sábado, 21 de abril de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”





Una narración completa de las Apariciones de Fátima. 

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 



Capítulo XI: Francisco conduce el camino



    Lo que a menudo pasan por alto aquellos que ahora leen acerca de Fátima es que, a lo largo de muchos años, no se dio nada a conocer acerca del contenido de las revelaciones descritas en las páginas anteriores. Los tres pastorcitos comunicaban apenas la petición urgente de oración y penitencia, y la promesa de un milagro. Después de la primera aparición de Nuestra Señora, se prometieron uno al otro mantenerla en sigilo por miedo de ser ridiculizados. Pero porque el Mensaje de Fátima fue destinado por Nuestra Señora no sólo a los niños sino a todo el mundo, Dios se sirvió del entusiasmo de Jacinta para darlo a conocer al mundo. Sin embargo, después de la segunda aparición, la del 13 de junio, su discreción era de un carácter diferente. Como Lucía escribe en sus memorias, “He aquí…a lo que nos referíamos (antes de la aparición del 13 de julio) cuando decíamos que Nuestra Señora nos había revelado (la reparación al Inmaculado Corazón). Nuestra Señora no nos mandó aún, esta vez, guardar el secreto (esta revelación); pero sentíamos que Dios nos movía a eso”. (Memorias, 8 de diciembre de 1941). La inclinación de los pastorcitos de guardarla en secreto fue confirmada por Nuestra Señora cuando en 13 de julio les decía lo que Lucía llamó y lo que se conoce como el Secreto propio. Sólo después de muchos años se daba a conocer por Lucía parte alguna de la sustancia de esta revelación secreta; y hasta la fecha hay palabras importantes habladas por Nuestra Señora que permanecen sin divulgarse.


   Después de la última aparición del 13 de octubre de 1917, los tres pastorcitos intentaron volver a su vida rutinaria y normal; Francisco y Jacinta esperando el día en el que María Santísima viniese para llevarlos al Cielo; Lucía, dentro de poco, para empezar su trabajo de difundir la devoción y el amor del Inmaculado Corazón de María. Sin embargo, de ahora en adelante eran niños señalados, tanto por los hombres como por Dios. La gente se apresuraba a verlos y hablarles. Los pobres y los ricos, y hasta sacerdotes venían a indagar por milésima vez con todo tipo de preguntas. Pero las respuestas que daban eran siempre las mismas. La inocencia, seriedad y simplicidad de los tres eran prueba sólida de su honestidad total en la mente tanto de eruditos como de analfabetos. Verlos era creer en ellos.


   Francisco siempre atestiguaba que no había oído hablar a Nuestra Señora, pero que La había visto y que Su belleza radiante le cegaba los ojos. Jacinta sabía algo más, pero confesaba ingenuamente que a veces no oía bien a la Virgen, que muchas cosas las había ya olvidado, y que los fieles debían preguntar a Lucía si querían saber cómo habían sucedido. Lucía repetía mil veces la misma historia, cada vez con las mismas palabras; pero a menudo la gente pretendía hacerle revelar el secreto de las revelaciones. Y era entonces cuando Lucía y Jacinta se mantenían calladas, a veces hasta el punto de mostrarse como si fuesen mal educadas. Cuando venían sacerdotes y trataban de arrancarles el secreto, los niños se quedaban terriblemente confundidos y tristes. No querían ser descorteces con los representantes de Nuestro Señor, no obstante, se sentían obligados a guardar el secreto.


   La Virgen Santísima les ayudó en su dilema. El Rvdo. Faustino Ferreira, párroco de la aldea vecina y decano del distrito, se reunió con ellos durante una de sus visitas oficiales, y de ahora en adelante, cuántas veces venía a Fátima, no dejaba de hablar con ellos. Los pastorcitos estaban muy atraídos por este sacerdote porque se sentían libres de indagarle con todas las preguntas que quisiesen. Lo amaban por sus maneras amables, y con lealtad seguían sus consejos. Nunca estaba demasiado ocupado para atenderlos, y los tranquilizaba acerca de todo. Se daba cuenta muy bien de que no era tanto sus palabras las que les influenciaba, sino la Madre de Dios. Era Ella la artista, moldeando mansa y firmemente sus almas según el modelo de Su Primogénito, el Niño Jesús.


