miércoles, 25 de septiembre de 2024

MES DE LOS DOLORES DE MARÍA SANTÍSIMA - DÍA VIGESIMOQUINTO.

 



Tomado del libro El Servita instruido en el obsequio y amor de su madre María Santísima, o sea, Un mes dedicado y ofrecido a la meditación de los dolores de María, del padre Víctor Perote, y publicado en Madrid por la Imprenta de Eusebio Aguado en 1839.



PREPARACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.

 

   Dios y Señor mío, que por el hombre ingrato os hicisteis también hombre, sin dejar por eso la divinidad, y os sujetasteis a las miserias que consigo lleva tal condición; a vuestros pies se postran la más inferior de todas vuestras criaturas y la más ingrata a vuestras misericordias, trayendo sujetas las potencias del alma con las cadenas fuertes del amor, y los sentidos del cuerpo con las prisiones estrechísimas de la más pronta voluntad, para rendirlos y consagrarlos desde hoy a vuestro santo servicio. Bien conozco, dueño mío, que merezco sin duda alguna ser arrojado de vuestra soberana presencia por mis repetidas culpas y continuos pecados, sepultándome vuestra justicia en lo profundo del abismo en castigo de ellos; más la rectitud de mi intención, y el noble objeto que me coloca ante Vos en este afortunado momento, estoy seguro, mi buen Dios, Dios de mi alma, suavizará el rigor de vuestra indignación, y me hará digno de llamaros sin rubor… Padre de misericordia.

 

   No es esta otra más que el implorar los auxilios de vuestra gracia y los dones de vuestra bondad para que, derramados sobre el corazón del más indigno siervo de vuestra Madre, que atraído por su amor y dulcemente enajenado por su fineza viene a pedir esta merced, reflexione y contemple debidamente sus amargos dolores, y causarla de esta manera algún alivio en cuanto sea susceptible con esta ocupación y la seria meditación de mis culpas. Concededme, Señor, lo que os pido por la intercesión de vuestra Madre, a quien tanto amáis. Y vos, purísima Virgen y afligidísima Reina mía, interponed vuestra mediación para que vuestro siervo consiga lo que pide. Yo, amantísima Madre de mi corazón, lo tengo por seguro de vuestra clemencia; porque sé que todo el que os venera alcanzará lo que suplica, y aunque esté en la tribulación se librará de ella, pues no tenéis corazón para deleitaros en nuestras desgracias, y disfrutáis de tanto poder en el Cielo que tenéis el primado en toda nación y pueblo ¡Feliz mil veces acierto a conseguir vuestras gracias para emplearme en tan laudable ejercicio! Derramad, Señora, sobre mí vuestras soberanas bendiciones; muévase mi alma a sentimiento en la consideración de vuestros santísimos dolores; inflámese mi voluntad para amaros cada vez más. Entonces sí que os podré decir: «Oh Señora, yo soy tu siervo…» (Salmo CXV, 16). Consiga yo, en fin, cuanto os pido, siendo para mayor honra de Dios y gloria vuestra, como lo espero, consiguiendo seguro la salvación de mi alma. Amén.





DÍA VIGESIMOQUINTO —25 de septiembre.

 

 

REFLEXIÓN: DESCONSUELO Y PENA DE MARÍA SANTÍSIMA CUANDO SU HIJO LA ENCOMIENDA A SAN JUAN PARA QUE LA RECONOZCA POR MADRE, Y A ÉSTA PARA QUE LE RECIBA A AQUÉL POR HIJO.

 

 

   Colocado el divino Redentor en aquel sagrado árbol de la Cruz, y habiendo pedido a su Eterno Padre el perdón para sus enemigos, su Santísima Madre se deshacía en lágrimas y se oprimía con inmensos dolores al presenciar la mansedumbre y amor de su querido Hijo, estando al pie de ella. En semejante situación dirigió Jesús sus fatigados ojos hacia Ella y la dijo: «Mujer, he ahí a tu hijo», por el Apóstol San Juan, y a éste le dijo: «He ahí a tu Madre», por María. Reflexiona, alma mía, qué gravísima sensación causarían estas palabras a nuestra Reina. Ya no la llama “Madre” por no causarla mayor sentimiento, sino “mujer” … «¡Oh Virgen Santísima, exclama San Bernardo: cómo no habían de penetrar estas palabras vuestro Corazón, si los nuestros, aunque fueran de piedra, se parten de angustia sólo al recordarlas! Y en efecto, que el cambio que se hacía era tan desigual, que por el Hijo del Eterno Padre se la daba el hijo de un pescador, por un Dios verdadero a un hombre puro, por el Maestro al discípulo, por el Señor a su siervo…»  (Sermón de las 12 Estrellas de la Bienaventurada Virgen María). «¡Oh Santísima Virgen, exclama también aquí el Ven. Padre Luis de Granada: si deseabais oír alguna palabra, esta es la más conveniente que os podía decir: “Mujer, he ahí a tu Hijo”, pues en ella se os provee de compañía para vuestra soledad, y se os da otro hijo por el que perdéis. Consolaos pues con ella: pero ¿cómo os habéis de consolar, si antes bien se renueva vuestro dolor, porque con la comparación del que os dan conocéis más claramente la estimación del que os quitan? Tal sería el desconsuelo de María en estas palabras de su amado Hijo Jesús. Veía en ellas el tierno cariño que la profesaba, como también al mundo todo; veía igualmente que su sentimiento y pesar se prolongaba más, porque cada vez que mirase, conversase y hablase con el discípulo Juan, había de acordarse de la encomienda de su predilecto Hijo, y por lo tanto llorar inconsolablemente su pérdida. “Quiero contemplar, dice San Agustín, Obedientísima Madre, hija y ama de este Señor, qué tal ha sido este dolor. Ves a tu único Hijo crucificado, mudas el Maestro en el discípulo, el Señor en el criado, el que todo lo puede en el que desfallece en todo. Verdaderamente atraviesa tu alma un cuchillo de dolor, y penetra tu Corazón la lanza, y rompen tus entrañas los clavos, y despedaza tu espíritu entristecido la vista de tu Hijo crucificado. Desfallecido a tus fuerzas, enmudecido a tu lengua, agotándose a las fuentes de tus ojos, las heridas son también tuyas, su Cruz es tuya, y su próxima muerte es también muerte tuya. Dime, Madre, ¿dónde dejas a tu Hijo? Hija, ¿dónde dejas a tu Padre? Ama, ¿cómo desamparas al que criaste? ¡Cuán de mejor gana perdieras la vida que tan dulce compañía! …” (Meditaciones, cap. XLI)» (Meditación de las 7 Palabras). En estas palabras da a entender el Santo lo extremada que sería su aflicción, desde aquellas palabras en que la indica que ya como que va a dejar de ser su Hijo. Su dolor sería infinito… la muerte de Jesús se acercaba… y eran ya muy cortos los momentos que iba a gozar de tan dulce Hijo…

