Un benemérito apologista católico
de los aciagos días del siglo pasado, definía así el Rosario: “Viene
a ser un compendio del Evangelio, una especie de historia de la vida, pasión y
triunfos del Señor, puesta con claridad al alcance de los más rústicos, y propia
para grabar en su memoria la verdad del cristianismo.”
Esta es, digamos así, la teoría del Rosario, cuya práctica, que viene a
integrar toda su institución, está magistralmente expresada por el citado gran
Pontífice reinante, en la ya dicha encíclica:
“La fórmula del Santo Rosario la compuso de
tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los
misterios de nuestra salvación, y en este asunto de meditación está mezclada y
como entrelazada con la Salutación Angélica, una oración jaculatoria a Dios,
Padre de Nuestro Señor Jesucristo.”
De suerte que es el Rosario oración vocal y oración mental o meditación,
que unidas entre sí estrechamente vienen a ser, como dice San Bernardo: “La
oración una antorcha, de la cual la meditación recibe la luz,” según la cita de un piadoso escritor moderno (La oración y la
meditación están unidas, y la meditación se ilumina con la oración).
Y así, cuando consideremos cuál es la materia de esa oración vocal y
cuál es la de la mental, y cómo pueden entrar en conveniente unión, y qué tan
sabia es la inventiva de esa oración y de esa meditación, ya podremos ponernos
al tanto de lo grandioso de institución como esa y de su portentosa sencillez,
los dos extremos del infinito, el fortitcr y
suaviter de lo divino.
Eso quiere decir que la inventiva del Rosario es obra divina, estando al
más seguro criterio, y que, de no constarnos, como ciertamente nos consta, que
esta gran práctica fué revelada por la Virgen Santísima a Santo Domingo,
bastará que examinemos las calidades de ese gran invento de piedad, para
creerlo fundadamente así con razonable certeza.
Tres memorables salutaciones, las cuales valen por tres, grandiosos
himnos que jamás del cielo a la tierra pudieron mayores haberse entonado en
obsequio de una criatura para gloria del Increado, tres memorables salutaciones
son la materia del Rosario: la del Arcángel
embajador de Dios, anunciando a la humildísima María la Encarnación del
Unigénito en su sacratísimo seno: “Te,
saludo María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre
todas las mujeres.”
—La de Isabel, madre del prodigioso Juan Bautista, la que
llena del Espíritu Santo y sabedora de esa gran embajada y de esa Alteza
suprema de la Madre del Verbo,
le dice también como el Arcángel, sobrecogida de respeto y agradecimiento, al
ser en sus montañas visitada generosamente por María: “Bendita
eres entre todas las mujeres” y “bendito es, —añade—, el
fruto de tu vientre.”
— Y la del Gran Concilio de los Obispos, reunidos en Efeso
contra Nestorio, quienes al proclamar fervientes el dogma católico, después de discusión
luminosísima llena de sabiduría, de piedad y de la ciencia profunda de la
Biblia y de la Tradición, en medio de las aclamaciones del pueblo de Efeso que
llora de alegría, exclaman así para siempre: “Santa
María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte.”
¡Qué salutaciones!
¡Qué tres himnos de triunfo! ¡Que himnos para honrar al Increado! ¡Qué
celestial materia digna del espectáculo de los ángeles y de los hombres, para
que, en voces concordes de estos con aquellos, los hombres no sólo aplaudan,
sino que rueguen y hagan una oración, como la cual, ninguna puede ser tan bien
acogida ante el trono del Santísimo Dios!
Y esas tres tan breves salutaciones, dichas una sola vez en su origen
por el ángel y por los hombres, escritas para siempre en el libro del Santo
Evangelio y en les augustos anales de la Iglesia, merecedoras por lo mismo de
ser solemnemente repetidas de los cristianos, por vía no sólo de aplauso sino
de oración, ¿en
qué forma pudieran ser repetidas?
Ciento y cincuenta veces; ese es el invento
divino, como vamos a admirarlo.
Antes diremos, que hubo desventurados volterianos en nuestra Patria, que
con insensata soberbia se burlaron cual, de cosa inepta, de la repetición del Ave María, como se hace en el Rosario. Insensata
soberbia; porque el hombre no es ángel, y si sólo con la
repetición de sus actos de pensar, puede conseguir el efecto que el
ángel consigue, de una vez, por la
intensidad con que piensa, ¿cómo no ha de ser sabio que el hombre repita el Ave
María, para pensar mejor en ella? ¿Y por qué no uno y cien esfuerzos en
penetrarse bien de la gran dicha de esa salutación? En ella se contiene la expresión del infinito
amor de Dios a los humanos, expresión que merece ser cantada, ser amada, ser
pagada con las alabanzas de todos los ángeles, con la sangre de todos los
mártires, con el amor de todos los santos y todos los justos.
