PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA
VIGÉSIMOQUINTO — 25 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
33-
¿Cuál fue el
dolor de José por la pérdida de Jesús en Jerusalén?
Había una ley en la antigua alianza que obligaba a todos los
judíos a comparecer tres veces al año delante del Señor en su Templo para
celebrar las fiestas de Pascua, la de Pentecostés, y la de los Tabernáculos
llevando al mismo tiempo una ofrenda.
Pero
esta ley no obligaba sino a los hombres: las
mujeres estaban exceptuadas de ella atendiendo a su debilidad. Luego que Jesús llegó a los doce años, sus padres resolvieron
llevarle consigo a Jerusalén con motivo de la fiesta de Pascua. Cuando terminó el séptimo día, José y María se pusieron en
camino para Nazaret, pero Jesús, en lugar de seguirlos, se quedó en Jerusalén. Hasta la tarde del primer día de viaje no le echaron de
menos, le buscaron al instante entre sus parientes y amigos, pero no viéndole,
se volvieron a Jerusalén, donde después de tres días de angustia y pesquisas
infructuosas le hallaron en el Templo sentado en medio de los doctores a quienes
escuchaba y les preguntaba. Pintar cual fue el dolor de José en estas
circunstancias es imposible, porque José tenía a
Jesús un amor de padre, superior a toda expresión. Orígenes llega a
decir que José y María fueron en esta ocasión
tentados hasta con rigor, y que su alma sufrió más que todos los mártires
juntos. Pero lo que afligía el corazón de
José y de María, según Orígenes afirma, es
que en su humildad creían que Jesús los había abandonado como indignos de su
presencia, de sus caricias y de su intimidad. ¡Ah!
Cuantas
veces, exclama un autor piadoso, conjeturar que
el santo varón debió reprocharse a sí mismo el poco cuidado que había tenido
del celeste depósito. ¿En qué
aflicción de espíritu no debió caer? ¿En qué turbación? ¿En qué agitación?
34-
¿Cuál fue la
educación que José dio a Jesús?
Si José hubiese querido, hubiera podido sacar partido de la
simpatía que Jesús se había adquirido entre los judíos, desde luego por sus
cualidades exteriores, y además por las morales; pues que crecía en sabiduría a
medida que adelantaba en edad, haciéndose más y más agradable a los hombres. Se hubiera a la par aprovechado de la admiración que su hijo había excitado
entre los doctores de la ley, y por consecuencia destinarle a un honorífico
empleo en el mundo. Pero no; José era sencillo como Jesús, y le educó con sencillez. Mientras
que era joven, le hacía cumplir las obligaciones más ordinarias, más comunes, y
las más conformes a su edad. No debemos admirarnos de esto; Jesús, en efecto,
ha dicho de sí mismo: que había venido al mundo
para servir, y no para ser servido. Por otra parte, no leemos en parte
alguna que José y María hayan tenido criados; eran
semejantes a los pobres, cuyos hijos son los que sirven. Esta era la
creencia de San Buenaventura y del piadoso Juan Gersón, que nos enseñan al Salvador del mundo prestándose en la casa de
Nazaret a los más bajos oficios, lo que reveló a Santa Brígida la
santísima Virgen. Cuando Jesús fue mayor, José le
aplicó a su profesión, haciéndole carpintero. Y es tan verdadero esto,
que se citaban aún en los primeros tiempos de la Iglesia los yugos que había
hecho; la tradición lo ha conservado esto en los más antiguos autores. ¿Y ahora dónde
están, diremos con Bossuet, dónde están aquellos que se quejan cuando sus empleos no
corresponden a su capacidad, o mejor aún, a su orgullo? Que vengan a la casa de José y de María y vean trabajar a
Jesús en la profesión más humilde y más baja, según el mundo. ¿Dónde están,
diremos con un piadoso autor, dónde están los padres que tanto trabajan para sacar a
sus hijos del humilde estado o condición en que Dios les ha hecho nacer? Que vengan a la casa de Nazaret y que aprendan con el
ejemplo de José cuán reprensible es su conducta; quieren educar a sus
hijos fuera de su condición, y debieran más bien examinar antes si como
cristianos, buscan a Dios en su vanidad.
SAN JOSÉ, MODELO DE
ABNEGACIÓN.
Todos los verdaderos siervos de Dios han sido al mismo tiempo
hombres de grande abnegación, porque se han dedicado exclusivamente a practicar
lo que Dios les ha encomendado; pero también bajo este punto de vista merece
nuestro glorioso Patriarca ocupar el primer puesto, porque su abnegación ha
sido por excelencia, pura y santa en su principio, grande y admirada en sus
efectos.
Decimos
que la virtud de la abnegación de San José ha sido pura
y santa en su principio, porque tuvo por causas los nobles sentimientos
de su alma, su fidelidad a la gracia, el estado permanente de la virtud que
veía resplandecer en María; y principalmente el de los abatimientos del Verbo
hecho carne.