 

SENTIMIENTOS Y PROPÓSITOS PARA ESTE DÍA

 

   Ahora, dolorosísima Virgen, os podemos llamar con verdad Madre nuestra. Vuestro mismo Hijo único nos cedió este derecho en sus últimas palabras, y nos puso bajo vuestra protección. Desde tan feliz instante quedamos en la obligación de reconoceros por tal. ¡Ojalá desempeñásemos todas las obligaciones que nos impone tal acepción! De mi parte, Madre mía, estoy resuelto a cumplirlas con toda fidelidad. Enjugad, pues, Señora, vuestras lágrimas. Cierto es que os quedáis destituida de un tan singular y divino Hijo, y que recuerdo tan amargo acibara todos los momentos de vuestra vida; más en lo posible haré por dulcificarlos con mi recto proceder. Por lo mismo me parece que la más fuerte prueba será el amor que delante de los Cielos y a la faz del universo he de profesar a mi Dios. Yo mismo, en cuanto sea adaptable a mi capacidad, exhortaré a las criaturas todas a tan soberano amor… Sí, almas piadosas, excitad en vuestro corazón esta divina llama, Pues con su vivífico calor os hallaréis robustecidas en el camino de vuestra peregrinación; si os broqueláis con este fortísimo escudo, no tenéis que temer cosa alguna; si os dejáis dirigir por este celestial norte, os encontraréis poseídas de una heroicidad cual la de un Abrahán, y a su imitación sacrificaréis las cosas más estimadas (Génesis XXII), aunque sea vuestra misma vida, y lograréis los jeroglíficos y las alabanzas que de David forma el Espíritu Santo, entre las cuales dice «que el Señor le hizo invencible a sus enemigos…» (Eclesiástico XLVII) No hay duda ninguna, porque a los que aman a Dios «todas las cosas les salen bien…» (Romanos VIII, 28) Así lo experimentaréis, padres de familias, porque este amor de Dios os ilustrará para enseñar bien a vuestros hijos, y os aliviará las incomodidades que os ocasiona su educación. Así lo experimentareis vosotros los que estáis unidos por el santo matrimonio, porque con el amor de Dios tendréis paciencia para soportar las molestias y pesadumbres que os cause el genio, la condición o la temeridad de vuestro consorte, si es de áspera condición, y viviréis en una perfecta paz… ¡Qué alegres os encontraréis a sí mismo vosotros, oh infelices a quienes la suerte constituyó en una fortuna común y acaso necesitada, ganando el sustento con el sudor de vuestro rostro, y soportando otros mil trabajos, si tenéis en vuestro corazón la posesión feliz y venturosa del amor de Dios! Todos, en fin, cuantos os miráis oprimidos de las aflicciones de esta vida, efectos indudables de nuestras culpas y pecados, ¡cuán consolados os hallaréis, si desde luego os determináis a amar a vuestro Dios y a conservaros en tan divino amor! Tiernos niños, amad desde vuestra infancia a Dios, para que seáis felices. ¡Juventud hermosa y delicada, dadle vuestro corazón a Dios, para que en él infunda su santo amor y vuestra felicidad! Ricos, pobres, sabios, ignorantes, hombres y mujeres todas, amad a un Dios que tanto os ha amado… No permitáis jamás que la llama de su amor se extinga en vosotros, y desfallezcáis para siempre. Amad a Dios, porque ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni cabe en la comprensión humana lo que el Señor tiene preparado para los que le aman… (I Corintios II, 9). Alma mía, tú no te descuides tampoco en tanta felicidad… Sin temor ofréceselo a tu Madre dolorosa en este instante… prométeselo así con toda resolución… porque así, recibiendo cada vez más aumentos de la gracia, te emplees en el servicio y obligación de tan buena Madre, y seas digno de que te llame su hijo en el Cielo…


CONCLUSIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.


 

   ¿Por qué, oh Dios mío, no he de daros las más humildes gracias, cuando en esta breve consideración os habéis dignado comunicar a mi alma los importantísimos conocimientos de unas verdades que tan olvidadas y menospreciadas tenía por mi abandono y necedad? ¿Por qué no he de concluir este saludable ejercicio rindiéndoos las más profundas alabanzas, cuando en él siento haberse encendido en mi corazón la llama del amor divino, que tan amortiguada estaba por un necio desvarío y por una fatal corrupción de mi entendimiento? Y pues que Vos, que sois la verdad infalible y el verdadero camino que conduce a la patria celestial, habéis tenido a bien de comunicar a mi alma los efectos propios de vuestro amor, con los que puedo distinguir lo cierto e indudable que me sea útil a la salvación, y lo falso y mentiroso que me precipitará a mi perdición, por tanto, Señor, quiero aprovecharme desde este momento de tan divinas instrucciones, para caminar con libertad y seguridad entre tantos estorbos y peligros como me presenta este mundo miserable, y de este modo llegar más pronto a unirme con Vos. Consígalo así, Virgen Santísima, para vivir compadeciéndome de vuestros dolores y aflicciones, y cumpliendo la promesa que os hice de ser siervo vuestro. Esta sea mi ocupación, estos mis desvelos y cuidados en este valle de lágrimas, porque así después disfrute en la celestial Jerusalén de vuestra compañía, en unión de tantos fieles Servitas que recibieron ya el premio de vuestros servicios, reinando a vuestro lado por los siglos de los siglos. Amén.


MES DE LOS DOLORES DE MARÍA SANTÍSIMA - DÍA VIGESIMOCUARTO.

 



Tomado del libro El Servita instruido en el obsequio y amor de su madre María Santísima, o sea, Un mes dedicado y ofrecido a la meditación de los dolores de María, del padre Víctor Perote, y publicado en Madrid por la Imprenta de Eusebio Aguado en 1839.


PREPARACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.

