Día 4 de diciembre
EL AMOR
QUE DEBEMOS PROFESAR A MARÍA
Rezar la Oración inicial para todos los días:
Oración para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello
Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro
santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono
de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas
flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores
cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son
las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una
madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus
pies es la de sus virtudes.
Sí; los lirios que Vos nos pedís son la
inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de
este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en
separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos
es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los
unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo
todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito
procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Si la bondad maternal de María no fuera
bastante motivo para decidirnos a amarla, la consideración de sus perfecciones
no podrá menos de hacer brotar en nuestros corazones el más ardiente y generoso
amor por la que reúne en si todo lo que hay de grande y perfecto en el orden de
la naturaleza y de la gracia.
La belleza física y la belleza moral, la hermosura del cuerpo y del alma
arrebatan espontáneamente el amor a nuestros corazones, porque, como dice un
sabio de la antigüedad, cualquiera que tenga ojos
para verla, no puede menos que tener corazón para amarla.
Ahora bien, ninguna criatura, después de
Jesucristo, ha poseído en grado más excelso la hermosura del cuerpo y del alma.
María fue la obra predilecta del poder del
Altísimo y en ella tuvo sus complacencias desde la eternidad. Su cuerpo destinado a ser el santuario de la divinidad,
debió de poseer toda la perfección de que es capaz la naturaleza y toda la
hermosura que convenía a la que debía ser el tabernáculo vivo y animado de la
belleza infinita. Por eso los Libros Santos, profetizando esa belleza
incomparable, han podido exclamar: «Toda hermosa eres, amiga mía, toda hermosa
eres;» lo que vale tanto como decir
que en su persona se encierra una belleza sin medida.
La belleza por excelencia es Dios; y
esa hermosura se comunica a las criaturas en el mismo grado en que se unen a
Dios, como la pureza de las aguas es tanto mayor, cuanto más cerca están a la
fuente. Y ¿con cuál criatura se ha unido más
estrechamente la infinita belleza que con María? ¿No la amó y la prefirió a todas
eligiéndola por madre del Verbo encarna do?
Esta consideración hacia exclamar a San Epifanio: «Sois ¡oh María! la primera belleza después
de Dios, y en comparación de la vuestra, no tienen sombra de hermosura los
serafines, ni los querubines, ni todos los nueve coros de los ángeles. Los
considero en vuestra presencia como a las estrellas del cielo, que pierden toda
su luz cuando el sol aparece.» Pero, sin necesidad de acudir a tales conjeturas, para
conocer la belleza física de María no necesitamos sino oír el testimonio de los
que tuvieron la dicha incomparable de verla cuando aún era peregrina de la
tierra. San Dionisio
Areopagita, después de haberla visto, decía que, si la fe no le enseñara
que no podía existir más que un Dios, habría adorado a la Santísima Virgen como
a Dios. La belleza cautiva sin violencia los corazones, y aun esas
bellezas frágiles e imperfectas que el mundo admira han tenido poder para
trastornar a pueblos enteros. Arrebate, pues, nuestro
amor la hermosura incomparable de María y encienda en nuestro pecho un incendio
voraz.
Pero si tanto puede la hermosura del cuerpo, ¿cuánto
más deberá seducirnos la belleza del alma, que excede a la primera como el alma
excede en excelencia al cuerpo?-Decía Santa Catalina de Sena, que si pudiésemos ver con los ojos del
cuerpo la belleza de un alma sin pecado y con sólo el primer grado de gracia,
quedaríamos tan sorprendidos al reconocer cuánto sobrepujaba a todas las
bellezas de la naturaleza corpórea, que no habría quien no desease morir, si
fuera preciso, por conservar beldad tan hechicera. Ahora
bien, si la última de las almas en el orden de la gracia encierra en sí tanta
belleza, y si remontado el vuelo contemplásemos a las almas que han sabido a
otros grados de gracia más elevados hasta llegar a la más perfecta, ¿cuánta no sería nuestra admiración en presencia de su hermosura?
Pues bien, la más elevada de esas almas no es más que una sombra
comparada con María, porque ella posee más gracias y,
por consiguiente, más belleza que todos los Santos
y bienaventurados juntos. Todas esas
celestiales bellezas son siervos y vasallos de María. Ella sola es la madre del Creador de todos ellos; ella
después de Dios, es quien tiene extasiados de amor y de dicha a los moradores
de la celestial Jerusalén.
¡Ah! ¡si los que se deleitan en las efímeras
bellezas del mundo hubiesen contemplado por un instante la beldad de María,
todo otro afecto moriría al punto en sus corazones! Mas si no nos es dado
contemplar con los ojos del cuerpo la hermosura de su alma adornada con todas
las piedras preciosas de las virtudes, a lo menos procuremos verla siempre con
los ojos del alma para extasiamos en su belleza y embriagarnos en las delicias
de su amor.
EJEMPLO
El Papa de la Inmaculada Concepción
Pío IX, cuya santa memoria está unida con
lazo de oro a las glorias de María, debió a la protección de esta Madre
bondadosa un señalado favor al comenzar su carrera sacerdotal. Mientras
el joven Juan María Mastai era
estudiante, le acometió una grave enfermedad que lo inhabilitaba para seguir
las inclinaciones, que lo arrastraban al estado eclesiástico. Esta enfermedad
era la epilepsia, que comúnmente es incurable. Los médicos confesaron su
impotencia para contener el mal y presagiaban en poco tiempo un término lamentable.
