PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA
VIGÉSIMOSEGUNDO — 22 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
26-
¿Por qué José
y María fueron a Belén en el momento en el que el Mesías iba a venir al mundo?
Se acercaba el momento en que el Mesías prometido iba a
aparecer, cuando César Augusto, queriendo conocer el número de sus súbditos,
ordenó que se hiciera un empadronamiento general en todo el imperio. Además, Quirino, prefecto de Siria y
ministro del emperador, prescribiendo que el padrón se hiciera por familias en
los mismos lugares de su origen, obligó a José y
María ir a Belén en el momento en el que el Divino Niño debía aparecer en el
mundo, resultando de aquí dos legítimas
consecuencias a saber: que Belén iba a ser,
según las profecías, el lugar del nacimiento del Mesías y que su descendencia
de David iba a ser constatada legítimamente. José
y María, que eran de la línea de David, oriundos de Belén, fueron a esta aldea
para obedecer las disposición del edicto; pero sea
la afluencia de los viajeros, sea sobre todo, porque el Cielo lo quería así, no
encontraron donde albergarse; los dos santos esposos se vieron obligados a
retirarse a una gruta abandonada, que servía de asilo a los pastores y ganado
en los días de tempestad; allí fue, lejos de
las miradas de los hombres, en el invierno, a media noche, donde nació el
divino Jesús, Hijo de Dios Padre, que por su pasión y muerte debía librar al
hombre de la esclavitud del demonio, y ponerle en aptitud de ganar el Cielo.
26-
¿Por quién
fue circuncidado el niño Dios, nombrado y presentado en el templo?
La ley de Moisés ordenaba que todo niño varón fuera circuncidado
al octavo día de su nacimiento. Fue,
pues, José el ministro en esta sangrienta ceremonia,
como lo afirman San Epifanio, San Efrén, San Bernardo y un gran número de otros
santos. Y además, todo nos inclina a creer que
fue así, observando que no obligaba la ley a llevar los niños al templo, y que
el empadronamiento detenía a José en Belén, no permitiéndole satisfacer este
piadoso deber. Él fue quien, por obedecer a las
órdenes que había recibido del Cielo, impuso un nombre al niño, llamándole
Jesús, nombre de esperanza sobre todo
hombre; nombre que el cielo, la tierra y los infiernos adora; nombre, en fin,
que alegra a los santos, consuela a los hombres y hace temblar a los demonios. Fue
José también quien, en Jerusalén, donde había ido con María para obedecer a los
preceptos del Levítico, rescató al niño Jesús
mediante cinco siclos de plata, ofreciendo dos tórtolas en sacrificio.
RECONOCIMIENTO DE SAN
JOSÉ.
El reconocimiento hacia Dios es el recuerdo afectuoso de sus
beneficios, que nos inclina a darle gracias, a alabarle, a amarle, a servirle
con gran celo y ganar para Él los corazones. Procuremos,
almas cristianas, desarrollar esta virtud en nuestros corazones y, para
excitarnos a ello consideremos el modo y la causa con
que San José la ha practicado; veamos en él el objeto y los actos de
reconocimiento para con Dios.
San José tuvo está virtud, porque su alma era ilustrada y su corazón
recto y sencillo. Comprendía
por una parte la grandeza y excelencia de los dones de Dios, pero
considerándose por otra, sin ningún, mérito por sí mismo, hacía de cada uno de estos dones un motivo para glorificar
la bondad y la generosidad del Autor de todos ellos.
San José fue reconocido, porque su corazón era más que ningún otro
conforme al de María. ¡Ah! cual debió ser el reconocimiento de
esta augusta Virgen, al considerar las gracias insignes y los innumerables
privilegios con que Dios la había favorecido; al comprender que el celeste
mensajero pudo decirla con toda verdad: «Dios te salve, llena de gracia». Sí, esta
virtud la poseyó en tan alto grado, como su pureza y
humildad, y por otra parte tenemos de ello un
admirable testimonio en el Magníficat, en ese cántico sublime en que glorifica
la bondad de Dios que la ha colmado de sus favores.
Como
San José fue un testigo constante de las acciones de
María, no pudo menos de admirar y de imitar su reconocimiento, ha sobresalido
por lo tanto en esta virtud y puede decir a su modo: «Mi alma
glorifica al Señor, porque ha mirado la humildad de su pobre siervo y obrado en
mí grandes cosas, él, que es Todopoderoso».
Todavía
ha encontrado José un motivo mayor de reconocimiento en su deseo de hacerse en
un todo conforme a Jesucristo. Este santo Patriarca
veía en las víctimas de la antigua ley símbolos de la única y verdadera Víctima
que debía salvar al mundo; pero un gran número de estas víctimas eran
eucarísticas y se ofrecían principalmente para dar gracias a Dios por sus
beneficios: comprendía, pues, por ellas que la gran
misión de Jesucristo era no solamente borrar los pecados del mundo, sino reconocer
en su justa proporción los beneficios de Dios, y lo comprendía mucho más al
estudiar el Corazón del Divino Salvador y al considerar el lugar que en él
mismo ocupaba el reconocimiento. ¡A qué perfección no subiría, pues, esta virtud en José,
a fin de asemejarse a este adorable modelo!
