sábado, 24 de febrero de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C.


Capítulo VII: Cuarta aparición



El Alcalde

   La aldea de Fátima pertenece al distrito de Ourém. En los tiempos de las apariciones el Administrador del distrito, o sea, el Alcalde, era Arturo de Oliveira Santos, un hombre de enorme poder político. Todo el poder administrativo, político y hasta a veces el judicial estaba concentrado en sus manos. Aunque era un hombre de pocos estudios – su profesión era la de latero – se había ocupado en la política desde su juventud. Un católico bautizado, había abandonado la Iglesia y cuando tenía solamente veintiséis años de edad, se inscribió en la logia masónica de Leiría. Más tarde fundó una logia en Ourém, de la que era presidente. Lo que aumentaba su poder era el periódico local que publicaba con el que se proponía socavar la fe del pueblo cuanto a la Iglesia y los sacerdotes.

  Cuando se enteró de las apariciones de Fátima, se dio cuenta de los efectos que podrían producir en el pueblo. Cayó en la cuenta también de que si dejaba que la Iglesia en su distrito resucitara a una nueva vida, sería la burla de sus amigos y hermanos masónicos. Confiaba en el espíritu del pueblo encogido de miedo y en su inmenso poder para destruir desde el inicio esta nueva manía religiosa.

   Aunque no había en todo el distrito quien no se encogiese de miedo al presentarse ante este todopoderoso alcalde, había, no obstante, alguien que, cuando el bien de sus hijos y el bien de la Iglesia se veían amenazados, no tenía miedo. Comparecería audazmente ante cualquier hombre en favor de la verdad y de la justicia. Ese hombre era el padre de Jacinta y de Francisco.

   “Mi cuñado Antonio había recibido la misma orden que yo de presentarse con Lucía en el Alcaldía de Vila Nova de Ourém el día 11 de agosto, al mediodía”, relataba Tío Marto, “Padre e hija se presentaron en mi casa muy de mañana. Habiendo terminado mi desayuno, entra Lucía y me pregunta: ‘Jacinta y Francisco ¿no van’”?

   ¿“Que van a hacer allá unas criaturas de esa edad? Tío Marto replicó. “Voy yo y respondo por ellas”.

   Lucía corrió al cuarto de Jacinta para informar a su prima sobre la orden que habían recibido y cómo temía que la matasen. “Si te matan diles que yo y Francisco somos como tú y que también queremos morir,” – exclamó Jacinta.

   Lucía y su padre se apresuraron y no esperaron a Tío Marto. Señor dos Santos iba muy de prisa no queriendo arriesgarse a llegar tarde y provocar la ira del Alcalde. Lucía iba montada en una burra, y durante el viaje pensaba en cuán diferente era su padre comparado con Tío Marto y sus otros tíos. “Se exponen al peligro para defender a sus hijos pero mis padres me entregan con la más grande indiferencia y que me puedan hacer a mí cualquier cosa que quieran. ¡Pero paciencia!” se consolaba a sí misma Lucía, “Me espera tener que sufrir más por Vuestro amor, Dios mío, y es por la conversión de los pecadores”.

   Tío Marto fue solo a la Alcaldía. Cuando llegó allá, encontró a Lucía y su padre esperando en la plaza delante del edificio. ¿“Qué? ¿Está todo hecho ya”? – les indagó, pensando que habían terminado su audiencia con el Alcalde.

   “No. Estaba la puerta cerrada y no había allí nadie”. Pasó algún tiempo hasta que se dieron cuenta que se habían equivocado sobre el edificio que era. Llegaron por fin a la presencia del Alcalde.

  ¿“Y el pequeño”? – gritó en seguida a Tío Marto.
  ¿“Qué pequeño”? – le dijo Tío Marto. Continúa contándonos lo que sucedió. “Él no sabía que los niños eran tres, y como me mandó llevar uno, deduje que no sabía cuál quería.
‘Señor Alcalde – le dije – son tres leguas las que hay de aquí a nuestro pueblo, que los niños no pueden andarlas, y en caballería no van seguros ni en una burra, por falta de costumbre (Lucía había caído de la burra tres veces durante el viaje). Y aún tenía ganas de haberle dicho más: ¡Dos niños de aquel tamaño en un tribunal!
“Se molestó, no obstante, y me echó una buena filípica. Pero me contuve. Y comenzó a preguntar a Lucía, pretendiendo arrancarle el secreto. Pero ella, en este particular, como siempre, ni una palabra. Sin más se dirige al padre: ‘En Fátima ¿dan Ustedes fe a estas cosas’”?
“No señor. No son más que historias de mujeres”. Y después el Alcalde se dirigió a mí para ver lo que diría yo.
“A sus órdenes. ¡Debo decirle que mis hijos dicen las mismas cosas que yo”!
A lo que replicó molesto: “Entonces ¿Usted está en que es verdad”?
“Sí, señor, doy fe a lo que ellos dicen”. Todos se reían a costa mía. Más yo por nada me incomodé. Y entonces el Alcalde despidió a Lucía, a la vez amenazándole con que la iba a mandar matar si no le manifestaba el secreto. 

