miércoles, 30 de agosto de 2017

LAS GLORIAS DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA SEGÚN LAS ESCRITURAS


               “Y una espada atravesará tu corazón” Lc. 2, 35.

   Muchas y grandiosas son las glorias de María Santísima, por las cuales no cesan de propagar y cantar sus loores todos sus siervos. No solo los ángeles y santos, sino que también nosotros los pecadores glorificamos con confianza todos los días a tan excelsa Madre. No podía, por tanto, la Palabra de Dios, la Sagrada Biblia, callarse al respecto de la más sublime de sus criaturas. Presentamos un pequeño resumen de cómo las Sagradas Escrituras exaltan y atestiguan las glorias de Nuestra Señora.




“Entrando el ángel le dice: 'Ave llena de gracia, el Señor está contigo'” (Lc 1,28)

   He aquí proclamado, por el propio ángel Gabriel el privilegio extraordinario de la Inmaculada Concepción de María y su santidad perenne. Cuando la Iglesia llama a María “Inmaculada Concepción” quiere decir que Ella, desde el momento de su concepción fue exenta -por gracia divina- del pecado original. Si María Santísima hubiese sido engendrada con el pecado heredado de Adán o tuviese cualquier pecado personal, el Arcángel Gabriel habría mentido llamándola “llena de gracia”. Pues, donde existe esta “gracia transbordante” no puede coexistir el pecado. Por eso esta buena Madre también es llamada por sus siervos “Santísima Virgen”. Los santos enseñan que no convenía Jesucristo el Santísimo, ser concebido y nacer de una criatura imperfecta. ¿Cómo podía, el Santísimo Dios, Jesucristo, ser depositado en un receptáculo que no fuese digno de Él? Pues El mismo atestigua en el Evangelio, que no se pone vino nuevo y bueno en odres viejos y defectuosos (cf. Lc 5, 37). He ahí porqué el Creador elevó a María, el “Vaso Insigne de Devoción” a tan gran santidad. 


 “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38)


    María, al decir su “sí” incondicional a la invitación de Dios, introduce en el mundo al Verbo Divino, Jesucristo. Y, hecho asombroso: se convierte en la única criatura que genera a su Creador según la naturaleza humana. Dios la amaba tanto que quiso necesitar nacer y depender de Ella en cuanto hombre. María, con su sagrada gravidez, inició el restablecimiento de la concordia entre Dios y los hombres conforme está escrito: “Por eso, Dios los abandonará, hasta el tiempo en que diere a luz aquella que ha de dar a luz” (Miq 5,2). María, con este sí incondicional, cumple también la primera de todas las profecías registrada en la historia de la humanidad. Porque con ésta donación total suya hiere la cabeza del demonio (Gen 3,15) y comienza a desbastar su reino de muerte, que será destruido totalmente por su hijo Jesús.


 “Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1,48)

   Los santos proclaman la profunda intimidad de Ella con la Santísima Trinidad: ¡Hija de Dios Padre, esposa de Dios Espíritu santo, madre de Dios Hijo! El Espíritu santo profetiza por los labios de María, que desde aquel momento en adelante de generación en generación, es decir para siempre, todos los cristianos proclamarían su bienaventuranza. ¡Feliz religión que la enaltece y glorifica! Felices sus hijos que exaltándola y enalteciéndola cumplen fielmente esta profecía.



“¿Y de dónde me viene, que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc. 1, 43)


   Isabel, mujer anciana y santa, esposa de Zacarías, madre de Juan Bautista se deshace en elogios a aquella joven que fue hasta su casa ¡para servir! Que lección de humildad para tantas personas que con su “sabiduría” (que en realidad es pestífera locura) evitan tributar a la Santa Madre de Dios las alabanzas que Ella merece, temiendo que esto disminuya la gloria debida a Jesucristo. Olvidan entonces, que el Espíritu Santo mismo enseña, que la alabanza dirigida a los padres es gran honra para el hijo (cf. Eclo 3, 13). Los verdaderos hijos de María prefieren, en todos los tiempos, lugares y momentos, exaltar a la Virgen, imitando el ejemplo de Santa Isabel, para ser seguidores fieles de la Sagrada Escritura.



