martes, 2 de febrero de 2021

La Purificación de la Virgen María. —2 de Febrero.



INTRODUCCIÓN

 

 

Génesis y significación de esta festividad.

 

   La fiesta de la Purificación y Presentación en el Templo, común a Cristo y a su Madre, se celebraba ya en Jerusalén a fines del siglo IV. En Oriente es tenida principalmente como fiesta del Señor y clasificada entre las principales del año; mientras que, en Occidente, a pesar de la gran parte concedida en la liturgia al misterio de la Presentación, es para los fieles una festividad de María.

 

 

   La Iglesia Romana parece haber acogido esta idea en el siglo VI, bajo Justiniano, o poco después; fué introducida lo más pronto en el siglo VII en España, y en el VIII en Francia y Alemania.

 

 

   Los griegos la Ilaman la fiesta del encuentro del Señor, por Ia intervención de Simeón y de Ana, profetisa. La piedad cristiana ha visto en estos personajes a los representantes de la antigua Iey, viniendo a rendir homenaje al autor de la nueva.

 

 

   En nuestros ejercicios para el mes de Mayo, nos ocuparemos más por menudo y en sus partes de este gran misterio de la Presentación de Cristo y Purificación de Nuestra Señora. Las meditaciones que allí propondremos, se acomodan perfectamente a la fiesta de 2 de Febrero. En este lugar presentaremos una simple contemplación, en la cual, sin grandes pretensiones, recorreremos piadosamente la serie toda de los hechos que integran el misterio, discurriendo sobre cada uno de ellos y dejando que las reflexiones broten espontáneamente en nuestro entendimiento. El carácter mixto de la solemnidad nos hará considerar ya a Jesús ya a su bendita Madre.

 

 


 

CONTEMPLACIÓN.

 

 

«Cum simplicibus sermocinatio ejus» (Prov. 3, 32).

 

 

«Dios comunica sus secretos a los corazones sencillos y rectos».

 

 

 

Plan de la contemplación.

 

   En el primer punto nos aplicaremos a considerar la Presentación y la Purificación, en el segundo el encuentro con Simeón; en el tercero la intervención de Ana, profetisa.

 

 

1.er PRELUDIO. —En el día fijado por la ley, María y José se dirigen modestamente al templo de Jerusalén. Trae María en sus brazos al Niño Jesús para presentarlo a su Eterno Padre, y ella va a someterse al rito de la Purificación. San José la acompaña para hacer por María la ofrenda de los pobres: dos tórtolas o dos palominos. He aquí que, a la entrada del sagrado edificio, un santo anciano reconoce al Salvador y predice a María que este Niño, que por sí mismo es fuente de bendiciones, ha de ser contrariado y perseguido, viniendo así a convertirse para muchos en ocasión de ruina. Una espada traspasará el alma de María; se descubrirá el fondo de muchos corazones. Una santa viuda llamada Ana, sobreviene a su vez y experimenta a la vista de Jesús inefable consuelo, del que se apresura a hacer participantes a los que la rodean, y no cesa de elogiar al Niño, que le ha sido concedido ver, admirar y amar.

 

 

2.º PRELUDIO. —Figurémonos con toda precisión el camino que conduce al templo de Jerusalén, luego la entrada del sagrado edificio y uno de sus departamentos.

 

 

3.er PRELUDIO. —Pidamos la gracia de conocer más y más a Jesús y a María y de imitarlos en su espíritu de sacrificio.

 

 


 

I. La Presentación y la Purificación.

 

 

   Apliquemos sucesivamente nuestra atención a las consideraciones siguientes:

 

 

   —¿No es bien extraño, a primera vista, el sencillo y modesto proceder que la Virgen y San José observan después del Nacimiento temporal del Verbo divino? Nada ha cambiado en su método de vida. ni en sus ocupaciones.

 

   Pero ¿qué esplendor humano podría convenir al infinito? En el cálculo de las distancias siderales, el espacio que separa las dos extremidades de la órbita en que la tierra se mueve, desaparee como cantidad despreciable. Del mismo modo, para la Majestad de un Dios, lo mismo da la riqueza que la miseria terrestre.

