sábado, 9 de diciembre de 2017

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”


Una narración completa de las Apariciones de Fátima.


Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 


Capítulo II   Los niños de Fátima


   La mayor de los tres niños a quienes Nuestra Señora iba a aparecerse en Fátima era Lucía de Jesús dos Santos. Nacida el 22 de marzo de 1907, la última 
de los siete hijos de Señor Antonio dos Santos y su mujer, María Rosa, residentes en el lugar de Aljustrel, que se asemeja a un oasis en medio de la aridez pedregosa de la Sierra del Aire que forma parte de la aldea de Fátima. El Señor dos Santos era un agricultor cuyas pequeñas tierras se ubicaban en los campos de la vecindad. 

   Lucía había sido siempre sana y robusta más no de facciones delicadas. La nariz, un poco achatada, los labios gruesos y la boca grande le hubiera atribuido un carácter grosero. Sin embargo, su disposición de ánimo particularmente feliz y su genio excelente hacían atractivo su rostro, y esta hermosura provenía de sus dos grandes ojos negros que brillaban bajo unas cejas muy espesas. Era especialmente cariñosa para con los niños y desde muy jovencita empezó a demostrar su valía como una ayuda a las madres en el cuidado de sus pequeños. Estaba dotada en una manera singular por su afecto e ingeniosidad para capturar la atención de los otros niños. También se sabe que gozaba vistiéndose bien. En las numerosas fiestas religiosas era siempre la más pintoresca de entre todas las niñas. Además de eso, ella amaba estas ocasiones por la alegría, y especialmente por el baile. 

   El padre de Lucía era como muchos hombres de su clase. Hacía su trabajo, ejercía sus deberes religiosos, y pasaba su tiempo libre con sus amigos en la taberna, dejando a los niños completamente al cuidado de su mujer. Y ella era totalmente capaz de hacerlo, aunque tal vez un poco demasiado estricta en su disciplina.

   Devota religiosa, la Señora María Rosa estaba llena de más sensatez que los demás, y, a diferencia de la mayoría de sus vecinos, podía leer. Por eso podía instruir en el catecismo no sólo a sus propios hijos sino también a los niños vecinos. Al atardecer les leía de la Biblia u otros libros piadosos, y les recordaba con diligencia sus oraciones, instándoles en particular al rezo del Rosario, la devoción tradicionalmente favorecida del pueblo portugués. No debe sorprendernos, por lo tanto, que Lucía fuese capaz de recibir su primera Sagrada Comunión a los seis años de edad en vez de diez como era costumbre en ese entonces.

   Francisco y Jacinta, los otros dos protagonistas, eran los primos de Lucía, el octavo y noveno, respectivamente, nacidos del matrimonio del Señor Manuel Marto y de la Señora Olimpia Jesús dos Santos, que contrajo segundas nupcias, fallecido su primer marido que le había dado dos niños. Olimpia era la hermana de Antonio dos Santos, el padre de Lucía. 

Francisco, su hijo más pequeño, nació el 11 de junio de 1908. Llegó a ser un chaval muy guapo con disposición semejante a su papá, Tío Marto, como su padre generalmente se llamaba. Lucía recuerda que “al contrario de Jacinta, a veces caprichosa y vivaracha, era de un natural pacífico y condescendiente”. Aunque le encantaba jugar, le importaba poco si ganaba o perdía. De hecho, hubo tiempos en los Lucía nos cuenta, “Yo misma simpatizaba poco con él, porque su temperamento pacífico excitaba los nervios de mi excesiva vivacidad. A veces, le cogía del brazo y le hacía sentar en el suelo o sobre una piedra y le mandaba que se estuviese quieto…Después me pesaba haberlo hecho e iba a buscarlo, y, cogiéndole de la mano, le traía conmigo como si nada hubiese pasado”. 

