22 de noviembre.
DESTINADO A HONRAR EL CUARTO DOLOR DE MARÍA.
Rezar la Oración inicial para todos los días:
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y
nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde
presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas
flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas,
¡oh María!, no os dais por
satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan
y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros
hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y
la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la
inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de
este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras
almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y
miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos,
es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los
unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos
en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos
cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida
y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes
y resignados.
Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN.
Había llegado la hora fatal, anunciada por
el anciano Simeón, en que el corazón de María seria despedazado por una espada
de dos filos, Jesús había caído en poder de sus enemigos, quienes espiaban
desde largo tiempo el momento oportuno para hacerlo la víctima sangrienta de
sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal, como un homicida o
incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen, fue en todas partes
el blanco de las injurias, de los baldones y de los más crueles e inhumanos
tratamientos.
Descargaron sobre sus espaldas una lluvia de
rudos azotes, ciñeron su cabeza con una corona de punzadoras espinas y cargaron
sobre sus hombros chorreantes de sangre una pesada cruz, instrumento así de su
cercano suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso, lo obligaron a recorrer
el largo y áspero sendero que mediaba entre el Pretorio y el Calvario,
apresurando a fuerza de golpes su marcha lenta y fatigosa. De
esa manera se arrastraba penosamente aquella figura de hombre, dejando marcadas
sus huellas con un reguero de sangre, mientras que a lo largo del camino se
agrupaban multitud de espectadores, que demostraban en sus rostros o la
satisfacción del odio, o una estéril compasión.
Una mujer llorosa, sumergida en un dolor
inexplicable, penetró por medio de la multitud para salir al encuentro del
divino ajusticiado; y desafiando las iras de los verdugos, se acerca a él y
clava en su rostro ensangrentado los ojos anegados en lágrimas. Es María que va
en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había dejado
sano y lleno de vida; pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas lo ve
convertido todo en una pura llaga. ¡Cuál sería su
dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada se
encuentra con la de su madre, y aunque sus labios nada hablan, sus ojos y su
corazón le dicen: «¡Oh
madre desolada! ¿cómo habéis venido hasta aquí sin temer las iras de mis
verdugos? Apartaos, que vuestra vista redobla mis tormentos; dejadme morir en
paz por la salvación de los pecadores y pagar con exceso de amor el exceso de
su ingratitud.» Y María con sus ojos, más bien que no con sus labios, le
diría: «¡Oh
hijo muy amado! ¿Quién os ha reducido a tal extremo de sufrimiento y de dolor?
¿Qué habéis hecho ¡oh inocentísimo cordero! para ser tratado de este modo?
Porque resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio? porque sanabais a
los enfermos, ¿os han azotado cruelmente? porque dabais vista a los ciegos,
oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os han coronado de espinas, y
cargado con esa cruz? ¡Ah! permitidme padecer con Vos y morir con Vos en ese
madero. Yo no quiero vivir ya; la vida sin Vos me es aborrecible y la muerte
seria mi único consuelo…»
El dolor de María no sólo es grande por su intensidad, sino sublime por
el heroísmo con que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el sufrimiento, le
sale al encuentro y con paso resuelto va a buscarlo a su misma fuente. María
pudo evitar, huyendo a la soledad, la vista de ese espectáculo sangriento. Pero
no, ella vuela en alas del amor que todo lo vence y que todo lo soporta; se
abraza con la cruz, y olvidándose de sí misma para no pensar más que en el
amado de su corazón, desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivio a su
hijo perseguido.
¡Ah! cuánto acusa este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar, sino para
aceptar el sufrimiento y el sacrificio. Muy distantes de amar la cruz, la
rechazamos con repugnancia, y si la aceptamos, es porque no está en nuestra
mano rechazarla. Y sin embargo la cruz es la llave del cielo y cargados con
ella hemos de atravesar el camino de la vida, si queremos recibir recompensas
inmortales. Y ¡qué tesoro de paz se
oculta en el sufrimiento voluntariamente aceptado! No hay dulzura
comparable con la que saborea el alma amante de Jesús, cuando carga sus hombros
con la cruz que él arrastró a lo largo del camino del Calvario. Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es amargura;
sufrir cuando el amado padece, es dulcísimo gozo. Unamos nuestros pesares,
trabajos y desgracias a los de María y hallaremos fuerza, aliento, Valor y
hasta alegría en medio de las espinas de que está sembrado el camino de la
vida.
EJEMPLO
La medalla milagrosa
Conocida es en todo el mundo la medalla que,
por los portentos que se operaron con ella, ha recibido el nombre de milagrosa.
Su forma fue revelada en 1830 por la misma Santísima Virgen a una Hermana de la
Caridad de Paris. Representa en el anverso a María en pie y con los brazos
extendidos, haciendo brotar de sus manos un haz de rayos, símbolo de las
gracias que María derrama sobre los hombres. Al rededor se lee esta
inscripción, dictada por los labios de la bondadosa Madre: ¡Oh María, concebida sin
pecado, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!