   Nuestra Señora había comunicado a Francisco, a través de Lucía, que lo llevaría al Cielo pronto, pero que debería rezar muchos Rosarios. Nunca se olvidaba de estas palabras y como San Doménico, llegó a ser un verdadero apóstol del Rosario. No le interesaba ninguna cosa en la vida sino cumplir esta petición de Nuestra Señora del Rosario. Cierto día, dos señoras bondadosas se entretuvieron con él en su casa, preguntándole sobre la carrera que desearía abrazar cuando fuese hombre.

   ¿“Quiere ser carpintero”?
   “No señora”.
   ¿“Quieres ser militar”?
   “No señora”.
    “Y doctor, ¿no te gustaría”?
   “Tampoco”.
   “Ya sé yo lo que te gustaría ser… ¡Ser sacerdote! ¡Decir misa! ¡Predicar en la Iglesia!
   ¡Confesar a la gente! ¿No”?
   “No, señora, tampoco quiero ser sacerdote”.
   ¿“Entonces qué quieres ser”?
   ¡“No quiero ser nada”! ¡Quiero morirme e ir al Cielo”!
  
El padre de Francisco que estaba presente en el interrogatorio, lo comentaba así:
   “Este ¡sí, que es el deseo verdadero de su corazón”!
   Francisco, en aquel entonces, solía estar separado de Lucía y de Jacinta después de llegar a los pastos. Cada vez más parecía querer meditar en todo lo que Nuestra Señora les había dicho. “Me gusta mucho – decía después – ver al Ángel y aún más a Nuestra Señora, pero lo que más me gusta es ver a Nuestro Señor en aquella luz que la Virgen nos puso en el corazón. Gusto mucho de Dios, pero Él está muy triste a causa de tantos pecados. No debemos cometer ni el más pequeño pecado”.


   Eventualmente los niños dejaban por completo todo deseo de divertirse. A veces en la compañía de los otros, cantaban y bailaban como antes, pero apenas para no parecer extraños. Jacinta y Francisco, que contaban ya con la promesa de la Virgen de venir a buscarlos para llevarlos al Cielo, se entregaban principalmente y cada vez más a la mortificación y a la oración. No podían interesarse en sus estudios porque para ellos no servirían para nada. Era sino tiempo perdido y podían emplearlo más provechosamente en la presencia de Nuestro Señor Sacramentado.


   El año anterior, al de las Apariciones, Francisco y Jacinta habían hecho sus confesiones. Para la Sagrada Comunión, sin embargo, pensó el señor Cura hacerles esperar todavía un año. Cuando había llegado el momento de recibirla, Francisco falló en su prueba de catecismo, y por eso tenía que esperar más tiempo. Tan desolado estaba el pobre, que cuando su hermanita se acercó la mesa de comunión, ni podía entrar la Iglesia. Quedaba fuera, apoyándose en el muro rocoso de la Iglesia y sollozaba desoladamente.


   Aunque las apariciones públicas terminaron con aquella del 13 de octubre, Nuestra Señora de ninguna manera abandonaba a sus tres elegidos después. Hay el testimonio de Jacinta a su cura de que tres veces en el año siguiente Ella se le apareció; y como más tarde veremos, continuaba apareciéndose a Lucía, a lo largo de los años después de su niñez. El poder de Nuestra Señora de Fátima se manifestaba además en los favores concedidos por la intercesión especial de los niños. Al citar apenas un ejemplo, había un hombre por cuyo regreso seguro a casa se pidió la intercesión de Jacinta. El desafortunado, que había acabado de escapar de la cárcel y que vagabundeaba sin rumbo ninguno, se perdió por completo en la Sierra, y sufrió gran angustia hasta el momento de la intercesión de Jacinta. Cayó de rodillas y comenzó a rezar. Pasados algunos minutos, se le apareció Jacinta, que lo cogió de la mano y lo condujo al camino, indicándole que continuase por allí y después se desvaneció de su vista. Más tarde, Jacinta, sin embargo, no sabía nada del incidente extraordinario hasta que el hombre se volvió a contarlo.