 

   Dios y Señor mío, que por el hombre ingrato os hicisteis también hombre, sin dejar por eso la divinidad, y os sujetasteis a las miserias que consigo lleva tal condición; a vuestros pies se postran la más inferior de todas vuestras criaturas y la más ingrata a vuestras misericordias, trayendo sujetas las potencias del alma con las cadenas fuertes del amor, y los sentidos del cuerpo con las prisiones estrechísimas de la más pronta voluntad, para rendirlos y consagrarlos desde hoy a vuestro santo servicio. Bien conozco, dueño mío, que merezco sin duda alguna ser arrojado de vuestra soberana presencia por mis repetidas culpas y continuos pecados, sepultándome vuestra justicia en lo profundo del abismo en castigo de ellos; más la rectitud de mi intención, y el noble objeto que me coloca ante Vos en este afortunado momento, estoy seguro, mi buen Dios, Dios de mi alma, suavizará el rigor de vuestra indignación, y me hará digno de llamaros sin rubor… Padre de misericordia.

 

   No es esta otra más que el implorar los auxilios de vuestra gracia y los dones de vuestra bondad para que, derramados sobre el corazón del más indigno siervo de vuestra Madre, que atraído por su amor y dulcemente enajenado por su fineza viene a pedir esta merced, reflexione y contemple debidamente sus amargos dolores, y causarla de esta manera algún alivio en cuanto sea susceptible con esta ocupación y la seria meditación de mis culpas. Concededme, Señor, lo que os pido por la intercesión de vuestra Madre, a quien tanto amáis. Y vos, purísima Virgen y afligidísima Reina mía, interponed vuestra mediación para que vuestro siervo consiga lo que pide. Yo, amantísima Madre de mi corazón, lo tengo por seguro de vuestra clemencia; porque sé que todo el que os venera alcanzará lo que suplica, y aunque esté en la tribulación se librará de ella, pues no tenéis corazón para deleitaros en nuestras desgracias, y disfrutáis de tanto poder en el Cielo que tenéis el primado en toda nación y pueblo ¡Feliz mil veces acierto a conseguir vuestras gracias para emplearme en tan laudable ejercicio! Derramad, Señora, sobre mí vuestras soberanas bendiciones; muévase mi alma a sentimiento en la consideración de vuestros santísimos dolores; inflámese mi voluntad para amaros cada vez más. Entonces sí que os podré decir: «Oh Señora, yo soy tu siervo…» (Salmo CXV, 16). Consiga yo, en fin, cuanto os pido, siendo para mayor honra de Dios y gloria vuestra, como lo espero, consiguiendo seguro la salvación de mi alma. Amén.





DÍA VIGESIMOCUARTO —24 de septiembre.

 

 

REFLEXIÓN: AFLICCIÓN Y PENA DE MARÍA SANTÍSIMA EN LAS ÚLTIMAS PALABRAS QUE JESUCRISTO HABLÓ EN LA CRUZ.

 

 

   Cerca de la hora de sexta, según refieren los Evangelistas, comenzaron las luces del día a debilitarse, y por lo tanto a extenderse las tinieblas. Los judíos hasta entonces se habían estado mofando del Señor y haciendo burla de su poder; pero ahora ya no lo harían con tanta libertad, viendo y palpando un efecto tan sensible de la naturaleza. María Santísima permanecía al pie de la Cruz, y las piadosas mujeres con el discípulo Juan. Ya daba el Redentor señales de agonía, y una continua desazón ocupaba su santísimo Cuerpo. ¡Ah, qué aflicciones tan crueles padecería! Si quisiera limpiar los copiosos hilos de Sangre que le caían en la cara, se halla impedido por tener las manos clavadas; si descansaba la cabeza sobre la Cruz, las espinas se le introducían y causaban un nuevo tormento: si trataba de buscar algún alivio descansando el cuerpo sobre sus pies, el peso rasgaba más las llagas que en ellos tenía… ¡Oh desconsuelo sin semejante! Mas en medio de tantos pesares abrió su celestial boca para obtener el perdón de los mismos que se los causaban, y dijo: «Padre mío, perdónalos, que no saben lo que se hacen». ¡Qué tierna sensación causarían en el Corazón de su dolorida Madre estas palabras! «¡Llegad, diría, pobres criaturas, apresuraos a venir a la cama de vuestro Padre querido que está a punto de morir! ¡Corred, para que oigáis su última voluntad, y disfrutéis de su magnífico testamento! Acercaos sin temor, que no pide descienda fuego del cielo y se abra la tierra para castigar vuestros delitos, sino, como el más amante de vuestros amigos, quiere que su Eterno Padre os perdone, y por lo tanto halla su fino amor una disculpa. No tenéis ya porque temblar, pues su Padre amantísimo, al mirarle en tan lastimoso estado, otorga placentero su petición, ¡Qué emoción tan afectuosa excitaría la conducta tan pacífica de su Hijo adorado, pues la mira tan patente en la remisión y promesa que le hizo al buen ladrón de llevarle aquel día al paraíso!… ¡Cuándo podrían esperar, proseguiría llena de lágrimas María, una mansedumbre y porte semejante los ingratos hijos de Adán! …». Considera, alma mía, que la solicitud de Marta (San Lucas X, 41) se ve descifrada en María Santísima al pie de la Cruz; porque, aunque sentía dolores tan gravísimos, no se los causaba menos el cuidado que de nosotros tenía. «¡Oh y quién pudiera expresar,dice San Vicente Ferrer—, la solicitud y turbación que tuvo en la Pasión de su Hijo!… Fue primeramente solícita de la salvación del género humano; pero como esto no se podía lograr sin padecer su amabilísimo los tormentos y la muerte, he aquí la turbación. También fue solícita porque los hombres consiguieran la corona de la gloria; mas como no se podía conseguir esto sin ser aquél coronado de espinas, he aquí la turbación… Últimamente, fue solícita para que ninguno fuese suspendido en la horca del Infierno y estuviese en la compañía de los diablos; pero para esto era preciso que a quien tanto amaba viese crucificado en medio de dos ladrones: he aquí la turbación…» (Sermón de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María). ¡Oh Madre mía, cuántas penas os causa nuestra redención! ¡Cómo es posible que os las sepamos agradecer cual es debido!…

 

 

