jueves, 23 de agosto de 2018

EL CORAZÓN DE MARÍA: nuestro molde vivo y vivificador.



Valor santificador de la devoción al Corazón Inmaculado de María.

   Las sencillas consideraciones que siguen no pretenden ser originales ni inéditas, y sólo tienen por objeto ayudar a preparar nuestros corazones a las apariciones de la Virgen en Fátima, dando algunos elementos que animen y afiancen el “establecimiento en nuestras vidas de “la devoción que Dios quiere establecer en el mundo”.

   “Ten cuidado con tu VIDA, tal vez sea ella el único EVANGELIO que algunas personas vayan a leer”. Día a día aumenta mi convencimiento de que estas palabras de san Francisco de Asís pueden y deben aplicarse analógicamente a la devoción al Corazón Inmaculado, y que nuestra devoción hecha vida será la mejor garantía ante el mundo de la autenticidad y valor del mensaje de Fátima.


Introducción


   En orden a nuestra santificación, al Corazón de María podemos darle el calificativo de “MOLDE” en el que debemos dejarnos formar, o, según imagen de san Antonio María Claret, “FRAGUA” en donde debemos quedar definitivamente “caldeados” y “forjados” hasta llegar a la edad perfecta de la que nos habla san Pablo en su carta a los Efesios, hasta la medida de la plenitud, que es Cristo, Señor nuestro.

   Esto nos lleva a afirmar con certeza y vigor que la verdadera devoción al Corazón de María no puede limitarse al culto ordinario de alabanza, que consiste en expresarle nuestros sentimientos de honor y veneración, en invocarla y pedirle por nuestras necesidades y las de la Iglesia. Si de verdad la amamos, nuestra devoción exigirá, esencialmente, como obra más perfecta, la imitación y la entrega total a su acción maternal por la vida de consagración y dependencia a Ella, como la Virgen nos lo reveló claramente en Fátima. En esto consistirá el dejarse “moldear” y “ser forjados” en la fragua de su “Corazón abrasado de amor”, para llegar a la perfección de la identificación con Cristo. En ello no haremos más que imitar al modelo por excelencia, que es el mismo Jesús, el primer Hijo de María. Escuchemos lo que nos dice un verdadero “maestro” en este tema:


“María es el lugar santo y el sancta sanctorum donde se han formado y moldeado los santos. Ten a bien reparar en lo que te digo, que los santos son moldeados en María. San Agustín llama a la Virgen molde de Dios: ‘si te llamare molde de Dios, digna eres de ese nombre’. El molde propio para formar y moldear hombres divinos. El que es echado en este molde divino, bien pronto queda formado en Jesucristo y Jesucristo en él; a poca costa y en breve tiempo será semejante a Dios, porque ha sido vaciado en el molde donde se formó el hombre Dios. A los que abrazan este secreto de la gracia que les propongo, los comparo acertadamente a los fundidores y moldeadores, que habiendo encontrado el hermoso molde de María, en que Jesús fue natural y divinamente formado, no fiándose de su propia industria, sino únicamente de la bondad del molde, se arrojan y se funden en María, para llegar a ser retrato al natural de Jesucristo. ¡Hermosa y verdadera comparación! ¿Quién la comprenderá? Ojalá seas tú, querido lector. Mas ten presente que no se echa en el molde lo que está fundido y líquido, es decir, que es menester fundir y destruir en ti al viejo Adán para que llegues a ser el nuevo en María”. (San Luis M. G. de Montfort, Tratado de la verdadera devoción, nº 218-221).


Resumamos pues los grados de nuestra santificación por el molde del Corazón de María en tres puntos.


La Imitación


   Todos conocerán aquel viejo aforismo latino que, traducido, dice: “El amor, o supone la semejanza, o la engendra”. Y es verdad, pero especialmente cierto, y tiene lugar en grado supremo, cuando se trata del amor a Dios, a Jesucristo, y a su Santísima Madre. En efecto, Dios “infunde su amor en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado”, y además de ello, también engendra ansias y anhelos de una mayor semejanza con Él, su Hijo y María. Es decir, el amor nos lleva infaliblemente a la imitación. Nos lo dice también el gran San Agustín: “Summa devotio imitari quod colimus” (la devoción perfecta o crecida consiste en imitar lo que honramos).

   Así pues, la verdadera y perfecta devoción al Corazón de María nos lleva necesariamente a un estímulo creciente para imitar las virtudes, disposiciones y afectos del Corazón de nuestra Madre.

