El Tesoro del Alma en los Misterios del Santo Rosario. Por Soledad Arroyo (De
la V. O. T. de Santo Domingo).
Madrid Imprenta de los hijos de Gómez Fuentenebro. Calle de Bordadores. —1909.
Nos el Doctor don José María Salvador y Barrera,
POR LA GRACIA DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA, OBISPO DE
MADRID·ALCALÁ, CABALLERO GRAN CRUZ DE LA REAL Y DISTINGUIDA ORDEN DE ISABEL LA CATÓLICA,
COMENDADOR DE LA DE CARLOS III, CONSEJERO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA, CAPELLÁN DE
HONOR DE S., M., SU PREDICADOR Y DE SU CONSEJO, ETC., ETC.
HACEMOS SABER: Que venimos en
conceder y por el presente concedemos licencia para que pueda imprimirse y
publicarse en esta Diócesis el libro titulado EL TESORO DEL ALMA EN LOS QUINCE
MISTERIOS DEL ROSARIO, Ó EL MES DE OCTUBRE CONSAGRADO A MARÍA, Y LOS QUINCE
SABADOS DEL ROSARIO, por Soledad Arroyo, mediante que de nuestra orden ha sido
leído y examinado, y según la censura, nada contiene que no se halle en perfecta
armonía con los dogmas y enseñanzas de la Iglesia Católica.
En testimonio de lo cual,
expedimos el presente, rubricado de nuestra mano, sellado con el mayor de
nuestras armas, y refrendado por nuestro Secretario de Cámara y Gobierno en
Madrid a 8 de Marzo de 1909. José María, Obispo de Madrid - Alcalá. Por mandado
de S. E. I., el Obispo mi Señor, Dr. Luis Pérez, Secretario.
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En
el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ACTO DE CONTRICIÓN.
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre
verdadero, Criador y Redentor mío, por ser vos quien sois, y porque os
amo sobre todas las cosas, a mí me pesa, pésame Señor, de todo corazón de
haberos ofendido; y propongo firmemente de nunca más pecar, de apartarme de
todas las ocasiones de ofenderos, confesarme y cumplir la penitencia que me
fuere impuesta, restituir y satisfacer, si algo debiere; y por vuestro amor
perdono a todos mis enemigos; ofrezcoos mi vida, Obras y trabajos en
satisfacción de todos mis pecados: así como os lo suplico, asi confío en
vuestra bondad y misericordia infinita me los perdonareis por los méritos de
vuestra preciosísima sangre, pasión y muerte, y me daréis gracia para
enmendarme y perseverar en vuestro santo servicio hasta la muerte. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre
de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que,
confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la
vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante
vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la
Iglesia.
¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves
momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de
vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a
vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.
Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos eternamente en la Gloria. Amén.
DÍA DECIMOSÉPTIMO —17 de
octubre.
Tercera consideración sobre el segundo
Misterio doloroso.
De la Mortificación.
Ya que nos hemos ocupado en los días anteriores
de la necesidad que de la mortificación cristiana tenemos, y de las condiciones
que esta mortificación debe reunir, consideraremos
hoy las mortificaciones que continuamente se presentan en la vida, y que tanto
pueden ayudarnos a la santificación de nuestra alma. No es necesario
advertir que, entre ellas, ocupan el primer lugar
todas cuantas sean necesarias para cumplir exactamente los Mandamientos de la
Ley de Dios, los de la Iglesia, y las obligaciones particulares de cada uno;
pero además de éstas de precepto, se nos presentan, sin buscarlas, mortificaciones cotidianas, cuyo valor es mucho mayor de
lo que aparece a primera vista, y que pueden enriquecernos de méritos y ayudar
grandemente a santificarnos si las sabemos mirar y recibir en espíritu de fe y
de sacrificio. Entre estas mortificaciones son las principales, no olvidando que hablamos de la mortificación corporal,
las enfermedades. Si ellas son violentas, no hay, en efecto,
mortificación más penosa, ya que no está en nuestra mano apartarlas de nosotros
al cabo de tanto o cuánto tiempo, y que hemos de sufrir sin alivio, pues poco
valen, los exteriores cuidados cuando el sufrimiento es intenso. Por lo tanto, son tales enfermedades ocasiones preciosas para las almas
santas de mostrar su amor al Señor, y tiempo oportuno para hacer rápidos progresos
en la perfección de este mismo amor. Mas prescindiendo ahora de ellas,
hay otros males, si no tan violentos, más frecuentes, de los que se sirve a
menudo la Divina Providencia para nuestra santificación. Muchos Santos vemos que padecieron de este modo durante
largos años; y así debernos de mirar esas enfermedades habituales que más o
menos nos mortifican constantemente y nos hacen penosas las más ordinarias
acciones, como medio adecuado para nuestra perfección, y besar amorosamente la
mano soberana que para nuestro bien nos las envía.