José ha poseído la abnegación porque tenía un corazón noble y
generoso. Dotado
desde su más tierna edad y en atención a su glorioso destino de las cualidades
naturales más felices, se sentía como inclinado a sacrificar a Dios todo
aquello de que podía disponer. No ha conocido, pues, esos fríos cálculos del
egoísmo y del amor propio que paralizan los impulsos del alma, que detienen las
generosas aspiraciones del corazón, que hacen no se quiera sinceramente el bien
cuyo cumplimiento parece, sin embargo, desearse; no ha conocido tampoco esas
reacciones que se operan en uno mismo y que no dejan libertad para obrar, sino
cuando de ello se reporta algún beneficio personal en este mundo. Siempre reinó en su corazón el noble y ardiente deseo de
hacer el bien, cualesquiera que fuesen los sacrificios que hubieran de
emplearse.
José ha poseído la virtud de la abnegación llevado de un sentimiento
de justicia y de gratitud, porque comprendía que habiendo recibido el hombre de
Dios todo cuanto posee, debe también devolverlo todo a Dios, hacer todo lo que
este Señor le pide, y esto únicamente por medios sobrenaturales.
José fue hombre de grande abnegación porque era fiel a la
gracia. Las
almas dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo procuran en efecto con la
mayor generosidad, llevar a cabo el bien que la divina Providencia les
proporciona cumplir en toda ocasión, y es cosa, fuera de toda duda, que de José
poseía en alto grado esta virtud de la docilidad. Ha sido, pues, nuestro santo eminentemente generoso, y tanto como lo
exigían de él en otro sentido el ministerio de sacrificios y de abnegación para
que había sido destinado.
Pero
la virtud de la abnegación resplandeció en José de un
modo especial porque ha sido un fiel imitador de Jesús. ¡Ah! Cuáles serían sus deseos
de sacrificarse por Dios al ver por sus ojos hasta qué grado llevaba el Verbo
divino su sacrificio por el hombre; cuando consideraba al Todopoderoso
reducido a la misma debilidad, al Eterno haciéndose hombre mortal, a la
sabiduría, surcada que se confiaba a su prudencia y paternales cuidados. ¿No era, pues,
de todo punto necesario que considerase como un imperioso deber el sacrificarse
con Jesús y por Jesús, y muy especialmente cuando ilustrado por las profecías,
divisaba en lontananza la grande inmolación del Calvario, el sangriento
sacrificio con que el divino Redentor iba a reconciliar la tierra con el Cielo?
Recordemos
el amor de José para con Jesús, amor que tenía su
principio en el que profesa el Padre celestial a su Verbo eterno y que por lo
tanto era ilimitado como él mismo; añadamos a esto que el que ama cifra todos sus deseos en hacerse en un todo
conformé con la persona amada, y de este modo podremos comprender cuánta ha
debido ser la abnegación de San José.
Pero
si hemos considerado esta virtud de José en sus principios, considerémosla
también en sí misma y en sus efectos.
José se ha sacrificado por la gloria de Dios y la salvación de
los hombres, por la protección de María y la educación del niño Jesús, por los
objetos más elevados, más excelentes, por los más nobles que sea posible
imaginar: mirada,
pues, en sus fines, no puede menos de convenirse en que la abnegación de San José es sublime; lo es, asimismo bajo el
punto de vista de su carácter de universalidad, porque la poseyó toda su vida y
en toda clase de circunstancias.
Desde
los primeros albores de su razón ha dicho José: «Yo soy vuestro siervo, oh Dios mío, y
estoy pronto a cumplir todas vuestras voluntades». En el curso de su vida se ha mantenido en estas
disposiciones, o más bien las ha ido perfeccionando constantemente, porque cada
vez han ido en aumento los motivos que tenía para sacrificarse por la gloria de
Dios. ¿Y
de qué otra cosa nos hablan todos los acontecimientos de su vida? Recordemos solamente a Nazaret, Belén y el
Egipto: ¿no
le vemos siempre sacrificándose por Jesús y María, sin que en ello intervenga
para nada su propia conveniencia? Su
abnegación, sin embargo, ha pasado por pruebas bastante fuertes, porque toda la
vida de este santo Patriarca no ha sido, en efecto sino una serie de
tribulaciones, una cadena de todo género de trabajos y como un camino lleno de
toda clase de dificultades; pero este gran siervo de Dios permanece siempre el
mismo sin que jamás haya penetrado en su corazón el más ligero síntoma de
desaliento. Su abnegación era, pues, sincera, y
manifestaba la eminente generosidad de su alma.
Digamos,
por último, que estando velada para los ojos de los hombres la misión de José,
nada contribuía a alentarle en su cumplimiento bajo el punto de vista natural; que ha continuado en estas disposiciones de sacrificarse
todo por Dios, sostenido únicamente por las luces de la fe, y que de este modo
es sublime bajo todos sus aspectos su profunda abnegación, digna de ser
admirada por los Ángeles y por los hombres, y por lo tanto que ha sido para
José causa de infinitos méritos a los ojos de Dios.