 

 

   A nosotros, que debemos habituarnos a juzgar las cosas desde el punto de vista divino, ha de conmovernos muy poco el brillo exterior, y aun principalmente aquel de que pudiéramos vernos rodeados.

 

 

   —María y José caminan, sin avergonzarse de aparecer vestidos con la librea de una honesta pobreza. No buscan atraerse las miradas. La virtud les enseña a practicar este desasimiento de los bienes de acá abajo y a conquistar esa elevación de sentimientos, cuya teoría no podrá sin gran esfuerzo comprender la sabiduría humana.

 

 

   ¿Y nosotros, a quienes tan claramente se nos inculcan la teoría y la práctica, desplegamos tal grandeza de alma? ¡Cuánto buscan tal vez el lujo y la elegancia al menos en cuanto nos son asequibles según nuestro estado! ¡Qué de secretos artificios para hacer valer nuestros escasos méritos!

 

 

   —Nada difícil fué para María pasar por pobre; pero sí le fué muy costoso pasar por las apariencias de haber contraído alguna mancha, no fuese sino legal. Ninguna humillación le entraba tan adentro del corazón como ésta y, sin embargo, la soporta con paciencia y con tal modestia, que nada se le nota. Si otras madres llegaban al templo al mismo tiempo, ningún testigo podía decir: «Entre estas mujeres hay una exenta de la ley y que se sujeta a ella con obediencia enteramente voluntaria».

 

 

   Tal es la nota característica de la exquisita humildad, que presta a Dios su entera obediencia, va más allá del precepto, se conforma con las comunes observancias y no alega razones para dispensarse o excusarse. ¡Oh, cuánta belleza moral puede encubrir un proceder cristiano, aun en las cosas más pequeñas!

 

 

   —Jesús es presentado a su Padre. ¡Cómo se inmola en su corazón! ¡Qué total oblación de sí mismo! Llévala a cabo mientras permanece en los brazos de su Madre, y la Madre ratifica la población del Hijo.

 

 

   Insistamos un poco sobre el gran ejemplo de generosidad propuesto aquí a los hombres en general, y más particularmente a los padres y a los hijos. El hombre, criatura tan amada, no puede presentarse a Dios, sino para ofrecerse a él generosamente, sin reserva y sin límite. La bondad de Dios, lo mismo que sus derechos, repugnan a toda restricción. Sin embargo, cuando se trata de sacrificios reales, de aquellos en que se ofrece algo de nosotros mismos, obligándonos a renunciar a una satisfacción actual, a una acariciada perspectiva, ¡qué de perplejidades, qué de tardanzas, qué de repulsas! ¡Cómo regateamos a Dios lo poco que nos pide, sabiendo cuánto nos ha dado! La generosidad es tal vez más rara en los padres que en los hijos. La ternura irreflexiva de aquéllos, cierra muchas veces a éstos la más hermosa de las carreras, y se cumple a la letra la palabra del Señor: «EI hombre halla sus enemigos en sus parientes» (Mateo 10, 36). ¿Es esto prueba de verdadero amor en los padres? ¿Es buscar el verdadero provecho de los que aman? ¿No es más bien descubrir una segunda intención personal? Y Dios, con todo, no pide sino para devolver y para recompensar magníficamente. ¡Inspirados de Dios los que le dan; dichosos los que se sacrifican por Él! Gocémonos de tener algo que Dios parece codiciar.

 

 

   Mas ¿por qué es rescatado Jesús? Ya que pretende sacrificarse realmente a su Padre, parece que nada debía ofrecerse para rescatarlo.

 

   Omitir la ceremonia del rescate hubiera sido derogar las costumbres y provocar extrañezas y críticas.

 

   Pero, además, se nos ocurre una aplicación espiritual. Jesús que era todo de su Padre, debía ser también nuestro. Al ser rescatado, nos es en cierto modo devuelto. Se pagaron por Él cinco siclos (El siclo es una moneda de los hebreos).

 

   La exigüidad de este precio, representa bien los presentes que a Dios ofrece nuestra humanidad en cambio de tanto como recibe de Él. ¡Cuán poca cosa son nuestros dones! ¡Ofrézcanoslos a lo menos de todo corazón!