   Así terminó la entrevista y partieron para casa.

   Tío Marto pensó que había concluido el asunto con el Alcalde. Pero no fue tan fácil como eso. El Alcalde apenas había iniciado la ejecución de sus planes. Estaba llegando la fecha para la próxima aparición y este todopoderoso funcionario resolvió impedirla a toda costa.


“La mañana del día 13 de agosto – Tio Marto recordó – apenas había dado las primeras azadonadas en mi tierra, cuando me fueron a llamar para que me presentara inmediatamente en casa. Al entrar vi que había allí mucha gente, pero eso ya no debía extrañarme. Lo que me extraño fue, al ir a la cocina ver a mi mujer allá sentada y como abatida. No me dijo una palabra, pero hizo un gesto indicándome que fuese al vestíbulo. Yo le respondí en alta voz: - ‘Tanta prisa! ¡Ya voy’! Y ella continuaba indicándome las cosas por señas. Secando aún las manos, entré en la sala y ¡di de sopetón con el Alcalde! ¿‘Cómo por acá, señor Alcalde’? – dije.
“‘Ya ve, también yo quiero ir a ver el milagro’.
‘Mi corazón me advirtió que algo iba mal’.
“Vamos todos allá – dijo él – yo llevo a los niños en el carricoche…Ver para creer, como dijo San Tomás. Pero él estaba nervioso. Miraba a todas partes y decía: ¿“Los niños? ¿No aparecen? Se va a hacer tarde. ¡Es mejor ir a llamarlos”!
“No hace falta que nadie los avise; ya saben cuándo han de traer el ganado y prepararse para ir. Llegaron los tres, casi en seguida, y el Alcalde comenzó a instarles a ir en su carricoche. Los pequeños se empeñaron en que no hacía falta.
Pero él insistía: “‘Es mejor, así llegamos en un instante y nadie nos molestará por el camino’.
“‘Pues entonces vayan andando a Fátima’, se rindió él, ‘y paren en la casa del señor Cura, que quiero hacerles allá unas preguntas’. Apenas llegamos a la casa del señor Cura, desde el balcón el Alcalde gritó: ¡‘Qué venga la primera’!
¿“‘La primera? ¿Cuál’? – repliqué. Yo estaba muy afligido, presintiendo algo que al final resultó cierto.
Continuó él con arrogancia: ¡“‘Lucía’!
“‘Vete allá, Lucía’ – le dije”. Tío Marto recordaría ese día con precisión.

   El Párroco les esperaba en su oficina. Había cambiado de idea cuanto a las apariciones. Ahora las consideró no obra de demonio sino puras invenciones. Se enfrentaría con Lucía, asegurándose que el Alcalde se daría cuenta que no tenía ninguna responsabilidad en los acontecimientos. 

    ¿“Quién es el que te ha enseñado a decir las cosas que andas diciendo por ahí”?
   “La Señora que he visto en Cova da Iría”.
   “El que se dedica a esparcir tales mentiras, que tanto daño hacen, como la mentira que vosotros habéis dicho, será juzgado e irá al Infierno si no se desdice; mayormente trayendo como traéis a tanta gente engañada”.
   “Si quién miente va al Infierno”, contestó la niñita, “entonces yo no voy al Infierno, porque no miento; digo sólo lo que he visto y lo que la Señora me ha dicho. En cuanto a la gente que allí va, sólo va porque quiere, que nosotros a nadie llamamos”.
   ¿“Es verdad que aquella Señora os ha confiado un secreto”?
   “Sí, pero no lo puedo decir. Si Vuestra Reverencia quiere saberlo, se lo pediré a la Señora y, si me da su permiso, se lo digo”.
   El Alcalde les interrumpió porque sus planes se estropearían si a Lucía le permitiese volver a la Cova da Iría para pedir permiso de comunicar el secreto al Párroco. “Esos son cosas sobrenaturales. Sigamos adelante” – dijo con firmeza.

