La Religión Católica no tuvo nunca que temer
sino el no ser estudiada, para qué no se le admirase, o no ser practicada, para
que no se le aprovechase. Estudiarla y practicarla da por resultado el encontrar
prodigios de sabiduría en cuanto esa divina religión enseña o propone, y a la
vez reconocer las dulzuras inefables y los frutos de virtud y santidad que en sus
sagradas prácticas se contienen.
Tal sucede con la institución y la práctica del Rosario, que con razón se califica de santísimo.
Si alguna institución, si alguna creación de mística piedad ha podido parecer
pequeño pensamiento, y su práctica vulgar ejercicio piadoso de almas apocadas, es el Rosario; y, sin embargo, esa institución es
un portento de sabiduría, y esa práctica de piedad es un cúmulo de oradas y de
dichas, como vamos a hacerlo palpar en estos estudios. Aquí no hay más, sino
que admirar, si se estudia; sino que saciarse de gracias y dichas, si se gusta.
Si los católicos tibios en su fe y en su piedad, entendiesen bien lo
que es el Rosario,
ya que no le rezan le rezarían; lo
mismo habría de suceder y aun sucede, con los preocupados protestantes, si
quisiesen reconocer que el Rosario es la flor del
Evangelio y el perfume del amor a Jesucristo; y que no hay mejor manera de
entender y pedir el vino del amor a Jesucristo, que como se vió en las bodas de
Caná: por medio de María. Por fin, si los que rezan el Rosario
conocieren bien el don de Dios y le rezaren y meditaren penetrándose bien de la
grande obra que en ello practican, quedarán
maravillados de la ciencia de su santa religión y de las gracias y delicias que
nuestro Dios como su fuente, y nuestra Madre Amabilísima como su viaducto,
tienen para aquellos que los invocan.
De ahí,
que en esto del Rosario es gratísimo encontrar su origen histórico
en un Santo Domingo, admirablemente elegido por la Reina del
Cielo para dar a conocer el gran pensamiento de su institución, para ponerlo en
ejercicio y para obtener un triunfo tan grandioso como lo ha sido la conversión
y extinción de los herejes albigenses, sectarios tan hostiles y adversos al cristianismo,
como los racionalistas el día de hoy, y tan funestos en sus propósitos como los
actuales socialistas. Quiere decir, que el Rosario vino a detener por ocho siglos
ese luctuosísimo diluvio de la moderna impiedad en que está hoy anegado el
mundo cristiano, y esa proterva audacia socialista de que hoy se ven amenazados
los cristianos y aun los mismos descreídos moderados, con la diabólica y
pavorosamente franca guerra de aquellos furiosos a Dios, a la familia y a la
sociedad.
Quien estudiare lo que fueron los albigenses, ya que sabe lo que son los
descreídos modernos y los socialistas, reconocerá cuán maravilloso es el poder
de Dios al cumplir a su Iglesia la promesa de no ser destruida y al valerse
para ello de la invocación a la Vencedora de todas las herejías. Reconocerá
también ese observador la, sabiduría de la Iglesia, que con el Rosario venció en Lepanto a los musulmanes y más tarde en Viena; en
todas y siempre con el Rosario convirtió
a los malos, e hizo más perfectos a los buenos. Y más que
todo, tiene de reconocerse que la diabólica persecución mucho peor que la
faraónica, con que hoy los descreídos se obstinan en acabar con el cristianismo
y toda religión en el mundo, puede ser superada, y lo será ¡vive Dios! con la invocación del Rosario.
No en vano el sapientísimo Pontífice León XIII (que Dios guarde) lo
ha comprendido así con luminosísima mirada, y así lo ha proclamado en solemne
encíclica y ha hecho un llamamiento a todos los fieles israelitas, para que
unidos en esa poderosísima invocación, obtengan de la intercesión de María la
salvación del pueblo de Israel, de la heredad del Señor y de su Ungido. He aquí sus
palabras, dirigidas a los Obispos de todo el Orbe:
“¡Obrad, pues, Venerables Hermanos! Cuanto
más os intereséis por honrar María y por salvar a la sociedad humana, más
debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen Santísima,
aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios
providenciales el que, en estos tiempos de prueba para la Iglesia, florezca más
que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima
Virgen.
“Quiera Dios que excitadas por nuestras exhortaciones é inflamadas por
vuestros llamamientos, las naciones cristianas busquen, con ardor cada día
mayor, la protección de María; que se acostumbren cada vez más al rezo del
Rosario, a ese culto que nuestros antepasados tenían el hábito de practicar, no
sólo como remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la
piedad cristiana.”
A esa gran palabra del magno León XIII, tan
llena de verdad y oportunidad como la de todas sus grandiosas encíclicas, ha
precedido otro mayor bajo algún aspecto, y es la de un gran hecho sobrenatural: el de las apariciones de la Virgen Santísima en Lourdes,
apariciones de evidente verdad que han
llenado el mundo con esplendores celestiales. Estos hechos son una nueva apología del Rosario: una pastorcita
que le reza, la santa aparición que es atraída y queda complacidísima con tales
preces, y las diversas demostraciones con que esa aparición da a entender que
hoy, como en todos los siglos, y hoy más que nunca, está pronta a socorrernos y
salvarnos. Y su excitativa, compendiada en dos expresiones: “penitencia” é “Inmaculada Concepción”, acompañada y seguida de ruidosísimos milagros, viene hoy a ser
preconizada por la gran Encíclica del Rosario.
En cuanto a nosotros, sin más misión que la
del buen deseo, pero sujetos del todo a la censura de la Santa Iglesia, cuya fe
por dicha queremos profesar con humildísima obediencia, vamos a continuar esté
emprendido estudio, porque creemos prestar a Dios por medio de su amabilísima
Madre, el especial homenaje que le debemos por inmensos favores recibidos de su
bondad, gracias a la intercesión de 1a compasiva Señora, favores que esperamos
habrán de acrecentarse a nosotros y a nuestros deudos, amigos y lectores, y
habrán de tener feliz término en la eterna salvación nuestra y de ellos, como
de tan Gran Rey y de tan Gran Reina lo esperamos.
C. Victoria, 6 de septiembre de 1892.
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