PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA SEXTO — 6 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
8-
¿Qué fue para
el mundo el nacimiento de San José?
Según
el mundo, el nacimiento de San José fue pobre y sin
importancia alguna. Verdad es que era de
regia estirpe, mas su raza había perdido toda su influencia y prestigio,
saliendo de ella el cetro de David. José debió el ser a padres pobres que,
si bien eran desconocidos de los hombres, estaban
llenos de virtudes, temerosos de Dios y guardando sus preceptos: ejemplo admirable para todos aquellos que han sido
víctimas de los caprichos de la fortuna. Un tiempo se elevaron como los
cedros del Líbano, y ahora caídos merecen apenas el aprecio de las gentes: ¡Felices cuando
se encuentra en ellos sumisión a la Providencia, único bien que les regía y
puede consolarles en su infortunio! Felices aún
si, siguiendo los pasos de los padres de José, no sólo tienen la sumisión, sino
que añaden repitiendo como el santo Job: «Señor, todo me
lo habéis dado, todo me lo habéis quitado, bendito sea vuestro santo nombre». Esta resignación es una de las más excelentes virtudes,
porque ella nos santifica y nos conduce a la gloria.
9-
¿Qué fue, a
los ojos de Dios, el nacimiento de San José?
Si
el nacimiento de José, según el mundo, fue oscuro,
muy alto y esclarecido fue delante de Dios. Destinado
a una misión sublime, san José recibió del cielo los mayores privilegios, y
toda la Trinidad Santa le honró con sus más preciosos dones. El Padre Eterno consideró con amor a este hombre que
sobre la tierra debía ser la imagen de su autoridad, y a quien iba pronto a
someter a su Hijo único, este Hijo en quien Él tenía todas sus complacencias. El
Verbo Divino contempló con ternura a este feliz mortal, que reconociendo el
poseer un Dios tierno, le tendría una afección tan ilimitada y previsora,
exponiendo él mismo su vida para librarle del furor de sus enemigos. El Espíritu Santo se complació en ver al casto protector
de su Esposa muy amada, de esta augusta María, tan tímida, tan joven, a la cual
era menester unir por prudencia un alma pura como la suya, y un corazón
constante en medio de los peligros. Nunca nacimiento, excepto el de Jesús y
María, fue más grande, ni más santo a los ojos de Dios, que el del augusto y
divino José.
SAN JOSÉ, COLMADO DE
GRACIAS Y MÉRITOS.
Que San José estuvo lleno de gracias y de méritos, es una verdad
tan incontestable como consoladora para todos nosotros. Nadie puede dudar de eso, pero no
importa; examinemos hoy las razones en que se apoya esta verdad, ya para
convencernos más, ya para aumentar más en nosotros si es posible, la confianza
que debemos tener en este gran Santo.
Para
juzgar de las gracias que Dios comunica a sus servidores, hay que atender a los
dos grandes principios siguientes que son: primero, las relaciones que estos santos tienen con Jesucristo,
y segundo, la
excelencia de su dignidad y de su vocación. Ahora bien; bajo cualquiera
de estos aspectos que consideremos al augusto San José, encontraremos que, a excepción de María, ningún Santo debió ser tan colmado
de gracias y méritos.
Sea
cualquiera su especie, dice
Santo Tomás, cuanto
más se acerca una cosa a su principio, tanto más participa de este principio (Santo Tomás, parte III, cuestión 27). Ahora
bien, ningún
Santo después de María, nos dicen Suarez y otros teólogos, está más cerca de
Cristo, fuente de la gracia, y de la Virgen, canal universal de la gracia. Y, en efecto, los
espíritus celestes no son respecto a María más que simples súbditos, puesto que
esta augusta Virgen es la Madre de Cristo de Cristo, la Reina de los Ángeles,
la Soberana del Cielo y de la tierra. En cuanto a los bienaventurados
que están en el Cielo, no son tampoco más que
simples súbditos e hijos adoptivos. Pero José
está incomparablemente más elevado que estos espíritus celestes y estos
bienaventurados, puesto que contrajo con la Virgen el lazo más íntimo que un
hombre mortal puede contraer con la Madre inmaculada de Cristo: el lazo conyugal. La inteligencia humana no
concibe, para un hombre mortal, para una simple criatura, un lazo más elevado, más íntimo y más superior a este
lazo; no encontramos otro más que el contraído por las tres personas divinas
con la Virgen.
