martes, 19 de octubre de 2021

MES DE OCTUBRE CONSAGRADO A MARÍA A TRAVÉS DEL SANTO ROSARIO. DÍA 18.


 


—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…

 

 

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS



   Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que, confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la Iglesia.

 

 

   ¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.

 

 

   Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos eternamente en la Gloria. Amén.






DIA DECIMOCTAVO —18 de octubre.

 

 

Primera consideración sobre el tercer

Misterio doloroso.



De la mortificación interior.

 


   Verdaderamente que, si supiésemos meditar bien los Misterios del Santo Rosario, serían para nosotros un manantial inagotable de ejemplos, consuelos y enseñanzas. Contemplábamos en el Misterio anterior a nuestro Divino Salvador, sufriendo ignominiosos y cruelísimos azotes, y allí, junto a aquella columna, donde tanto sufrió por nuestro amor, proponíamos ser más fieles en la práctica de la mortificación exterior. Pero como ella es incompleta y, por decirlo así, cual un cuerpo sin alma si no va unida y es animada por la interna mortificación, nos ocuparemos de ésta, al considerar en el tercer Misterio doloroso la coronación de espinas de nuestro divino Redentor. “¡Oh dulcísimo Salvador mío! (pudiéramos exclamar con el Venerable Granada, al contemplar este Misterio.) Cuando yo abro los ojos y miro ese retablo tan doloroso que aquí se me pone delante, ¿cómo no se me parte el corazón de dolor? Veo esa delicadísima cabeza, de quien tiemblan los poderes del cielo, traspasada con crueles espinas; veo escupido y abofeteado ese divino rostro, oscurecida la lumbre, de esa fuente clara, cegados con la lluvia de la sangre esos ojos serenos, y veo los hilos de sangre que gotean de la cabeza, descendiendo por el rostro y borrando la hermosura de esa divina cara.”

 

   Y, en efecto, por duro que sea nuestro corazón no podrá menos de conmoverse si contemplamos al Señor en tan espantoso suplicio. ¡Ah! Miremos cómo, después de haber recibido aquellos terribles azotes que llagaron cruelmente su Cuerpo Sacratísimo, colocan sobre las llagas, como único vendaje, un pedazo de manta vieja, raída y llena de basura; y si una sola llaga, cuando es profunda, tanto atormenta, aun curada cuidadosamente, ¿qué sufrimiento causarían al Salvador tantas y tan terribles, sobre las que no caía otro bálsamo que la desnudez, aquel inmundo ropaje, y los empellones y malos tratamientos de los soldados? ¡Oh Jesús amorosísimo! Qué, ¿no es este bastante tormento para que todavía quieran añadir, mientras lo sufrís, otro nuevo y más espantoso, cuya sola consideración estremece? Sí, oigamos cómo entre las carcajadas producidas por la befa y escarnio que se hace del Salvador tan atormentado, se percibe un ruido leve, pero terrible. Son agudísimas espinas que penetran su sacrosanta cabeza. ¡Y con cuánta ferocidad se las clavan! ¿Quién podrá ponderar la intensidad del dolor que ellas causarían al atravesar los nervios y penetrar hasta los más dolorosos? ¡Ah! Estos nervios tan delicados, en los que por parecernos intolerables los dolores, multiplicamos los calmantes para aliviarlos, son en Jesús atravesados y destrozados por cruelísimas espinas, clavadas con inhumana crueldad.

 




   ¿Qué decir ante tan doloroso espectáculo? Fijémonos un momento en ese hermosísimo rostro, en el que desean mirarse los ángeles, y le veremos desfigurado por la sangre y los cardenales; contemplemos al Rey inmortal de los siglos: mas ¡ah! tiene por trono un miserable banquillo, por cetro una caña y por corona cruelísimas espinas; miremos todavía a nuestro amorosísimo Salvador y divino modelo en tan lastimosa figura, rodeado de soldados, que no tienen otro consuelo para sus dolores que el escarnio, tratarle de loco tapándole los ojos, y renovar sus llagas con fieros tratamientos; y allí, cerca de Jesús, pensemos en esos supuestos agravios de que nos quejamos y digamos, si nos atrevemos, que no se nos considera cual merecemos, y que no queremos sufrir las injurias que se nos hacen. Pero no, Jesús mío; bien conocemos ahora cuánta es nuestra insensatez cuando, pretendiendo ser discípulos vuestros y mirándoos á Vos burlado y despreciado, buscamos con afán la honra y consideración de nuestros semejantes y no podemos sufrir que se nos injurie o calumnie.