   “Todo era un embrollo, una maldad completa por parte del Alcalde” – continuó Tío Marto. “Aquello sólo fue un golpe de efecto, porque cuando les llegó a los míos la vez para ser interrogados, dijo: ‘No, no hace falta más. Pueden irse tranquilamente, o mejor, vámonos todos porque se hace tarde’. 

   “Los niños comenzaron a bajar, y el carro, sin darme yo cuenta, había sido ya colocado al final de la escalera” – relató el señor Marto.

   “Aquello estaba perfectamente preparado, y el Alcalde en un instante consiguió que entrasen al carricoche. A Francisco lo pusieron delante y a las dos niñas atrás. Aquello estaba tan preparado que era como un juego de niños. El caballo echó a correr, caminando en dirección a Fátima un trozo de recorrido. Yo me tranquilicé algún tanto, pero en un recodo del camino giró en contrario, dio un látigo y partió el caballo como un rayo en dirección opuesta. Estaba muy bien estudiado y muy bien ejecutado. Nada podía hacerse ahora.”

   En el carro, Lucía levantó la voz la primera, aunque encogidamente, “por aquí no se va a Cova da Iría”. El Alcalde procuró tranquilizar a los niños diciéndoles que irían primero a Ourém a hablar con el señor Cura de allá. En el camino hubo quien, reconociendo el carricoche del Alcalde y los pasajeros que llevaba, lo apedreó. El Alcalde envolvió rápidamente a los niños en una manta. Una vez llegado triunfante a su casa, los sacó del carricoche y los empujó dentro de la casa, encerrándolos en un cuarto. Les avisó: “No saldréis de allí sino después de revelar el secreto”. No le contestaron ni una palabra.

   “Si nos matan –consolaba Jacinta a los otros dos cuando estuvieron aparte – es lo mismo, vamos derechitos al Cielo”.

   En lugar de presentarse el verdugo, cuchillo en mano, apareció ante ellos una bondadosa señora, la esposa del Alcalde, que los vino a buscar para servirles un buen almuerzo, dejándoles en seguida jugar con sus propios hijos. También les ofreció unos libros para que se entretuvieran con los grabados.


El “Truco”


   Mientras tanto se había esparcido a lo largo de la aldea rumores de que era el demonio el que se aparecería esta vez en Cova da Iría, para abrir sus fauces y tragarlos a todos reunidos allá. Sin embargo, a pesar del rumor, mucha gente viajó al lugar santo. María da Capelinha estaba entre ellos.
 Presencia lo que sucedió en la cualidad de testigo ocular:

“Yo no tenía mucho miedo. Cosa mala no es, porque aquí se reza mucho. Nuestra Señora me guíe según la divina voluntad. Si el mes de julio hubo mucha gente, esta vez aún había mucha más.
“Serían las once cuando llegó María de los Ángeles, hermana de Lucía, con velas para encender cuando Nuestra Señora se apareciese. En torno a la encina se rezaba, se cantaban cánticos de Iglesia, pero los niños tardaban y la gente comenzaba a impacientarse. Cuando llegó alguien diciendo que el Alcalde había robado a los niños, se levantó un tumulto tal, que no sé en qué hubiera acabado aquello si no se hubiera oído de repente un trueno. Algunos pensaban que el trueno venía del camino, otros de la encina; pero me parecía a mí que venía de lejos. Todo el mundo se asustó y algunos comenzaron a gritar que iban a morirse. Por supuesto, nadie se murió.
“El trueno siguió al relámpago, y luego comenzamos todos a notar una nubecilla, muy linda, muy blanquita, muy ligera, que se detuvo unos momentos sobre la encina, subiendo después para el cielo y desapareciendo en el aire. Mirando entonces en torno nuestro, observamos aquella cosa extraña que ya otra vez habíamos visto y que habíamos de volver a ver los meses siguientes. El rostro de la gente brillaba con todos los colores del arco iris: rosa, bermejo, azul. Los árboles parecían no tener ramas, ni hojas, sino sólo flores; todos aparecían cargaditos de flores; cada hoja parecía una flor. El suelo estaba todo él en cuadritos, cada uno de diferente color. Nuestros vestidos eran también del color del arco iris. Las dos lámparas, colocadas en el arco, parecían de oro.
“Luego que desaparecieron las señales, la gente parecía darse cuenta que Nuestra Señora había venido, pero no encontrando a los niños, volvió al Cielo. Pensaron que Nuestra Señora debía haberse decepcionado y por eso estaban extremamente desconcertados. El resentimiento creció en sus corazones. Tomaron el camino de Fátima gritando contra el Alcalde, contra el señor Cura, contra todos los que pensaban que tenían parte en la prisión de los niños”.