 

 


 

II. Llegada de Simeón.

 

   Muéstranos el Evangelio, en este noble anciano, un hombre justo y timorato en comunicación con el Espíritu Santo. ¡Cómo crece con esta acción divina y cómo es consolado!

 

 

   Si vivimos bien puros y muy recogidos, la santa unción del Espíritu de Dios llenará nuestra alma, transformando nuestra vida, nuestro obrar y aun nuestro exterior. ¿No es éste por ventura el sello de santidad que distingue a los hombres verdaderamente entregados a Dios?

 

 

   —Simeón había recibido la promesa de ver al Salvador y he aquí que le estrecha en sus brazos. ¡Oh, y cómo da Dios más de lo que promete!

 

 

   Gustemos del grande y santo gozo de este, anciano, más capaz de satisfacer su corazón que todos los placeres de acá abajo.

 

   Pensemos que una más viva fe nos haría experimentar una dicha mayor en cada una de nuestras comuniones. Más bien que en nuestros brazos, está entonces Jesús en nuestros corazones.

 

 

    «¡Ahora, exclama el varón de Dios, dejad en paz a vuestro siervo!» ¡Cuánta razón tiene! La posesión de Jesús es gaje de paz inagotable. En Él y con Él hallamos toda garantía, toda esperanza, todo bien.

 

 

   —Levantándose luego a más elevadas consideraciones, ve el santo anciano desarrollarse ante sus ojos todos los destinos del género humano, que parecen dimanar de esta oblación: la salvación a todos ofrecida; aceptada por algunos para su inenarrable gozo; rehusada por otros y convirtiéndose así en ocasión de su más honda ruina.

 

   He aquí el Niño puesto como signo de contradicción.

 

   Y esta profecía continúa realizándose a nuestra vista. Jesús es contradicho, y salva: contradicho en su persona, en su doctrina, en sus discípulos, en su lglesia; y salva por su persona, por su doctrina, por sus discípulos, por su Iglesia.

 

   Aquí hallaremos con qué confortarnos en las calamidades que afligen a la religión; con qué excitarnos a contribuir a la obra de la salvación; y también con qué movernos a reflexionar. ¿No contradicen nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestras acciones a los de Jesucristo?

 

 

   La contradicción de que es blanco el Hijo, halla un doloroso eco en el corazón de la Madre.

 

   Al fin de su predicción, Simeón anuncia que una espada de dolor pasará de parte a parte el corazón de María. El consueto de la Virgen, acá abajo, no se verá pues nunca, exento de pena.

 

 

   ¡Conmuévanos el destino de Nuestra Madre!

 

 

   El gozo sin mezcla no es de este mundo. Decididamente debemos apartar cualquier ilusión en contrario. Pero tanto el gozo como la pena pueden santificarnos. Este es el secreto de la verdadera sabiduría.

 

 


 

III. La piadosa viuda.

 

 

   —Admiremos ante todo la vida que aun antes de Jesucristo sabían llevar los justos. ¡Cuántos años hacía que esta buena mujer estaba entregada a la oración y mortificación! Era la vida edificante que a su sexo y a su edad convenía. Era el camino de su santificación. Era su apostolado. ¡Y nosotros, en plena luz del Evangelio, cuán atrás nos quedamos!

 

 

   —Ana rinde, a su modo, homenaje al Señor. Confitebatur, loquebatur, dice el sagrado texto, no cejaba en sus palabras y protestas de fe y devoción, y Dios acepta estas sencillas demostraciones. ¡Cuán fácil es complacerle cuando se te busca con rectitud!

 

 

   —Notemos finalmente con Bossuet, cómo la idea de sacrificio campea en este misterio y como que se cierne sobre él. Sangrienta inmolación de una paloma, inmolación futura del Hijo de Dios, sacrificio interior de Jesús y María, vida sacrificada de Simeón y Ana.

 

 


 

COLOQUIO

 

 

   Resumiremos al fin de esta meditación las reflexiones que más nos han movido y los propósitos que hubiéremos hecho como fruto de estas reflexiones.

 

Ofrezcamos un ramillete de ellas por José a María y por María a Jesús.

 

 


 

“MEDITACIONES SOBRE LA

SANTÍSIMA VIRGEN”

por e!

R. P. A. Vermeersch, S. J.

Profesor de Teología (1911)

 



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