viernes, 15 de octubre de 2021

MES DE OCTUBRE CONSAGRADO A MARÍA A TRAVÉS DEL SANTO ROSARIO. DÍA 15.



—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…

 

 

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS



   Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que, confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la Iglesia.

 

 

   ¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.

 

 

   Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos eternamente en la Gloria. Amén.

 

 



 

DIA DECIMOQUINTO —15 de octubre.

 

Primera consideración sobre el segundo Misterio doloroso.

 

De la mortificación exterior.

 

 

   Dura a nuestra flaca naturaleza y relegada al olvido en nuestros días, es la consideración que vamos a hacer sobre el segundo Misterio doloroso, pues que ha de versar sobre la necesidad de la mortificación. En efecto, el mundo, retrocediendo siempre en la moral, a pesar de sus decantados adelantos, admite costumbres verdaderamente paganas, llegando a llamar necesidad a la sensualidad, lícito a lo prohibido, exigencia social al pecado; y de tal modo se han extendido en él las nieblas densísimas del error, a pesar de las luces de la civilización contemporánea, que en su recinto es ya casi imposible distinguir la senda del deber que conduce a la eterna salvación. Por esto hay que apartarse de este mundo desgraciado, y olvidar todas sus erradas máximas y supuestas necesidades, para recordar como cristiano lo que la palabra mortificación significa, y meditar junto a la columna donde nuestro divino Salvador se ofreció a sufrir aquellos cruelísimos azotes por nuestro amor, que debemos imitarle, practicando la externa mortificación. Y al mirar ese sacratísimo Cuerpo horriblemente despedazado, manando preciosa Sangre; al contemplar aquellas profundas llagas, para las que no hay otro bálsamo que nuevos y crueles azotes, que las abren más y más con tormento inaudito, y al reflexionar que somos nosotros la causa de tan espantoso suplicio, comprenderemos la necesidad de la mortificación, y nos decidiremos a practicarla, en mayor o menor grado, según las circunstancias, pero sin olvidar que no hay ninguna en la que nos debamos dispensar de ella por completo.

 

   No nos ocuparemos aquí de la clase de mortificaciones que hemos de practicar, pero debemos ser generosos; y aunque en este punto nada debe hacerse sin que la obediencia lo sancione, podemos solicitar humildemente, y sin porfía, pero con constancia, que nuestros cuerpos sean hostias vivas, inmoladas a Dios en aras de la mortificación. Dice Santa Teresa que cuando una buena inspiración viene muchas veces, debe ponerse en práctica, y hemos de ser fieles a los deseos de mayor perfección que podamos sentir en nuestras almas, sin desmayar por temor al trabajo y mortificación que ellos nos exijan, bajo el pretexto de no tener fuerzas suficientes, mientras que previa prueba no nos autorice para usar este lenguaje. La misma Santa dice en su Vida que después que se dio más a la penitencia, por consejo de su director, tenía más salud y fuerza, añadiendo humildemente que éste la decía: que tal vez muchos de sus sufrimientos se los enviaba el Señor para suplir la mortificación que luego practicaba.

 

   Esto no quiere decir que todos tengamos fuerzas, ni seamos llamados a aquellas austeridades verdaderamente asombrosas que algunos Santos practicaron, y en las que solo un milagro de la gracia, fielmente correspondida, podía sostenerles. Pero si pocos son los llamados a esa mortificación extraordinaria, ante la que se estremece nuestra mísera naturaleza, todos estamos obligados a practicarla, de tal modo, que no parece se comprende que a un alma que aspira a la perfección le sea desconocida esta práctica de la mortificación de su cuerpo, a menos de muy serias razones de salud, pues sólo por temor a padecer en ella leve detrimento, no se debe renunciar a toda maceración corporal; que no son tan dañosas como generalmente se las supone ciertas mortificaciones, y muchas son las personas, no solamente de salud delicada, sino de verdad enfermas, que las siguen y han seguido sin que tengan que arrepentirse, ni temer la cuenta que hayan de dar del detrimento de su salud; y además, Dios ayuda a quien en Él confía.