   Todo había sido tan hermoso, pero el sentimiento de frustración, por no tener presente a los niños durante la aparición, provocó la ira de la muchedumbre y gritaron, “Vamos a Vila Nova de Ourém a protestar. Vamos a arrasar todo aquello. Vamos a habérnoslas con el Cura porque también es culpable. Vamos a arreglarle las cuentas al Regidor”.

   Tío Marto, mientras tanto, había ido a Cova da Iría, y cuando este griterío de la gente hubo crecido cada vez más fuerte, aunque él también consideraba culpables a ambos el Párroco y el Administrador, se sentía movido a interponerse contra el tumulto.
   “Calma muchachos, ¡no se haga mal a nadie”! – gritó con todas sus fuerzas. “El que merece castigo lo recibirá; ¡Todo esto es por el poder de lo Alto”!

   De verdad, el poder de lo Alto también intervino para preservar a Su Madre el nombre de Fátima graciable y sin mancha por los siglos de los siglos, como se atestigua en la carta que el Párroco escribió a los periódicos al día siguiente. Se publicó algunos días después.

   “El rumor de que fui cómplice en el brusco rapto de los niños…vengo a rechazar tan injusta como insidiosa calumnia…El Alcalde no me había confiado sus secretas intenciones…
“Y si fue providencial – como lo fue – que la autoridad llevara furtivamente, y sin posibilidad de resistencia, a los niños, no fue menos providencial la pacificación de los ánimos, excitados por el diabólico rumor; de otra suerte esta feligresía tendría hoy que lamentar la muerte de su Párroco como cómplice. Pero esta vez la celada del demonio no logró herir de muerte, debido ciertamente a la Santísima Virgen…
“La autoridad quería que los niños descubrieran un secreto que a nadie habían revelado...No fueron necesarios los niños, dicen millares de testigos, para que la Reina de los Ángeles revelase Su poder. Esas mismas personas van a dar testimonio de los hechos extraordinarios y de los fenómenos de que dieron fe y más arraigaron su creencia…La Virgen María no necesita de la presencia del Párroco para mostrar su bondad. He aquí el verdadero motivo de mi ausencia y aparente indiferencia en tan sublime y maravilloso asunto…


La ordalía


   Los pastorcitos pasaron la noche del día 13 en soledad y oración, rogando a Nuestra Señora que les concediese la fortaleza de ser siempre fieles para con Ella. Cuando hubo amanecido, fueron llevados a la Alcaldía donde fueron sometidos a un interrogatorio implacable. La primera inquisidora fue una vieja que puso en juego toda clase de diligencias para averiguar el secreto. Después el Alcalde intentó sobornarlos, pero ni las relucientes monedas de oro, ni toda especie de promesas y amenazas de castigo consiguieron que los pastorcitos se rindiesen. Siguieron con este tratamiento la mañana entera, cesando apenas para almorzar. Fueron sometidos al mismo interrogatorio agobiante e inhumano toda la tarde, también. Finalmente, el Alcalde dijo que se los dejaría detenidos en la cárcel y después los lanzaría dentro de un caldero de aceite hirviendo. 

   Cuando llegaron a la cárcel, las lágrimas eran abundantes en los ojos de la pobrecita Jacintica. Lucía y Francisco trataron de consolarla.

   ¿“Por qué lloras Jacinta”? – preguntaba Lucía.

   “Porque vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres. Ni los tuyos, ni los míos han venido a vernos. ¡Nunca se han portado así! ¡Yo querría, por lo menos, ver a mi madre”!

   “No llores, Jacinta – Francisco acariciaba a su hermanita – ofreceremos este sacrificio por la conversión de los pecadores”. Y los tres, levantando sus manecitas, repetían una vez más: ¡“Oh Jesús todo esto es por vuestro amor y por la conversión de los pecadores”!

   Jacinta, sin olvidar ninguna de las intenciones recomendadas por la Santísima Virgen, añadía: “Y también por el Santo Padre y en reparación de las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de María”.

   Había en aquel entonces muchos hombres encarcelados en la misma prisión y no había allí corazón por empedernido que fuera, a quien no lograse conmover esta escena de los tres niñitos. Cada uno de los presos se les acercó, y, condolidos, miraban el modo de poder consolarles o hacerles desistir de su propósito de guardar el secreto.

