la maternidad divina. Por tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes brazos. (Avemaría).

 

 

ORACIÓN FINAL

 

 

   ¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.

 



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