SENTIMIENTOS Y PROPÓSITOS PARA ESTE DÍA



   Gravísimos deben ser, compasiva Virgen, los tormentos que en el Infierno padezcan las almas de los condenados, cuando sois tan cuidadosa y deseáis con tantas ansias librar de ellos a los mortales. Los motivos principales que les hacen tan crueles entre otros descubro solo tres. Uno de ellos es la del Redentor, que solo se dirigió a librarlos de ellos, y que con tanta osadía menospreciaron; otro es el furor de los demonios, ministros destinados para la justa venganza de Dios; y el último es la enormidad de la culpa, y la misma gravedad del pecado que clama por el castigo. ¡Oh miserables, que visteis padecer al mismo Hijo de Dios y rey absoluto de cielos y tierra por vosotros sin necesidad, y le volvéis las espaldas con torpe ignominia! Sufrió por vuestro bien, tormentos inauditos, y por lo mismo es razón que vosotros los sufráis también eternamente. ¡Ah Madre de mi corazón! ¿Es posible que seamos tan estúpidos que tan poco cuidado pongamos por movernos afligidos con tan terribles tormentos? Si hubierais tenido presente tanta necedad, ¿cuánto más lo sentiríais? Y a la verdad que es digno de llorarse con lágrimas de sangre el que, por unos gustos terrenos y momentáneos, permitamos hacernos dignos de una eterna condenación… ¡Cuántos de los que yacen sepultados en aquellos oscuros calabozos darían por muy feliz su suerte si les permitieran volver a este mundo al estado de viadores, para merecer en su muerte la eterna gloria! No es exageración… Escuchad los clamores del rico avariento, el cual, viendo que no se le concedía el corto alivio de que Lázaro le socorriese con una gota de agua, exclamaba diciendo… «Padre Abrahán, te ruego que a lo menos le envíes a la casa de mi padre para avisar a cinco hermanos que tengo procuren no venir a este lugar de tormentos…» (San Lucas XVI, 17). Oíd sino los clamores rabiosos de aquel padre o madre, que revolcándose en las voraces llamas y mordiéndose las carnes, se lamenta diciendo: «¡Malditos hijos, que por no haberos castigado a su tiempo y criado bien, apartándoos de las malas compañías y de las modas corrompidas, estamos penando en este fuego sin esperanza de alivio!». «¡Malditos padres, contestarán los hijos sumidos también en aquel funesto lugar, que por el mal ejemplo y doctrina que nos disteis con vuestra desarreglada vida, y por el poco cuidado que de nosotros tuvisteis, somos atormentados con estas penas indecibles!». «¡Desgraciados de nosotros, gemirán los demás condenados, que por haber vivido sin temor de Dios y al antojo de nuestras pasiones, ya en usuras, ya en murmuraciones, ya en deshonestidades, ya en bromas y diversiones perjudiciales, y ya en fin en todo género de vicios, nos cogió la muerte en pecado, y por juicios justos del Señor nos condenamos!… ¡Antes no podíamos ver el ayuno, teníamos horror a la penitencia, huíamos de toda mortificación, y ahora sufrimos mucho más que todo aquello, hasta rechinar y crujir los dientes!». ¡Dios mío, qué penas tan gravísimas serán estas, cuando Isaías admirado prorrumpe: «Quién de vosotros podrá habitar en aquellos sempiternos ardores…»! (Isaías XXXIII, 14). Siendo Vos, Madre mía de los Dolores, tan solícita por librar a vuestros siervos de las horribles penas del infierno, que por ello padecéis resignada los tormentos y penas de la muerte de vuestro santísimo Hijo, ¿Qué insensato sería yo en no corresponder a vuestros amorosos designios, costándome tan poco? Solo con aborrecer y no dar entrada en mí a la culpa, evito arder en los abismos para siempre… Pues desde ahora, Señora mia, os lo prometo por daros muestras de gratitud, por aliviar en algún modo vuestras penas, y por llegar algún día a gozar con vos de la eterna felicidad de la gloria…




CONCLUSIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.


 

   ¿Por qué, oh Dios mío, no he de daros las más humildes gracias, cuando en esta breve consideración os habéis dignado comunicar a mi alma los importantísimos conocimientos de unas verdades que tan olvidadas y menospreciadas tenía por mi abandono y necedad? ¿Por qué no he de concluir este saludable ejercicio rindiéndoos las más profundas alabanzas, cuando en él siento haberse encendido en mi corazón la llama del amor divino, que tan amortiguada estaba por un necio desvarío y por una fatal corrupción de mi entendimiento? Y pues que Vos, que sois la verdad infalible y el verdadero camino que conduce a la patria celestial, habéis tenido a bien de comunicar a mi alma los efectos propios de vuestro amor, con los que puedo distinguir lo cierto e indudable que me sea útil a la salvación, y lo falso y mentiroso que me precipitará a mi perdición, por tanto, Señor, quiero aprovecharme desde este momento de tan divinas instrucciones, para caminar con libertad y seguridad entre tantos estorbos y peligros como me presenta este mundo miserable, y de este modo llegar más pronto a unirme con Vos. Consígalo así, Virgen Santísima, para vivir compadeciéndome de vuestros dolores y aflicciones, y cumpliendo la promesa que os hice de ser siervo vuestro. Esta sea mi ocupación, estos mis desvelos y cuidados en este valle de lágrimas, porque así después disfrute en la celestial Jerusalén de vuestra compañía, en unión de tantos fieles Servitas que recibieron ya el premio de vuestros servicios, reinando a vuestro lado por los siglos de los siglos. Amén.


MES DE LOS DOLORES DE MARÍA SANTÍSIMA - DÍA VIGESIMOTERCERO.

 



Tomado del libro El Servita instruido en el obsequio y amor de su madre María Santísima, o sea, Un mes dedicado y ofrecido a la meditación de los dolores de María, del padre Víctor Perote, y publicado en Madrid por la Imprenta de Eusebio Aguado en 1839.



REPARACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.

 

   Dios y Señor mío, que por el hombre ingrato os hicisteis también hombre, sin dejar por eso la divinidad, y os sujetasteis a las miserias que consigo lleva tal condición; a vuestros pies se postran la más inferior de todas vuestras criaturas y la más ingrata a vuestras misericordias, trayendo sujetas las potencias del alma con las cadenas fuertes del amor, y los sentidos del cuerpo con las prisiones estrechísimas de la más pronta voluntad, para rendirlos y consagrarlos desde hoy a vuestro santo servicio. Bien conozco, dueño mío, que merezco sin duda alguna ser arrojado de vuestra soberana presencia por mis repetidas culpas y continuos pecados, sepultándome vuestra justicia en lo profundo del abismo en castigo de ellos; más la rectitud de mi intención, y el noble objeto que me coloca ante Vos en este afortunado momento, estoy seguro, mi buen Dios, Dios de mi alma, suavizará el rigor de vuestra indignación, y me hará digno de llamaros sin rubor… Padre de misericordia.