   San Juan Eudes, el gran apóstol y abanderado de este culto, ha dedicado a dicha exigencia de la devoción al Corazón Inmaculado uno de los más grandes capítulos de su gran obra “El Corazón Admirable de la Madre de Dios”. Uno de los pensamientos dominantes del libro es que el Corazón de María ha de ser, juntamente con el Corazón de Jesús, “la regla viva” y “el objeto” de todos nuestros pensamientos y afectos. “El Corazón de María es el ejemplar y el modelo de nuestros corazones; y toda felicidad, la perfección y la gloria de nuestros corazones consiste en trabajar para que ellos sean imágenes vivas del Adorable Corazón de Jesús”. (El Corazón Admirable, L 11, cap. 1). El blanco al que apunta este gran apóstol es inducirnos a su imitación, por eso nos presenta y describe el Corazón de María bajo los símbolos de Paraíso del Hijo de Dios, Arpa del nuevo y verdadero David, Trono del nuevo Salomón, Altar mucho más digno y santo que el Templo de Jerusalén, Libro vivo mucho más admirable e instructivo que las tablas de la ley de Moisés, etc. Pero si así nos lo presenta, es para que nosotros lleguemos a imitar ese Corazón y en definitiva imitar el Corazón de su Hijo, para que “tengamos sus mismos sentimientos”, para que, con sus palabras, nos convirtamos en libro vivo donde nuestros hermanos puedan leer la ley evangélica…

   Y con gran sentido teológico marca los grados en la tarea de imitar las perfecciones del Corazón de la divina Madre:
“Tened en vuestro corazón los sentimientos del Corazón de María, Madre de Jesús, que son cinco principalmente:

a) Un gran sentimiento de horror a todo pecado.
b) Un gran sentimiento de odio y desprecio del mundo corrompido y de todas las cosas del mundo.
c) Un profundo sentimiento de baja estima y hasta desprecio y odio de sí mismo, es decir, una profunda humildad.
d) Un profundísimo sentimiento de estima, respeto y amor hacia todas las cosas de Dios y de su Iglesia.
e) Un gran sentimiento de veneración y amor a la Cruz, o sea, a toda suerte de privaciones, humillaciones, mortificaciones y sufrimientos, que es uno de los más ricos tesoros del alma cristiana en este mundo.” (Cf. “El Corazón Admirable”, L 11, cap. 2).



   Y cuando el mismo santo autor nos presenta al Corazón de María todo transformado en Dios y colmado de las perfecciones divinas, ¿qué intenta sino estimularnos a todos sus devotos a que tratemos de copiar lo mismo en nuestros corazones, en toda nuestra vida, para asemejarnos en lo posible a ese Corazón bendito? Aquí comienza el largo e irreemplazable capítulo de nuestro trabajo personal, nuestra lectura y meditación, ayudados precisamente por los escritos de experimentados maestros e inspirados autores, sobre todo aquellos que han reproducido en sí mismos este incomparable modelo. Entre ellos se encuentra, naturalmente, el insigne apóstol del siglo XVII con su obra clásica del “Corazón admirable…”, donde dedica largas páginas a exponernos las virtudes del Corazón de la Virgen Madre para proponerlas a nuestra imitación. Recomendamos, pues, vivamente su lectura, pero como colofón de sus enseñanzas, retengamos estas consideraciones y exhortaciones suyas, tan evangélicas y estimulantes:


   “Una de las más útiles e importantes maneras de honrar al divinísimo Corazón de la Reina de las virtudes es tratar de imitar e imprimir en vuestro corazón una imagen viva de su santidad, dulzura, mansedumbre, humildad, pureza, devoción, sabiduría y prudencia; de su paciencia, obediencia, vigilancia, fidelidad, amor y de todas las demás virtudes”. (…)
   “Considerad que este Corazón virginal de la Madre de Dios es el más fiel depositario de todos los misterios y de todas las maravillas encerradas en la vida de nuestro Salvador, según el testimonio de San Lucas: ‘…y su Madre conservaba todas estas palabras y hechos rumiándolos en su Corazón’. (…) Por tanto, el Corazón de María es el libro vivo y el Evangelio eterno en el cual el Espíritu Santo ha escrito con letras de oro la Vida admirable de Jesús. A este libro, pues, debemos acudir constantemente si queremos hallar la Sabiduría, que se encuentra en los ejemplos y en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo”. (“Corazón Admirable”, L 11, c. 2 y passim).


   A medida que tratemos de adentrarnos en esos secretos que guarda el Corazón de María, será Ella misma la que se convertirá en nuestra Maestra viva, y no solamente nos dará luz para sondear todo ese tesoro espiritual, sino que, además, nos irá comunicando la gracia divina necesaria para que ello se convierta en fuente de vida y en horno de encendido amor, es decir, en un progreso constante de perfección y santidad.