“Pues lo mismo fue penetrar la voz de tu salutación en mis oídos, que dar saltos de júbilo la criatura en mi vientre” (Lc. 1, 44)


   Cristo atestiguó al respecto de Juan Bautista: “de los nacidos de mujer ninguno fue mayor que Juan” (cf. Lc. 7, 28). Pues bien; este mismo Juan Bautista, que Jesucristo declara haber sido más importante que todos los patriarcas, profetas y santos del Antiguo Testamento, al oír la dulce voz de María “se estremeció de alegría”. ¡El Espíritu Santo, que en él habitaba, exultó de alegría al oír la voz de la dulce Madre! ¿No es, pues, justo que nosotros, que somos los últimos de todos, exultemos de alegría al oír el dulce nombre de María? ¿No nos es sumamente necesario imitar al Espíritu Santo? ¿No es provechoso para los cristianos imitar el gesto de San Juan Bautista? Benditos los siervos de Dios, que se alegran y no se cansan de cantar las alabanzas de esta Señora, imitando así el gesto del Divino Esposo y de San Juan Bautista, el mayor profeta de la Antigua Alianza.


  
                  “Y una espada atravesará tu corazón” (Lc. 2, 35)


   Una lanza atravesó el Corazón de Cristo en la Cruz. ¡Una espada de dolor traspasó el Corazón de María en el Calvario! Dios revela al profeta Simeón cómo Nuestra Señora estaría íntimamente ligada a Jesucristo en el momento de la Sagrada Pasión. Nadie en toda la tierra, en todas las épocas, estuvo más íntimamente ligado a Jesús en aquel dramático momento que Su Santísima Madre. Por lo tanto es que, junto con el Sacrificio Expiatorio, doloroso y único de Jesucristo en el Calvario, subió también a los cielos, como ofrenda agradabilísima delante de Dios, el sacrificio doloroso de Nuestra Señora.





Como viniese a faltar vino, la madre de Jesús le dice: 'no tienen vino'. Le respondió Jesús: 'Mujer, qué nos va a mí y a ti, aún no es llegada mi hora´. Dijo entonces su madre a los sirvientes: 'Haced lo que él os dirá'” (Jn. 2, 3-5)



   En la fiesta de las bodas de Caná Jesús inició su ministerio. Ministerio por lo demás compuesto de predicación y “obras” (milagros). La Santísima madre percibió la dificultad de aquella familia, que no tenía vino para los convidados. La buena Señora está vigilante, y sus siervos saben que ella vigila sobre ellos, inclusive cuando no se dan cuenta de esa vigilancia. Jesús afirmó claramente, en esa ocasión, a María que aún no era el momento para iniciar su ministerio con un prodigio, pues dice: “mi hora aún no ha llegado”. La Santísima madre conociendo profundamente al hijo, delante del aparente rechazo, lo “obliga” dulcemente a anticipar su misión. Es así que, sin discusión, pero llena de confianza, dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. ¡Grandísima confianza! Así aquella que lo introdujo en el mundo según la carne, lo introduce ahora en su ministerio, por su intercesión. Feliz la familia que tuviere por madre a esta dulce Señora. Su intercesión es infinitamente más eficaz que las oraciones de todos los santos que piden sin cesar por los habitantes de la tierra (cf. Ap. 6, 9-10. 8, 3-4; II Mac. 15, 11-16).



Alguien le dijo: 'Tu madre y tus parientes están allí fuera preguntando por ti'. Pero él respondiendo al que se lo decía, replicó: '¿Quién es mi madre, y quiénes son mis parientes? (...) Estos, dijo, son mi madre y mis parientes. Porque cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre'." (Mt. 12, 47-50)


   Solamente pertenecemos a Cristo en la medida en que pertenecemos a nuestra madre Santísima. “¿Quiénes son mis parientes y mi madre?” Cristo pregunta. Y señala a sus discípulos: “¡He aquí mi familia!” Y, en adelante, solamente los que fueren discípulos del maestro, oyendo y cumpliendo sus palabras, podrán pertenecer plenamente a esta familia. Por esto, María, como dulce discípula “conserva todas éstas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2, 19 y 51). ¡Meditaba y las guardaba! Este es el ejemplo de la perfecta discípula. María, en efecto, no es madre solo en la carne, sino en toda la vida, en el alma y en la total obediencia a su Divino Hijo.