 

   No es esta otra más que el implorar los auxilios de vuestra gracia y los dones de vuestra bondad para que, derramados sobre el corazón del más indigno siervo de vuestra Madre, que atraído por su amor y dulcemente enajenado por su fineza viene a pedir esta merced, reflexione y contemple debidamente sus amargos dolores, y causarla de esta manera algún alivio en cuanto sea susceptible con esta ocupación y la seria meditación de mis culpas. Concededme, Señor, lo que os pido por la intercesión de vuestra Madre, a quien tanto amáis. Y vos, purísima Virgen y afligidísima Reina mía, interponed vuestra mediación para que vuestro siervo consiga lo que pide. Yo, amantísima Madre de mi corazón, lo tengo por seguro de vuestra clemencia; porque sé que todo el que os venera alcanzará lo que suplica, y aunque esté en la tribulación se librará de ella, pues no tenéis corazón para deleitaros en nuestras desgracias, y disfrutáis de tanto poder en el Cielo que tenéis el primado en toda nación y pueblo ¡Feliz mil veces acierto a conseguir vuestras gracias para emplearme en tan laudable ejercicio! Derramad, Señora, sobre mí vuestras soberanas bendiciones; muévase mi alma a sentimiento en la consideración de vuestros santísimos dolores; inflámese mi voluntad para amaros cada vez más. Entonces sí que os podré decir: «Oh Señora, yo soy tu siervo…» (Salmo CXV, 16). Consiga yo, en fin, cuanto os pido, siendo para mayor honra de Dios y gloria vuestra, como lo espero, consiguiendo seguro la salvación de mi alma. Amén.





DÍA VIGESIMOTERCERO —23 de septiembre.

 

 

REFLEXIÓN: PENA Y SENTIMIENTO DE MARÍA SANTÍSIMA AL VER LEVANTAR EN ALTO A SU SANTÍSIMO HIJO CRUCIFICADO.

 

 

   No puedo menos ya, padres y madres de familias, y todos los que sepáis qué cosa es amor, de convidaros a que examinéis y calculéis cuál sería el dolor y el sentimiento de María al ver levantar en el aire a su querido e inocentísimo Hijo Jesús. ¿Habéis oído alguna vez que de entre vosotros ninguno haya tenido valor semejante para acompañar hasta el suplicio a lo que es una porción de vuestra sangre? No extraño me digáis que no, porque si los que ni son sus padres ni parientes, ni aun siquiera conocidos, hacen extremos tales, que unos lloran inconsolablemente y otros son poseídos de repentinas congojas solo al presenciar la ejecución, ¿qué efectos causarían en vosotros si os encontraseis allí?… Pero hoy, alma mía, encuentras como una excepción y ejemplo singular a la Madre de Jesús, a pesar de haber padecido tantas aflicciones y penas como llevas consideradas, y que según San Alberto fueron las mismas que padecía y sufría su amantísimo Hijo… (Sermón 33 de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María). En esta escena tan asombrosa, en este tan doloroso espectáculo, resignada la bendita Virgen con la voluntad del Eterno Padre, aunque la compasión la excitaba a librarle si pudiese, estaba animosa y con entereza. Ocupada en estas superiores consideraciones, mira levantarse en el aire o a lo alto la cruz, y en ella pendiente la víctima de propiciación. ¡Dios mío, qué impresión la causaría! ¡Qué vuelco daría su Corazón! ¡Qué oprimida estaría su alma! Y aunque tanto esfuerzo la suministraba el recuerdo de la salud de los hombres, ¿cómo había de estar reprimido su maternal amor? ¡Oh! ¡No es posible! Le mira atentamente, porque en ninguna ocasión le puede ver mejor, y reparando en su lastimosa figura y posición cruel, con la más sensible ternura exclama… «¡Hijo de mis entrañas, cuán cara os cuesta la redención del linaje humano!… ¡El fruto del aquel árbol le causó la muerte eterna; pero el fruto de este en que te veo colocado les origina la inmortal resurrección!… ¡Ya no tengo la satisfacción de poderme estrechar entre tus divinos brazos por estar clavados en la Cruz; pero sí tengo la de verte morir en esa postura tan agradable, en la que das señales de esperar con brazos abiertos a cuantos a ti se quieran acercar!… ¡Oh criaturas, venid todas y veréis el amor tan excesivo y superior con que Dios os amó!… ¡Reparad el beneficio tan incomprensible que os hizo, y en retribución y agradecimiento no le ofendáis nunca!… Pero ¡ah!, lo que más me hiere y traspasa el corazón, ¡oh celestial Noé!, es el ver la desnudez vergonzosa en que os han dejado, sin advertir que ¡Vos sois quien vestís de pieles y hojas a los animales y árboles!… ¡Yo misma me hubiera despojado de mi ropa y la hubiera dado para cubriros de muy buen grado! …». Reflexiona, alma mía, los sentimientos de desconsuelo y pena en que fluctuaba el espíritu de esta tierna Madre, y mucho más cuando vio que de golpe habían dejado caer la Cruz en el hoyo, renovando todas las heridas y llagas con la violencia… ¡Oh Reina mía, aunque os encuentro revestida de una fortaleza admirable por conocer el fin de los padecimientos de vuestro Hijo, pero con todo, como son tan amargas las escenas que van a continuar, no será difícil desfallezcáis por el sentimiento!… ¡Admiro vuestro amor, y me asombro al meditar vuestros inmensos dolores!