 

   Mucho podremos aprender ciertamente a los pies del Salvador, colocados entre aquella chusma impía que de Él se burla, en orden á la mortificación interior, significada en aquellas espinas que atormentan su sagrada cabeza, y que, si en apariencia no son tan crueles como los azotes, no son por esto menos dolorosas. Así la mortificación interior no parece a primera vista tan penosa como la exterior; más bien practicada, no es menos costosa, pues sus actos, se nos presentan continuamente como espinas que han de taladrar nuestras inclinaciones y deseos, y no solamente los malos, sino hasta los lícitos también, en muchas ocasiones; que, si bien se reflexiona, un santo es una víctima ante Dios, un loco a los ojos del mundo y un verdugo para consigo mismo. Así vemos que todos los Santos practicaron en grado heroico la mortificación de los sentidos, pues con razón se ha dicho que ellos son las ventanas del alma. Y así como en destemplado invierno, por mucho calor que haya en una habitación, pronto se enfría si se abren las ventanas, así también, si no cuidamos de recoger nuestros sentidos, pronto se resfriará en nuestra alma el calor de la devoción, y se disiparán en la atmósfera de mil puerilidades inútiles, los preciosos aromas de celestiales gracias que la habían embalsamado durante la oración y el recogimiento. Y todavía éste es el menor mal que puede causarnos la falta de la mortificación de los sentidos, y difícilmente se librará de pecado el que en medio del mundo vive sin ejercitarla; pues la falta de moralidad que en él se observa, hace un deber para el cristiano, de esta regla de perfección, particularmente en lo que se refiere a la vista y al oído; ya que no todo lo que a su paso en las calles se presenta le es lícito ver ni o ir, y mucho se expondría si sin reserva en sus sentidos las atravesara.

 

   Resolvámonos, pues, considerando a nuestro divino Redentor coronado de espinas, a practicar generosamente la mortificación interior, y no olvidemos que la disipación de los sentidos es completamente opuesta a la perfección a que debemos aspirar, y un peligro terrible para la salvación de nuestras almas.

 

 


 

EJEMPLO

 

 

   Júzguese por la siguiente gracia, obtenida merced a la fidelidad de la hora del Rosario, con cuánta razón debemos de ser devotísimos de tan hermosa práctica.

   Escriben a La Corona de Lyon. La escena ocurre en París el 4 de Mayo de 1897, en casa de una amiga mía: “No te olvides del Bazar de la Caridad—la dice su esposo: —hoy es la gran fiesta. Prepárate: se dice que asistirá Su Excelencia el Nuncio de Su Santidad. Con mucho gusto iría—respondió ella; —pero me corresponde hoy la hora del Rosario Perpetuo, y de tres a cuatro estaré ocupada en ella; no quiero que sea hoy el primer día que la deje. Bien —replicó el marido—haz lo que quieras. Mi devota amiga se retiró cuanto la fué posible del bullicio de la ciudad, de las diversiones, hizo su hora de guardia, y fortalecida en el retiro y el recogimiento, se disponía a salir. Mas he aquí que de pronto se oyen gritos de: «¡Al fuego! ¡Al fuego!» en la calle de Jean Gonjon. Y en seguida se sabe la noticia de la espantosa catástrofe. La piadosa señora, al tener noticia de aquellas desastrosas muertes, adoró los inescrutables designios de la Divina Providencia, aunque a veces terribles también, y dio gracias a la Madre de Dios, que por medio de la hora de guardia la había salvado.» ·

   En esta misma catástrofe murieron heroicamente dos Hermanas de la Caridad, que despreciaron su vida por salvar del fuego a algunas personas más, y afirman testigos oculares que una de ellas, la Superiora de Raynecey, murió de rodillas, con el rosario en la mano, el cual dejaron intacto las llamas, por singular prodigio. (Revista del Rosario)

 

 


 

SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO

 

 



San Ignacio de Loyola rezaba el Rosario todos los días, y acostumbraba a tenerle en la mano cuando dormía, como para dar á entender que jamás olvidaba sus Misterios y que al despertar quería consagrarles su primer pensamiento. (P. Pradel)

 

 



La Infanta Margarita de Austria, desde su infancia, rezaba fervorosamente el Rosario todos los días, le llevaba siempre en la mano y distribuyó rosarios en todas las partes del mundo; recibiendo gran cantidad de ellos, de su parte, los misioneros que iban a evangelizar distintas regiones. (P. Pradel)

 

 

 

ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO

 

 



Clérigos y seglares, hombres y mujeres, llegaron con el Rosario a tal fervor de devoción, que alcanzaron de María gracias en gran número, y hasta obraron muchos prodigios. (Clemente VII)

 




OBSEQUIO

 

 

   El obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a cada uno su devoción.

 

 

 

SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la virginidad a la maternidad divina. Por tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes brazos. (Avemaría).

 

 

ORACIÓN FINAL

 

 

   ¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.

 


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