   Algunos, que aún no aman suficientemente a la Santísima Virgen, usan estos versículos arriba citados, justamente contra Ella, intentando convencernos de que Jesús la habría despreciado en aquel momento. Esos “estudiosos de la Biblia” olvidan que Jesús jamás despreciaría a su Madre, conforme a lo que enseña el Espíritu Santo: “el necio vilipendia a su propia madre” (Prov. 15, 20). Y así, con esta interpretación desastrosa, que expanden ardorosamente, ofenden no solo a la buena Madre, sino que blasfeman contra Jesucristo, como si El mismo fuese violador del sagrado mandamiento: “Honra a tu Padre y a tu Madre” (Ex. 20, 12 y Deut. 5,16).



Viendo, pues, Jesús a su madre y junto a ella al discípulo amado, dice a su madre: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo.' Luego dice al discípulo: 'Ahí tienes a tu madre.'” (Jn. 19, 26-27)



   El apóstol Juan al pie de la cruz, el único discípulo presente, representaba a todos los discípulos. En este momento Jesús consagró a María, Madre espiritual de los apóstoles. Más aún: Juan representaba también a todos los hombres y mujeres, de todos los lugares y de todos los tiempos que a partir de aquel momento ganaron a María como su Madre espiritual. Esto está de acuerdo con el propio testimonio de San Juan, que en otra parte dice: “El Dragón se irritó contra la mujer (María) (...) y su descendencia, aquellos que guardan los mandamientos de Dios (...)” (Ap. 12, 17)

   María Santísima no tuvo otros hijos naturales. Permaneció siempre virgen, como era de conocimiento universal de los primeros cristianos hasta nuestros días. Pero, muchos insisten en “presentarla” con hijos naturales que no tuvo. Hacen esto para disminuir la gloria de Jesucristo, como para quitar a María su maternidad universal. Si Jesús tuviese hermanos carnales, no habría entregado su Madre a los cuidados de Juan Evangelista. Sus propios hermanos naturales cuidarían de ella, como era deber sacratísimo en la época y aún hoy. Además de eso, aquellos que no aman a la Virgen María, citan algunos pasajes bíblicos como el siguiente: “¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?” (Mt. 13, 55) Queriendo con esto probar que Nuestra Señora tuvo otros hijos. Olvidan, o ignoran, que en los tiempos de Cristo todos los parientes se llamaban entre sí “hermanos”. Y la propia Biblia prueba esto, pues de los cuatro “hermanos” arriba citados, leemos que la verdadera madre de Santiago y José era otra María, hermana de Nuestra Señora y casada con Cleofás (Jn. 19, 25 y Mc. 15, 40). Y que Judas era hermano de Santiago el Mayor, hijo de Alfeo (Mt. 10, 2-4). O sea, ninguno era hijo natural de María y José. Eran de su parentela, pero no de su filiación. Además de eso, los primeros cristianos, que conocieron a Jesús y a los Apóstoles, en los escritos que dejaron, testimonian todos, que María permaneció siempre virgen, no teniendo jamás otros hijos. Sobre éstos inventores de novedades la Biblia nos previene: “Habrá entre vosotros falsos profetas (...) muchos seguirán sus doctrinas disolutas (...) y el camino de la verdad caerá en el descrédito” (II Ped. 2, 1-2).



“Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa” (Jn. 19, 27)


   Desde aquella hora en adelante, San Juan llevó a la Santa Madre a su casa. Primeramente a su “casa espiritual”, su alma. Ese es el motivo por el cual era el discípulo que Jesús más amaba, porque también, era el discípulo más apegado a Ella. Después la llevó a su casa material, su hogar. Así también, el verdadero hijo de María, a ejemplo de San Juan, debe llevar a esta buena Madre a su “hogar espiritual”, en el recinto más íntimo de nuestra vida espiritual. Y convidarla también a habitar nuestras casas, donde su presencia maternal podrá ser recordada por medio de cuadros e imágenes. Estas imágenes serán para los siervos de María un recuerdo continuo y consolador de su presencia y protección, de la misma forma que el propio Dios, antiguamente, consagró el uso de las sagradas imágenes y esculturas en culto divino (cf. Núm. 21, 8-9; Ex. 25, 18-20; I Reyes 6, 23-28; etc.), para recordar su presencia amorosa en medio de su pueblo, Israel.



Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y sus hermanos (Hechos, 1, 14)


   En el cenáculo, el día de Pentecostés, María juntamente con los discípulos suplicaban que viniese el Espíritu santo sobre todos. Y así fue fundada la Iglesia en aquel día. Una vez habiendo introducido al Cristo en el mundo, después de haber inaugurado su ministerio en las bodas de Caná, María ahora intercede, introduciendo e inaugurando la acción del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente. He ahí la madre de la Iglesia con sus hijos.



Apareció en seguida una gran señal en el cielo: Una Mujer revestida de sol, la luna bajo sus pies y en la cabeza una corona de doce estrellas (Ap. 12, 1)

   En el Apocalipsis, San Juan, contempla en esta visión tres verdades: la Asunción de Nuestra Señora, su glorificación, su maternidad espiritual. El Apocalipsis describe que esta mujer “estaba en cinta y (...) dio a luz un Hijo, un niño, aquel que debe regir todas las naciones...” (Ap. 12, 2.5). ¿Cuál fue la mujer, que de hecho, estuvo en cinta de Jesús sino la Santísima Virgen? (Cf. Is. 7, 14). Otros contestan diciendo que esta mujer es un símbolo de la Iglesia naciente. Pero, ¡la Iglesia nunca estuvo “en cinta” de Jesucristo! Antes, fue Cristo quien generó la Iglesia, fue El quien la estableció y la sustenta. Y para probar que esta mujer es exclusivamente Nuestra Señora, en otro lugar está escrito: “El Dragón viéndose precipitado a la tierra, fue persiguiendo a la Mujer que había dado a luz aquel Hijo” (Ap. 12, 13). ¿Habría la Iglesia dado a luz un Hijo? ¡Evidente que no! Por lo tanto esta mujer refulgente es únicamente Nuestra Señora, pues fue únicamente la que generó “al hijo” prometido (Cf. Is. 9, 5). Aún dice la Sagrada Escritura que: “(el Dragón) se puso delante de la Mujer que estaba para dar a luz (...) a fin de tragarse al Hijo (...) y la Mujer huyó al desierto, donde (...) fue sustentada por espacio de mil doscientos sesenta días” (Ap. 12, 4.6). De hecho, el demonio maquinó contra la vida de Jesús desde su nacimiento, en la persona del perseguidor Herodes. María huyó entonces, al desierto (Egipto), con el hijo. Allí se quedó aproximadamente mil doscientos sesenta días (tres años y medio). O sea del año 7 A.C., año del nacimiento de Jesús, conforme actualmente se acredita, hasta marzo-abril del año 4 A.C., año de la muerte de Herodes. Concluyendo los tres años y medio de exilio, en los cuales fue sustentada por la Providencia.

   Por lo tanto, todos esos versículos, confirman primeramente la asunción de Nuestra Señora. Pues el apóstol la contempla revestida de sol, ya establecida desde ahora en la gloria prometida por su Hijo, cuando dice “Los justos resplandecerán como el sol” (Mt. 13, 43). Confirma incontestablemente su realeza espiritual, pues la misma se presenta coronada con doce estrellas, símbolo de las doce tribus de Israel y de los doce apóstoles. Por lo tanto Reina del Antiguo y del Nuevo Testamento. Por fin confirma su maternidad espiritual, pues dice el Espíritu Santo: “(El Dragón) se irritó contra la Mujer (María) y fue a hacer guerra al resto de su descendencia (sus hijos espirituales), los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen la confesión de Jesucristo” (Ap. 12, 17).


Somos de su descendencia sólo si nos comprometemos con Jesucristo, guardando sus mandamientos y confesándolo como Nuestro Señor y Salvador.


¡Deo Gratias!

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