Tomado
del libro El Servita instruido en el obsequio y amor de su madre María Santísima,
o sea, Un mes dedicado y ofrecido a la meditación de los dolores de María, del
padre Víctor Perote, y publicado en Madrid por la Imprenta de Eusebio Aguado en
1839.
PREPARACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.
Dios y Señor mío, que por el hombre ingrato os hicisteis también hombre, sin dejar por eso la divinidad, y os sujetasteis a las miserias que consigo lleva tal condición; a vuestros pies se postran la más inferior de todas vuestras criaturas y la más ingrata a vuestras misericordias, trayendo sujetas las potencias del alma con las cadenas fuertes del amor, y los sentidos del cuerpo con las prisiones estrechísimas de la más pronta voluntad, para rendirlos y consagrarlos desde hoy a vuestro santo servicio. Bien conozco, dueño mío, que merezco sin duda alguna ser arrojado de vuestra soberana presencia por mis repetidas culpas y continuos pecados, sepultándome vuestra justicia en lo profundo del abismo en castigo de ellos; más la rectitud de mi intención, y el noble objeto que me coloca ante Vos en este afortunado momento, estoy seguro, mi buen Dios, Dios de mi alma, suavizará el rigor de vuestra indignación, y me hará digno de llamaros sin rubor… Padre de misericordia.
No es esta otra más que el implorar los auxilios de vuestra gracia y los dones de vuestra bondad para que, derramados sobre el corazón del más indigno siervo de vuestra Madre, que atraído por su amor y dulcemente enajenado por su fineza viene a pedir esta merced, reflexione y contemple debidamente sus amargos dolores, y causarla de esta manera algún alivio en cuanto sea susceptible con esta ocupación y la seria meditación de mis culpas. Concededme, Señor, lo que os pido por la intercesión de vuestra Madre, a quien tanto amáis. Y vos, purísima Virgen y afligidísima Reina mía, interponed vuestra mediación para que vuestro siervo consiga lo que pide. Yo, amantísima Madre de mi corazón, lo tengo por seguro de vuestra clemencia; porque sé que todo el que os venera alcanzará lo que suplica, y aunque esté en la tribulación se librará de ella, pues no tenéis corazón para deleitaros en nuestras desgracias, y disfrutáis de tanto poder en el Cielo que tenéis el primado en toda nación y pueblo ¡Feliz mil veces acierto a conseguir vuestras gracias para emplearme en tan laudable ejercicio! Derramad, Señora, sobre mí vuestras soberanas bendiciones; muévase mi alma a sentimiento en la consideración de vuestros santísimos dolores; inflámese mi voluntad para amaros cada vez más. Entonces sí que os podré decir: «Oh Señora, yo soy tu siervo…» (Salmo CXV, 16). Consiga yo, en fin, cuanto os pido, siendo para mayor honra de Dios y gloria vuestra, como lo espero, consiguiendo seguro la salvación de mi alma. Amén.
DÍA VIGESIMOCTAVO —28 de septiembre.
REFLEXIÓN: SENTIMIENTO Y DESCONSUELO DE MARÍA
SANTÍSIMA AL MIRAR MUERTO A SU AMANTÍSIMO HIJO JESÚS.
Ejecutada esta justicia, según ellos, pero
según nuestras luces, fe y creencia la más desapiadada y alevosa injusticia, «se sentó María
Santísima en una piedra que allí había, rogando a su dulce compañía que lo
hicieran también: por dar gusto a esta Señora lo hicieron y permanecieron a sus
lados, mirando sin intermisión la una a su santísimo Hijo, y los otros a su
maestro y amigo, así como estaba desnudo, tan desfigurado y en medio de los dos
ladrones» (San Buenaventura, Meditaciones sobre la
vida de Cristo, cap. LXXX).
Como se había despejado ya el concurso y había quedado tan descubierto el
campo, se dejaban ver y advertían mucho más las circunstancias de aquella
terrible tragedia… Jesús, el humildísimo Jesús se presentaba
tan desfigurado y lastimoso, que causaba una ternura y compasión muy singular.
