Notas históricas:
Cuando el día de Pentecostés los Apóstoles,
inspirados por el Espíritu Santo, hablaban diversas lenguas y hacían multitud
de prodigios por la sola invocación del nombre de Jesús, muchos hombres que, según
la tradición, habían seguido los ejemplos de los santos profetas Elias y
Eliseo, y que habían sido preparados a la venida del Mesías por la predicación
del Bautista, convencidos de la verdad de la doctrina apostólica abrazaron la
fe evangélica, y empezaron a honrar con tan filial ternura a la Santísima
Virgen, que pudieron gozar de su presencia y su conversación mientras ella
vivió, y fueron los primeros que elevaron una capilla a la Madre de Cristo, en
el mismo lugar del monte Carmelo en que el profeta Elias había visto, en otro
tiempo, elevarse al cielo una brillante nube, símbolo de esta Virgen augusta.
Se reunían cada día varias veces en la nueva
capilla, y allí honraban con toda suerte de oraciones y cánticos y piadosos
ejercicios a la Santísima Virgen como a la soberana protectora de su Orden, por
lo que empezaron a llamarles «hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo»; y los Sumos Pontífices, no sólo
confirmaron dicho título, sino que concedieron particulares indulgencias a los
que decorasen u honrasen con ese nombre a la Orden o a sus miembros. (Brev. Rom.,
16 de julio, 2° noct.)
A fines del primer siglo de la era cristiana
el Carmelo comenzó a poblarse de nuevos monjes y a llamar la atención aun de
los mismos paganos; y en el año 400, el número de religiosos aumentó
considerablemente, por haberse retirado multitud de monjes a la Palestina,
sobre el monte Carmelo, en donde abrazaron fervorosamente los ejercicios de la
vida religiosa, en comunidad los unos, los otros en lugares solitarios.
San Alberto, Patriarca de Jerusalén,
hacia el año 1205 y bajo la autoridad de Inocencio III, les dio una regla que
después fué aprobada por Honorio III y confirmada por Inocencio IV.
Los fieles que acudían
al Monte Carmelo visitaban asiduamente la capilla de la Virgen María, asistían a
los ejercicios de los religiosos y rendían en común sus cultos a la Reina del
Cielo; de cuyo conjunto de circunstancias nació la Cofradía de Nuestra Señora del Monte Carmelo, que debió ya existir a principios
del siglo IX, puesto que el Papa León IV le concedió indulgencias en el año
847. La Cofradía de Nuestra Señora del Carmen es, por consiguiente,
la más antigua, como también ha sido la más favorecida de Dios, de la Virgen
Nuestra Señora y de la Santa Sede.
Los religiosos del Carmen, célebres desde
hacía siglos en la Palestina, vinieron al Occidente antes de la época de las
Cruzadas, con el fin de escapar a la persecución sarracena, y se establecieron
en Italia, Francia e Inglaterra, pero no fueron bastante conocidos en Europa
hasta que San Luís, que había visto en Palestina la vida angélica de aquellos
solitarios, al volver de su primera cruzada los trajo a Francia, cuya nación
perfumaron con el suave olor de sus evangélicas virtudes.
La Cofradía de Nuestra
Señora del Monte Carmelo se propagaba en Europa, como es natural, al mismo tiempo
que la Orden del Carmen.
Los buenos religiosos gozaban en paz del
glorioso título de Hermanos de Nuestra Señora del Monte Carmelo, que los Sumos
Pontífices habían confirmado cuando contra ellos levantaron una persecución tan
furiosa, que el Papa Honorio III, vacilante al principio, acabó por ceder a la
presión de los que de él solicitaban la supresión de la Orden; y ya el golpe fatal
estaba preparado, cuando la Santísima Virgen se apareció en sueños al Sumo
Pontífice y le dijo: que habiendo tomado bajo su especial protección la Orden del
Carmelo, que llevaba su nombre, ella le exhortaba a no ceder de ninguna manera a
las instancias de sus pérfidos consejeros, sino a honrarla y favorecerla y á confirmar
su regla, su título y sus privilegios; y añadió en seguida: mi voluntad debe ser
cumplida sin réplica y sin dilación: Non est adversandum in his dum jubeo, nec
dissimulandum dum promoveo; porque esta misma noche dos de vuestros íntimos
consejeros, los mayores adversarios de mi Orden, encargados de preparar el
Breve de destrucción que su odio a provocado, morirán durante su sueño de una
manera imprevista.
Cuando el Papa se despertó le notificaron
la muerte de dos de sus cortesanos; entonces mandó reunir el Sacro Colegio de
Cardenales, les refirió la aparición de la Santísima Virgen y sus deseos, y, en
pleno consistorio, aprobó la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, por una
Bula especial.
La persecución no cesó, sin embargo, y la
Orden de la Virgen fue blanco de toda suerte de armas de mala ley; la tempestad
rugía contra ella por todas partes, cuando la Estrella de
la mañana apareció hermosísima, solicitada por las fervientes y continuas
oraciones de San Simón, general de los carmelitas de Occidente, varón de una
santidad extraordinaria, que veía con dolor inefable los males de la
cristiandad y de la familia religiosa que él gobernaba.
