DÍA 1º de diciembre.
DESTINADO A HONRAR LA CORONACIÓN DE MARÍA EN EL CIELO
Rezar la Oración inicial para todos los días:
Oración para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y
nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde
presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas
flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por
satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan
y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros
hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y
la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí; los lirios que Vos nos pedís son la
inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de
este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en
separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos
es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los
unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo
todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito
procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Después del triunfo de Jesús, jamás presenciaron
los ángeles triunfo más espléndido que el de María al hacer su entrada en el
Paraíso. Los príncipes de la corte celestial le salen al encuentro
batiendo palmas triunfales y entonando dulcísimos cantares al compás de sus
citaras de oro. Un trono hermosísimo aparejado a la diestra de Jesús, es el
lugar destinado para aquella a quién los ángeles proclaman reina y soberana, y en
medio del júbilo universal ocupa ese trono que habían visto hasta ese momento
vacío. Los más encumbrados serafines ciñen la frente de María con una corona
más rica y gloriosa que la de todos los reyes de la tierra. Forman esa corona
doce relucientes estrellas, como habla el Apocalipsis, que representan a los
apóstoles, de los cuales es proclamada reina, como fue en la tierra su madre,
su apoyo y su consuelo. Además de esas estrellas de primera magnitud que
hermosean la corona de María, brillan muchas otras que representan a los nueve
coros de los ángeles, quienes ven en ella a la mujer bendita que quebrantó la
cabeza de la serpiente. Esas estrellas representan a los patriarcas y profetas de la antigua ley, que
prepararon la descendencia de esa mujer incomparable y anunciaron su venida; a
los doctores de la Iglesia, que se reconocen deudores a María de la luz que por
su medio les fue comunicada, y en la cual bebieron la doctrina con que
resplandecieron; a los mártires, que aprendieron de María la invencible
fortaleza con que desafiaron las iras de los tiranos y dieron contentos su vida
por la fe de Jesucristo; a las vírgenes, a quienes enseñó María a abrazarse con
la bellísima flor de la virginidad, que era hasta entonces desconocida en el
mundo y que hoy perfuma con sus aromas el cielo. Todos los bienaventurados la miran con el más profundo acatamiento,
por cuanto fue la madre del Redentor, y a impulsos de su gratitud y de su
admiración, le rinden sus coronas, confesando que ella es verdaderamente su
reina y la de todo el universo.
La Iglesia militante no cede en entusiasmo a la triunfante en reconocer
a María por soberana. Los peregrinos de la tierra la invocan en medio de los
contratiempos de la vida con la confianza que inspira su poder, porque nada le
podrá ser rehusado después del triunfo que alcanzó en su entrada al Paraíso. ¡Qué gloria y qué dicha para nosotros tener una Reina tan
poderosa y tan clemente! Qué inestimable felicidad la nuestra al saber
que ella se honra con ejercer su amoroso imperio en los desvalidos para
socorrerlos, en los menesterosos para enriquecerlos, en los atribulados para
consolarlos, en los pecadores para llamarlos a penitencia, en los justos para
sostenerlos en sus combates y en los desgraciados para comunicarles la
resignación y el aliento en sus trabajos. ¡Ah! nosotros debiéramos tener a mayor honra ser el último de
sus vasallos que empuñar el primer cetro del mundo. En su protección tendremos
cuanto podemos necesitar en nuestro destierro; luz, fuerzas, consuelos,
esperanza, una prenda segura de salvación. Sirvámosla como fieles y rendidos
vasallos; hagamos nuestros los intereses de su gloria; alegrémonos de verla tan
colmada de grandezas y extasíense nuestros apasionados corazones en la gloria
de que Dios la colma en el cielo. ¡Felices los que la honran y la sirven!
EJEMPLO
Magnificencia de María en el cielo
Había en el monasterio de la Visitación de
Turín una religiosa doméstica, que por su santidad era la edificación de sus
hermanos en religión. Distinguíase especialmente por una devoción ternísima a
la Santísima Virgen. En 1647 Nuestro Señor favoreció a su sierva con una
enfermedad que al parecer debía terminar con la muerte. Los médicos declararon
que no la entendían, y los remedios que le propinaban, en vez de aliviarla,
redoblaban sus padecimientos.
Un día en que sus dolencias llegaron a un extremo de rigor insoportable,
se sintió de improviso poseída del espíritu de Dios y en un estado de completa
enajenación de sus facultadles y sentidos. Dios
quiso premiaría haciéndola gozar por un momento de la visión del cielo y en
especial de la gloria de que allí disfruta la Santísima Virgen.
«¿Quién podrá
referir, decía la venerable religiosa, los portentos de la hermosura y grandeza
incomparables de esta Reina del empíreo? Para dar una idea de tanta grandeza
necesitaría la lengua de los ángeles y hablar un idioma que no fuese humano.
Esa hermosura y grandeza son tales que jamás se ha dicho en el mundo nada que
se aproxime ni de lejos a la realidad. Después de haber visto lo que me ha sido
dado ver, no experimento ya la satisfacción que antes sentía al oír publicar
las alabanzas de María, pues la expresión humana me parece baja y grosera.