Pero
por lo mismo que San José está más cerca del canal
universal de la gracia, está más inmediato al principio y origen de la gracia,
es decir a Cristo. Y en efecto, San Juan
Bautista es uno de los santos que ha tenido mayor relación con Jesucristo,
puesto que fue santificado desde el vientre de su madre, por la presencia de
este divino Salvador a quien bautizó a orillas del Jordán; pero José ha
sido mucho más íntimo aún; porque Jesús sólo se
humilló una vez delante de San Juan, mientras que estuvo sometido a José toda
su vida. San Juan prepara el camino al
Salvador, pero José coopera en cierto modo al misterio de la Encarnación. En
su persona recibieron los Patriarcas y Profetas a este divino Mesías que les estaba
prometido, por sus ojos le vieron, con sus brazos
le abrazaron. Los Apóstoles tuvieron también
estrechísimas relaciones con Jesucristo, puesto que vivieron con Él durante
muchos años, pero José las tuvo
infinitamente mayores; hecho padre de Cristo, y esposo de la Virgen por la
misma Santísima Trinidad, José ejerce en nombre de esta Trinidad, los cargos y
empleos más íntimos. Durante treinta años
alberga a Cristo y su madre, guarda a Cristo y a su madre; es el jefe de la
santa familia, la dirige y la sustenta con el sudor de su frente. Durante
treinta años es el inseparable de Cristo y de su madre. Permanece treinta años
junto al origen y canal de la gracia, es decir, de Cristo y de la Virgen, y su
alma, la más pura que Dios ha creado después de la de Cristo y la Virgen, bebe
en ellos hasta saciarse. Tiene en sus brazos a Aquel que es el principio y
manantial de la gracia, estrecha contra su corazón a aquel a quien los
serafines adoran desde lejos. En sus accesos de cariño, introduce en lo más
recóndito de su corazón a aquel de cuyo corazón se esparce el divino amor sobre
el paraíso de la Iglesia, sobre los hombres y los ángeles.
Si
José fue de todos los Santos el que estuvo más cerca del canal universal de la
gracia, que es María, y de la fuente de la gracia, que es Jesús, ¿qué lengua
humana podrá expresar, quien podrá hacernos comprender las gracias con que fue
colmado este santo Patriarca?
Si María, como habla San Bernardino de Siena, es la
dispensadora de todas las gracias que Dios concede a los hombres,
figurémonos con cuánta profusión habrá enriquecido a su esposo, que amaba tanto
y de quien era tan amada. Si los dos discípulos que fueron a Emaús se sintieron
abrasados de amor divino en los cortos momentos que acompañaron al Salvador y
le oyeron hablar, ¡qué vivas llamas de caridad no debieron encenderse en el corazón de
José, por haber conversado tantos años con Jesucristo, por haber oído las
palabras de vida eterna que salían de su boca, y haber observado los
maravillosos ejemplos de humildad, paciencia y obediencia que daba, al
manifestarse tan solícito a ayudarle en todas sus necesidades!
Existe la
diferencia, nos
dice un piadoso autor, entre San José y los demás Santos, relativamente a las
gracias con que fueron favorecidos; que estos últimos recibieron frecuentemente
privilegios que atañían más principalmente a la perfección de aquellos que les
estaban confiados, que, a su propia santidad, mientras que todos los dones que
recibió San José, aumentaban en él las virtudes y la santidad, porque cuanto
más santo era, más digno era también de ser esposo de María y padre de Jesús.
