miércoles, 25 de septiembre de 2024

MES DE LOS DOLORES DE MARÍA SANTÍSIMA - DÍA VIGESIMOTERCERO.

 



Tomado del libro El Servita instruido en el obsequio y amor de su madre María Santísima, o sea, Un mes dedicado y ofrecido a la meditación de los dolores de María, del padre Víctor Perote, y publicado en Madrid por la Imprenta de Eusebio Aguado en 1839.



REPARACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.

 

   Dios y Señor mío, que por el hombre ingrato os hicisteis también hombre, sin dejar por eso la divinidad, y os sujetasteis a las miserias que consigo lleva tal condición; a vuestros pies se postran la más inferior de todas vuestras criaturas y la más ingrata a vuestras misericordias, trayendo sujetas las potencias del alma con las cadenas fuertes del amor, y los sentidos del cuerpo con las prisiones estrechísimas de la más pronta voluntad, para rendirlos y consagrarlos desde hoy a vuestro santo servicio. Bien conozco, dueño mío, que merezco sin duda alguna ser arrojado de vuestra soberana presencia por mis repetidas culpas y continuos pecados, sepultándome vuestra justicia en lo profundo del abismo en castigo de ellos; más la rectitud de mi intención, y el noble objeto que me coloca ante Vos en este afortunado momento, estoy seguro, mi buen Dios, Dios de mi alma, suavizará el rigor de vuestra indignación, y me hará digno de llamaros sin rubor… Padre de misericordia.

 

   No es esta otra más que el implorar los auxilios de vuestra gracia y los dones de vuestra bondad para que, derramados sobre el corazón del más indigno siervo de vuestra Madre, que atraído por su amor y dulcemente enajenado por su fineza viene a pedir esta merced, reflexione y contemple debidamente sus amargos dolores, y causarla de esta manera algún alivio en cuanto sea susceptible con esta ocupación y la seria meditación de mis culpas. Concededme, Señor, lo que os pido por la intercesión de vuestra Madre, a quien tanto amáis. Y vos, purísima Virgen y afligidísima Reina mía, interponed vuestra mediación para que vuestro siervo consiga lo que pide. Yo, amantísima Madre de mi corazón, lo tengo por seguro de vuestra clemencia; porque sé que todo el que os venera alcanzará lo que suplica, y aunque esté en la tribulación se librará de ella, pues no tenéis corazón para deleitaros en nuestras desgracias, y disfrutáis de tanto poder en el Cielo que tenéis el primado en toda nación y pueblo ¡Feliz mil veces acierto a conseguir vuestras gracias para emplearme en tan laudable ejercicio! Derramad, Señora, sobre mí vuestras soberanas bendiciones; muévase mi alma a sentimiento en la consideración de vuestros santísimos dolores; inflámese mi voluntad para amaros cada vez más. Entonces sí que os podré decir: «Oh Señora, yo soy tu siervo…» (Salmo CXV, 16). Consiga yo, en fin, cuanto os pido, siendo para mayor honra de Dios y gloria vuestra, como lo espero, consiguiendo seguro la salvación de mi alma. Amén.





DÍA VIGESIMOTERCERO —23 de septiembre.

 

 

REFLEXIÓN: PENA Y SENTIMIENTO DE MARÍA SANTÍSIMA AL VER LEVANTAR EN ALTO A SU SANTÍSIMO HIJO CRUCIFICADO.

 

 