 


SENTIMIENTOS Y PROPÓSITOS PARA ESTE DÍA

 

 

   Grande es en efecto el ánimo que habéis adquirido, Señora mía, por ver ya el sacrificio que ha de reconciliar a los hombres con Dios, en la forma con que se ha de presentar al Eterno Padre para exigirle esta gracia. Si no supieses, alma mia, que este es el motivo por que ahora miramos tan fortalecida a María, podías objetar y decir: ¿pues cómo María se manifiesta tan entera cuando los tormentos de Jesús se han duplicado, y su muerte está tan próxima? ¿Por qué la consideración de la salud del linaje humano no ha sido siempre la que la aliviase como ahora las aflicciones, y la preservase de sus continuas congojas? Mas no tienen lugar semejantes discursos, siendo así que ahora, para decirlo más propiamente, si así se puede explicar, dio por más bien empleados los suspiros pasados por mirarle en aquel signo tan tierno de amor y reconciliación… ¡Corazón magnánimo y generoso el de nuestra Corredentora María! Pero lo que más debes advertir, alma mia, y llamar tu atención, es el ver que entre las exclamaciones con que la buena Madre desahoga su sentimiento, la que más parece la penetra es causada al mirar la desnudez vergonzosa del santísimo y castísimo cuerpo de su Hijo… ¡Oh misterio inefable; en la desnudez de Jesús halla María el mayor pesar, porque sabe lo que el Señor estima la honestidad y la pureza! ¡Qué suspiro tan profundo podía yo arrancar, Virgen castísima, desde el más recóndito seno de mi corazón! ¡Ah Reina mía! ¡Si presenciaseis y con vuestros ojos miraseis los escándalos que sobre este particular se cometen funestamente en nuestros desgraciados días! ¡Si vieseis cómo se halla tan perdida en todos los cristianos la preciosa margarita del pundonor, de la vergüenza, de la castidad… tan enlodada y denegrida con el cieno inmundo de la lascivia! Yo creo, Señora, que el haber demostrado Vos tanto sentimiento por la desnudez de vuestro Hijo, fue porque preveíais los efectos lastimosos de este vicio, y el dilatado dominio que había de tomar sobre los hijos de Adán. La hermosa y cándida flor de la castidad, que forma las complacencias del mismo Dios y vuestras delicias, está tan hollada y marchita en nuestros días aciagos, que su fragancia, convertida en fétido hedor, provoca de contínuo las iras de Dios contra los miserables mortales… ¿Es así, juventud corrompida? ¡Qué bien que la procuráis conservar, viviendo según los apetitos torpes de la sensualidad; y lo más doloroso y sensible es, que después que os halláis en un abismo de congojas y penas por sus resultados formidables, en cuanto salís de ellas volvéis a los antiguos tratos y prohibidos amores, acordándoos sólo de Santa Bárbara cuando truena! ¿Es así, casados licenciosos y mal informados de la santidad del sacramento que habéis recibido? ¿Qué estimación hacéis de la hermosa prenda de la honestidad y pudicicia, pues, aunque seáis casados, también a vosotros comprende la virtud de la castidad, viviendo en comunicaciones escandalosas, de las que tanto perjuicio se sigue a vuestra familia e intereses, y tan gravísimos daños para vuestras almas? ¿Es así, hombres y mujeres sin pudor ni vergüenza? ¿Qué caso hacéis de esta virtud, cuando formáis vuestro placer en menospreciarla, abrasándoos como los sodomitas en las voraces llamas de la lujuria, y sosteniendo casas públicas de comercio infame, donde el casado tropieza, el joven se corrompe, y se fomentan a su sombra las clases de vicios más degradantes e injuriosos?… ¿Y se sostienen, ¡Dios de bondad!, y se permiten, digo mal, y se patrocinan en una nación tan católica establecimientos tan viles, lupanares tan nocivos, casas de tamaña iniquidad y crimen? ¿Y se extrañará todavía que haya tantos matrimonios desavenidos y enredados, tantos mancebos perdidos y tantos ladrones cometiendo sus crueldades por todas partes? No, no se busque la causa, cuando está ella misma indicando que de allí sale y nace todo cuanto la funesta experiencia nos descubre… ¡Hasta dónde no se ha extendido ya el dominio de la lujuria! ¿Quién hay, no digo de mediana religión, sino de mediana crianza, que pueda salir por las calles y plazas sin confundirse y avergonzarse? Aquí verá una señorita rígida observadora de la novedad y de la moda, que no sabrá acaso cómo se toma la aguja y cómo se responde al catecismo de la doctrina cristiana, adornada con la mayor profanidad y desenvoltura. Allí repara en una mujer de las que el mundo dice de romper y rasga, y la religión llama lazo del demonio, que, con sus movimientos descompasados, su aire sin moderación y sus vestidos cortos y muy bien acomodados va seduciendo al crimen a cuantos necios la correspondan. En esta parte encuentra unos jóvenes mentecatos y sin pizca de reflexión, que, gloriándose de ser licenciosos, provocan a las doncellas y mujeres honestas que por allí pasan. En la otra divisa un corro de chiquillos que apenas se les ve en el suelo, y aterran los oídos piadosos con deshonestidades y blasfemias. Por último, si entra en muchas casas y observa sus adornadas salas, no verá ya aquellas imágenes dulces de nuestro Redentor, de María Santísima o de sus Santos, sino las de Venus u otros paisajes que hieren aun a los ojos más desmoralizados… ¡Buen Dios! ¿Y tú callas, tú sufres, tú tienes paciencia? ¡Oh… no, no, me engaño!… Tú nos castigas por estos pecados con las guerras que nos destruyen, con las pestes y enfermedades que nos acaban, y con los trabajos que cada uno experimenta en su casa… Alma mía, ya no más si te has extraviado alguna vez. Dios te perdonará si tú mudas de conducta. Lo propongo de veras, Madre mía; guárdame tú, ayúdame tú para vencer ya de una vez a mi enemigo, para que, hallándome ya con la vestidura nupcial de la gracia, entre después a las bodas del Cordero inmaculado…

 


CONCLUSIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.


 

   ¿Por qué, oh Dios mío, no he de daros las más humildes gracias, cuando en esta breve consideración os habéis dignado comunicar a mi alma los importantísimos conocimientos de unas verdades que tan olvidadas y menospreciadas tenía por mi abandono y necedad? ¿Por qué no he de concluir este saludable ejercicio rindiéndoos las más profundas alabanzas, cuando en él siento haberse encendido en mi corazón la llama del amor divino, que tan amortiguada estaba por un necio desvarío y por una fatal corrupción de mi entendimiento? Y pues que Vos, que sois la verdad infalible y el verdadero camino que conduce a la patria celestial, habéis tenido a bien de comunicar a mi alma los efectos propios de vuestro amor, con los que puedo distinguir lo cierto e indudable que me sea útil a la salvación, y lo falso y mentiroso que me precipitará a mi perdición, por tanto, Señor, quiero aprovecharme desde este momento de tan divinas instrucciones, para caminar con libertad y seguridad entre tantos estorbos y peligros como me presenta este mundo miserable, y de este modo llegar más pronto a unirme con Vos. Consígalo así, Virgen Santísima, para vivir compadeciéndome de vuestros dolores y aflicciones, y cumpliendo la promesa que os hice de ser siervo vuestro. Esta sea mi ocupación, estos mis desvelos y cuidados en este valle de lágrimas, porque así después disfrute en la celestial Jerusalén de vuestra compañía, en unión de tantos fieles Servitas que recibieron ya el premio de vuestros servicios, reinando a vuestro lado por los siglos de los siglos. Amén.


domingo, 22 de septiembre de 2024

MES DE LOS DOLORES DE MARÍA SANTÍSIMA - DÍA VIGESIMOSEGUNDO.