Luego
debemos confesarlo, San José por haber estado más
cerca de Jesús y de María y a causa de su misma unión con ellos, debió ser
colmado de gracias; y, además, debiera ser así porque si María fue saludada por
el Ángel llena de gracia, y si de sus castas entrañas debía salir el Autor de
la gracia, era conveniente que San José fuera también colmado de gracias.
Si
consideramos ahora, almas cristianas, a San José bajo el punto de vista de su
ministerio, encontraremos que jamás criatura alguna ha ejercido ministerio tan
sublime, y que por este motivo debió ser colmado de gracias y méritos. En
efecto, como padre de Jesús estaba investido con toda la autoridad del Padre
Eterno, y por consiguiente podía mandar a Aquel que ha hecho todas las cosas de
la nada, al que ha visto todas las naciones sujetas a su imperio, en fin, al
que lleva el terror de su nombre hasta el Infierno. Como
esposo de María tenía sobre esta augusta Virgen toda la autoridad del Espíritu
Santo, y mandar a la Reina del cielo y de la tierra, a la que era hija del
Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo; a la que era predilecta de
la Santísima Trinidad, y, en fin, a la que es la honra del Cielo, esperanza de la
Tierra y terror de los Infiernos. Ahora bien, preguntamos: ¿ahora cuál es
el santo; el Ángel o el Serafín, que haya ejercido nunca un ministerio tan
sublime y tan glorioso? Luego si,
como lo hemos dicho, la excelencia del ministerio de un Santo es la medida de
las gracias que Dios le ha dado, comprended, si podéis, con las que San José
debió verse colmado.
Ya
lo veis, almas cristianas, jamás santo alguno,
después de María, se ha visto colmado de tantas gracias y méritos como José. Oh, sí, glorioso
San José, fuisteis colmado de gracias; sí, fuisteis como vuestra esposa llena
de gracia, y como ella bendito entre todos los Ángeles y bienaventurados.
Bendito sea, pues, vuestro sagrado cuerpo, trono viviente del Verbo Encarnado,
tabernáculo ambulante de la divinidad habitando entre nosotros, y altar animado
de la hostia destinada al rescate del universo. Benditas sean todas las partes
de vuestro cuerpo virginal, consagradas al servicio de Jesús y de María.
Bendito sea vuestro regazo purísimo, que recibió a Jesús en su nacimiento, y
donde tantas veces reposó con placer. Bendita sea vuestra augusta cabeza, llena
de la eterna sabiduría. Benditos sean vuestros ojos, que vieron los primeros al
Deseado de las naciones.
Benditos
sean también los labios que besaron al que no se acercan los espíritus puros,
sino temblando y cubiertos con sus alas. Bendita sea la lengua que habló tan
frecuentemente con Jesús. Benditos sean los oídos acostumbrados a la verdad
eterna y fueron dignos de oír de la boca del Ángel las primeras armonías del
nombre de Jesús. Benito sea vuestro cuello, que el divino Niño estrechaba con
tanta frecuencia con sus pequeñas manos. Benditos sean los brazos que
sostuvieron a Aquél en el cual se contienen todos los tesoros de la sabiduría
de Dios. Benditas sean las manos que tocaron a la santa humanidad del Salvador,
de la que emanaban continuamente virtudes saludables a los cuerpos y saludables
a las almas. Benditas sean las rodillas, que sostuvieron la Palabra increada
que sostiene y conserva todas las ideas, y a quien los Serafines se
considerarían por muy honrados con servirle de escabel en el Cielo. Benditos
sean vuestros pies sagrados, que por amor a Jesús han hecho tantos viajes
penosos y fatigosos. Pero, sobre todo, bendito sea vuestro corazón, oh José,
corazón purísimo, corazón altísimo, en el cual, y por el cual fue exaltado el
Todopoderoso, corazón abrasado con el fuego de amor divino, corazón
identificado con el Corazón de Jesús y María. En fin, bendita sea para siempre vuestra santa
alma, ¡oh José!, la más bella que el Creador ha producido después de la de
su Hijo y de la bienaventurada Virgen, alma verdaderamente feliz, dotada de un
entendimiento clarísimo, de una voluntad muy inclinada al bien, pero sobre todo
feliz por haber sido el cielo de la gracia, palacio de las virtudes y trono de
la virginidad.