   Del poder de Lucía poco se conoce porque es reluctante a hablar de sí misma de esa manera. Pero sabemos sin duda ninguna que su madre sobrevivió de modo extraordinario a una grave enfermedad por la fe de Lucía en Nuestra Señora. Las peticiones de oración que llegaban a los pastorcitos eran innumerables, y las maravillosas respuestas a sus preces atestiguan el favor en que se hallaban ante la Madre de Dios.


   Sería a fines de octubre de 1918 que toda la familia Marto se enfermó con la influenza, exceptuando al padre y por eso era capaz de cuidar de los otros. No podía hacer su trabajo habitual porque tenía que cuidar de la casa, cocinar las comidas y vigilar en todo lo demás a su numerosa familia. “Quedé encargado de todo – decía él – pero a todo se llegó a tiempo, con la ayuda de Dios. No hubo que pedir dinero a nadie”.


   Francisco estaba en un estado muy grave. No podía levantarse de la cama. Entonces fue cuando se apareció la Virgen a Francisco y a Jacinta y les aseguró que muy pronto vendría a por Francisco y que no tardaría mucho en venir también a por Jacinta. Se alegraban tanto por estas noticias que Jacinta confió a su prima: ¡“Lucía! Nuestra Señora ha venido a vernos y ha dicho que pronto vendrá a buscar a Francisco para llevárselo al Cielo. Y a mí me ha preguntado si aún quería convertir a más pecadores y le he dicho que sí. Nuestra Señora quiere que yo vaya a dos hospitales; pero no para curarme sino para sufrir más por amor de Dios, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Corazón Inmaculado de María. Me dijo que me llevaría mi madre, tú no, y que después me quedaría allí solita”. ¡Cuán valiente era la niñita a ofrecerse a Dios y a María Santísima como una víctima de amor y reparación!


   Francisco poseía el mismísimo espíritu de amor y sacrificio. Estaba muy enfermo y las medicinas que tenía que tomar no eran nada agradables. Dijo su madre, no obstante: “El niño aceptaba cualquier remedio que se le diese. Para nada era melindroso. Nunca pude saber lo que le gustaba; si se le daba leche, tomaba la leche; si se le daba un huevo, sorbía el huevo. ¡Pobre! Las medicinas amargas las bebía sin poner mala cara. Por eso pronosticamos que vencería la enfermedad. Pero él siempre repetía que todo era inútil, que Nuestra Señora vendría a buscarlo para el Cielo”.


   Francisco mejoró, pudo levantarse, y dar unos paseos. Dirigió sus pasos vacilantes siempre a Cova da Iría. Una vez allá, se arrodillaba al pie del tronco de la encina y su mirada se clavaba en la inmensidad del cielo azul, y más allá, adonde habita Nuestra Señora. Sus ojos brillaban con nueva vida al pensar en la alegría que pronto sería suya cuando Nuestra Señora viniese a llevarlo al Cielo. Regresaría de Cova da Iría reanimado; tanto que su padre le dijo: “Te vas a curar, Francisco y vas a ser todo un hombre”. Pero su respuesta segura era: “Nuestra Señora no tardará en venir a buscarme”.

   ¡“Iluminaciones de lo alto”! – murmuraba triste el buen hombre y las lágrimas le brotaban de sus ojos cansados por las prolongadas vigilias.

   “Si Nuestra Señora te cura – decía una vez su madrina Teresa – prometo darle tu peso en trigo”.
   “Es en balde. Nuestra Señora no le concederá esta gracia”. Francisco tenía razón porque pocos días después volvía a quedarse en cama, de la que ya no había de levantarse. Se hundía bajo el peso de una fiebre persistentemente alta. Se engañaban los otros de su condición verdadera, sin embargo, le veían siempre dispuesto, siempre alegre y pronto a sonreír.