 



Tomado del libro El Servita instruido en el obsequio y amor de su madre María Santísima, o sea, Un mes dedicado y ofrecido a la meditación de los dolores de María, del padre Víctor Perote, y publicado en Madrid por la Imprenta de Eusebio Aguado en 1839.

 


PREPARACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.

 

   Dios y Señor mío, que por el hombre ingrato os hicisteis también hombre, sin dejar por eso la divinidad, y os sujetasteis a las miserias que consigo lleva tal condición; a vuestros pies se postran la más inferior de todas vuestras criaturas y la más ingrata a vuestras misericordias, trayendo sujetas las potencias del alma con las cadenas fuertes del amor, y los sentidos del cuerpo con las prisiones estrechísimas de la más pronta voluntad, para rendirlos y consagrarlos desde hoy a vuestro santo servicio. Bien conozco, dueño mío, que merezco sin duda alguna ser arrojado de vuestra soberana presencia por mis repetidas culpas y continuos pecados, sepultándome vuestra justicia en lo profundo del abismo en castigo de ellos; más la rectitud de mi intención, y el noble objeto que me coloca ante Vos en este afortunado momento, estoy seguro, mi buen Dios, Dios de mi alma, suavizará el rigor de vuestra indignación, y me hará digno de llamaros sin rubor… Padre de misericordia.

 

   No es esta otra más que el implorar los auxilios de vuestra gracia y los dones de vuestra bondad para que, derramados sobre el corazón del más indigno siervo de vuestra Madre, que atraído por su amor y dulcemente enajenado por su fineza viene a pedir esta merced, reflexione y contemple debidamente sus amargos dolores, y causarla de esta manera algún alivio en cuanto sea susceptible con esta ocupación y la seria meditación de mis culpas. Concededme, Señor, lo que os pido por la intercesión de vuestra Madre, a quien tanto amáis. Y vos, purísima Virgen y afligidísima Reina mía, interponed vuestra mediación para que vuestro siervo consiga lo que pide. Yo, amantísima Madre de mi corazón, lo tengo por seguro de vuestra clemencia; porque sé que todo el que os venera alcanzará lo que suplica, y aunque esté en la tribulación se librará de ella, pues no tenéis corazón para deleitaros en nuestras desgracias, y disfrutáis de tanto poder en el Cielo que tenéis el primado en toda nación y pueblo ¡Feliz mil veces acierto a conseguir vuestras gracias para emplearme en tan laudable ejercicio! Derramad, Señora, sobre mí vuestras soberanas bendiciones; muévase mi alma a sentimiento en la consideración de vuestros santísimos dolores; inflámese mi voluntad para amaros cada vez más. Entonces sí que os podré decir: «Oh Señora, yo soy tu siervo…» (Salmo CXV, 16). Consiga yo, en fin, cuanto os pido, siendo para mayor honra de Dios y gloria vuestra, como lo espero, consiguiendo seguro la salvación de mi alma. Amén.





DÍA VIGESIMOSEGUNDO —22 de septiembre.

 

REFLEXIÓN: DOLOR Y AMARGURA DE MARÍA SANTÍSIMA AL OÍR LOS GOLPES DE LOS MARTILLOS QUE CRUCIFICABAN AL SALVADOR.

 

 

   No debes, alma mía, reflexionar otra cosa antes de pasar a la consideración del dolor que causaría a nuestro Salvador la herida de los clavos que, rasgando sus purísimas manos y pies, los sujetaron a aquel duro leño, y la aflicción que sorprendería a su desconsolada Madre al volver del desmayo que la poseía, y oír los recios golpes de los martillos, sino que todos estos tan sensibles efectos provenían de la suma delicadeza de aquella divina carne del Hijo, y de estar bien cerciorada de esto mismo la Madre. «Cuanto uno es más delicado, dice San Antonino, tanto más siente el dolor de alguna lesión de su cuerpo. De donde vemos por la experiencia que el frío o la intemperie más aflige en las manos y en los pies que en cualquiera otra parte del cuerpo: y no es otra la razón, sino porque son partes más sensibles, por la concurrencia de huesos, venas y nervios que allí se juntan. Por lo que habiendo sido principalmente la Pasión del Señor en las manos y en los pies, traspasados por los clavos y sostenido por ellos todo el cuerpo, viéndolo la Santísima Virgen en su mente lo sintió en gran manera» (parte 4, título 15, cap. XLI, 1). Y después de este conocimiento, ya puedes considerar cuál sería la impresión que causaron en el Corazón de la Madre los golpes del martillo… ¡Qué efecto causaría en su dolorido pecho aquel sonido estrepitoso con cuyo motivo se rasgaban tan delicadísimas carnes! Porque si a los padres, hermanos, parientes o amigos les obligan a demostrar tanto sentimiento los clamores o sonidos de las campanas que tocan al entierro de un hijo, cuyo cuerpo insensible e inanimado descansa ya en el sepulcro, ¿cuál sería el dolor, la pena y el desconsuelo de María al oír el eco de los hierros que con su violencia rasgaban las carnes de su Hijo, no ya difunto, sino vivo y en sus sentidos completos? ¡Oh Señora mía! ¿Qué aflicción se puede comparar a la vuestra? ¡Qué bien podéis exclamar como Daniel: «Por todas partes estoy rodeada de angustias!» (Daniel XIII, 22). ¡Qué bien podéis decir con el Santo rey: «Rodeada estoy por todas partes de congojas! …» (I Paralipómenos XXI, 13). A la verdad, Señora, que vuestros ojos estarían ya casi ciegos de verter tantas lágrimas, y vuestro Corazón convertido en un Océano de penalidades. Sin duda que es vuestro santísimo Hijo para Vos un verdadero hacecillo de mirra… «esto es, congregación de innumerables amarguras, unida con el indisoluble vínculo de la recordación» (San Alberto Magno, De las alabanzas de la Bienaventurada Virgen María, libro IV, cap. XVII, n. 6). «Este hacecillo, diríais Vos, morará entre mis pechos, o mejor en mi Corazón, que está entre ellos, porque no puedo menos de padecer y morir con el que he engendrado y alimentado con mi leche, y con el que por mí tanto padece y a mí me exhorta a lo mismo por su profeta Jeremías, cuando dice: “Acuérdate de mí pobreza, de las injurias que contra mí cometieron, y las penas que me causaron” (Lamentaciones III, 19)». Así era, alma mía, que su mismo amor y respeto la ponían en tales extremos de perder la vida…