Tal
era el reconocimiento de José considerado en sus motivos: reflexionemos ahora cuál sería en su objeto.
José
era reconocido por los bienes que la Providencia le había destinado en el orden
natural, y considerando los cuidados que Dios tenía respecto de él, le bendecía
por la solicitud de que era objeto.
Persuadido,
sin embargo, de que el mundo visible es solamente una imagen del invisible, y
un medio para encaminarnos a él, José apreciaba
infinitamente el menor de los bienes espirituales, aún más que todas las
conveniencias de este mundo. ¡Oh! ¿Quién pudiera conocer los sentimientos de que estaba
penetrada su alma, al considerar las gracias con que Dios la había prevenido,
al considerar que había sido más favorecido que los Patriarcas y Profetas, al
verse elevado a la dignidad de esposo de María, al contemplar al Verbo
encarnado, puesto bajo su autoridad, confiado a su custodia, y obedeciéndole
como el hijo más tierno y más respetuoso? Todos estos beneficios pedían
y producían en su corazón, también dispuesto, un reconocimiento sin límites.
También
ha encontrado San José el más poderoso motivo de
acción de gracias a Dios en las prerrogativas de su augusta esposa. ¿Quién será capaz
de comprender su agradecimiento para con el divino Espíritu que la había
adornado con toda la santidad de que es capaz una pura criatura, haciéndola
además digna de toda veneración por parte de los Ángeles y de los hombres?
Pero
en lo que más ha demostrado San José su reconocimiento, es principalmente por las gracias de que él mismo ha sido objeto, por
las que Dios ha concedido a los demás hombres y por las prerrogativas con que
favoreció a la Santísima Virgen. Consideremos
ahora los actos que este sentimiento le inspira.
Impulsado,
José por esta virtud de su reconocimiento hacia
Dios celebra continuamente su bondad y su grandeza, se excita a amarle cada vez
más y se consagra enteramente a su servicio. A imitación de todos los
justos de la antigua ley, y especialmente, de Moisés y de David, exalta las
magnificencias del Altísimo y convida a todas las criaturas a unirse a él y
tributar a Dios el justo homenaje por los beneficios que nos dispensa
Aventajando
empero José a todos los justos, se dirige a María,
la más perfecta de las criaturas… se dirige al mismo Jesús y les invita a
unirse a él en sus cánticos de acción de gracias. ¡Ah, qué magnífico cuadro ofrecería la
Sagrada Familia cantando el himno del reconocimiento y renovando aquellas
sublimes melodías en que el Rey profeta convida al Cielo, a la tierra y al mar
a bendecir el nombre del Señor! Qué oración
de acción de gracias la de José, cuando tenía en sus brazos al Niño Dios y le
elevaba al Cielo diciendo: «¡Oh Padre Eterno!, yo os ofrezco la verdadera víctima
eucarística, en nombre de todas las criaturas. ¡Gracias os sean dadas por
vuestros innumerables beneficios, Dios mío! ¡Continuad dispensándonoslos en
nombre de Aquel por medio del cual os doy gracias por todos ellos!».
Prestemos,
pues, la mayor atención a los beneficios que recibimos
de Dios, y en los que tal vez hemos meditado bien poco hasta ahora. Abramos los ojos de nuestra alma para ver los cuidados de
que somos objeto en cada momento, por parte de la Providencia. Ya que tan claramente conocemos nuestras necesidades, ¿por qué hemos
de prestar tan poca atención a los beneficios que disfrutamos?
Consideremos
que Jesucristo es el Dios de la Eucaristía, es
decir, el Dios de la acción de gracias; démoslas, pues, por su medio a su Padre celestial por los muchos favores
que nos ha dispensado. Pero, saliendo también fuera de nosotros mismos, démosle gracias igualmente por sus cuidados hacia
nuestras familias, hacia nuestros parientes y hacia la Iglesia. Hagámoslo
de igual modo por las prerrogativas con que ha
glorificado a María, nuestra Madre; por las que ha concedido a San José,
nuestro querido protector y patrono. Tributémosle
continuas acciones de gracias por nosotros mismos; por aquellos que nunca
cumplen con este deber; por cada circunstancia de nuestra vida, y muy
principalmente cada vez que tenemos la dicha de acercarnos a la sagrada mesa
para recibir en nuestro corazón al Dios de la Eucaristía. Demos también,
por último, gracias a San José por la protección
que nos dispensa y aún más por sus cuidados para con Jesús y María. Procuremos
de todas veras excitar en nosotros esta virtud del
reconocimiento, pero no olvidemos tampoco que el verdadero carácter de esta
virtud es la abnegación. Imitemos, pues, la
de San José, y consagrémonos sin reserva al servicio de un Dios que nos ha
colmado de tantos beneficios y que todavía nos reserva otros mayores en aquella
morada en que los escogidos cantan sin cesar, en unión con los Ángeles, el
cántico de acción de gracias.