   “Pero decid al Alcalde ese secreto. ¿Qué os importa”?
   ¡“Eso no! – dijo Jacinta – ¡Antes queremos morir”!

   Los niños no parecían sentirse molestos, en lo más mínimo, por estar encarcelados. Pero Jacinta, que tenía 7 años, no se conformaba con la idea de morir sin volver a ver a su madre. Para distraerla los presos comenzaron a cantar y a bailar con la música de un acordeón. Intentaron conseguir que los niños bailasen también, y un hombre muy alto cogió a Jacinta en los brazos danzando con ella al cuello. Jacinta se acordó de Nuestra Señora; no era el baile la preparación propia para el Cielo. Entonces Jacinta hizo al preso dejarla en el suelo, sacó la medalla del cuello, y pidió el hombre que la sujetase en un clavo que había en la pared. Se arrodilló con Francisco y Lucía y comenzaron a rezar el Rosario. Desconcertados y avergonzados, se arrodillaron también los presos. Como uno estuviese con la cabeza aún cubierta, Francisco se levantó, fue a él y le dijo: “Cuando se reza no se puede estar cubierto”. El hombre arrojó el sombrero al suelo, pero Francisco se lo cogió y lo puso en un banco.

   Dentro de poco, oyeron pisadas fuera. Entró un guardia y mandó a los niños: “Venid conmigo”.

   Otra vez fueron llevados a la Alcaldía y sujetos a un interrogatorio agonizante. A Jacinta se la llamó primero. “El aceite está hirviendo. Di el secreto ¡De lo contrario”! Jacinta, como Nuestro Señor ante los jueces, quedó callada.

   ¡“Vaya – ordena el inquisidor – llévenla y échenla en el caldero! Entró un guardia, la cogió de un brazo, la giró bruscamente en dirección opuesta y la encerró en otro cuarto.
   Fuera de la oficina del Alcalde, esperando su turno, Francisco se confió a Lucía: “Si nos matan, de aquí a nada estamos en el Cielo. Ninguna otra cosa nos importa. ¡Quiera Dios que Jacinta no tenga miedo! Debo rezar un Ave María por ella”. Se quitó el sombrero y se puso a rezar.

   El guardia, extrañándose de tal actitud, le preguntó: ¿“Qué estás haciendo”?
   “Estoy rezando un Ave María para que Jacinta no tenga miedo”.
   El otro guardia volvió, y condujo a Francisco a la oficina del Alcalde. Agarrando al niño, gritó: ¿¡“Qué es el secreto?! Aquella ya está frita. Ahora vamos contigo. Anda, echa fuera el secreto”.

   “No puedo”, respondió, levantando su cándida mirada al nuevo Nerón. “Señor Alcalde; no puedo decírselo a nadie”.

   “No puedes? Se acabó contigo. Llévalo. Que corra la misma suerte que la hermana”. Se lo llevaron al cuarto de al lado donde encontró a la hermanita sana y salva, toda sonriente.

   Lucía estaba convencida de que los habían matado y pensando que sería ella la próxima en ser echada en la caldera de aceite hirviendo, se encomendaba a su celestial Protectora para que no la desamparase y que le concediese el ánimo de ser fiel y valiente, lo mismo como lo habían sido Francisco y Jacinta.

   Aunque Lucía reveló al Alcalde los mismos detalles de lo que sucedió en las visiones, tal y como había dicho a sus padres y al Párroco, guardó en sigilo la parte secreta. Había sido una promesa solemne hecha a Nuestra Señora y preferiría morir antes que romperla. El Alcalde aún estaba insatisfecho y quiso saber el secreto. Después de su interrogatorio, Lucía fue encerrada también en el cuarto donde los otros dos se encontraban y muy felices estaban los tres, por su fidelidad inquebrantable a Nuestra Señora.

   El Alcalde aún no se dio por vencido. De nuevo apareció el guardia delante de los niños y les dijo que no tardaría mucho en que fuesen arrojados todos en el caldero hirviente. La idea de ser habilitados a morir juntos por Nuestra Señora les puso cada vez más alegres. El Alcalde finalmente admitió, después de otros interrogatorios inconcluyentes, que nada podría lograr y temiendo lo que tal vez haría la gente enfurecida, él mismo llevó a los niños en su carricoche a Fátima, sin darse cuenta de que en la Iglesia se celebraba ese día la Fiesta de la Asunción.




El Secreto


   Cuando la gente salió de la Iglesia, después de asistir la Misa del Día Santo, se congregó en el patio. El único tema de todas las conversaciones era lo que sucedió a los niños. Cuando salió el señor Marto, todos le preguntaron: ¿“Dónde están los niños”?