COLOQUIO
EL ALMA: Acabo
de considerar, ¡oh glorioso san José!, cuánto
os ha colmado Dios de gracias y méritos y comprendo perfectamente ahora por qué
todos los Santos y Doctores de la Iglesia han hablado tan altamente de vos, por
qué os han venerado tanto, y porque os han colocado en el cielo, en el puesto
inmediato a la augusta María, y muy por encima de todos los Espíritus de la
milicia celestial. Supuesto que por una parte habéis sido colmado de gracias y
méritos, y por otra Dios recompensa a sus Santos según su mérito. ¡Oh! cuán sublime debe ser vuestra gloria en el
cielo, y cuán grande vuestro poder con Dios.
SAN JOSÉ: Es
verdad, hija mía; Dios recompensa a sus Santos según su mérito, y también es
cierto que mi poder en el Cielo es muy grande; pero lejos de mí el pensamiento
de atribuirme la más pequeña gloria. Toda la gloria de mi poder pertenece a
Dios, de quien procede; a Él sólo se debe el homenaje, y en efecto, a Él es a
quien yo se lo rindo contento. He recibido grandes beneficios del Señor; mi
poder es grande en el Cielo, pero Dios ha obrado en mí todas estas cosas; a Él
sólo se debe la gloria; que sea, pues, bendito y glorificado por siempre. Tú
también has recibido grandes gracias de Dios, pues bien, glorifícale y
muéstrale tu reconocimiento.
EL ALMA: ¡Oh! Sin duda mi buen padre, yo he
recibido inmensos beneficios del Señor, ¿pero os he
apreciado siempre bien ni siquiera agradecido? ¡Oh!
he aquí lo que estoy muy lejos de creer. Tened, pues, a bien, ¡oh mi glorioso padre!, vos que tan fielmente
habéis correspondido a todas las gracias y a los designios de Dios para con
vos, tened a bien, os lo suplico, el darme a conocer el conjunto de los
beneficios que he recibido de Dios, a fin de que yo se lo agradezca en lo más
íntimo de mi corazón y que a ejemplo de María y al vuestro, le rinda todo el
homenaje que se le debe.
SAN JOSÉ: La
multitud de beneficios que Dios te ha concedido, es tan grande, hija mía, que
sobrepuja a todo cuando puede idear el pensamiento y expresar el lenguaje
humano, y sería mucho más fácil contar las arenas del mar que enumerarlos. Pero
pueden, sin embargo, reducirse a tres grupos que son: beneficios naturales,
beneficios de la gracia y beneficios de la gloria. Los beneficios naturales
son, hija mía, la creación por la cual Dios te ha dado el ser, en el grado
eminente en que le tienes. Considera, en efecto atentamente y mirar a las
diversas criaturas, animadas e inanimadas, desprovistas de razón. Dios hubiera
podido colocarte entre el número de estas criaturas, porque todas son obras de
sus manos, pero no ha querido; quiso al contrario darte la razón, este don
sublime que separa al hombre del bruto. Sí, hija mía, como hombre eres la más
notable y la más perfecta de las criaturas corporales; si estás dotada de
entendimiento y voluntad; si eres la imagen de Dios, y la obra maestra de sus
manos, a Dios se lo debes, es a la infinita bondad de Dios a quien se lo debes.