Volteriano: si no es que niegues la
verdad de la Encarnación del Hijo de Dios, no puedes negar que es muy sabio
repetir, como se repite en el Rosario, esa memorable salutación angélica, esa
memorable salutación de la madre del Bautista, esa memorable salutación del
Santo Concilio y de la muy piadosa ciudad de Efeso, la noche de su triunfo
contra Nestorio.
Sí, cristiano: repite, repite esas
dulcísimas palabras. La repetición de las trompetas santas durante siete días, hizo
caer con estrépito, en momento inesperado para los impíos, las murallas de la
inexpugnable Jericó. Educa tu alma en esa santa repetición, que es gran gloria
para Dios, gran honra para la Madre suya y Madre nuestra; gran medio de
agradecimiento de lo que les debes, de alivio de lo que te aqueja, de conjuro
de lo que te amenaza, y por fin, de goce de lo que anhelas por conseguir.
Esta elección de la materia de la oración del Rosario, tan admirable de
por sí, no lo es menos por la del número de sus repeticiones; y en esto figuran
hasta profecías bíblicas que en la invención del Rosario se cumplen, como vamos
a hacerlo notar. Aprovecharemos sobre lo nuestro también lo ajeno de piadosos
autores, cuya lectura ha quedado, por desgracia, relegada a sólo el humilde
pueblo, o ya por lo anticuado del estilo de su redacción, o por la baja que el
fervor de los creyentes ilustrados ha sufrido.
Si el número de los Salmos es de ciento
cincuenta, muy armónico resulta que el mismo sea el de las Ave Marías en el
Rosario, como que unas y otros constituyen una repetición de alabanzas, con la diferencia
de que los Salmos son alabanza encubierta en profecía, y el Ave María es la realidad
con el luminoso cumplimiento de lo profetizado.
Los Salmos fueron la alabanza oficial
litúrgica del sacerdocio de la Sinagoga y lo son hoy del de la Ley de gracia, y
el Rosario con sus ciento cincuenta repeticiones, es la alabanza de todo el
pueblo distribuido en sus hogares o congregado en el Templo o en procesión en
las calles; sin que por eso dejen de prestar su homenaje Papas, Obispos y demás
sacerdotes de la Santa Iglesia, con el Santísimo Rosario, ya a la cabeza del
pueblo congregado, ya también esas altas dignidades, como los simples fieles en
el retiro de su hogar, en el seno de su familia.
El asunto de los Salmos es la alabanza a
Dios por los beneficios de la Creación y los mayores de la Encarnación,
Redención y Glorificación, todavía estos en su estado profético; y es
tan grande esa alabanza, que, no por haberse cumplido en mucha parte esas profecías,
deja de merecer el Salterio el constituir la base de la alabanza oficial del
cuerpo sacerdotal de la Santa Iglesia; disponiéndolo así la sabia Providencia para
que la gloria de su Cristo se vea haber sido siempre una, así en los siglos de
ayer como en los de hoy, y que así lo será en los de mañana: “Cristo
ayer, hoy y por los siglos”. —El asunto del Rosario es la alabanza por
los beneficios de la Creación y por todos los ya dichos de la Ley de gracia, ya
cumplidos, ya después que ha resplandecido su gloria, ya después que el Padre
Celestial, dando al mundo su Hijo Unigénito, le ha convencido del amor inmenso
y compasivo que le tiene, ya que hemos visto al Verbo hecho carne, lleno de gracia
y de verdad, ya que hemos sabido de los labios del amable Jesús, que, verle a Él,
es como ver al Padre, como si viésemos a Dios, como si Dios mismo se nos hubiese
mostrado.
Pero el asunto del Rosario, no conteniendo
explícitamente de por sí, en su oración vocal, todo el de los Salmos, está
integrado, como ya se sabe, con el de la meditación sobre el recuerdo de todos
los misterios de la vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro
Señor Jesucristo, y con los de gozo, dolores y glorias de su Santa Madre,
completándose así la armonía del rezo de los Salmos con el del Rosario; porque,
lo repetimos, el movimiento de pensamientos y afectos en los Salmos, tiene por
principal materia la profecía abundantísima de la vida, pasión, muerte,
resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y no pocos misterios
referentes a la Santa Madre de Dios.