Por lo demás, se nos presentan ocasiones de practicar la mortificación a cada instante y, de todos modos, en mayor o menor escala, las cuales no debemos de desperdiciar por su pequeñez; pues si somos fieles en las cosas pequeñas, poco a poco, con la gracia de Dios, lo seremos también en las grandes. No pueden enumerarse estas continuas ocasiones que la vista del alma, ansiosa de sacrificio, descubre en todas partes, sabiendo aprovechar toda molestia natural de los elementos, o de las intenciones de los hombres, e imponerse constantes privaciones y sacrificios, si no notables por su importancia, sí por la continuidad y fidelidad en su práctica. Su deseo de padecer la hace descubrir estas ocasiones de que está poblada la vida, así como lo está la atmósfera de esos pequeños insectos, sólo perceptibles al que está provisto de un apropiado microscopio.
Notemos que no
se habla aquí del sacrificio de las cosas superfluas; pues éste, si ellas se oponen a la salvación del alma, es
obligatorio al cristiano; y aunque esto no fuese, por el solo hecho de no ser
necesarias; lo es al alma que, aspirando a la perfección, debe vivir según el
espíritu de pobreza. Pero aun de lo necesario sabe cercenar algo el
espíritu penitente, y sacrificar, siquiera sea en pequeña parte, ya el reposo,
ya el alimento, ya el abrigo, algo, en fin, de lo lícitamente y sin exceso
permitido, y aceptar mil y mil incomodidades que lícitamente también pudieran
excusarse, en obsequio de la mortificación. Ciertamente que este constante sacrificio
es penoso a la naturaleza; mas ¡dichosas las almas que le practican! Ellas podrían decirnos qué hermosos consuelos encontraron
en este camino, en apariencia tan espinoso, pues hay ciertas gracias que parece
no se conceden a otro precio que al del sacrificio. Animémonos a imitarlas,
y aunque hayamos de hacernos alguna violencia para
ello, entremos con valor en esa senda de la mortificación, tan frecuentada por
los Santos. Miremos, en fin, a nuestro divino Salvador atado a la
columna; arrojémonos a sus pies, y allí, contemplando aquel sacratísimo Cuerpo
bañado en sangre preciosísima que dé Él mana para nuestro remedio, digámosle
con fervorosas ansias de imitarle:
¡Oh amorosísimo Redentor de nuestras almas! ¡Qué confusión es para mí sensualidad veros en esa columna recibiendo con amorosa mansedumbre en vuestro inocentísimo cuerpo, los despiadados golpes de inhumanos verdugos! ¡Cuánto me habéis amado, Señor, y qué mal he correspondido yo a este amor, cuando habiendo Vos sufrido tanto, huyo yo, miserable pecador, de los más ligeros sufrimientos, pareciéndome excesiva toda mortificación! ¡Perdón, Jesús mío, perdón y misericordia para tan vil é ingrata criatura! No obraré así en adelante, Señor, yo os lo prometo, pidiéndoos vuestra gracia, abrazado a esa columna en la que os he contemplado en suplicio tan espantoso, y regándola con mis lágrimas. ¡Cuántas veces, Jesús mío, he ligado yo también vuestras divinas manos con mis culpas, impidiendo que derramasen las gracias que vuestro amor me preparaba! Pero basta de ingratitud, Señor: ya me entrego a Vos completamente. Ligadme ahora, con los lazos de vuestro amor, a la columna de la mortificación, del sufrimiento, del sacrificio; y allí castigadme por mis culpas, que yo quiero sufrir por ellas en expiación de los pecados que en el mundo se cometen contra Vos, y sin esto, Jesús mío, quiero sufrir porque os amo. Vos sois verdaderamente Esposo de sangre, y las joyas de vuestro amor son los azotes, las espinas y la Cruz. Haced que no lo olvide en mi miseria, y que la sed de amaros y de padecer por vuestro amor, crezca siempre en mi alma, aumentando vuestro amor, el amor a la Cruz, y éste, las ansias de amaros más, de tal modo, que viva y muera en tan amoroso martirio.
