—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre
de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que,
confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la
vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante
vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la
Iglesia.
¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves
momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de
vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a
vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.
Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros
labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica
las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos
durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección
la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor
en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos
eternamente en la Gloria. Amén.
DIA DECIMOQUINTO —15 de
octubre.
Primera consideración sobre el segundo
Misterio doloroso.
De la mortificación
exterior.
Dura a nuestra flaca naturaleza y relegada
al olvido en nuestros días, es la consideración que vamos a hacer sobre el
segundo Misterio doloroso, pues que ha de versar
sobre la necesidad de la mortificación. En efecto, el mundo,
retrocediendo siempre en la moral, a pesar de sus decantados adelantos, admite
costumbres verdaderamente paganas, llegando a llamar necesidad a la
sensualidad, lícito a lo prohibido, exigencia social al pecado; y de tal modo
se han extendido en él las nieblas densísimas del error, a pesar de las luces
de la civilización contemporánea, que en su recinto es ya casi imposible
distinguir la senda del deber que conduce a la eterna salvación. Por esto hay que apartarse de este mundo desgraciado, y
olvidar todas sus erradas máximas y supuestas necesidades, para recordar como
cristiano lo que la palabra mortificación significa, y meditar junto a la
columna donde nuestro divino Salvador se ofreció a sufrir aquellos cruelísimos
azotes por nuestro amor, que debemos imitarle, practicando la externa
mortificación. Y al mirar ese sacratísimo Cuerpo horriblemente despedazado,
manando preciosa Sangre; al contemplar aquellas profundas llagas, para las que
no hay otro bálsamo que nuevos y crueles azotes, que las abren más y más con
tormento inaudito, y al reflexionar que somos nosotros la causa de tan
espantoso suplicio, comprenderemos la necesidad de la mortificación, y nos
decidiremos a practicarla, en mayor o menor grado, según las circunstancias,
pero sin olvidar que no hay ninguna en la que nos debamos dispensar de ella por
completo.
No nos ocuparemos aquí de la clase de mortificaciones
que hemos de practicar, pero debemos ser generosos; y aunque en este punto nada
debe hacerse sin que la obediencia lo sancione, podemos
solicitar humildemente, y sin porfía, pero con constancia, que nuestros cuerpos
sean hostias vivas, inmoladas a Dios en aras de la mortificación. Dice Santa
Teresa que cuando una buena inspiración viene muchas veces, debe
ponerse en práctica, y hemos de ser fieles a los deseos de mayor perfección que
podamos sentir en nuestras almas, sin desmayar por temor al trabajo y
mortificación que ellos nos exijan, bajo el pretexto de no tener fuerzas
suficientes, mientras que previa prueba no nos autorice para usar este
lenguaje. La misma Santa dice en su Vida que
después que se dio más a la penitencia, por consejo de su director, tenía más salud
y fuerza, añadiendo humildemente que éste la decía: que tal vez muchos de sus
sufrimientos se los enviaba el Señor para suplir la mortificación que luego
practicaba.
Esto no quiere decir que todos tengamos fuerzas,
ni seamos llamados a aquellas austeridades verdaderamente asombrosas que algunos
Santos practicaron, y en las que solo un milagro de la gracia, fielmente
correspondida, podía sostenerles. Pero si pocos son
los llamados a esa mortificación extraordinaria, ante la que se estremece
nuestra mísera naturaleza, todos estamos obligados a practicarla, de tal modo,
que no parece se comprende que a un alma que aspira a la perfección le sea
desconocida esta práctica de la mortificación de su cuerpo, a menos de muy
serias razones de salud, pues sólo por temor a padecer en ella leve detrimento,
no se debe renunciar a toda maceración corporal; que no son tan dañosas como
generalmente se las supone ciertas mortificaciones, y muchas son las personas,
no solamente de salud delicada, sino de verdad enfermas, que las siguen y han
seguido sin que tengan que arrepentirse, ni temer la cuenta que hayan de dar
del detrimento de su salud; y además, Dios ayuda a quien en Él confía.