   La epidemia de influenza no perdonó a la familia de Lucía. La mayoría se enfermó, pero Lucía, que no había caído contagiada, cuando le permitían los quehaceres, corría a la casa Marto para ayudarles y sobre todo para conversar con Francisco y Jacinta. Preveía que pronto se quedaría sola. Distribuía su tiempo entre el cuarto de Jacinta y el de Francisco. Sentada en un taburete al lado de sus camas, intercambiaba con ellos las confidencias de sus corazones.
   ¿“Has hecho hoy muchos sacrificios? Lucía preguntó a Jacinta.
   “Yo he hecho muchos. Se marchó mi madre y he querido muchas veces ir a visitar a Francisco y no he ido”.

   Lucía le confiaba entonces lo que ella misma era capaz de hacer para probar su amor para con Nuestra Señora. Les contaba sobre sus pequeñas oraciones y sacrificios. “Hice lo mismo también”, Jacintica respondió. “A mí también me gustan tanto Nuestro Señor y Nuestra Señora que nunca me canso de decirles que los amo. Cuando lo digo muchas veces parece que tengo fuego en el pecho, pero no me quema. ¡Quien me diera poder ir a rezar el Rosario al Cabeço pero no soy capaz. ¡Cuando vayas a Cova da Iría reza por mí! ¡Ciertamente, no podré volver allá! Ahora va a ver a Francisco; yo haré el sacrificio de quedarme aquí solita”.


   Mientras se sentaba al lado de la cama de Francisco, Lucía le susurraba cariñosamente, “Francisco, ¿sufres mucho”?

   “Sí, sufro, pero lo sufro todo por amor de Nuestro Señor y de Nuestra Señora. Quería sufrir más, pero no puedo”. Y, asegurándose de que la puerta estaba bien cerrada, sacaba la cuerda-cilicio de debajo de las ropas y se la entregaba a Lucía, diciéndole: “Toma, llévala antes de que mi madre la vea, tengo miedo. Pero si mejoro me la devuelves”. Nuestra Señora les había dicho que Dios no quería que usasen la cuerda en la cama, pero la guardaba cerca por si acaso que se levantase.


   Francisco bien sabía que no se recuperaría. “Oye, Lucía ya me falta poco para ir al cielo. Jacinta va a pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre y por ti. Tú te quedas acá porque Nuestra Señora lo quiere. Haz todo lo que Ella te diga”.

   “En cuanto a Jacinta, parecía preocupada con el único pensamiento de convertir a los pecadores y librar a las almas del infierno – Lucía decía después – pero Francisco parecía no pensar sino en consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora a los que había visto muy tristes”.

   “Estoy muy mal, Lucía; ya me falta poco para ir al Cielo” – le dijo Francisco.

   “En cuanto te veas allá, no te olvides de pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre, por mí y por Jacinta”.

   “Sí, pero mira: esas cosas díselas también a Jacinta, que yo tengo miedo de olvidarlas cuando vea a Nuestro Señor; además, antes quiero consolarle”.


   Las visitas de Lucía se estimaban mucho en la casa Marto porque aliviaban las tristezas de la enfermedad. “Me daba mucha pena ver cómo Jacinta se pasaba horas enteras pensando sin moverse, con las manos en la cara” – decía su madre. “De vez en cuando le dirigía una palabra, ¿‘En que piensas Jacinta’? Y ella respondía sonriendo: ¡‘en nada’! Con la prima, sin embargo, no tenía secretos. Entrando Lucía, entraba la alegría, entraba el sol en mi casa. Cuando se veían las dos solas, hablaban por los codos, sin que nadie fuese capaz de cogerles una palabra, por más que nos pudiésemos a escuchar. Cuando llegaba alguien, bajaban la cabeza y no decían una palabra más. La gente no podía entender aquel misterio”.


   Cuando Lucía se disponía a salir de casa, la señora Olimpia se le acercaba una vez y le preguntaba: ¿“Qué te ha dicho Jacinta”? Lucía se sonreía despidiéndose de prisa.