   No puedo menos ya, padres y madres de familias, y todos los que sepáis qué cosa es amor, de convidaros a que examinéis y calculéis cuál sería el dolor y el sentimiento de María al ver levantar en el aire a su querido e inocentísimo Hijo Jesús. ¿Habéis oído alguna vez que de entre vosotros ninguno haya tenido valor semejante para acompañar hasta el suplicio a lo que es una porción de vuestra sangre? No extraño me digáis que no, porque si los que ni son sus padres ni parientes, ni aun siquiera conocidos, hacen extremos tales, que unos lloran inconsolablemente y otros son poseídos de repentinas congojas solo al presenciar la ejecución, ¿qué efectos causarían en vosotros si os encontraseis allí?… Pero hoy, alma mía, encuentras como una excepción y ejemplo singular a la Madre de Jesús, a pesar de haber padecido tantas aflicciones y penas como llevas consideradas, y que según San Alberto fueron las mismas que padecía y sufría su amantísimo Hijo… (Sermón 33 de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María). En esta escena tan asombrosa, en este tan doloroso espectáculo, resignada la bendita Virgen con la voluntad del Eterno Padre, aunque la compasión la excitaba a librarle si pudiese, estaba animosa y con entereza. Ocupada en estas superiores consideraciones, mira levantarse en el aire o a lo alto la cruz, y en ella pendiente la víctima de propiciación. ¡Dios mío, qué impresión la causaría! ¡Qué vuelco daría su Corazón! ¡Qué oprimida estaría su alma! Y aunque tanto esfuerzo la suministraba el recuerdo de la salud de los hombres, ¿cómo había de estar reprimido su maternal amor? ¡Oh! ¡No es posible! Le mira atentamente, porque en ninguna ocasión le puede ver mejor, y reparando en su lastimosa figura y posición cruel, con la más sensible ternura exclama… «¡Hijo de mis entrañas, cuán cara os cuesta la redención del linaje humano!… ¡El fruto del aquel árbol le causó la muerte eterna; pero el fruto de este en que te veo colocado les origina la inmortal resurrección!… ¡Ya no tengo la satisfacción de poderme estrechar entre tus divinos brazos por estar clavados en la Cruz; pero sí tengo la de verte morir en esa postura tan agradable, en la que das señales de esperar con brazos abiertos a cuantos a ti se quieran acercar!… ¡Oh criaturas, venid todas y veréis el amor tan excesivo y superior con que Dios os amó!… ¡Reparad el beneficio tan incomprensible que os hizo, y en retribución y agradecimiento no le ofendáis nunca!… Pero ¡ah!, lo que más me hiere y traspasa el corazón, ¡oh celestial Noé!, es el ver la desnudez vergonzosa en que os han dejado, sin advertir que ¡Vos sois quien vestís de pieles y hojas a los animales y árboles!… ¡Yo misma me hubiera despojado de mi ropa y la hubiera dado para cubriros de muy buen grado! …». Reflexiona, alma mía, los sentimientos de desconsuelo y pena en que fluctuaba el espíritu de esta tierna Madre, y mucho más cuando vio que de golpe habían dejado caer la Cruz en el hoyo, renovando todas las heridas y llagas con la violencia… ¡Oh Reina mía, aunque os encuentro revestida de una fortaleza admirable por conocer el fin de los padecimientos de vuestro Hijo, pero con todo, como son tan amargas las escenas que van a continuar, no será difícil desfallezcáis por el sentimiento!… ¡Admiro vuestro amor, y me asombro al meditar vuestros inmensos dolores!

 


SENTIMIENTOS Y PROPÓSITOS PARA ESTE DÍA

 

 