   No olvidemos que nuestro primer e imprescindible modelo en este trabajo diario y escondido de imitación y de dependencia de María, debe ser siempre el mismo Jesús, primer hijo de María. Sobre este tema recomendamos vivamente leer y meditar frecuentemente un librito hermoso del Padre E. Neubert, marianista, titulado “La Devoción a María”. He aquí algunos párrafos, resumidos, a modo de ejemplo:


   “En este trabajo de imitación, Jesús mismo quiso constituirse nuestro modelo. Pero, ¿no es verdad que fue María la que tuvo que imitar a Jesús? Claro que sí. Pero también lo contrario es verdad. Él quiso asemejarse a su Madre tanto en lo físico con lo moral, como ningún hijo a la suya. En lo físico, tengamos en cuenta la ausencia total de intervención paternal en la concepción de Jesús; por lo tanto, por ley natural de herencia Jesús había de tener un parecido total a su Madre. Sus rasgos, su fisonomía, su mirada, sus gestos, su continente, su andar, todo su porte evocarían los de su Madre. En lo moral, podemos decir que todavía más. Primero porque, como Dios, aún antes de engendrarle a Él, ya Él la había preparado de propósito para que fuera digna madre suya. Él preparó con tiempo y a perfección el palacio en el que luego había de morar, según la frase repetidamente empleada por muchos Santos Padres y autores eclesiásticos.

   Por tanto, ¿qué perfección moral no sería la del Corazón y el alma de María? Tanta que luego pudiera servir de modelo (y digamos, también de molde) al mismo Dios, pero en su condición humana.

  Este ha de ser, pues, nuestro ideal: establecer entre María y nosotros el parecido que media entre Jesús y Ella, entre Ella y Jesús, pues era continua la influencia mutua que ejercía el uno en el otro.

   No tengamos miedo, pues, que el esfuerzo por pensar como María, querer y obrar como María nos retraiga de Jesús. Bien al contrario, pues Jesús, aun cuando será siempre el modelo perfecto, como Dios-Hombre acabado, fue Él mismo quien ha querido como templar los ardientes rayos del Sol, para que no ofusquen nuestros débiles ojos humanos, y acomodarlos a nuestra condición por los más templados y apacibles de la Luna. Hablamos metafóricamente, pero es la imagen que emplean los místicos cuando quieren explicarnos las verdades sobrenaturales que alimentan el alma del cristiano que aspira a la perfección”.


    Nuestro querido San Pío X tiene también algo que decirnos al respecto:

   “Es tanta nuestra cobardía que fácilmente nos arredramos ante la grandeza del ejemplar. Por eso Dios, providentemente, nos ha propuesto una copia de Jesucristo, tan perfecta cuanto es permitido a la naturaleza humana, pero al mismo tiempo maravillosamente acomodada a nuestra debilidad. Esta copia es la Madre de Dios y nadie más”. (Encíclica “Ad diem illum”).


   Pero, podríamos preguntarnos:

   ¿Por qué imitar a María para imitar a Jesús, y no imitar directamente a Jesús? Las razones son interesantes. Aparte de las que ya conocemos, una peculiar que a primera vista puede sorprendernos, es que María practicó y nos enseña virtudes que no encontramos en Jesús. Reparen en que no decimos “que faltaban a Jesús”. Por ejemplo, a causa de la unión hipostática, Jesús nunca tuvo fe ni esperanza…Además, María nos muestra todas las virtudes de Jesús, pero adaptadas a nuestra capacidad, como nos explicaba el Padre Neubert en el texto de más arriba. No cabe duda que ciertas virtudes, aun viéndolas en Jesús, al contemplarlas en María revisten un especial atractivo y una fuerza misteriosa sobre nuestro corazón. Contemplar con afecto filial, por ejemplo, su pureza virginal, su humildad, su sencillez, su caridad hacia el prójimo, su obediencia a Dios en el “Fiat mihi…”, etc., hace brotar en nuestro corazón una fuerza misteriosa que nos mueve a ser cada día más semejantes a la Madre para ser más dignas copias del Hijo.


   Por último, todavía nos falta resaltar el rasgo más importante que María ofrece a nuestra imitación: es su actitud ante Jesús. ¿De quién mejor que ella aprenderíamos e imitaríamos las disposiciones que un alma debe tener hacia Jesús? ¿Podríamos nosotros procurarle un gozo más intenso que tratando de reproducir sus disposiciones hacia Él? Sólo Ella nos puede enseñar a no vivir sino para Jesús, a sacrificarse por Jesús: esta es la cumbre de la imitación de María, y a la vez, el medio para escalar las cumbres de la santidad. Es más, como explicaremos a continuación, nuestra vida de dependencia y consagración a su Corazón Inmaculado tendrá como fruto directo la gracia de que María “nos preste” habitualmente su Corazón, para con él y en él, llegar a amar perfectamente a Jesús.