   “Eran siete, ocho por día”, – decía la madre sobre los Rosarios que rezaban. “De las jaculatorias no es posible hacerse una idea”.


   En la última temporada, sin embargo, Francisco no podía rezar. “Madre, ¡no tengo fuerzas para rezar el Rosario! Y en las Ave Marías que rezo ¡me distraigo tanto”!
   “Si no puedes rezar con los labios, reza con el corazón. Lo mismo oye Nuestra Señora”.
   El niño lo comprendía y se sosegaba.
   Mientras su fiebre subía y su apetito fallaba, daba cuenta de que se aproximaba el fin.
   “Padre – dijo a su papá – yo quería recibir el Pan del Cielo antes de morir”. No había recibido su Primera Sagrada Comunión.


   Las palabras de Francisco eran como una espada atravesando el corazón de su padre amoroso. Odiaba el pensamiento de perder su niñito, pero con coraje valiente decía, “Voy a tratar de ello” y se fue en busca del sacerdote. El padre recordaba tan claramente aquel triste viaje, “Camino de casa rezamos el Rosario. Me acuerdo muy bien que, no teniendo conmigo el Rosario, contaba las Ave Marías con los dedos”.


   Mientras tanto, Francisco suplicaba a la hermana Teresa que fuese secretamente a llamar a Lucía. Cuando Lucía llegaba, suplicó a la madre y a los hermanos que saliesen del cuarto porque quería hablarle particularmente. Cuando habían salido, dijo, “Lucía, voy a confesarme para después morir; quiero que me digas si me has visto hacer algún pecado y que vayas a preguntar lo mismo a Jacinta”.
   “Desobedeciste alguna vez a tu madre cuando te decía que estuvieses en casa y tú te escapabas para venir a estar conmigo”.
   “Es verdad, ¡tengo eso! Ahora ve a preguntar a Jacinta si ella se acuerda de algo más”.
   “Fui a Jacinta, la que, después de pensar un rato, me respondió: ‘Dile que antes de las Apariciones de Nuestra Señora robó diez centavos y que cuando los niños tiraban piedras a los de Boleiros, él también tiró piedras’”.

   Lucía lo dijo a Francisco y él respondió: “Estos ya los he confesado, pero volveré a confesarlos. Acaso por estos pecados estará triste Nuestro Señor, pero, aunque no me muriese nunca jamás los volvería a cometer. Ahora estoy muy arrepentido. ¡Oh Jesús mío, perdonadnos”, empezó a rezar juntando las manos, “libradnos del fuego del infierno”! Y después dirigiéndose otra vez a Lucía, “Oye, pide tú también a Nuestro Señor que me perdone los pecados”.
    “Sí, pido; estate tranquilo. Si Nuestro Señor no te hubiese ya perdonado, no hubiera dicho el otro día Nuestra Señora a Jacinta que pronto vendría por ti para llevarte al Cielo. Ahora voy a Misa y allí pediré por ti a ‘Jesús escondido’”.


   Por la tarde ese día, el sacerdote vino a confesar a Francisco y le aseguró que el próximo día temprano le traería a Nuestro Señor. Francisco era muy feliz y de la madre obtuvo la promesa de que no le daría nada de comer o beber después de medianoche, para poder comulgar en ayunas “como todo el mundo”. La mañana siguiente cuando oyó el sonido de la campanilla que indicaba estar cerca el Rey del Cielo, trató de incorporarse y cayó sobre la almohada. Recibió Jesús en su corazón y cerró los ojos en oración, descansando en Jesús mientras Jesús descansaba en él. Mientras la presencia de Dios le impregnaba, se acordaba de aquel otro día cuando el Ángel vino y juntos adoraron a Jesús en el Santísimo Sacramento. Este niño fiel había dado su vida para hacer reparación a los Corazones de Jesús y María por los pecados de los hombres ingratos. Había empleado horas, días enteros, soñando con sus amados, Jesús y María, despreciando los placeres absorbentes de la niñez para consolar Sus Corazones amorosos. Con Cristo adentro, Francisco se ofreció a sí mismo muchas veces como una víctima de amor, consuelo y reparación. Abrió los ojos al fin y vio a su madre llorosa mirarle. Dijo Francisco: “El señor cura ¿me traerá otra vez a ‘Jesús escondido’”? Pero fue esa su primera y última Comunión, porque mañana estaría en el Cielo con Jesús y María.


