Tomado de El Rosario:
Meditaciones para los 31 días del mes de octubre, de la autoría del licenciado
Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894.
A LA SIEMPRE VIRGEN MARÍA
SANTÍSIMA, LA INMACULADA CONCEPCIÓN, REINA EXCELSA DE CIELOS Y TIERRA; MADRE
AMABILÍSIMA DEL NIÑO DIOS; MADRE DOLOROSA DE ESE CORDERO DIVINO, HECHO VÍCTIMA
VOLUNTARIA POR LA SALUD DEL MUNDO; MADRE GLORIOSA DEL RESUCITADO Y VENCEDOR
JESÚS, ASCENDIDO A LOS CIELOS Y ENTRONIZADO A LA DIESTRA DEL PADRE; MADRE
ADMIRABLE EN SUS GOZOS, DOLORES Y GLORIAS: ESPEJO EL MÁS LIMPIO Y LUCIENTE DE
LAS TERNURAS, MÉRITOS Y TRIUNFOS DE NUESTRO GRAN REY JESUCRISTO.
¡¡¡SEÑORA Y MADRE
NUESTRA!!!
ROGAD POR EL POBRE AUTOR
DE ESTE LIBRO, Y ROGAD NO MENOS, POR LAS HONORABLES PERSONAS QUE PARA ESTA
PUBLICACIÓN HAN PRESTÁDO EL AUXILIO GENEROSO.
INTRODUCCIÓN:
La
Religión Católica no tuvo nunca que temer sino el no ser estudiada, para que no
se le admirase, o no ser practicada, para que no se le aprovechase. Estudiarla
y practicarla da por resultado el encontrar prodigios de sabiduría en cuanto
esa divina religión enseña o propone, y a la vez reconocer las dulzuras
inefables y los frutos de virtud y santidad que en sus sagradas prácticas se
contienen.
Tal
sucede con la institución y la práctica del Rosario,
que con razón se califica de santísimo. Si
alguna institución, si alguna creación de mística piedad ha podido parecer
pequeño pensamiento, y su práctica vulgar ejercicio piadoso de almas apocadas,
es el Rosario;
y, sin embargo, esa institución es un portento de sabiduría, y esa práctica de
piedad es un cúmulo de oradas y de dichas, como vamos a hacerlo palpar en estos
estudios. Aquí no hay más, sino que admirar, si se estudia; sino que saciarse
de gracias y dichas, si se gusta.
Si
los católicos tibios en su fe y en su piedad, entendiesen bien lo que es el Rosario, ya que no le rezan le rezarían; lo
mismo habría de suceder y aún sucede, con los preocupados protestantes, si
quisiesen reconocer que el Rosario
es la flor del Evangelio y el perfume del amor a
Jesucristo; y que no hay mejor manera de entender y pedir el vino del
amor a Jesucristo, que como se vio en las bodas de Caná: por medio de María.
Por fin, si los que rezan el Rosario conocieren
bien el don de Dios y le rezaren y meditaren penetrándose bien de la grande
obra que en ello practican, quedarán maravillados de la ciencia de su santa
religión y de las gracias y delicias que nuestro Dios como su fuente, y nuestra
Madre Amabilísima como su viaducto, tienen para aquellos que los invocan.
De
ahí, que en esto del Rosario
es gratísimo encontrar su origen histórico en un Santo
Domingo,
admirablemente elegido por la Reina del Cielo
para dar a conocer el gran pensamiento de su institución, para ponerlo en
ejercicio y para obtener un triunfo tan grandioso como lo ha sido la conversión
y extinción de los herejes albigenses, sectarios tan hostiles y adversos al
Cristianismo, como los racionalistas el día de hoy, y tan funestos en sus
propósitos como los actuales socialistas. Quiere decir, que el Rosario vino a detener por ocho siglos ese
luctuosísimo diluvio de la moderna impiedad en que está hoy anegado el mundo
cristiano, y esa proterva audacia socialista de que hoy se ven amenazados los
cristianos y aun los mismos descreídos moderados, con la diabólica y
pavorosamente franca guerra de aquellos furiosos a Dios, a la familia y a la
sociedad.