   Grande es en efecto el ánimo que habéis adquirido, Señora mía, por ver ya el sacrificio que ha de reconciliar a los hombres con Dios, en la forma con que se ha de presentar al Eterno Padre para exigirle esta gracia. Si no supieses, alma mia, que este es el motivo por que ahora miramos tan fortalecida a María, podías objetar y decir: ¿pues cómo María se manifiesta tan entera cuando los tormentos de Jesús se han duplicado, y su muerte está tan próxima? ¿Por qué la consideración de la salud del linaje humano no ha sido siempre la que la aliviase como ahora las aflicciones, y la preservase de sus continuas congojas? Mas no tienen lugar semejantes discursos, siendo así que ahora, para decirlo más propiamente, si así se puede explicar, dio por más bien empleados los suspiros pasados por mirarle en aquel signo tan tierno de amor y reconciliación… ¡Corazón magnánimo y generoso el de nuestra Corredentora María! Pero lo que más debes advertir, alma mia, y llamar tu atención, es el ver que entre las exclamaciones con que la buena Madre desahoga su sentimiento, la que más parece la penetra es causada al mirar la desnudez vergonzosa del santísimo y castísimo cuerpo de su Hijo… ¡Oh misterio inefable; en la desnudez de Jesús halla María el mayor pesar, porque sabe lo que el Señor estima la honestidad y la pureza! ¡Qué suspiro tan profundo podía yo arrancar, Virgen castísima, desde el más recóndito seno de mi corazón! ¡Ah Reina mía! ¡Si presenciaseis y con vuestros ojos miraseis los escándalos que sobre este particular se cometen funestamente en nuestros desgraciados días! ¡Si vieseis cómo se halla tan perdida en todos los cristianos la preciosa margarita del pundonor, de la vergüenza, de la castidad… tan enlodada y denegrida con el cieno inmundo de la lascivia! Yo creo, Señora, que el haber demostrado Vos tanto sentimiento por la desnudez de vuestro Hijo, fue porque preveíais los efectos lastimosos de este vicio, y el dilatado dominio que había de tomar sobre los hijos de Adán. La hermosa y cándida flor de la castidad, que forma las complacencias del mismo Dios y vuestras delicias, está tan hollada y marchita en nuestros días aciagos, que su fragancia, convertida en fétido hedor, provoca de contínuo las iras de Dios contra los miserables mortales… ¿Es así, juventud corrompida? ¡Qué bien que la procuráis conservar, viviendo según los apetitos torpes de la sensualidad; y lo más doloroso y sensible es, que después que os halláis en un abismo de congojas y penas por sus resultados formidables, en cuanto salís de ellas volvéis a los antiguos tratos y prohibidos amores, acordándoos sólo de Santa Bárbara cuando truena! ¿Es así, casados licenciosos y mal informados de la santidad del sacramento que habéis recibido? ¿Qué estimación hacéis de la hermosa prenda de la honestidad y pudicicia, pues, aunque seáis casados, también a vosotros comprende la virtud de la castidad, viviendo en comunicaciones escandalosas, de las que tanto perjuicio se sigue a vuestra familia e intereses, y tan gravísimos daños para vuestras almas? ¿Es así, hombres y mujeres sin pudor ni vergüenza? ¿Qué caso hacéis de esta virtud, cuando formáis vuestro placer en menospreciarla, abrasándoos como los sodomitas en las voraces llamas de la lujuria, y sosteniendo casas públicas de comercio infame, donde el casado tropieza, el joven se corrompe, y se fomentan a su sombra las clases de vicios más degradantes e injuriosos?… ¿Y se sostienen, ¡Dios de bondad!, y se permiten, digo mal, y se patrocinan en una nación tan católica establecimientos tan viles, lupanares tan nocivos, casas de tamaña iniquidad y crimen? ¿Y se extrañará todavía que haya tantos matrimonios desavenidos y enredados, tantos mancebos perdidos y tantos ladrones cometiendo sus crueldades por todas partes? No, no se busque la causa, cuando está ella misma indicando que de allí sale y nace todo cuanto la funesta experiencia nos descubre… ¡Hasta dónde no se ha extendido ya el dominio de la lujuria! ¿Quién hay, no digo de mediana religión, sino de mediana crianza, que pueda salir por las calles y plazas sin confundirse y avergonzarse? Aquí verá una señorita rígida observadora de la novedad y de la moda, que no sabrá acaso cómo se toma la aguja y cómo se responde al catecismo de la doctrina cristiana, adornada con la mayor profanidad y desenvoltura. Allí repara en una mujer de las que el mundo dice de romper y rasga, y la religión llama lazo del demonio, que, con sus movimientos descompasados, su aire sin moderación y sus vestidos cortos y muy bien acomodados va seduciendo al crimen a cuantos necios la correspondan. En esta parte encuentra unos jóvenes mentecatos y sin pizca de reflexión, que, gloriándose de ser licenciosos, provocan a las doncellas y mujeres honestas que por allí pasan. En la otra divisa un corro de chiquillos que apenas se les ve en el suelo, y aterran los oídos piadosos con deshonestidades y blasfemias. Por último, si entra en muchas casas y observa sus adornadas salas, no verá ya aquellas imágenes dulces de nuestro Redentor, de María Santísima o de sus Santos, sino las de Venus u otros paisajes que hieren aun a los ojos más desmoralizados… ¡Buen Dios! ¿Y tú callas, tú sufres, tú tienes paciencia? ¡Oh… no, no, me engaño!… Tú nos castigas por estos pecados con las guerras que nos destruyen, con las pestes y enfermedades que nos acaban, y con los trabajos que cada uno experimenta en su casa… Alma mía, ya no más si te has extraviado alguna vez. Dios te perdonará si tú mudas de conducta. Lo propongo de veras, Madre mía; guárdame tú, ayúdame tú para vencer ya de una vez a mi enemigo, para que, hallándome ya con la vestidura nupcial de la gracia, entre después a las bodas del Cordero inmaculado…

 


CONCLUSIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.


 

   ¿Por qué, oh Dios mío, no he de daros las más humildes gracias, cuando en esta breve consideración os habéis dignado comunicar a mi alma los importantísimos conocimientos de unas verdades que tan olvidadas y menospreciadas tenía por mi abandono y necedad? ¿Por qué no he de concluir este saludable ejercicio rindiéndoos las más profundas alabanzas, cuando en él siento haberse encendido en mi corazón la llama del amor divino, que tan amortiguada estaba por un necio desvarío y por una fatal corrupción de mi entendimiento? Y pues que Vos, que sois la verdad infalible y el verdadero camino que conduce a la patria celestial, habéis tenido a bien de comunicar a mi alma los efectos propios de vuestro amor, con los que puedo distinguir lo cierto e indudable que me sea útil a la salvación, y lo falso y mentiroso que me precipitará a mi perdición, por tanto, Señor, quiero aprovecharme desde este momento de tan divinas instrucciones, para caminar con libertad y seguridad entre tantos estorbos y peligros como me presenta este mundo miserable, y de este modo llegar más pronto a unirme con Vos. Consígalo así, Virgen Santísima, para vivir compadeciéndome de vuestros dolores y aflicciones, y cumpliendo la promesa que os hice de ser siervo vuestro. Esta sea mi ocupación, estos mis desvelos y cuidados en este valle de lágrimas, porque así después disfrute en la celestial Jerusalén de vuestra compañía, en unión de tantos fieles Servitas que recibieron ya el premio de vuestros servicios, reinando a vuestro lado por los siglos de los siglos. Amén.


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