Cuando comenzó a cursar teología los ataques eran
menos frecuentes, y pudo recibir las órdenes menores.
En esa época pasaron por Sinigaglia, pueblo natal de Pío IX, varios misioneros, a quienes
prestó el joven Juan María con celo ferviente los humildes servicios de
Catequista. Esto le valió la dispensa de la Santa Sede del impedimento para su
ordenación, con la condición de celebrar el santo sacrificio acompañado de otro
sacerdote. La enfermedad no había desaparecido, y
todo inducía a creer que llegaría con el tiempo a imposibilitarlo para el
ejercicio del ministerio sacerdotal, no obstante, la bondad y condescendencia
paternales que había usado para con él el Papa Pío VII.
El joven sacerdote había aprendido a amar a
María en las rodillas de su piadosa madre, y desconfiando de los recursos
humanos, puso toda su confianza en la protección de la Santísima Virgen. Con el fin de interesarla más en su favor emprendió una
peregrinación al célebre santuario de Nuestra Señora de Loreto, donde pidió con fervoroso ahínco la salud para dedicarse todo entero a la
salvación de las almas. La Reina del cielo acogió
benignamente la súplica de aquel humilde sacerdote que tanto había de
glorificaría, y desde ese momento la epilepsia desapareció para siempre.
Reconocido a tan insigne favor, se consagró
con mayor esmero a servir y ensalzar a su protectora celestial; y a este amor
hacia María acrecentado por esta curación milagrosa, debe la Cristiandad la
declaración dogmática de la Inmaculada Concepción, que tanto ha contribuido a
encender en las almas el amor y la confianza en la Madre de Dios.
Elevado más tarde a la más alta dignidad de
la tierra, y después de haber ornado las sienes de María con la corona de la
Inmaculada Concepción, volvió Pío IX al santuario de Loreto para cumplir un
segundo voto. Allí puso a los pies de su soberana protectora un cáliz de oro de
exquisito valor artístico, y rogó por la Iglesia y el mundo en aquella Casa
donde comenzó la obra de la redención del mundo. No estaban lejanos los días
tempestuosos en que la ola de la impiedad arrebató al Papado sus dominios
temporales y derribó el trono secular en que se sentaba el Papa-rey.
La
misma generosa mano que libertó al sacerdote de una enfermedad incurable, infundió
valor indomable en el pecho del Pontífice para resistir a los enemigos de la
Iglesia y sostener la dignidad del Pontificado Romano, que nunca ha sido más
grande que en las horas de su martirio.
María, que ha
sido en todos los tiempos la celestial protectora de la Iglesia, lo ha sido muy
en especial del ilustre Pontífice que pasará a la historia con el nombre del
Papa de la Inmaculada Concepción.
JACULATORIA
Dulce Madre, pues me amas,
haz que siempre el alma mía
tanto te ame, que algún día
pueda al fin morir por ti.
ORACIÓN
¡Oh la más pura y hermosa de las criaturas! dulcísima
madre mía, ¿qué otra cosa podré deciros yo, vuestro
hijo y vuestro siervo, al considerar la perfección y belleza así de vuestro
cuerpo, santuario del Verbo encarnado, como de vuestra alma, precioso relicario
de las más excelsas virtudes, sino protestaros que os amo con toda la ternura
del más amante de los hijos?
Yo os
amo, María, porque en Vos se en cierra toda
perfección y belleza. Yo os amo, María, porque
sois más pura que la luz del sol, más galana que la flor del campo, más bella
que la aurora cuando son ríe a los prados, más amable que todo lo que arrebata
en la tierra nuestro amor. Yo os amo, María, porque
sois tan buena, tan misericordiosa, tan compasiva con vuestros pobres hijos,
porque sois Madre generosa que olvidáis las ingratitudes para no atender sino a
nuestra gran miseria. Yo
os amo, María, porque sois la Reina de los ángeles, la soberana de los
mártires y de las vírgenes, a quienes sobrepasáis en santidad y en
perfecciones, como el sol sobrepuja en esplendor a los demás astros del
firmamento. Yo
os amo, María, porque sois la consoladora de los afligidos, el refugio
de los pecadores, el sostén de los justos, el baluarte de los débiles y la dispensadora
de todas las gracias.
Concededme, Señora mía, la gracia de amaros siempre con la misma ternura, de
serviros siempre con ardiente solicitud y de acompañaros un día en el cielo
para unirme eternamente a Vos. Amén.
Rezar la oración final para todos los días:
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro
Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos
obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros
agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo
servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo;
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe
sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia
regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y
que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1—Adoptar
la práctica de llevar al cuello un escapulario, medalla u otro objeto que tenga
la imagen de María, e invocaría en la hora de la tentación y del peligro.
2—Rogar
a María delante de alguna imagen suya por las necesidades de la Iglesia y en
especial de la de nuestra Patria.
3—Privarse
en algún día por amor a María, de comer cosas de gula y apetito.
Presbítero Vergara Antúnez.











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