 

 

SENTIMIENTOS Y PROPÓSITOS PARA ESTE DÍA

 

 

   ¡Qué extraño era, dolorosísima Virgen, que quedaseis penetrada del sentimiento y poseída del pesar al percibir aquel sonido tan desapetecible y cruel que formaban los golpes del martillo! ¡Cómo se representarían a vuestra alma los acervos dolores que entonces padecería vuestro Hijo Jesús! Sabíais muy bien que aquel mismo Cuerpo era obra del Espíritu divino, y por lo mismo le juzgabais por el más delicado y excelente… Cada golpe de aquellos tan repetidos y funestos se convertía en un agudo puñal que traspasaba de parte a parte vuestro Corazón, y por lo tanto los percibíais todos distintamente, hasta tanto que vuestros sentidos se enajenaron a la violencia de la aflicción, y al triste recuerdo de su delicadeza y sensibilidad. A vuestro ejemplo, Madre mía, debíamos nosotros dar oídos a los golpes y llamamientos que nuestra conciencia nos da, cuando el fiero monstruo del pecado clava, despedaza y rasga nuestra alma, que es lo más apreciable que tenemos, cuando por desgracia le hemos cometido. Después de la culpa de Adán, no ha habido ni habrá, excepto vuestro Hijo Santísimo y Vos, criatura alguna exenta de esta herencia, cuya carga molesta y funestos efectos experimentamos en tantas ocasiones como renovamos la iniquidad y cometemos el crimen: pero también es constante que ninguna criatura deja de sentir los estímulos y golpes que su conciencia continuamente le está dando… Aunque el comerciante, el artífice y letrado se regocije y alegre al ver la excesiva ganancia y el aumento de su caudal, que ha adquirido por enredos, fraudes y sofismas, siempre advierte un no sé qué allá dentro de su corazón que no le permite sea su gozo completo… Aunque el marido infiel, la mujer inconstante, la caprichosa doncella, el joven despreocupado que han cometido la deshonestidad, que han dado satisfacción a su antojo y deseo, procuren entretenerse, distraerse o divertirse, ya en el paseo o la tertulia; aunque cante o baile, siempre, siempre le viene a la imaginación su delito, y como David no lo pueden apartar de sí: «Peccátum meum contra me est semper: “Mi pecado siempre es contra mí”» (Salmo L, 4). No hay que cansarse ni darle vueltas; porque, aunque hayamos hecho cualquiera cosa que sea ofensa de Dios, y pongamos todos los medios posibles para olvidarnos de ella, y aun concedamos todavía más: supongamos que lo podemos conseguir por algunos años, pero al cabo vuelve otra vez el gusanillo a roer, vuelve a sonar el golpe, y vuelve otra vez a representársenos el pecado: «Peccátum meum contra me est semper: Mi pecado siempre es contra mí.». No hay duda que son inevitables estos estímulos de nuestra conciencia fiel, cuyo amargo torcedor solo la confesión y penitencia pueden borrar… Pero ¿hasta dónde ha de llegar nuestra insensatez y necedad?… Estos remordimientos, alma mía, estos golpes de nuestra conciencia son gracias especiales del Señor que, como amoroso Padre, nos quiere recordar nuestro delito para no verse obligado a castigarnos eternamente. ¿Y nosotros no hemos de recibir estas advertencias cariñosas, antes, por el contrario, hemos de buscar medios para distraerlas y olvidarlas? ¿Cómo podremos quejarnos el día que nos encontremos en el Infierno si Dios nos dirá: «Te llamé, te avisé con tiempo, y no me quisiste responder?». ¿Adónde apelaremos entonces? ¡Cuánto nos pesará el haber sido sordos, cuando pudimos tan fácilmente haber confesado nuestro pecado que tanto nos remordía y angustiaba! Mas no quiero, alma mía, que pases más adelante, porque desde ahora es preciso sobreponerte a toda tentación de menosprecio, a los avisos de la conciencia; ahora es ocasión para no desperdiciar los llamamientos del Señor. ¡Ah! No me quiero condenar, Madre mía, mi Vos tampoco lo queréis; por eso os prometo ser desde hoy el más pronto en tranquilizar mi conciencia a la más leve insinuación que me dé de estar culpado. Con esto viviré tranquilo, y sin temor de aquella terrible reconvención: y así sirviéndoos con la paz de mi corazón, completaré después mis deseos de amaros en la feliz eternidad…




CONCLUSIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.


 

   ¿Por qué, oh Dios mío, no he de daros las más humildes gracias, cuando en esta breve consideración os habéis dignado comunicar a mi alma los importantísimos conocimientos de unas verdades que tan olvidadas y menospreciadas tenía por mi abandono y necedad? ¿Por qué no he de concluir este saludable ejercicio rindiéndoos las más profundas alabanzas, cuando en él siento haberse encendido en mi corazón la llama del amor divino, que tan amortiguada estaba por un necio desvarío y por una fatal corrupción de mi entendimiento? Y pues que Vos, que sois la verdad infalible y el verdadero camino que conduce a la patria celestial, habéis tenido a bien de comunicar a mi alma los efectos propios de vuestro amor, con los que puedo distinguir lo cierto e indudable que me sea útil a la salvación, y lo falso y mentiroso que me precipitará a mi perdición, por tanto, Señor, quiero aprovecharme desde este momento de tan divinas instrucciones, para caminar con libertad y seguridad entre tantos estorbos y peligros como me presenta este mundo miserable, y de este modo llegar más pronto a unirme con Vos. Consígalo así, Virgen Santísima, para vivir compadeciéndome de vuestros dolores y aflicciones, y cumpliendo la promesa que os hice de ser siervo vuestro. Esta sea mi ocupación, estos mis desvelos y cuidados en este valle de lágrimas, porque así después disfrute en la celestial Jerusalén de vuestra compañía, en unión de tantos fieles Servitas que recibieron ya el premio de vuestros servicios, reinando a vuestro lado por los siglos de los siglos. Amén.


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