Llenos están los anales de la piedad cristiana con los prodigios de todo
género obrados por esta medalla, que parece ser como un talismán que encierra
el secreto de la más decidida protección de María. Entre otros innumerables
hechos que atestiguan esta verdad, referiremos una
conversión verificada en la isla de Chipre en 1864.
Vivía allí un hombre acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija
muy amada, había abandonado toda practica de religión y había caldo en la más
completa indiferencia religiosa. Este caballero enfermó gravemente, hasta el
punto de que fueron inútiles todos los esfuerzos para restituirle la salud. Uno de los sacerdotes de la isla lo visitaba
frecuentemente con la esperanza de que aceptase los auxilios de la religión. Pero
el corazón del buen sacerdote se llenaba de amargura al ver que todas sus
exhortaciones obtenían la misma respuesta dilatoria: «Ya tendremos tiempo; lo
veremos dentro de algunos días; por ahora no tengo disposiciones; espero
mejorarme.»
Mientras tanto los síntomas de la muerte se hacían cada vez más
próximos. Ya la respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse
sentir en las extremidades. Y, sin embargo, el endurecimiento de aquel corazón
continuaba, y siempre la misma respuesta: Después… por ahora no… Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para articular
una palabra, y las pupilas se negaban ya a recibir la luz del día, y en pocas
horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la obstinación continuaba.
En esos momentos angustiosos tuvo el buen
sacerdote la inspiración de acudir a la medalla milagrosa. Sentado
estaba junto al moribundo sin atreverse a hablarle de aquella medalla, porque
pocos momentos antes le había dicho terminantemente que no quería oír hablar de
religión ni de Sacramentos. No sabiendo que hacer, encomendó fervorosamente a
la Santísima Virgen la suerte de aquel pecador obstinado y colocó
disimuladamente la medalla sobre la almohada. ¡Oh
maravillosa clemencia de María! pocos momentos después, el enfermo se
vuelve a él y le dice: «Y
bien ¿cuándo comenzamos?»
—«¿Qué
es lo que desea comenzar? le preguntó el sacerdote,
temiendo que el enfermo se refiriese a otra cosa.»
—Mi
confesión; pues que, si se ha de hacer alguna vez, convendría hacerla pronto.
La confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que aquella
vida que tocaba a su término, hubiese recobrado toda su fuerza. Terminada la
confesión, el sacerdote le presentó la medalla, diciéndole que a esa prenda de
la protección de María debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió en sus manos trémulas y la llevó a
sus labios, cubriéndola de ósculos de ternura y de lágrimas de arrepentimiento.
En esa actitud se escapó suavemente de su pecho el último suspiro.
Si
esta medalla lleva consigo tan admirables tesoros de gracias, procuremos
llevarla siempre sobre el pecho, y repetir con frecuencia la jaculatoria que
lleva al pie para asegurar en nuestro favor la protección de María.
JACULATORIA
Yo quiero también, María,
llevar la cruz en mis hombros
y ayudarte en tu agonía.
ORACIÓN
¡Oh dolorida Madre de Jesús! qué triste es para mí contemplaros en la calle de la
amargura, sumergida en el más acerbo desconsuelo al ver tratado a vuestro Hijo
como un malhechor y arrastrado ignominiosamente a la muerte. Pero, más que
vuestros mismos dolores, me asombra el heroísmo con que desafiasteis los
peligros y salisteis valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego
por los méritos de la pasión de Jesús y de vuestros Dolores, la gracia de
sobreponerme con santo valor a todas las aflicciones, disgustos, enfermedades,
miserias y dolores de la vida.
Hacedme sentir ¡oh
Virgen santa! en medio de los pesares la paz y
consuelos celestiales que gustan las almas que saben sufrir por Dios; que yo
mire esta tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro amor ni otro
deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con satisfacción
la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros.
Aceptad ¡oh
afligida Madre! las lágrimas de compasión que
vierto, que es dulce para la madre ver que sus hijos participan de sus dolores
y unen sus lágrimas con las suyas. En recompensa de este signo de mi filial
amor, dadme fuerzas para arrastrar mi cruz y no desfallecer hasta dejarla en el
Calvario, donde, muriendo con Jesús, tendré la dicha de resucitar con Él para
gozar eterna mente en el cielo. Amén.
Rezar la oración final para todos los días:
ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra
buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que
colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a
solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo,
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la
fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas
del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia y
que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1—Hacer
el santo ejercicio del Vía Crucis uniéndose a los dolores de Jesús y María en
el camino del Calvario.
2—Hacer
un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
3—Imponerse
alguna mortificación corporal en honra de los padecimientos del Hijo y de la
Madre.
Presbítero Vergara Antúnez.
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