   Lucía vino a asistir a la Primera Comunión de Francisco. Jacinta también se permitió levantarse y visitar a su hermano. “Como él no podía rezar – nos cuenta – nos pidió que rezáramos nosotras el Rosario por él”. Las dos niñas se arrodillaron y rezaron.
   “Ciertamente Lucía, en el Cielo ¡me voy a acordar mucho de ti! ¡Quién me diera que Nuestro Señor te llevase también a ti para allí”!
   ¿“Acordarte de mí? No te preocupes. Imagínate a los pies de Nuestro Señor y Nuestra Señora y verás como de nada te acuerdas con pena”.

   Durante la noche el estado de Francisco empeoraba más rápidamente a cada minuto. Tenía mucha sed, pero le faltaban las fuerzas para tragar las cucharaditas de agua que su madre, Lucía y la madrina Teresa le ofrecían de vez en cuando. Le preguntaban cómo se sentía. Para perdonar la tristeza y preocupación de su madre decía serenamente: “Estoy bien; no me duele nada”. Sin embargo, una vez solito con ellas, a Lucía y a Jacinta que daban cuenta de lo que le estaba pasando a él, les abrió su corazón: “Voy a partir para el Cielo. Allá he de pedir mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que os lleve también a vosotras pronto”.
   “Da de mi parte muchos recuerdos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora – decía entonces Jacinta – y diles que sufriré cuanto quieran por convertir a los pecadores y para reparar los pecados contra el Inmaculado Corazón de María”.

   Su madre entró para vigilar a su niñito. Aunque su oración constante era “hágase la santa voluntad de Dios”, eso no disminuía la tristeza de su corazón viendo morir ante sus ojos a su pequeño Francisco. Todo estaba oscuro en la sierra y en la casa Marto. De repente Francisco se animó para hablar, “Madre, ¡qué luz tan linda allí, junto a la puerta”!
   Sus ojos abrieron anchos con nueva vida. ¡“Ya no la veo!”

   La mañana llegó y todo indicaba que estaba cercano el fin. Les pidió su bendición, sus preces y el perdón por cuanto les hubiera molestado durante la vida. Sus ojos llenaban con lágrimas mientras decían que sí. Hacia las diez, cuando el sol entraba de lleno por la puerta del cuarto, el rostro de Francisco se iluminaba de inusitada manera. Una sonrisa celestial le entreabría los labios por donde pasaba el último suspiro. Tranquilamente, sin agonía ni el menor indicio de sufrimiento, se apagaba su vida. Este niño había acabado el trabajo que Dios le dio para hacer. La mañana del viernes, el 4 de abril de 1919, Nuestra Señora vino a recogerlo para el Sí.


   Al día siguiente, un cortejo piadoso conducía al cementerio de Fátima sus restos mortales. Iba al frente el Crucifijo; seguían algunos hombres con capas verdes; detrás de ellos el sacerdote, y detrás de él cuatro niños vestidos de blanco llevaban el cuerpecito. Lucía y la familia Marto, junto con muchos amigos, les acompañaban y de sus ojos entristecidos caían lágrimas abundantes. Quedaba en casa la pobre Jacintica, a la que la enfermedad impedía salir. Una cruz simple de madera se plantó sobre la sepultura. Todo el tiempo que Lucía quedaba en la aldea, no dejaba de pasar un solo día sin ir a arrodillarse junto a la sepultura y a conversar con su querido Francisco. Sabía que era feliz en el Cielo con Jesús y María y que no se olvidaría de su promesa de rezar siempre por Jacinta y por ella. Nada podía separarlos en la tierra y tampoco se separarían en la muerte.






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