   “Ni sé nada de ellos –respondió él – tal vez los hayan llevado para Santarém, la capital. El mismo día que los secuestraron, fue allá mi entenado Antonio con otros chicos y dijeron que los habían visto jugando en la terraza del señor Alcalde. Estas han sido las últimas noticias”.

   Acababa de decir estas palabras fue cuando alguien gritó: ¡“Tío Marto, mire! ¡Los niños están en la terraza del señor Cura”!

   Tío Marto recuerda sus sentimientos. “No sé lo que tardaría en ponerme allá arriba y lanzarme a mi Jacinta. No podía hablar. Las lágrimas me caían, hasta que la carita de la niña quedó toda mojada. Francisco y Lucía corrieron a abrazarme, diciendo: ¡‘Padre, tío, deme su bendición’! (como es costumbre en Portugal, cuando los hijos vuelven a casa después de una ausencia).
“Se me acercó entonces un oficial público, hombre que siempre andaba al servicio del Alcalde. Temblaba, como no he visto nunca temblar a nadie. ‘Ahí tiene a sus pequeños” – me dijo. Dios entonces me dio fuerza para poder contenerme y dije apenas – ‘Esto podía haber dado mal resultado, pero no lo dio. Querían que los niños dijesen lo contrario, pero no fueron capaces de convencerlos; y aunque los hubiesen convencido, yo había de afirmar siempre que era verdad’”.

   La gente hizo un gran alboroto en el pórtico: manos al aire, palos levantados, era un barullo que nadie lo entendía. El señor Cura salió inmediatamente de la iglesia para dirigirse a su casa. Pensando que era Tío Marto el que armaba el motín en contra suya, le reprendió: ¡“Señor Manuel me está Usted aquí escandalizando”!

   “Pero yo supe qué contestarle – recuerda Tío Marto – y el Párroco se fue hacia dentro. En ese momento Tío Marto no podía darse cuenta del noble papel que el Párroco estaba jugando ese día. Con la pequeña al cuello, volvió a la gente y gritó: ¡“Muchachos portaos bien! Algunos de vosotros gritan contra el señor Cura, otros contra el Alcalde, otros contra el Regidor. Aquí nadie tiene la culpa. La culpa la tienen las malas creencias y todo es permitido por el poder de lo Alto”.

   El señor Cura, que lo oyó, se quedó muy satisfecho y dijo desde la ventana: ¡‘Ha dicho muy bien el señor Marto! Ha dicho muy bien’.

   El Alcalde había ido a una taberna y cuando volvió, viendo a la muchedumbre y a Tío Marto en el balcón de la casa del Cura, le gritó, ¡“Pare Señor Marto”!

   ¡Está bien, está bien! ¡No hay nada malo! El Alcalde se dirigió entonces al despacho del señor Cura, y llamó a Tío Marto.

   La rabia de la gente había disminuido. El generoso Párroco dejaba a la gente creer que había colaborado en el secuestro de los niños a fin de que perdonasen al Alcalde. Las palabras prudentes de un hombre de fe tuvieron el poder de mantener la paz entre la muchedumbre que estaba abajo. Era una buena prueba del poder de la religión, y el Párroco no dejó pasar la oportunidad de señalar el hecho al Alcalde: “Sepa, señor Alcalde, que la religión también es necesaria”.

   Mientras Tío Marto salía, el Alcalde se digirió a él: “Señor Marto, acompáñeme a tomar una copa.”

   “No gracias.” Pero vio abajo a un grupo de muchachos en la calle armados de palos. Le hizo temer que se pelearían con el Alcalde. Más vale que las cosas acaben en paz, y por eso se puso al lado del Alcalde, pensando que sería prudente tal vez aceptar la invitación.

   “Muchas gracias” – respondió el Alcalde, dando cuenta de lo que estaba haciendo. Se sentía seguro. “Puede preguntar a los niños si los hemos tratado mal.”

   ¡“Está bien, está bien…No hay malos rollos. El pueblo tiene más interés que yo en hacer preguntas.” En ese momento bajaron también los niños y, sin pérdida de tiempo, se encaminaron hacia Cova da Iría. La gente comenzó a retirarse y Tío Marto y el Alcalde fueron a una taberna.

   Cuanto a su toma de vino, Tío Marto recordó después, “Tuvimos una conversación tonta. Quería convencerme de que los niños le habían contado el secreto. Dije, ¡‘Está bien! ¡Está bien! ¡No lo han contado ni al padre ni a la madre y se lo van a contar al señor Alcalde’”!