   Y con todo, recuerda su padre, “era más valiente, más inquieto que su hermanita. Por cualquier cosa se impacientaba; por cualquier cosa armaba un barullo hasta el punto de que a veces parecía un becerro. Para nada era miedoso. Iba de noche solo a cualquier sitio oscuro sin la menor contrariedad. Jugaba con los lagartos y las serpientes, a las que ponía formando corro alrededor de su palo y les daba a beber en los huecos de las piedras la leche de las ovejas…” 

   Tío Marto, aunque analfabeto, era un hombre de verdadera sabiduría y prudencia. Tenía un sentido de los valores que era excepcional, y debió de infundir en el espíritu y el corazón de Francisco una profunda apreciación de la natural hermosura de la vida. Hasta como un chico pequeño amaba contemplar el mundo que le rodeaba: la vastedad de los cielos, la maravilla de las estrellas, y las numerosas bellezas de la naturaleza al amanecer y al atardecer. A Francisco también le gustaba la música y portaba una flauta de caña con la que acompañaba a Lucía su prima y Jacinta su hermana, sus compañeras, en sus cantos y bailes. 


   Jacinta nació el 11 de marzo de 1910, y era casi dos años más joven que su hermano. De carácter sensiblemente distinto al su hermano, Jacinta se parecía no obstante mucho a él en el aspecto exterior. Lo mismo que Francisco, era de cara redonda y  facciones de una regularidad perfecta: boca pequeña, labios finos, cuerpecillo bien proporcionado, pero no tan robusto como Francisco. Una niña tranquila y que portaba bien, llegó a ser una niña querida, aunque tenía una tendencia precoz a ser egoísta. Estaba inclinada a ser piadosa, pero igualmente dada a divertirse. De hecho, parece que había sido idea suya, algún tiempo antes de las apariciones, de reducir su Rosario cotidiano a una repetición de apenas las dos primeras palabras del Ave María, una práctica que, por supuesto, rápidamente abandonaron después. 

   Jacinta tenía una gran devoción hacia Lucía, y cuando llegó a ser la tarea de Lucía llevar las ovejas a los campos a pacer, Jacinta importunaba a su madre hasta que le dio también unas ovejas para que pudiese acompañar su prima a los campos. Cada mañana, antes de amanecer, la Señora Olimpia despertaría a Francisco y Jacinta. Se bendecirían cuando se levantaban y rezarían una breve oración. Su madre, habiendo preparado el desayuno, generalmente algún pan y un plato de sopa, iría después al establo para abrir a las ovejas, y una vez de vuelta en casa, prepararía un almuerzo con alguna cosa disponible, a lo mejor pan con olivas, bacalao, o sardinas. Terminado esto, los niños estarían dispuestos para ir y encontrarse con Lucía con su rebaño de ovejas. Antes de las apariciones acostumbraban a juntarse con los otros niños, pero después de las apariciones del Ángel los tres permanecieron en general por ellos mismos, apartados de los demás. 

  Lucía escogería el lugar para el pastoreo del día. Por regla general iban a los campos montañosos, adonde el Señor dos Santos era el propietario. A veces ella los llevaba a los campos abiertos alrededor de Fátima. Un favorito lugar de veraniego, sin embargo, era el Cabeço, una colina frondosa que ofrecía la sombra de árboles – olivos, pinos, y encinas – así como la gruta. Estaba más cerca de su casa que los otros pastizales, y los niños le estimaban lo mejor para divertirse. 

   Una de las compañeras anteriores de Lucía recuerda, “Lucía era divertida y nos gustaba estar con ella porque era también siempre muy simpática. Hacíamos cualquier cosa que nos dijese que hiciésemos. Era muy sabia, y podía cantar y bailar muy bien; y con ella podíamos pasar todo el día cantando y bailando…”

   Y Lucía recuerda, hasta hoy, todas sus canciones simples y hermosas. Cuando oían el sonido de las campanas de la iglesia, o cuando el sol en su zenit les decía que era mediodía, paraban su juego y el baile para recitar el Ángelus. Después de tomar su almuerzo rezaba su Rosario y después continuaban con su diversión. Volverían a casa al atardecer para cenar, y después de sus oraciones nocturnas se acostarían.


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