—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento
el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre
de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que,
confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la
vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante
vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la
Iglesia.
¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves
momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de
vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a
vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.
Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros
labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica
las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos
durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección
la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor
en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos
eternamente en la Gloria. Amén.
DIA DECIMOCTAVO —18 de
octubre.
Primera consideración sobre el tercer
Misterio doloroso.
De la mortificación
interior.
Verdaderamente que, si
supiésemos meditar bien los Misterios del Santo Rosario, serían para nosotros
un manantial inagotable de ejemplos, consuelos y enseñanzas. Contemplábamos en el Misterio
anterior a nuestro Divino Salvador, sufriendo
ignominiosos y cruelísimos azotes, y allí, junto a aquella columna, donde tanto
sufrió por nuestro amor, proponíamos ser más fieles en la práctica de la
mortificación exterior. Pero como
ella es incompleta y, por decirlo así, cual un cuerpo sin alma si no va unida y
es animada por la interna mortificación, nos ocuparemos de ésta, al considerar en el tercer Misterio doloroso la coronación de espinas de
nuestro divino Redentor. “¡Oh dulcísimo Salvador
mío! (pudiéramos exclamar con el Venerable Granada,
al contemplar este Misterio.) Cuando yo abro los ojos y
miro ese retablo tan doloroso que aquí se me pone delante, ¿cómo no se me parte
el corazón de dolor? Veo esa delicadísima cabeza, de quien tiemblan los poderes
del cielo, traspasada con crueles espinas; veo escupido y abofeteado ese divino
rostro, oscurecida la lumbre, de esa fuente clara, cegados con la lluvia de la
sangre esos ojos serenos, y veo los hilos de sangre que gotean de la cabeza,
descendiendo por el rostro y borrando la hermosura de esa divina cara.”
Y, en efecto, por duro que sea nuestro
corazón no podrá menos de conmoverse si contemplamos al Señor en tan espantoso
suplicio. ¡Ah! Miremos cómo, después de haber recibido aquellos
terribles azotes que llagaron cruelmente su Cuerpo Sacratísimo, colocan sobre
las llagas, como único vendaje, un pedazo de manta vieja, raída y llena de
basura; y si una sola llaga, cuando es profunda, tanto atormenta, aun curada
cuidadosamente, ¿qué sufrimiento causarían al Salvador tantas y tan
terribles, sobre las que no caía otro bálsamo que la desnudez, aquel inmundo
ropaje, y los empellones y malos tratamientos de los soldados? ¡Oh Jesús amorosísimo! Qué, ¿no es este bastante tormento para que
todavía quieran añadir, mientras lo sufrís, otro nuevo y más espantoso, cuya
sola consideración estremece? Sí,
oigamos cómo entre las carcajadas producidas por la befa y escarnio que se hace
del Salvador tan atormentado, se percibe un ruido leve, pero terrible. Son
agudísimas espinas que penetran su sacrosanta cabeza. ¡Y con cuánta
ferocidad se las clavan! ¿Quién podrá
ponderar la intensidad del dolor que ellas causarían al atravesar los nervios y
penetrar hasta los más dolorosos? ¡Ah!
Estos nervios tan delicados, en los que por parecernos intolerables los
dolores, multiplicamos los calmantes para aliviarlos, son en Jesús atravesados
y destrozados por cruelísimas espinas, clavadas con inhumana crueldad.
¿Qué decir ante tan doloroso espectáculo? Fijémonos un momento
en ese hermosísimo rostro, en el que desean mirarse los ángeles, y le veremos
desfigurado por la sangre y los cardenales; contemplemos al Rey inmortal
de los siglos: mas ¡ah! tiene por trono un miserable banquillo, por cetro una
caña y por corona cruelísimas espinas; miremos todavía a nuestro amorosísimo
Salvador y divino modelo en tan lastimosa figura, rodeado de soldados, que no
tienen otro consuelo para sus dolores que el escarnio, tratarle de loco
tapándole los ojos, y renovar sus llagas con fieros tratamientos; y allí, cerca
de Jesús, pensemos en esos supuestos agravios de que nos quejamos y digamos, si
nos atrevemos, que no se nos considera cual merecemos, y que no queremos sufrir
las injurias que se nos hacen. Pero no, Jesús mío; bien conocemos ahora
cuánta es nuestra insensatez cuando, pretendiendo ser discípulos vuestros y
mirándoos á Vos burlado y despreciado, buscamos con afán la honra y
consideración de nuestros semejantes y no podemos sufrir que se nos injurie o
calumnie.