   Es lo que confirma esta página del “Tratado” donde nuestro santo de Montfort explica las prácticas interiores de la verdadera devoción a María:

   “Debemos en todas nuestras acciones mirar a María como modelo acabado de toda virtud y perfección que el Espíritu Santo ha formado en una pura criatura, para que lo imitemos, según nuestra capacidad. Es menester, pues, que en cada acción miremos cómo María lo ha hecho, o lo haría si estuviese en nuestro lugar. Para esto debemos examinar y meditar las grandes virtudes que Ella practicó durante su vida.  Acordémonos, diré una vez más, que María es el grande y único molde de Dios, propio para hacer imágenes vivas de Dios, con pocos gastos y en poco tiempo; y que el alma que ha hallado este molde y se pierde en él, muy pronto se transformará en Jesucristo, a quien este molde representa al natural”. (T.V.D. nº 260).


   Este texto nos muestra claramente que la mirada atenta y solícita a la divina Madre como modelo perfecto que debemos imitar nos conduce natural y derechamente a la DEPENDENCIA continua y amorosa de María.



La Dependencia


   ¿Cuál es el motivo de la afirmación precedente? La imitación nos lleva de por sí a la dependencia porque el modelo que tratamos de conocer, examinar y reproducir en nosotros no es inerte y muerto, sino “vivo y vivificador”. Si la Vida y Fuente única de la Vida divina en nosotros es Cristo Señor nuestro, María es el depósito y la dispensadora de esta misma Vida. Ella es la “Madre de la Divina Gracia”, es la “Medianera de la Gracia”.


   Por eso, el trabajo espiritual de imitación de María no puede separarse de nuestra dependencia respecto a su maternal acción en nuestra alma. Dependencia dulcísima que nos ennoblece, nos eleva y nos deifica, ya que supone como consecuencia espontánea y fecunda nuestra resolución sincera de:

1) Destruir todo lo que en nosotros se oponga de alguna manera a la acción maternal de María, que es la misma acción de la gracia en nuestra alma. Y lo que más radicalmente se opone a la gracia es el amor propio o voluntad propia, y todo lo que impide la acción del Espíritu Santo en nosotros.
2) Esforzarnos continuamente por entrar en los sentimientos, afectos y virtudes del Corazón de María, si es que realmente queremos ser hijos suyos predilectos.
3) Hacer entrega de nuestro propio corazón al Corazón de María, para que Ella, con plena posesión del mismo y actuando con entera libertad lo “forje” o “moldee” a la medida del Corazón de Jesús. Es así como el Corazón de María se convertirá en nuestro molde, en nuestra fragua.


   Dependencia amorosa que nos lleva directamente a nuestro tercer punto: la Consagración al Corazón Inmaculado. Es además la conclusión práctica de toda perfecta devoción mariana, como nos lo enseña San Luis María coronando con su famoso “acto de Consagración a Jesucristo, Sabiduría Encarnada, por medio de María”, toda su “Esclavitud Mariana”, que bien podríamos llamar, si preferimos, “filiación y consagración cordimariana”, con San Antonio María Claret. Y San Juan Eudes nos enseña la misma dependencia amorosa cuando nos recomienda: “Entregad frecuentemente vuestro corazón a esta Reina de los corazones consagrados a Jesús, y suplicadle que Ella tome entera y plena posesión del mismo, para que Ella lo entregue entero a su Hijo, a fin de que este grabe en él sus sentimientos, que lo adorne con sus virtudes, que lo haga según el Corazón del Hijo y de la Madre”. (Corazón Admirable, L 11, 2).


   Veamos pues de qué se trata, pues la Virgen en Fátima también pidió la Consagración a su Corazón Inmaculado.  


La Consagración


   Dejando para los expertos la misión de hablar en un futuro artículo de esta revista sobre la “Consagración de Rusia” pedida por la Virgen, diremos ahora brevemente qué entendemos por esta expresión, consagración, en una esfera solo individual o personal, como medio eficacísimo, y el más perfecto, de establecer en nuestra alma, y por lo tanto en nuestra vida, la devoción santificadora al Corazón Inmaculado.


