domingo, 22 de septiembre de 2019

EL ROSARIO.




   La Religión Católica no tuvo nunca que temer sino el no ser estudiada, para qué no se le admirase, o no ser practicada, para que no se le aprovechase. Estudiarla y practicarla da por resultado el encontrar prodigios de sabiduría en cuanto esa divina religión enseña o propone, y a la vez reconocer las dulzuras inefables y los frutos de virtud y santidad que en sus sagradas prácticas se contienen.

   Tal sucede con la institución y la práctica del Rosario, que con razón se califica de santísimo. Si alguna institución, si alguna creación de mística piedad ha podido parecer pequeño pensamiento, y su práctica vulgar ejercicio piadoso de almas apocadas, es el Rosario; y sin embargo, esa institución es un portento de sabiduría, y esa práctica de piedad es un cúmulo de oradas y de dichas, como vamos a hacerlo palpar en estos estudios. Aquí no hay más, sino que admirar, si se estudia; sino que saciarse de gracias y dichas, si se gusta.

   Si los católicos tibios en su fe y en su piedad, entendiesen bien lo que es el Rosario, ya que no le rezan le rezarían; lo mismo habría de suceder y aun sucede, con los preocupados protestantes, si quisiesen reconocer que el Rosario es la flor del Evangelio y el perfume del amor a Jesucristo; y que no hay mejor manera de entender y pedir el vino del amor a Jesucristo, que como se vió en las bodas de Caná: por medio de María. Por fin, si los que rezan el Rosario conocieren bien el don de Dios y le rezaren y meditaren penetrándose bien de la grande obra que en ello practican, quedarán maravillados de la ciencia de su santa religión y de las gracias y delicias que nuestro Dios como su fuente, y nuestra Madre Amabilísima como su viaducto, tienen para aquellos que los invocan.

   De ahí, que en esto del Rosario es gratísimo encontrar su origen histórico en un Santo Domingo, admirablemente elegido por la Reina del Cielo para dar a conocer el gran pensamiento de su institución, para ponerlo en ejercicio y para obtener un triunfo tan grandioso como lo ha sido la conversión y extinción de los herejes albigenses, sectarios tan hostiles y adversos al cristianismo, como los racionalistas el día de hoy, y tan funestos en sus propósitos como los actuales socialistas. Quiere decir, que el Rosario vino a detener por ocho siglos ese luctuosísimo diluvio de la moderna impiedad en que está hoy anegado el mundo cristiano, y esa proterva audacia socialista de que hoy se ven amenazados los cristianos y aun los mismos descreídos moderados, con la diabólica y pavorosamente franca guerra de aquellos furiosos a Dios, a la familia y a la sociedad.


   Quien estudiare lo que fueron los albigenses, ya que sabe lo que son los descreídos modernos y los socialistas, reconocerá cuán maravilloso es el poder de Dios al cumplir a su Iglesia la promesa de no ser destruida y al valerse para ello de la invocación a la Vencedora de todas las herejías. Reconocerá también ese observador la, sabiduría de la Iglesia, que con el Rosario venció en Lepanto a los musulmanes y más tarde en Viena; en todas y siempre con el Rosario convirtió a los malos, e hizo más perfectos a los buenos. Y más que todo, tiene de reconocerse que la diabólica persecución mucho peor que la faraónica, con que hoy los descreídos se obstinan en acabar con el cristianismo y toda religión en el mundo, puede ser superada, y lo será ¡vive Dios! con la invocación del Rosario.


   No en vano el sapientísimo Pontífice León XIII (que Dios guarde) lo ha comprendido así con luminosísima mirada, y así lo ha proclamado en solemne encíclica y ha hecho un llamamiento a todos los fieles israelitas, para que unidos en esa poderosísima invocación, obtengan de la intercesión de María la salvación del pueblo de Israel, de la heredad del Señor y de su Ungido. He aquí sus palabras, dirigidas a los Obispos de todo el Orbe:

   “¡Obrad, pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar María y por salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios providenciales el que, en estos tiempos de prueba para la Iglesia, florezca más que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.

   “Quiera Dios que excitadas por nuestras exhortaciones é inflamadas por vuestros llamamientos, las naciones cristianas busquen, con ardor cada día mayor, la protección de María; que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a ese culto que nuestros antepasados tenían el hábito de practicar, no sólo como remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la piedad cristiana.”

   A esa gran palabra del magno León XIII, tan llena de verdad y oportunidad como la de todas sus grandiosas encíclicas, ha precedido otro mayor bajo algún aspecto, y es la de un gran hecho sobrenatural: el de las apariciones de la Virgen Santísima en Lourdes, apariciones de evidente verdad que han llenado el mundo con esplendores celestiales. Estos hechos son una nueva apología del Rosario: una pastorcita que le reza, la santa aparición que es atraída y queda complacidísima con tales preces, y las diversas demostraciones con que esa aparición da a entender que hoy, como en todos los siglos, y hoy más que nunca, está pronta a socorrernos y salvarnos. Y su excitativa, compendiada en dos expresiones: “penitencia” é “Inmaculada Concepción”, acompañada y seguida de ruidosísimos milagros, viene hoy a ser preconizada por la gran Encíclica del Rosario.


   En cuanto a nosotros, sin más misión que la del buen deseo, pero sujetos del todo a la censura de la Santa Iglesia, cuya fe por dicha queremos profesar con humildísima obediencia, vamos a continuar esté emprendido estudio, porque creemos prestar a Dios por medio de su amabilísima Madre, el especial homenaje que le debemos por inmensos favores recibidos de su bondad, gracias a la intercesión de 1a compasiva Señora, favores que esperamos habrán de acrecentarse a nosotros y a nuestros deudos, amigos y lectores, y habrán de tener feliz término en la eterna salvación nuestra y de ellos, como de tan Gran Rey y de tan Gran Reina lo esperamos.


C. Victoria, 6 de Septiembre de 1892.

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