También
nosotros, almas cristianas, debemos procurar
adquirir esta virtud de la abnegación. Nosotros
amamos a Jesús, nuestro Salvador y Redentor; hacemos grandes esfuerzos para
marchar sobre sus huellas y seguir sus divinos ejemplos; pues imitémosle: ya que se sacrificó por nosotros, sacrifiquémonos nosotros
por nuestros hermanos, hagámoslo unos por otros, pero sin olvidar que ha de ser
solamente por agradará Dios, y de ningún modo para atraernos la estimación y
las alabanzas de los hombres.
COLOQUIO
EL ALMA: ¡Oh glorioso San José!, quisiera recibir de vuestra
bondad algunas palabras sobre escrúpulo. Dignaos instruirme sobre este punto.
SAN JOSÉ: El
escrúpulo no es otra cosa que un vano temor de pecar, que reconoce por causa
aprensiones sin fundamento alguno. Estos escrúpulos son útiles a los principios
de la conversión, porque un alma recién salida del pecado debe purificarse
frecuentemente, y este es el efecto de los escrúpulos, los cuales la hacen
humilde hasta el punto de que, desconfiando de sí misma, se entrega del todo en
manos de su director. San Francisco de Sales ha dicho: «El
temor que producen los escrúpulos en aquellas personas que acaban de abandonar
el pecado, es presagio de una conciencia pura». Pero los escrúpulos son,
por el contrario, nocivos a todo el que aspira a la perfección y que lleva ya
largo tiempo de haberse entregado a Dios. «Estas
almas, dice Santa Teresa, son locas, porque
con sus escrúpulos acaban por no adelantar un paso en el camino de la
perfección».
EL ALMA: Pero,
¡oh gran santo! ¿En
qué podrá reconocerse a un alma escrupulosa?
SAN JOSÉ: Las
señales en que podemos reconocerá un alma escrupulosa son varias: Primera: estar siempre inquieta respecto de sus
confesiones, sin que pueda conocer en las mismas un defecto notable. Segunda: el temor de pecar en las menores cosas, como
formar interiormente un juicio temerario, o creer que ha consentido en malos pensamientos,
aunque no le sea posible afirmarlo. Tercera:
ser inconstante en sus dudas, teniendo por lícita una acción que otras veces
cree estar prohibida. Cuarta: no conformarse
con las advertencias de su confesor, etc. Por lo demás, ¡oh hija mía!, al confesor es a quien pertenece decidir si una
persona es o no escrupulosa, porque como estas nunca creen serlo, están en una
oscuridad que les impide ver claro en su conciencia, y deben por lo tanto dar
crédito a su confesor que las juzga con calma y claridad.
EL ALMA: ¡Oh mi querido Padre! Frecuentemente tengo
dudas sobre la validez de mis confesiones, y aunque ya las he hecho generales
bastantes veces, creo que no estaré tranquila hasta que haga otra que abrace
todas.
SAN JOSÉ: La
confesión general es ciertamente útil al que no la ha hecho, porque excita
sentimientos de humildad al presentar a la vista las faltas de toda la vida;
inspira también un vivo dolor de los pecados y hace que se tomen firmes
resoluciones para el porvenir: da a conocer al confesor el estado de nuestra
alma para que así pueda indicar los remedios más convenientes; pero esta
confesión, que tanto bien produce en un gran número de cristianos, puede llegar
a ser un verdadero peligro para el alma atormentada por los escrúpulos, porque
la repetición de sus pasadas faltas podría serle nociva e inducirle quizás a la
desesperación. Cuando llegue, pues, el caso de que hagas una confesión general,
explica a tu director las razones que crees tener para ello, y sométete en un
todo a su parecer, porque es el único medio de obrar con seguridad y de ser
agradable a los ojos de Dios. Aun cuando te vieras próxima a la muerte, siempre
estarías en la obligación de obedecer, si quieres evitar los lazos del demonio.
Considera también, hija mía, con la mayor atención, que Dios quiere ser amado,
y por lo tanto le disgusta mucho un temor servil; no es un tirano, sino un
tierno y compasivo Padre que recibe con infinito amor a las almas que le
buscan. Cierto día dijo a Santa María de Cortona: «Tú
me buscas, Margarita: también yo te busco a ti, y con muchos deseos de
encontrarte». ¿Crees tal vez que este Dios
de infinita bondad se irritará contigo por la más pequeña falta si por otra
parte le amas de todo corazón? Ten, pues, una intención recta, y una
firme resolución de no ofenderle jamás, arrójate amorosamente en sus brazos,
confíale el cuidado de tu salvación, y de este modo te verás libre de todas tus
inquietudes.
EL ALMA: ¡Oh Padre mío! Siguiendo vuestro
ejemplo obedeceré puntualmente a mi director; dignaos, pues, alcanzarme esta
hermosa virtud de la sumisión, y pedid por mí a Jesús y a María.
RESOLUCIÓN: Obedecer puntualmente a su director. Pedir
a Dios por la intercesión de María y San José la virtud de sumisión.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que visteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habéis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciasteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que, al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le disteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumisión y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos también con piedad filial, a fin de obtener por su intercesión, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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