   En toda “consagración” debemos destacar ciertos elementos indispensables o esenciales:

1) La dedicación a un fin sagrado. Una dedicación total lleva consigo la separación conveniente de todo lo profano, tanto en el uso de los sentidos exteriores como de las potencias del alma. Además, si esta dedicación es verdadera y sincera, ha de ser con una voluntad perpetua e irrevocable.

   Finalmente, una dedicación de tal naturaleza encierra necesariamente el concepto y la realidad de pureza total, especialmente de corazón o afectos, que es la característica del Corazón de María. Pureza que envuelve la perfecta humildad, la conformidad plena con la voluntad de Dios, el amor a Dios y al prójimo lo más intenso posible.

   Una tal pureza implica, lógicamente, el rechazo de todo egoísmo, amor propio o interés humano, y de todo placer que no concurra a la gloria de Dios y al bien de nuestra alma y del prójimo.


2) La consagración o dedicación, para que sea verdaderamente un “acto de religión” debe manifestarse por una fórmula o “rito sagrado”, que ratifica o sella exteriormente de una manera especial la voluntad. En este sentido, la consagración se podría comparar a una profesión religiosa. En efecto, los teólogos católicos nos dicen que la profesión religiosa es una ratificación voluntaria especial de la consagración bautismal, con un compromiso oficial ante la Iglesia, para cumplir con la mayor perfección posible los compromisos del santo Bautismo, que es de suyo una consagración a Dios, al quedar ungidos como miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo.


   Pues bien, así como la profesión religiosa adquiere valor canónico cuando el religioso pronuncia sus votos ante la Iglesia, de la misma manera la consagración al Corazón Inmaculado de María adquiere su valor propio y específico cuando el devoto de la Virgen pronuncia su “voto” de pertenencia total a la Santísima Virgen, a su Corazón Inmaculado. Y si bien este “voto” carece de valor oficial o canónico ante la Iglesia, no deja de ser un compromiso formal ante Dios por el que nos obligamos a nosotros mismos a que Nuestra Señora sea dueña absoluta de nuestros corazones.



   Dejemos al “doctor” de la Esclavitud mariana explicarnos de qué se trata:
  
“Consagrarse a María es darse todo entero a la Santísima Virgen, para estar totalmente unido a Jesucristo por Ella. Debemos darle:
1º) Nuestro cuerpo con todos sus sentidos y miembros.
2º) Nuestra alma con todas sus potencias.
3º) Nuestros bienes exteriores, llamados de fortuna, presentes o venideros.
 4º) Nuestros bienes interiores y espirituales, o sea, nuestros méritos, nuestras virtudes y nuestras buenas obras pasadas, presentes y futuras; en una palabra, todo cuanto tenemos en el orden de la naturaleza y en el de la gracia y de la gloria, sin reservarnos nada, ni un céntimo, ni un cabello, ni la más pequeña acción buena; y esto por toda la eternidad y sin pretender ni esperar ninguna recompensa de nuestro ofrecimiento y servicio, más que el honor de pertenecer a Jesucristo, por Ella y en Ella, aun cuando esta amabilísima Señora no fuese siempre, como en realidad es, la más liberal y agradecida de las criaturas”. (T.V.D. cap. 4º, art. 1º).


3) En cuanto a la fórmula exterior de esta consagración, sólo diremos que tiene una importancia secundaria: su valor consiste en que es la expresión externa de una disposición interior, de la generosidad con que cada cual quiere obligarse a sí mismo a vivir esta entrega amorosa.

   Cada uno puede inventar la suya, si lo desea. Pero es más seguro remitirse a las fórmulas tradicionales, como la célebre del Tratado de la verdadera devoción como “esclavo de amor”. Por eso también en nuestro folleto “Cruzada del Corazón de María” proponemos varias fórmulas inspiradas en san Juan Eudes y la espiritualidad del “mensaje” de Fátima.


   Finalmente, resumiendo, diremos con el apóstol de la Esclavitud la manera práctica de cumplir y vivir la consagración: “Hacerlo todo por María, con María, en María y para María”. Pero recomendamos vivamente que cada cual lea personalmente la explicación detallada en el mismo “Tratado”.


   Es muy posible que nos hayamos extendido demasiado en el tema elegido. Confiamos en que nuestros benévolos lectores comprenderán y se dedicarán a lograr con todas sus fuerzas el fruto natural de la consagración al Corazón de María, que consiste esencialmente en hacernos vivir en unión y dependencia del espíritu y vida de María, para vivir en espíritu y dependencia del Corazón de Jesús. Sólo así ella será la confirmación efectiva del título que encabeza nuestras reflexiones sobre el valor santificador de esta devoción: el Corazón de María, nuestro molde vivo y vivificador.


Padre Luis María Canale.

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