Su rostro denegrido y bañado en Sangre, su cabeza taladrada por las espinas e
inclinada, sus manos y pies con lo restante del cuerpo amoratado y
acardenalado… El Corazón de María parece como que se quería salir por los ojos
deshaciéndose en lágrimas…
«¡Hijo mío, le decía con el cariño más afectuoso, esperanza de
mi vida y único consuelo de mis aflicciones!… ¿A
dónde he de recurrir para aliviar mi pesar?… ¡Vos
muerto y yo con vida… Vos atormentado exhalasteis vuestro espíritu, y yo en
medio de mis angustias he quedado con aliento para prolongar mi martirio!… ¿Por qué no te compadeciste
de mí… y no que me dejas y te ausentas, quedando solo este espectáculo tan
melancólico para alivio de mis penas? ¿Qué he de hacer todo el restante de mis días
sin Vos?… ¡Ay!… ¿Cómo es posible que yo
coma, beba ni descanse echando de menos tu compañía amable? ¡Oh culpa…
oh pecado, que me has quitado a mi Hijo!… ¿No me hablas ya, Hijo mío… no me miras
ni respondes, consolándome con tus dulces acentos?… ¡Mas
qué intento… desgraciada de mí… no me acordaba que te estoy mirando difunto!» … A estas exclamaciones añadía María
Santísima muchos suspiros de angustia, a los que seguían los de aquella santa
comitiva… «¡Maestro mío, decía San Juan! ¿quién
me enseñará tan divinas lecciones como Vos me dabais?… ¿Qué amigo encontraré
tan cariñoso como Vos? ¡Oh, sí me fuera dado recostarme otra
vez sobre tu pecho!… ¡Oh, sí durasen aún aquellos momentos! ¡Os he perdido, Jesús
mío, y como guía que erais, me veré compelido a andar errante, sin encontrar
otro tan fiel conductor!…
Pero al fin me honrasteis en vuestra última encomienda con el
distintivo de hijo de vuestra Madre, y con ella se suavizará mi pesar…». «Y yo, dueño mío, proseguía la Magdalena, ¿qué
haré, careciendo de mi alma y vida, que érais Vos?… ¡Ay,
amor mío, que yo no he encontrado amante más fino que Vos!… ¡Miserable amor el
que recibí de las criaturas… ¡falso amor el que me prometían mis torpezas!… pero
el tuyo ¡ah! divino… ¡qué puro y satisfactorio!… ¿Quién, oh desgraciada de
mí, me levantará de mis caídas? ¿Quién me dará eficaz medicina para mis llagas?
¿Quién limpiará mis manchas?
Vos, enamorado mío, fuisteis quien puso remedio a mi mal… Vos
quien me defendió de los fariseos… Y ahora…
¡ay de mí! Ahora, ¿quién
ejecutará tan interesantes oficios?» … Acompaña, alma mía, con tu sentimiento a
esta piadosa gente… conoce los motivos tan poderosos que los afligen, y
compadécete de María Santísima, que muy grande es su pesar…
SENTIMIENTOS Y
PROPÓSITOS PARA ESTE DÍA.
¿Con que es verdad, Madre mía, que la culpa ha sido la
causa de vuestras penas?… ¿Con que la culpa ha ocasionado tantas desgracias?…
No hay duda de que ella, quitando la vida tan cruelmente a vuestro querido
Hijo, os llenó de amarguras y aflicciones tan excesivas… ¿Y sabiendo yo esto he de cometerla aún?