Incapaz de declarar convenientemente lo que he visto, sólo diré respecto de la
grandeza de María, lo que decía del cielo el Apóstol San Pablo, esto es, que el
entendimiento del hombre no puede comprender lo que Dios nos prepara de placer
y felicidad con sólo ver a la Santísima Virgen en la plenitud de su gloria. Yo
la vi sentada en un trono brillante como el sol, sostenida por millares y
millones de ángeles. En rededor de este trono vi un infinito número de santos
que le rendían y tributaban mil alabanzas. Esto me hizo pensar que aquellas
almas bienaventuradas eran como otras tantas reinas de Saba alabando en la
celestial Jerusalén a la Madre del inmortal Salomón.»
«Tan dulces eran sus miradas, tan suaves y
deliciosas sus sonrisas, tan llenos de gracia y majestad sus movimientos que
habría estado toda una eternidad contemplándola sin cansarme. Su rostro, de
hermosura incomparable, despedía una luz tan viva que llegaba hasta mi
envolviéndome en sus resplandores. Una corona de relucientes estrellas formaba
un cerco en torno de su frente. Me parecía ver que con una respetuosa y amorosa
Majestad ella adoraba un objeto que se escondía a mis miradas: era, sin duda,
la Divinidad que se ocultaba en medio de una luminosa oscuridad adonde mis ojos
no podían llegar. Yo vi que la soberana Reina del cielo, revestida de una
gracia arrobadora, pidió a Dios, no sólo, mi salud sino también la prolongación
de mi vida, y una dulcísima sonrisa que se dibujó en sus labios purísimos me
dio a entender que la Divinidad accedía a su súplica. En efecto, el día de la
gloriosa Asunción me encontré completamente curada, y en disposición de dejar
la cama y ejercer mis oficios.»
«Esta visión me inspiró un desprecio tan
grande por todo lo creado, que desde entonces no he visto ni hallado nada que
me cause ni el más ligero placer: me hallo enteramente insensible para todo lo
de este mundo. Esta visión me ha inspirado, además, una confianza sin límites
en el poder y bondad de esta Madre de amor, pues he podido comprender cuán
grande es la eficacia de su intercesión por la prontitud con que fue atendida la
súplica que por mí se dignó presentar, de manera que habría podido decirse que
en vez de suplicar habia ordenado.»
«Fáltame aún decir, que he comprendido que
la incomprensible grandeza de María es debida al abismo de su humildad. Si, la
humildad la ha hecho Madre Dios, la humildad la ha elevado sobre todos los
ángeles y santos…»
He aquí un pálido reflejo de la gloria de
María en el cielo revelada a la tierra por un alma que mereció el insigne favor
de contemplarla por un instante. Acreciente esta revelación el amor y la
confianza hacia ella en nuestros corazones, para que, invocándola en nuestras
necesidades, logremos un día la dicha inefable de gozar de su compañía.
JACULATORIA
Salud ¡oh Reina del cielo!
Salud ¡oh Madre querida!
Fuente de paz y consuelo,
sé nuestro amparo en la vida.
ORACIÓN
¡Oh poderosa Reina del cielo y de la tierra,
postrados a vuestros pies, venimos en este día, consagrado a recordar las
coronas que ciñeron vuestra frente, a unir nuestras voces de júbilo a los
himnos que entonaron los ángeles y los bienaventurados el día de vuestra
gloriosa coronación!
¡Cuán dulce es para nosotros, que nos
complacemos en llamaros nuestra madre, veros levantada a tan excelsa gloria y
revestida de tan alto poder! Sabemos, dulce madre, que todo lo podéis en el cielo y
que jamás será desgraciado el que merezca vuestra decidida protección; sabemos
también que, a Vos, como madre, Dada os será tan grato que alargar a vuestros
hijos una mano compasiva para auxiliarlos y protegerlos. Por eso nos es
permitido depositar en Vos nuestra más dulce confianza; por eso acudimos a Vos
con la seguridad de no ser jamás desoídos; por eso experimentamos tan dulce
complacencia al invocar vuestro nombre; al llamaros en nuestro socorro. Tierna
madre nuestra, nosotros necesitamos en toda hora de vuestra maternal solicitud;
no nos abandonéis en medio de las borrascas del camino.
Vasallos rendidos, os imploramos como a Reina que dispone de un omnímodo
poder para emplearlo en provecho de sus fieles súbditos; no permitáis, Señora,
que abandonemos alguna vez nuestra gloriosa cualidad de vasallos humildes y
rendidos para hacernos esclavos de las pasiones, del mundo y del demonio.
Alcanzadnos la gracia de vivir y morir a la sombra de vuestro manto de madre y
vuestro cetro de Reina, a fin de haceros un día eterna compañía en el cielo. Amén.
Rezar la oración final para todos los días:
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro
Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos
obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros
agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo
servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo;
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe
sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia
regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y
que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1—Rezar
una tercera parte del Rosario en homenaje a la gloria de María en su coronación
en el cielo.
2—Hacer
tres actos de vencimiento de la propia voluntad, pidiendo a María el espíritu
de sacrificio.
3—Repetir
nueve veces el Gloria Patri en honra de la Santísima Trinidad en agradecimiento
de los favores otorgados a María.
Presbítero Vergara Antúnez.
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