Y considera las consecuencias que se desprenden de la razón, que Dios te ha
dado con preferencia a otros seres. En efecto, ¿no
es cierto que el mundo tiene algo muy bello? Si levantas la cabeza, tu
mirada se extiende por la inmensidad de los cielos, y los cielos refieren la
gloria de Dios; si la bajas, encuentras la tierra que se cubre todos los años
con los más bellos adornos, que produce flores y frutos de todas clases y que
encierra en su seno los metales más preciosos y más útiles, Ahora bien, ¿para qué ha creado Dios todas estas cosas? ¿Ha sido para
Él? No, puesto que no lo necesitaba. ¿Para
los Ángeles? Tampoco, puesto que todas estas cosas son materiales, y
ellos son espíritus puros. ¿Dios ha creado estas
cosas para sí mismas? No seguramente, porque todos estos seres están
desprovistos de razón y nacen, viven y mueren sin tener conciencia de su
estado. Ya lo ves, hija mía; si Dios ha creado el cielo y la tierra y todo lo
que encierra, fue para el hombre, fue para ti. Y he aquí por qué el santo rey
David convencido de esta verdad, exclamó en su tiempo: «Sí,
Señor, por un favor especialísimo, habéis coronado al hombre de gloria y de
honor; le habéis establecido sobre todas las obras de vuestras manos; habéis
hecho todas es tas cosas para él, sujetándolas a su imperio».
Paso ahora, hija mía, a
los beneficios de la gracia. Comprenden estos beneficios la Encarnación del
Hijo de Dios, su nacimiento, todos los misterios de su vida y muerte y las
santas Escrituras. Comprenden también los buenos libros, la predicación del
Evangelio, el bautismo, la santa Eucaristía y los demás sacramentos, Comprenden
la gracia santificante, las virtudes, infusas, los dones del Espíritu Santo,
las gracias actuales, los buenos, pensamientos, las santas afecciones, los
consuelos interiores, la vocación para el estado religioso, y otras mil que
sería demasiado prolijo enumerar. Y otros muchos beneficios que son
desconocidos de los hombres, porque el hombre, hija mía, como lo hace observar
el Apóstol San Pablo (I Cor. 15), «ha sido
enriquecido con todo lo necesario para su salvación por mediación de
Jesucristo, y hasta tal punto que no le falta gracia alguna, teniendo además
los dones del Espíritu Santo». Así que el hombre puede exclamar con el
mismo Apóstol (Efesios 1, 3): «Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, por consideración a éste nos ha llenado
de todas las bendiciones celestiales».
Y en cuanto a los
beneficios de la gloria, hija mía, que son mucho mayores, contienen el estado
de beatitud y cuanto pasa en el Cielo; comprenden, por consiguiente, la vista
clara y evidente de Dios en el Cielo, y por esta vista el goce de la esencia
divina, de la infinita belleza, de la infinita bondad, y de todas las infinitas
perfecciones de esta incomprensible naturaleza. Comprenden también el amor
ardiente que el hombre tendrá a Dios en el Cielo, con la seguridad de no perder
más este amor, que constituirá su mayor dicha; los torrentes de alegría y de
delicias de que se verá inundado; la vista de la santa humanidad de Jesucristo,
la de la Reina del cielo y de la multitud innumerable de Ángeles que forman la
corte celestial. Comprenden, en fin, lo que Dios ha preparado a sus elegidos en
el Cielo.
Últimamente, hija mía,
el hombre ha sido colmado de tantos beneficios, que sería imposible
enumerarlos. Que el hombre se vuelva donde quiera, que mire a cualquier parte
que quiera, y que todo lo que quiera: abajo, arriba, a derecha e izquierda; su
cuerpo, su alma, sus riquezas, su ciencia y su virtud; el cielo, la tierra y
todos los bienes que encierran, y se verá obligado a reconocer que todas estas
cosas sólo fueron hechas para él, y que son otros tantos favores y testimonios
del amor de Dios para con él; por manera, que puede decirse con verdad, que el
hombre es un compuesto de los beneficios de Dios y el fin donde todo viene a
concluir: la naturaleza para servirle, la gracia
para salvarle, y por último, la gloria para hacerle eternamente feliz.
RESOLUCIÓN: Dar frecuentemente gracias a Dios por todos
los beneficios que hemos recibido de Él; no enorgullecernos nunca con las
ventajas que podamos tener, sino por el contrario, atribuirlas a Dios sólo.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que visteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habéis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciasteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que, al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le disteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumisión y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos también con piedad filial, a fin de obtener por su intercesión, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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