EJEMPLO
Dos meses antes de la guerra con los Estados
Unidos había ingresado en la escuadra del contraalmirante Cervera un
joven recién salido del
Colegio de marinos, que fué incorporado a la
oficialidad del acorazado Infanta María Teresa. Este joven fué desde su
niñez devotísimo de la Santísima Virgen, no pasando día alguno sin que rezase,
al menos, una parte del Rosario. Si solícito fué siempre en ofrecer este
obsequio a la Virgen del Rosario, mucho más lo fué durante la guerra, sobre
todo cuando pensaba que, de aceptar nuestra escuadra el combate, si se quedaba
herido, forzosamente había de perecer, pues no sabía nadar.
Llegó el 3 de Julio, día aciago y triste; la
escuadra salió del puerto de Santiago, donde estaba embotellada, y a poco de
salir disparó la escuadra yanqui sus potentes cañones, que por ser de mayor
alcance sembraron de desolación y de cadáveres nuestros barcos. El Infanta María Teresa, que era el barco
insignia, después de una hora de combate quedó incendiado, y su tripulación,
reducida ya a menos de la mitad, trató de abandonar el barco para ganar a nado
las costas. Nuestro marino empezó a desnudarse, invocando de todo corazón a la
Santísima Virgen, cuyo Rosario rezaba en aquellos momentos. Ya con sólo la ropa
interior se acercó a un amigo suyo, en el momento de coger éste una cuerda para
lanzarse al agua, suplicándole que le dejase agarrar de un pie, para de este
modo llegar ambos a la playa. Pero el soldado se negó diciendo: «Ya ve usted, la costa
está lejos, y para quedarnos los dos en el agua, vale más que se quede uno.». Diciendo esto, se descolgó por la
cuerda. Ya no había tiempo que perder. Si el marino no abandonaba el barco, o
moría abrasado por las llamas, o con el barco quedaba sepultado bajo las olas.
Entonces, lleno de confianza en María, se persigna, reza la Salutación Angélica
y por una cuerda se deja caer en el mar. Lo primero que le sucedió, fué bajar
hasta el fondo, haciendo esfuerzos desesperados para salir a flote, perdiendo
el sentido después. Luego, habiéndose agarrado a una peña, se subió sobre ella,
quedándose de nuevo sin sentido echado sobre él vientre. Esta postura le acabó
de salvar; pues como de este modo iba arrojando el agua por la boca, fué poco a
poco recobrando los sentidos.
Cuando se hizo cargo de su situación, y vio muchos cadáveres sobre la playa, pregunto a los compañeros que cerca de él estaban que quién le había salvado. Todos dijeron que ellos no habían sido. «Pues entonces, dijo, ¿cómo me he salvado sin saber nadar?» En medio de su admiración divisó el cadáver de aquel amigo suyo que se había negado a dejarse coger del pie, y que, fiado en sus fuerzas, esperaba ganar a nado la playa. «¡Esto es admirable, exclamó: que se ahoguen los buenos nadadores, y que yo; que no sé nadar, me haya salvado!» Instintivamente puso la mano en un bolsillo. de los calzoncillos, y en él halló el Rosario con que todos los días rezaba a la Virgen. Arrodillado más tarde ante su maravillosa Gruta de Lourdes, la dio gracias, prometiendo invocarla en todos sus apuros y tribulaciones con la devoción del Rosario. (Revista del Rosario.)
SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO
San Pablo de la Cruz, fundador de la Orden de los Pasionistas, obtuvo facultades para establecer la Cofradía en los noviciados de su Orden. Era socio del Rosario perpetuo, y como en el momento de su agonía le viniese a la memoria la hora que él había tomado, y no pudiese rezar el Rosario, suplió la imposibilidad física, repasando los Misterios con el mayor fervor de espíritu. (Revista del Rosario)
El Rey San Fernando, en sus campañas contra los sarracenos, llevaba siempre religiosos predicadores del Rosario, y una imagen de la Santísima Virgen, a la que encomendaba sus batallas. (P. Alvarez.)
ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO
Por los méritos de la Virgen María, y por obra
de Santo Domingo, predicador eximio de la Cofradía del Rosario, ha sido el
mundo universo preservado de la ruina.
(Alejandro VI)
OBSEQUIO
El
obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes
será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo
Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá
ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a
cada uno su devoción.
SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
Os
saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os
preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por
tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y
que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino
también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de
Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la
virginidad a la maternidad divina. Por
tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo
nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de
Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve
movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes brazos. (Avemaría).
ORACIÓN FINAL
¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.








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