   Con eso, el asunto terminó por el momento. Sin embargo, es importante señalar que el interrogatorio de los niños sirvió a un propósito que era providencial. Porque todo llegó a ser un asunto de registro oficial, el Alcalde inconscientemente hizo innegable la existencia de una revelación secreta.


El 19 de agosto


    El domingo siguiente, 19 de agosto, los tres pastorcitos como de costumbre, después de la Misa, fueron a rezar el Rosario a Cova da Iría y más tarde volvieron a Aljustrel. Una vez que habían almorzado, Lucía, junto con Francisco y Juan, su hermano mayor, partieron a un lugar que estaba cerca, los Valinhos, donde su propósito era pasar la tarde. 

   Pasó la tarde rápidamente, pero eran sobre las cuatro cuando Lucía comenzó a notar las alteraciones atmosféricas que precedían a las Apariciones de Nuestra Señora: un repentino refrescar de la temperatura, un palidecer del sol y el característico relámpago. Los niños sentían ya el maravilloso presentimiento de que experimentarían otra vez algo sobrenatural. Ya estaba viniendo Nuestra Señora. ¡Y Jacinta no estaba! Lucía se dirigió entonces a Juan: “Juan, ve de prisa a buscar a Jacinta, ¡que viene Nuestra Señora”!

   Pero el chiquillo no quería ir. También quería él ver a la Madre del Cielo. “Vete de prisa – insistía Lucía – que te doy dos vintens, si traes a Jacinta. Toma ahora uno y el otro te daré a la vuelta.” 

   Juan tomó la moneda y corrió a casa. Cuando llegó, gritó: “Madre, ¡dice Lucía que quiere que vaya allá Jacinta”!

   “No vienen los tres a jugar, ¿o qué?” – la madre replicó.

   “Déjala venir, madrecita, que tiene que estar allá. Mire que Lucía hasta me ha dado un vintén para que la lleve”.

   ¡Un vintén! Eso era mucho dinero para niños regalar tan fácilmente. ¿“Para qué quiere allá a Jacinta”?

   Juan temblaba de impaciencia, hasta que desembuchó: “Es que Lucía ha visto ya en los astros las señales de que Nuestra Señora va a aparecer y quiere que vaya allá Jacinta corriendo”.

   “Pues que vaya con Dios. Jacinta está en casa de la madrina”.

   En cuanto Juan lo oyó, partió como un rayo. Allá, susurró las noticias a Jacinta, y agarrados de la mano, corrieron a los Valinhos, donde la Virgen les esperaba. Al primer relámpago se siguió otro y fue precisamente cuando llegaron Jacinta y Juan. Momentos después, la luminosa Señora se dejaba ver sobre una encina, de altura un poco superior a la de Cova da Iría. La Virgen quiso recompensar a los niños que le habían permanecido fieles en circunstancias tan difíciles.

   ¿“Qué es lo que me quiere”? – pregunta Lucía

   “Quiero que continuéis yendo a Cova da Iría el día 13 y que sigáis rezando el Rosario todos los días”.

   Lucía entonces comunicó a Nuestra Señora su angustia ante la incredulidad de tanta gente cuanto a la realidad de Su presencia. Le pidió que hiciese un milagro para que todos creyesen.

   “Sí – respondió la Virgen – El último mes, en octubre, haré un milagro, para que todos crean en mis Apariciones. Si no os hubiesen llevado a la aldea, el milagro hubiera sido más grandioso. Vendrá San José con el Niño Jesús para dar la paz al mundo.
“Vendrá también Nuestro Señor para bendecir al pueblo. Vendrá también Nuestra Señora del Rosario y Nuestra Señora de los Dolores”.

   Después se acordó Lucía del encargo de la señora María Carreira y preguntó: ¿“Que quiere que se haga del dinero y de las otras limosnas que el pueblo deja en Cova da Iría”?

   “Háganse dos andas: una la llevas tú con Jacinta y otras dos niñas vestidas de blanco. La otra, que la lleve Francisco con otros tres niños también con vestidos blancos. El dinero de las andas es para la fiesta de Nuestra Señora del Rosario y lo que sobrase para ayuda de una capilla que se construiría en Cova da Iría”.

   Lucía habló a Nuestra Señora entonces sobre los enfermos que le habían sido recomendados.