¿Conociendo yo que ella angustió vuestra alma, quitó la vida a vuestro
predilecto Jesús, os privó de su compañía dulcísima y produjo desgracias sin
semejantes me arrojo a su ejecución?… ¡Loco
soy sin la menor duda!… ¡Perdido he el juicio y la razón!… Pero,
aunque motivos tan eficaces y poderosos como los que en el día de ayer me hizo
mi Dios y Señor no me moviesen y convenciesen… aunque unos efectos tan
sensibles como ha producido en mí Jesús y su Madre no me compeliesen a odiarla
y aborrecerla de todo corazón… ¿no serán suficientes los estragos que en mí causa y ha
causado?… Duro y obstinado no he
de llorar los males tan lastimosos que originó a mi adorable Redentor, y a su
Madre amabilísima y mi generosa fiadora: pero con todo ¿no me rendiré y resolveré a detestarla por
lo que en mí experimento? Recurriré
sino a examinar el tiempo pasado, presente y futuro, y encontraré claros
motivos para mi desengaño… En el tiempo pasado
¡infeliz de
mí!, antes de nacer al mundo era ya por la culpa
enemigo de mi Dios, y no vería más su divino rostro, ni gozaría en la gloria de
su presencia, si primero no purificase mi inmundicia en las aguas del Bautismo.
Nací y disfruté la luz, pero gimiendo y llorando el penoso destierro a que venía,
y las miserias y desdichas que tenía que padecer por la herencia adquirida por
ella… En el tiempo presente, experimentando
sus funestos efectos; ganando el sustento con el sudor de mi rostro; padeciendo
mil incomodidades y enfermedades; sufriendo malísimos ratos de amargura y
escrúpulos de conciencia por haberla cometido, y aumentado cada vez más la
satisfacción por ella debida; peleando continuamente con las tentaciones y
pasiones, y logrando la victoria con una suma dificultad por mi desventura,
sujeto siempre y humillado a pedir al Señor los auxilios de su gracia… En el
tiempo futuro, ¡oh calamidad e infortunio!, me veré obligado a pagar su estipendio y pasar
el duro trance de la muerte, teniendo después que sufrir el juicio de Dios, y
recibir la pena que por ella haya merecido, purgándola hasta limpiarme, para
entrar en la gloria… ¡Cuántos infortunios, alma mía, resultan
de la miserable culpa!…
¿Y no obstante la he de cometer?… ¿No he de escarmentar de una
vez?… Ya es tiempo, Virgen tristísima, de que yo abra los ojos…
ya es ocasión de reflexionar los perjuicios que causó a vuestro inocente Jesús
y a Vos, Señora mía... solo por esto me resuelvo a detestarla… por esto solo la
detestaré eficazmente… Ayudadme Vos a cumplir mis propósitos, porque no deseo
más que complaceros en todas las cosas y compadecer vuestras penas, porque así
estoy seguro de participar vuestras glorias en la eterna Sion…
CONCLUSIÓN PARA TODOS LOS DÍAS.
¿Por qué, oh Dios mío, no he de daros las más humildes gracias, cuando en esta breve consideración os habéis dignado comunicar a mi alma los importantísimos conocimientos de unas verdades que tan olvidadas y menospreciadas tenía por mi abandono y necedad? ¿Por qué no he de concluir este saludable ejercicio rindiéndoos las más profundas alabanzas, cuando en él siento haberse encendido en mi corazón la llama del amor divino, que tan amortiguada estaba por un necio desvarío y por una fatal corrupción de mi entendimiento? Y pues que Vos, que sois la verdad infalible y el verdadero camino que conduce a la patria celestial, habéis tenido a bien de comunicar a mi alma los efectos propios de vuestro amor, con los que puedo distinguir lo cierto e indudable que me sea útil a la salvación, y lo falso y mentiroso que me precipitará a mi perdición, por tanto, Señor, quiero aprovecharme desde este momento de tan divinas instrucciones, para caminar con libertad y seguridad entre tantos estorbos y peligros como me presenta este mundo miserable, y de este modo llegar más pronto a unirme con Vos. Consígalo así, Virgen Santísima, para vivir compadeciéndome de vuestros dolores y aflicciones, y cumpliendo la promesa que os hice de ser siervo vuestro. Esta sea mi ocupación, estos mis desvelos y cuidados en este valle de lágrimas, porque así después disfrute en la celestial Jerusalén de vuestra compañía, en unión de tantos fieles Servitas que recibieron ya el premio de vuestros servicios, reinando a vuestro lado por los siglos de los siglos. Amén.
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