 


    Cierto que debe obrarse siempre con prudencia; pero en este caso, más se falta de ordinario por defecto que por exceso; pues según dice Santa Teresa, es extraño cómo estos cuerpos nuestros quieren ser regalados, y cómo fingen necesidades y males para librarse de la mortificación. De esto se lamenta el P. Jandel, en su Manual de los Terciarios Dominicos, diciendo: «Parece qué se quiere borrar la mortificación corporal del catálogo de las virtudes prescritas en el Evangelio. Una multitud de cristianos en el mundo, y aun personas que hacen profesión de piedad, no comprenden su necesidad, y parece que no se aperciben siquiera de los motivos que hay para practicarla. Pero a los que pretenden disculparse con la importancia de la mortificación interior, para excusarse de la mortificación de los sentidos (excusa pueril para dispensarse de ambas), no hay mejor respuesta que darles que aquella de San Luis Gonzaga: «Es preciso practicar la una y no omitir la otra». Así han obrado los Santos, y han conformado constantemente su conducta a éstos principios. Para convencerse de ello, no hay más que leer su historia en los Anales de la Iglesia, y se verá, como lo hace observar el P. Surin, que entre los Santos cuya vida conocemos con algunos detalles, no se encuentra uno solo que no haya vivido en la práctica de las austeridades y de las maceraciones corporales; ejemplo decisivo en que se apoya este piadoso autor, tan versado en cosas espirituales, para combatir el intolerable abuso de los cristianos que quieren alcanzar la perfección sin mortificar sus sentidos, y llegar al cielo por un camino que los Santos no han seguido nunca.»

 

 


 


EJEMPLO

 

 

   Una gran pecadora, llamada Elena, entró en una iglesia, precisamente en el momento en que se predicaba la devoción del Rosario. Exaltaba el predicador, poniéndola de relieve, la grandeza y eficacia de esta devoción, tanto, que Elena al volver a su casa compró un rosario, el cual ocultó cuidadosamente para evitar las burlas de sus amigas. Le rezaba de vez en cuando sin la menor atención; pero al poco tiempo, aficionándose a esta práctica, concluyó por rezarle diariamente. Esta fidelidad fué bastante para que la Santísima Virgen mirara con misericordia a esta pecadora, la que sintió tales remordimientos de su vida pasada, que no la permitían reposo alguno, hasta que, no pudiendo resistir más, se acercó al tribunal de la penitencia y confesó todas sus culpas con tanto arrepentimiento, que el confesor quedó admirado. Gozosa por haber obtenido el perdón de sus pecados, se postró ante el altar de la Santísima Virgen, y mientras que rezaba el Rosario, la Madre de misericordia y Refugio de pecadores se dignó decirla: «Elena, mucho has ofendido a Dios, pero cambia de vida, que yo te concederé preciosas y abundantes gracias.» Profundamente conmovida y bañada en llanto, Elena respondió: «¡Oh, Madre mía! Verdad es que hasta aquí he cometido muchos Pecados, y que estoy cargada de deudas; pero Vos, que sois tan poderosa, ayudadme, yo quiero entregarme a Vos sin reserva y hacer penitencia lo que me resta de vida.» Elena cumplió esta promesa. Distribuyó sus bienes á los pobres y llevó una austera y penitente vida. Si se sentía asaltada por las tentaciones, rezaba con confianza el Rosario. Perseveró hasta exhalar el último suspiro, invocando el dulce nombre de María. Pocos días antes de su muerte, vino a consolarla la Santísima Virgen con el Niño Jesús, y en el momento de expirar se vió su alma volar al cielo en figura de paloma. (Propagador del Rosario)

 

 


 

SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO

 

 




San Francisco de Borja, en medio de los trabajos y cuidados sin número que le imponían las funciones de su cargo, halló siempre tiempo para rezar el Rosario y meditar sus Misterios con detención. (P. Pradel.)

 



 

El rey Luis XIII tomó la Rochela mediante el rezo del Santo Rosario, que él y sus soldados rezaban, según el consejo del P. General de los Dominicos. (P. Alvarez.)

 

 

 

ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO

 

 



El Rosario destruye el pecado, recupera la gracia y conquista la gloria. (Gregorio XIV)






OBSEQUIO

 

 

   El obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a cada uno su devoción.

 

 

 

SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la virginidad a la maternidad divina. Por tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes brazos. (Avemaría).

 

 

ORACIÓN FINAL

 

 

   ¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.


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