   “Sí, algunos curarán dentro del año”. Pero Ella prosiguió, enseñándoles a rezar antes por la salud de las almas en vez de los cuerpos. “Rezad, rezad mucho y haced muchos sacrificios por los pecadores, pues van muchas almas al Infierno por no haber quien se sacrifique y pida por ellas.”

   En seguida, la Virgen se despidió de sus amiguitos y comenzó, como antes, a elevarse en dirección al oriente. Juan estaba decepcionado. Con ganas había querido ver Nuestra Señora, pero nada vio. Sin embargo, oyó algo como “un golpe de trueno semejante al disparo de un arma de fuego”, cuando Lucía decía, “Jacinta ves, Nuestra Señora está saliendo”. Dio un poco de consuelo a Juan.

   Los tres niños, en Cova da Iría, habían visto con pena a los devotos despojar la encina del follaje sobre el que había puesto los nevados pies de la Virgen. Pero esta vez ellos mismos cortaron los ramos que rozó la nívea túnica de la Señora. Francisco y Jacinta dejaron en Valinhos a Lucía y a Juan cuidando del ganado y volvieron a Aljustrel a comunicar a los padres la inesperada visita de Nuestra Señora. En la mano llevaban el precioso ramo.
   Al pasar por la casa de Lucía, estaban en la puerta su madre y hermana y algunas vecinas. Exclamó Jacinta toda alborozada: “Tía, hemos visto otra vez a Nuestra Señora ¡en los Valinhos!

   “Ay, Jacinta, ¡siempre me saldréis unos mentirosos! ¡Ni que Nuestra Señora se os vaya aparecer ahora en todas partes por donde andáis”!

   ¡“Pues la hemos visto! – Insistía Jacinta – ¡Mira, tía, Nuestra Señora ha puesto un pie en esta ramita y el otro en ésta!

   ¡“Dámela! ¡Déjamela ver! Jacinta se la dio y la madre de Lucía se la llevó a la nariz. Se sorprendió inmensamente. “Pero ¿a qué huele esto? – Decía ella y seguía olfateándolo – No es perfume…no es incienso… no es jaboneta…olor de rosa tampoco es…ni nada que yo conozca: ¡Pero es un olor bueno”! Toda la familia quería olerlo y todos lo encontraron muy agradable. ¡“Qué se quede aquí, Jacinta, siempre habrá quien sepa decirme a qué huele este ramo”!

   A partir de ese momento, la madre de Lucía y toda su familia empezaron mitigar su oposición hacia las Apariciones. Jacinta entonces llevó el ramo a su casa para mostrarlo a sus propios padres. El Tío Marto cuenta el incidente con sus propias palabras:

   “Había ido aquella tarde a dar una vuelta por mis propiedades, y, a la puesta del sol, volví para casa. Cuando estaba para entrar, encontré un fulano, amigo mío, que me dijo: ‘Oye, Tío Manuel; el milagro está ya más averiguado’.
¿“‘Por qué dices eso’? – dije, no sabiendo nada sobre la aparición en Valinhos o sobre el ramo.
“‘Pues consta que Nuestra Señora se ha aparecido hace muy poco en los Valinhos a tus hijos y a Lucía. Que es cierto Tío Manuel, y siempre te digo que tu Jacinta tiene una virtud singular. Ella no había ido con los otros y vino un chico aquí a llamarla, y ¡hasta que ella no llegó no se apareció Nuestra Señora’! Yo me encogí de hombros sin saber qué decir, pero dentro me puse a pensar sobre el caso. Mi mujer no estaba en casa. Fui para la cocina y allí me senté. Entró Jacinta muy contenta con un ramito en la mano, como de un palmo, y me dice:

   ¡“‘Mire padre! Nuestra Señora se ha vuelto a aparecer a nosotros hoy en los Valinhos’.

  “Y, al mismo tiempo que entró, sentí yo un olor tan excelente que no me sabía explicar. Alargué la mano al ramo y le dije: ¿‘Qué es esto que traes, Jacinta’?
   “‘Es el ramito donde la Virgen ha puesto los pies.’ Lo olí, pero el perfume había desaparecido.” Nuestra Señora no tenía que obrar un milagro para probar Su caso a él.


1 Cuando la hermana de Lucía, Teresa, y su marido estaban llegando a la aldea de Fátima, comenzaron a notar que el aire refrescaba, que el sol tomaba un color amarillento y ponía en todo muchos colores, lo mismo que se vio el día 13 en Cova da Iría, seis días antes, cuando los niños fueron impedidos de ir a la Cova a causa de su secuestro y encarcelación. Fue la misma hora de la aparición en los Valinhos.



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