Quien
estudiare lo que fueron los albigenses, ya que sabe lo que son los descreídos
modernos y los socialistas, reconocerá cuán maravilloso es el poder de Dios al
cumplir a su Iglesia la promesa de no ser destruida y al valerse para ello de
la invocación a la Vencedora de todas las herejías. Reconocerá también ese
observador la sabiduría de la Iglesia, que con el Rosario venció
en Lepanto a los musulmanes y más tarde en Viena; en todas y siempre con
el Rosario convirtió
a los malos, e hizo más perfectos a los buenos. Y más que todo, tiene de
reconocerse que la diabólica persecución mucho peor que la faraónica, con que
hoy los descreídos se obstinan en acabar con el Cristianismo y toda religión en
el mundo, puede ser superada, y lo será ¡vive Dios!
con la invocación del Rosario.
No
en vano el sapientísimo Pontífice León XIII (que Dios guarde) lo ha comprendido así con
luminosísima mirada, y así lo ha proclamado en solemne encíclica y ha hecho un
llamamiento a todos los fieles israelitas, para que unidos en esa poderosísima
invocación, obtengan de la intercesión de María la salvación del pueblo de
Israel, de la heredad del Señor y de su Ungido. He aquí sus palabras, dirigidas
a los Obispos de todo el Orbe:
«¡Obrad, pues, Venerables Hermanos! Cuanto más
os intereséis por honrar a María y por salvar a la sociedad humana, más debéis
dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen Santísima,
aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios
providenciales el que, en estos tiempos de prueba para la Iglesia, florezca más
que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima
Virgen.
Quiera Dios que excitadas por nuestras
exhortaciones e inflamadas por vuestros llamamientos, las naciones cristianas
busquen, con ardor cada día mayor, la protección de María; que se acostumbren
cada vez más al rezo del Rosario, a ese culto que nuestros antepasados tenían
el hábito de practicar, no sólo como remedio siempre presente a sus males, sino
como noble adorno de la piedad cristiana». (Encíclica “Suprémi Apostolátus Offício”, 1 de
Septiembre de 1883).
A
esa gran palabra del magno León XIII, tan llena de verdad y oportunidad
como la de todas sus grandiosas encíclicas, ha precedido otra mayor bajo algún
aspecto, y es la de un gran hecho sobrenatural: el de las apariciones
de la Virgen Santísima en Lourdes,
apariciones de evidente verdad que han llenado el mundo con esplendores
celestiales. Estos hechos son una nueva apología del Rosario: una pastorcita que le reza, la santa
aparición que es atraída y queda complacidísima con tales preces, y las
diversas demostraciones con que esa aparición da a entender que hoy, como en
todos los siglos, y hoy más que nunca, está pronta a socorrernos y salvarnos. Y
su excitativa, compendiada en dos expresiones: “penitencia” e
“Inmaculada Concepción”, acompañada
y seguida de ruidosísimos milagros, viene hoy a ser preconizada por la gran
Encíclica del Rosario.
En
cuanto a nosotros, sin más misión que la del buen deseo, pero sujetos del todo
a la censura de la Santa Iglesia, cuya fe por dicha queremos profesar con
humildísima obediencia, vamos a continuar este emprendido estudio, porque
creemos prestar a Dios por medio de su amabilísima Madre, el especial homenaje
que le debemos por inmensos favores recibidos de su bondad, gracias a la
intercesión de la compasiva Señora, favores que esperamos habrán de
acrecentarse a nosotros y a nuestros deudos, amigos y lectores, y habrán de
tener feliz término en la eterna salvación nuestra y de ellos, como de tan
Gran Rey y de tan Gran Reina lo esperamos.
Ciudad Victoria, 6 de Septiembre de
1892.
No hay comentarios:
Publicar un comentario