COLOQUIO
EL ALMA: ¡Oh glorioso San José! Puesto que el pecado es
el mayor de todos los males ¿seríais tan bueno que
me explicaseis qué es el pecado, y me hicieseis comprender todo su horror?
SAN JOSÉ: Debe
parecerte el pecado el mayor de todos los males, porque te hará perder el
Paraíso, merecer el infierno, y, sobre todo, porque ofende a Dios que es tu
buen Padre, tu soberano bien, y el único que merece tu amor. Reflexiona un poco
en la persona a quien has ofendido al pecar: Es a Dios Todopoderoso, al monarca
universal de todo lo que respira, a Aquel en cuya presencia los Ángeles
tiemblan y se prosternan: piensa también en lo que es el hombre y a cuánto se
atreve al cometer semejante atentado: ¡Ay! una
nada, un miserable que no puede nada, un gusano que a cada momento puede caer
en las manos del Dios vengador a quien desconoce y rechaza insensatamente, ¿qué castigos no debe esperar?
EL ALMA: Ahora
conozco cuán horrible es el pecado. ¿Y se conocen
muchas clases de pecados?
SAN JOSÉ:
Los hombres nacen todos hijos de la cólera y enemistados con Dios, como
engendrados por un padre culpable: este es el que se llama pecado original.
Únicamente la Santísima Virgen María ha sido preservada de él por un privilegio
especial. Para los hombres, purificados del pecado original mediante el agua
sagrada del bautismo, quedan muchas consecuencias funestas. La concupiscencia
les arrastra a infringir la ley de Dios, y esta desobediencia a la ley de Dios
es llamada pecado actual; este se divide en pecado mortal y en pecado venial.
El pecado mortal recibe este nombre porque hace perder la gracia que es la vida
del alma, la hace enemiga de Dios y digna de los espantosos tormentos del
Infierno.
EL ALMA: El
pecado mortal es un mal horrible; pero ¿qué es lo
que le constituye, padre mío?
SAN JOSÉ: Para
constituir el pecado mortal son necesarias tres cosas: conocimiento perfecto de
la acción que se comete, consentimiento, y materia grave. Por lo pronto, es
necesario que el pecador que desagrada supremamente a Dios, que le desconoce y
que incurre en su desgracia: en segundo lugar, es preciso el consentimiento
perfecto de la voluntad (Santo Tomás enseña que el
acto depravado es mortal cuando se ha cometido con consentimiento deliberado);
y, en fin, es necesaria la gravedad de la materia. De aquí se sigue que los
pecados no mortales pueden ser veniales de tres modos, a saber: Porque no se
tiene una plena percepción, como sucede al que le comete medio dormido, al que
lo hace extremadamente distraído, o al que sufre una turbación imprevista, de
modo que no obra con entera conciencia de que lo hace, o porque el
consentimiento no ha sido completo y deliberado, o porque la materia es leve.
EL ALMA: Decidme,
Padre mío, ¿el pecado venial causa también la
muerte del alma?
SAN JOSÉ: El
pecado venial no causa la muerte del alma; pero la hiere más o menos
profundamente. No llega a ser un desprecio formal de las órdenes de Dios, pero
siempre es un desprecio, y un mal de los mayores que pueden acontecer a
cualquier criatura. Los pecados veniales son impremeditados o premeditados. Los
primeros son los que se cometen por fragilidad; sin un pleno conocimiento, con
un consentimiento imperfecto. Nadie está exento de tales faltas, y los mayores
santos han incurrido en ellas; únicamente la Virgen Santísima ha sido la
excepción de esta regla. Con tal de que estos pecados causen arrepentimiento y
procuren expiarse pronto, no causarán interrupción en el camino de la virtud.
Los pecados veniales premeditados son los que se cometen con pleno conocimiento
y entera voluntad: estos causan daño verdadero a las almas, las alejan de Dios,
debilitan la caridad y predisponen al pecado mortal. Procura, pues, evitar con
cuidado unos pecados que no pueden hacer otra cosa que causar tu desgracia en
este mundo y en el otro. Da gracias a Dios porque en lugar de precipitarte en
el Infierno en el momento en que acabas de ofenderle te concede tiempo para
arrepentirte. Santa María Magdalena no podía concebir que hubiese un cristiano
capaz de cometer un pecado mortal con propósito deliberado. Y tú, ¿cuántos habrás cometido? Sin embargo, no
desconfíes; recurre a María. San Bernardo la llama la Dispensadora del perdón. «Oh pecador, dice San Bernardino de Siena, quien cualquiera que seas, no desesperes de tu salvación,
sino recurre a esta gran Reina con la seguridad de ser socorrido: la
encontrarás siempre con las manos llenas de gracias y de misericordia»
RESOLUCIÓN: Pedir frecuentemente perdón a Dios de
nuestros pecados. Tomar cada mañana la resolución de evitar el pecado.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que visteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habéis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciasteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que, al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le disteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumisión y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos también con piedad filial, a fin de obtener por su intercesión, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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