Mucho podremos
aprender ciertamente a los pies del Salvador, colocados entre aquella chusma
impía que de Él se burla, en orden á la mortificación interior, significada en
aquellas espinas que atormentan su sagrada cabeza, y que, si en apariencia no
son tan crueles como los azotes, no son por esto menos dolorosas. Así la
mortificación interior no parece a primera vista tan penosa como la exterior; más
bien practicada, no es menos costosa, pues sus actos, se nos presentan continuamente
como espinas que han de taladrar nuestras inclinaciones y deseos, y no solamente
los malos, sino hasta los lícitos también, en muchas ocasiones; que, si bien se
reflexiona, un santo es una víctima ante Dios, un loco a los ojos del mundo y
un verdugo para consigo mismo. Así vemos que todos
los Santos practicaron en grado heroico la mortificación de los sentidos, pues
con razón se ha dicho que ellos son las ventanas del alma. Y así como en
destemplado invierno, por mucho calor que haya en una habitación, pronto se
enfría si se abren las ventanas, así también, si no cuidamos de recoger nuestros
sentidos, pronto se resfriará en nuestra alma el calor de la devoción, y se
disiparán en la atmósfera de mil puerilidades inútiles, los preciosos aromas de
celestiales gracias que la habían embalsamado durante la oración y el
recogimiento. Y todavía éste es el menor mal que puede causarnos la falta de la
mortificación de los sentidos, y difícilmente se librará de pecado el que en
medio del mundo vive sin ejercitarla; pues la falta de moralidad que en él se
observa, hace un deber para el cristiano, de esta regla de perfección, particularmente
en lo que se refiere a la vista y al oído; ya que no todo lo que a su paso en
las calles se presenta le es lícito ver ni o ir, y mucho se expondría si sin
reserva en sus sentidos las atravesara.
Resolvámonos, pues, considerando a nuestro divino Redentor coronado de espinas, a
practicar generosamente la mortificación interior, y no olvidemos que la
disipación de los sentidos es completamente opuesta a la perfección a que
debemos aspirar, y un peligro terrible para la salvación de nuestras almas.
EJEMPLO
Júzguese por la
siguiente gracia, obtenida merced a la fidelidad de la hora del Rosario, con
cuánta razón debemos de ser devotísimos de tan hermosa práctica.
Escriben a La Corona de Lyon. La escena ocurre en París el 4 de
Mayo de 1897, en casa de una amiga mía: “No te olvides del Bazar de la Caridad—la dice
su esposo: —hoy
es la gran fiesta. Prepárate: se dice que asistirá Su Excelencia el Nuncio de
Su Santidad. —Con mucho gusto iría—respondió ella; —pero me corresponde
hoy la hora del Rosario Perpetuo, y de tres a cuatro estaré ocupada en ella; no
quiero que sea hoy el primer día que la deje. —Bien —replicó el marido—haz lo que quieras. Mi devota amiga se retiró
cuanto la fué posible del bullicio de la ciudad, de las diversiones, hizo su
hora de guardia, y fortalecida en el retiro y el recogimiento, se disponía a
salir. Mas he aquí que de pronto se oyen gritos de: «¡Al fuego! ¡Al fuego!» en la calle de Jean Gonjon. Y en seguida se sabe la noticia
de la espantosa catástrofe. La piadosa señora, al tener noticia de aquellas
desastrosas muertes, adoró los inescrutables designios de la Divina
Providencia, aunque a veces terribles también, y dio gracias a la Madre de
Dios, que por medio de la hora de guardia la había salvado.» ·
En esta misma
catástrofe murieron heroicamente dos Hermanas de la Caridad, que despreciaron
su vida por salvar del fuego a algunas personas más, y afirman testigos oculares
que una de ellas, la Superiora de Raynecey, murió de rodillas, con el rosario
en la mano, el cual dejaron intacto las llamas, por singular prodigio. (Revista del
Rosario)
SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO
San Ignacio de Loyola rezaba el
Rosario todos los días, y acostumbraba a tenerle en la mano cuando dormía, como
para dar á entender que jamás olvidaba sus Misterios y que al despertar quería
consagrarles su primer pensamiento. (P. Pradel)
La Infanta Margarita de Austria, desde su infancia,
rezaba fervorosamente el Rosario todos los días, le llevaba siempre en la mano y
distribuyó rosarios en todas las partes del mundo; recibiendo gran cantidad de
ellos, de su parte, los misioneros que iban a evangelizar distintas regiones. (P. Pradel)
ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO
Clérigos y seglares, hombres y mujeres, llegaron
con el Rosario a tal fervor de devoción, que alcanzaron de María gracias en gran
número, y hasta obraron muchos prodigios. (Clemente VII)
OBSEQUIO
El
obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes
será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo
Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá
ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a
cada uno su devoción.
SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios
Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada
Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis
pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no
sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de
Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la
virginidad a la maternidad divina. Por
tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo
nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de
Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve
movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de
Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en
vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una
muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos
supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos
a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes
brazos. (Avemaría).
ORACIÓN FINAL
¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de
Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto
suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en
nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial
confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras
necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo
conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre
querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que
no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en
vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en
vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos,
aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido
a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas
y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables
enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni
las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos
como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de
vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y
bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.
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