Cierto que debe obrarse siempre con prudencia; pero en este caso, más se falta de ordinario por defecto que por exceso; pues según dice Santa Teresa, es extraño cómo estos cuerpos nuestros quieren ser regalados, y cómo fingen necesidades y males para librarse de la mortificación. De esto se lamenta el P. Jandel, en su Manual de los Terciarios Dominicos, diciendo: «Parece qué se quiere borrar la mortificación corporal del catálogo de las virtudes prescritas en el Evangelio. Una multitud de cristianos en el mundo, y aun personas que hacen profesión de piedad, no comprenden su necesidad, y parece que no se aperciben siquiera de los motivos que hay para practicarla. Pero a los que pretenden disculparse con la importancia de la mortificación interior, para excusarse de la mortificación de los sentidos (excusa pueril para dispensarse de ambas), no hay mejor respuesta que darles que aquella de San Luis Gonzaga: «Es preciso practicar la una y no omitir la otra». Así han obrado los Santos, y han conformado constantemente su conducta a éstos principios. Para convencerse de ello, no hay más que leer su historia en los Anales de la Iglesia, y se verá, como lo hace observar el P. Surin, que entre los Santos cuya vida conocemos con algunos detalles, no se encuentra uno solo que no haya vivido en la práctica de las austeridades y de las maceraciones corporales; ejemplo decisivo en que se apoya este piadoso autor, tan versado en cosas espirituales, para combatir el intolerable abuso de los cristianos que quieren alcanzar la perfección sin mortificar sus sentidos, y llegar al cielo por un camino que los Santos no han seguido nunca.»
EJEMPLO
Una gran pecadora, llamada Elena, entró en una
iglesia, precisamente en el momento en que se predicaba la devoción del
Rosario. Exaltaba el predicador, poniéndola de relieve, la grandeza y eficacia
de esta devoción, tanto, que Elena al volver a su casa compró un rosario, el
cual ocultó cuidadosamente para evitar las burlas de sus amigas. Le rezaba de
vez en cuando sin la menor atención; pero al poco tiempo, aficionándose a esta
práctica, concluyó por rezarle diariamente. Esta fidelidad fué bastante para
que la Santísima Virgen mirara con misericordia a esta pecadora, la que sintió
tales remordimientos de su vida pasada, que no la permitían reposo alguno, hasta
que, no pudiendo resistir más, se acercó al tribunal de la penitencia y confesó
todas sus culpas con tanto arrepentimiento, que el confesor quedó admirado. Gozosa
por haber obtenido el perdón de sus pecados, se postró ante el altar de la Santísima
Virgen, y mientras que rezaba el Rosario, la Madre de misericordia y Refugio de
pecadores se dignó decirla: «Elena, mucho has
ofendido a Dios, pero cambia de vida, que yo te concederé preciosas y
abundantes gracias.» Profundamente
conmovida y bañada en llanto, Elena respondió: «¡Oh, Madre mía! Verdad es que hasta aquí he
cometido muchos Pecados, y que estoy cargada de deudas; pero Vos, que sois tan
poderosa, ayudadme, yo quiero entregarme a Vos sin reserva y hacer penitencia
lo que me resta de vida.» Elena cumplió esta promesa. Distribuyó sus bienes á los pobres y
llevó una austera y penitente vida. Si se sentía asaltada por las tentaciones,
rezaba con confianza el Rosario. Perseveró hasta exhalar el último suspiro, invocando
el dulce nombre de María. Pocos días antes de su muerte, vino a consolarla la Santísima
Virgen con el Niño Jesús, y en el momento de expirar se vió su alma volar al cielo
en figura de paloma. (Propagador del Rosario)
SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO
San Francisco de Borja, en medio
de los trabajos y cuidados sin número que le imponían las funciones de su
cargo, halló siempre tiempo para rezar el Rosario y meditar sus Misterios con
detención. (P. Pradel.)
El rey Luis XIII tomó la Rochela
mediante el rezo del Santo Rosario, que él y sus soldados rezaban, según el
consejo del P. General de los Dominicos. (P. Alvarez.)
ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO
El Rosario destruye el pecado, recupera la gracia
y conquista la gloria. (Gregorio XIV)
OBSEQUIO
El
obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes
será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo
Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá
ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a
cada uno su devoción.
SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
Os
saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os
preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por
tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y
que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino
también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de
Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la
virginidad a la maternidad divina. Por
tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo
nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de
Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve
movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).
Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de
Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en
vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una
muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos
supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos
a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes
brazos. (Avemaría).
ORACIÓN FINAL
¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de
Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto
suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en
nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial
confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras
necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo
conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre
querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que
no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en
vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros
brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque
indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a
vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas
y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las
saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios
del santo Rosario, ni
las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos
como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de
vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y
bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.
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