Hallábase un día el venerable anciano en
oración humildísima, pidiendo a la Madre del Salvador una prenda de su
predilección por los carmelitas, cuando la Santísima Virgen se le apareció
radiante de gloria, rodeada de celestiales espíritus y llevando en sus purísimas
manos el escapulario. “Recibe, hijo mío amadísimo, (dijo
Nuestra Señora dirigiéndose a San Simón), este escapulario de tu Orden, como el signo distintivo
de mi Cofradía y la señal del privilegio que he obtenido para ti y para todos
los carmelitas: quien muera revestido del escapulario no padecerá el fuego eterno.
He aquí el signo de salud, salvaguardia en los peligros, y la prenda de una paz
y de una protección especial hasta el fin de los siglos. Dilectissime fili,
recipe tui Ordinis scapulare, mece confraternitatis signum, tibi et cunáis
Carmelitis privilegium, in quo quis moriens ceternum non patietur incendium.
Ecce signum salutis, salus in periculis, fcedus pacis et pacti sempiterna”. La Virgen advirtió a San Simón que enviase
un legado al Vicario de su Hijo, Inocencio IV, quien remediaría los males de la
Orden, como así sucedió (Vide Benedicto XIV De Festis, II, 334.)
Tal y tan noble es
el origen del escapulario del Carmen, preciadísima joya traída por la misma Virgen
de los tesoros del Cielo, y generosamente ofrecida por ella a todos sus
devotos, mejor aún, a todos los cristianos.
San Simón escribió a todos los conventos de la Orden una circular fechada
el 16 de julio de 1251, en la que les notificaba la buena nueva; y, como es natural,
los carmelitas la propagaron, los cofrades de Nuestra Señora del Carmen
recibieron el escapulario, numerosos devotos de la Virgen Madre les imitaron, y
de esta suerte la Reina del Cielo vio multiplicarse prodigiosamente el número de
los elegidos.
Contribuyeron no poco a la difusión del
escapulario los milagros que por su medio operó la divina Misericordia, y más
eficazmente, si cabe, la publicación del privilegio que la Santísima Virgen
prometió al Pontífice en favor de los carmelitas difuntos. Así lo cuenta la
historia:
Á principios del siglo XIV, la dulcísima
Abogada de los pecadores se apareció al Papa reinante, Juan XXII, que la honraba
con un culto especial, y después de recomendarle vivamente la confirmación de su
Orden, le prometió bajar al Purgatorio para sacar las almas de los carmelitas
el sábado siguiente al día de su muerte, si durante la vida habían guardado la castidad
conforme a su estado y rezado el Oficio Parvo, y si no sabían leer, observado
todos los ayunos de la Iglesia y comido de vigilia los miércoles y sábados, menos
el día de la Natividad del Señor.
El Pontífice anunció a todo el mundo este
privilegio por la Bula Sacratissimo ut in culmine
(llamada vulgarmente Sabatina), el
2 de marzo de 1322; en la cual dice el Vicario de Cristo que él acepta la santa indulgencia,
que la ratifica y confirma sobre la tierra, como Jesucristo la ha acordado en
los cielos a causa de los méritos de la Virgen Madre.
La autenticidad de esta Bula es
indiscutible;
porque después de Juan XXII otros Pontífices la han confirmado,
entre los cuales Alejandro V, convencido de su autenticidad la
copia enteramente en la suya de 1409, a fin de confirmarla plenamente y darle
una certeza irrefragable; y Gregorio XIII, en su Bula Ut laudes de 18 de septiembre de 1577, al
renovar las de Juan XXII y Alejandro V, asegura haberlas visto, haberlas
tenido en sus manos y haberlas leído, sanas, enteras y sin ninguna clase de
falta o alteración: Supra dictas litteras apostólicas ad manus nostras recepimus,
vidimus, legimus, tenuimus, palpabimus, sanas atque integras acillesas ab omni
prorsus vitio et corruptioni carere reperimus.
La devoción del escapulario del Carmen
tiene, por consiguiente, todas las garantías que pueden hacerla acreedora a la
predilección del cristiano: 1. ° por la sublimidad de su origen; 2. ° por la
multitud de prodigios obrados por Dios para confirmarlo; 3.° por la autoridad
de los Papas y de las Congregaciones Romanas que han atestiguado la
autenticidad de las revelaciones de la Santísima Virgen, que lo han enriquecido
con indulgencias, etc.; y 4.° por el consentimiento unánime de los fieles, que,
en todos los tiempos, siguiendo el ejemplo de los Pontífices, Cardenales, reyes
y religiosos de todas las Ordenes, se han honrado con el hábito de la Reina del
Carmelo.
Obsérvese que no hay oraciones, ni
ayunos, ni vigilias especiales prescritos a los cofrades de Nuestra Señora del
Carmen (12 de
Febrero de 1840. —18 de Setiembre de 1862. —Monsano n.0 1923, etc.); sólo con la recepción
legítima del escapulario y llevándolo continuamente en la debida forma,
pertenecen a la Cofradía, pueden ganar las indulgencias, participan a las
buenas obras que se practican en toda la religión del Carmelo, y adquieren en
cierta manera derecho a una participación selecta y abundante en el tesoro de
gracias de que la divina Madre del Redentor es dispensadora.
“LOS ESCAPULARIOS”
E. P. FRAY JOSÉ BUENAVENTURA (1906).
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