Con razón por eso, pensando en la institución del Rosario, se ve el profundo
alcance de esa aserción bíblica por la que podemos estar ciertos de que la Palabra
de Dios, el querer absoluto de Dios, imposible es que queden en vano. Dios quiso amor, Dios quiso alabanza, Dios quiso prender
fuego a la tierra y abrasarla en amor; Dios quiso ser alabado por este amor de
los hombres, quiso que una oblación limpia se le ofreciese en todas partes y a
todas horas, desde el Oriente hasta el Ocaso, y quiso que su pasión y muerte, y
su última cena, como lo dijo explícitamente el Verbo Divino, y por consecuencia
sus otros grandes misterios, se recordasen por los cristianos; y he ahí cómo
ese querer no queda en vano: la estupenda institución de la Misa por una parte,
y la estupenda del Rosario por otra, cumplen a maravilla con ese divino querer.
En toda la redondez de la tierra, desde los primeros siglos cristianos
la Misa, y, desde el siglo de Santo Domingo, el
Rosario, no han cesado de levantar al cielo la oblación pura de grandísimo
número de cristianos, mediante la que se devuelven gracias, al Padre, por su
amor con que nos dio a su dulcísimo Jesús y a esa dulcísima Señora, Madre de su
Hijo y Madre nuestra. Y este movimiento de tantas alabanzas ha venido
siempre en aumento, al impulso maravilloso de la hostilidad de los pecadores y
de los impíos.
Nótese con ello esa otra consonancia admirable entre los fines del Rosario
y los de la Misa: “Hoc facite in meam
commemorationem.” (Haced esto en
memoria de mí.)
¿Quería
Jesucristo que sus inmensos favores y los de su Madre amabilísima no se echasen
en olvido, con la alabanza del recuerdo de agradecimiento y de amor? Lo
ha conseguido portentosamente; porque jamás, desde que lo quiso, ha dejado de
tener entre los hombres muchísimos que hacen diario recuerdo de lo que le debemos
a Él y a la Reina; número que todos los días va en prodigioso aumento; y que
plegué a vosotros ¡oh piadosos Jesús y María! aumentemos el que esto escribe
y los que lo escrito leyeren. Que ese amor bien ha
dado de los Pablos é Ignacios, de los Ireneos y Atanasios, Cirilos y Leones,
Gregorios é Ildefonsos, Anselmos y Bernardos, Domingos y Franciscos, Tomás y
Buenaventura, Brígidas y Catalinas, Magdalenas de Pazzi y Teresas de Jesús,
Píos V, Felipe Neri e Ignacio de Loyola, María de Agreda, Alfonso de Ligorio y
Bernardita de Lourdes, Pío IX y su no menos dichoso Sucesor; que ese amor bienhadado
de tan distinguidos cristianos, haga de nosotros lo que fueron ellos.
Por fin, en este punto, para dar idea breve de las armonías que reinan
entre el número de las alabanzas del Rosario en sus Ave Marías y el de. muchas
figuras proféticas del Antiguo Testamento, bastará transcribir algunos
conceptos de un libro muy popular entre los cristianos piadosos de las naciones
hispano-americanas: “En el Arca de Noé se
halla este número; (ciento cincuenta) porque, como dice la Escritura, a los
ciento y cincuenta días, que es el número sagrado del Rosario, los manantiales
del abismo que anegaban la tierra se cerraron; las nubes y las tormentas
cesaron; fueron a menos las aguas del diluvio; descansó el Arca sobre los montes
y se acordó Dios de Noé y de todos los animales; por donde se conoce cuántas
son las maravillas que andan juntas con la sombra del Santísimo Rosario. Con él
se cierran las puertas del abismo infernal; con él se serena el cielo, cesan
las tempestades y rigores dé la Divina Justicia; van a menos las tribulaciones
y descansa la Iglesia, y se acuerda el Señor de los hombres y animales del
Arca; esto es, de los buenos y malos cristianos…”
“Está así mismo figurado en el Tabernáculo de
Moisés (como lo dice la Escritura) en todos sus números, de diez, cincuenta, y
ciento y cincuenta, en las cortinas, hebillas, presillas y círculos o coronas
de oro, con que se había de vestir el Arca, adornar el Santuario y perfeccionar
todo el Tabernáculo; por todo lo cual debes entender las virtudes de que se
vistió y adornó el Arca María Santísima, el Sancta Sanctorum, y el Altar de los
Sacrificios, que es la Sacratísima humanidad, con todos los misterios de su
santísima vida. Y en las hebillas, presillas y círculos de oro, que eran ciento
y cincuenta y unían las cortinas y vestuario del Arca y Santuario, has de
considerarlas ciento y cincuenta Ave Marías del Santísimo Rosario, que unen y
juntan en uno entero las virtudes, obras y misterios de Cristo y su Madre, de
que se vistieron sus santísimas almas, y se visten todas las de los cristianos.”
C. Victoria, 6 de septiembre de 1892.
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