Tomado de El Rosario:
Meditaciones para los 31 días del mes de octubre, de la autoría del licenciado
Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894.
Un
benemérito apologista católico de los aciagos días del siglo pasado, definía
así el Rosario: «Viene a ser un compendio del Evangelio,
una especie de historia de la vida, pasión y triunfos del Señor, puesta con
claridad al alcance de los más rústicos, y propia para grabar en su memoria la
verdad del Cristianismo» (NICOLÁS SILVESTRE BERGIER, Diccionario de
Teología).
Esta
es, digamos así, la teoría del Rosario,
cuya práctica, que viene a integrar toda su institución, está magistralmente
expresada por el citado gran Pontífice reinante, en la ya dicha encíclica:
«La fórmula del Santo Rosario la compuso de
tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los
misterios de nuestra salvación, y en este asunto de meditación está mezclada y
como entrelazada con la Salutación Angélica, una oración jaculatoria a Dios,
Padre de Nuestro Señor Jesucristo».
De
suerte que es el Rosario
oración vocal y oración mental o meditación, que unidas entre sí estrechamente
vienen a ser, como dice San Bernardo: «La oración una antorcha, de la cual la
meditación recibe la luz», según
la cita de un piadoso escritor moderno: «Orátio et meditátio sibi ínvicem copulántur,
et per oratiónem illuminátur meditátio» (Mons. LOUIS JOSEPH MENGHI D’ARVILLE, Protonotario
Apostólico. Anuario de María, o El verdadero Siervo de la Virgen Santísima).
Y
así, cuando consideremos cuál es la materia de esa oración vocal y cuál es la
de la mental, y cómo pueden entrar en conveniente unión, y qué tan sabia es la
inventiva de esa oración y de esa meditación, ya podremos ponernos al tanto de
lo grandioso de institución como esa y de su portentosa sencillez, los dos
extremos del infinito, el fórtiter y suáviter de
lo divino.
Eso
quiere decir que la inventiva del Rosario es obra divina, estando al más seguro
criterio, y que, de no constarnos, como ciertamente nos consta, que esta gran
práctica fue revelada por la Virgen Santísima a Santo Domingo, bastará que examinemos las calidades
de ese gran invento de piedad, para creerlo fundadamente así con razonable
certeza.
Tres
memorables salutaciones, las cuales valen por tres grandiosos himnos que jamás
del cielo a la tierra pudieron mayores haberse entonado en obsequio de una
criatura para gloria del Increado, tres memorables salutaciones son la materia
del Rosario:
la del Arcángel embajador de Dios, anunciando
a la humildísima María la Encarnación del Unigénito en su sacratísimo seno: «Te saludo María, llena eres de gracia, el
Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres»;
—La de Isabel, madre del prodigioso
Juan Bautista, la que llena del Espíritu Santo y sabedora de esa gran embajada
y de esa Alteza suprema de la Madre del Verbo, le dice también como el
Arcángel, sobrecogida de respeto y agradecimiento, al ser en sus montañas
visitada generosamente por María:
«Bendita eres entre todas
las mujeres» y
«bendito es, añade, el fruto de tu vientre»;
— Y la del Gran Concilio de los
Obispos, reunidos en Éfeso contra Nestorio, quienes al proclamar fervientes el
dogma católico, después de discusión luminosísima llena de sabiduría, de piedad
y de la ciencia profunda de la Biblia y de la Tradición, en medio de las
aclamaciones del pueblo de Éfeso que llora de alegría, exclaman así para
siempre: «Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».
¡Qué salutaciones! ¡Qué tres himnos de triunfo! ¡Que himnos para
honrar al Increado! ¡Qué celestial materia digna del espectáculo de los ángeles
y de los hombres, para que, en voces concordes de estos con aquellos, los
hombres no sólo aplaudan, sino que rueguen y hagan una oración, como la cual,
ninguna puede ser tan bien acogida ante el trono del Santísimo Dios!
Y
esas tres tan breves salutaciones, dichas una sola vez en su origen por el
ángel y por los hombres, escritas para siempre en el libro del Santo
Evangelio
y en les augustos anales de la Iglesia, merecedoras por lo mismo de ser
solemnemente repetidas de los cristianos, por vía no sólo de aplauso sino de
oración, ¿en
qué forma pudieran ser repetidas?
Ciento y cincuenta veces; ese es el invento divino, como vamos a
admirarlo. Antes
diremos, que hubo desventurados volterianos en nuestra Patria, que con
insensata soberbia se burlaron cual, de cosa inepta, de la repetición del Ave
María, como se hace en
el Rosario.
Insensata soberbia; porque el hombre no es ángel, y si sólo con la repetición
de sus actos de pensar, puede conseguir el efecto que el ángel consigue, de una
vez, por la intensidad con que piensa, ¿cómo no ha de ser sabio que el hombre repita el Ave
María, para pensar mejor en ella? ¿Y por qué no uno y cien esfuerzos en
penetrarse bien de la gran dicha de esa salutación? En ella se
contiene la expresión del infinito amor de Dios a los humanos, expresión que
merece ser cantada, ser amada, ser pagada con las alabanzas de todos los ángeles,
con la sangre de todos los mártires, con el amor de todos los santos y todos
los justos.
Volteriano:
si no es que niegues la verdad de la Encarnación del Hijo de Dios, no puedes negar que es muy sabio
repetir, como se repite en el Rosario,
esa memorable salutación angélica, esa memorable salutación de la madre del
Bautista, esa memorable salutación del Santo Concilio y de la muy piadosa
ciudad de Éfeso, la noche de su triunfo contra Nestorio.
Sí,
cristiano: repite, repite esas dulcísimas palabras. La repetición de las
trompetas santas durante siete días, hizo caer con estrépito, en momento
inesperado para los impíos, las murallas de la inexpugnable Jericó. Educa tu
alma en esa santa repetición, que es gran gloria para Dios, gran honra para la
Madre suya y Madre nuestra; gran medio de agradecimiento de lo que les debes,
de alivio de lo que te aqueja, de conjuro de lo que te amenaza, y por fin, de
goce de lo que anhelas por conseguir.
Esta
elección de la materia de la oración del Rosario,
tan admirable de por sí, no lo es menos por la del número de sus repeticiones;
y en esto figuran hasta profecías bíblicas que en la invención del Rosario
se cumplen, como vamos a
hacerlo notar. Aprovecharemos sobre lo nuestro también lo ajeno de piadosos autores,
cuya lectura ha quedado, por desgracia, relegada a sólo el humilde pueblo, o ya
por lo anticuado del estilo de su redacción, o por la baja que el fervor de los
creyentes ilustrados ha sufrido.
Si el número de los Salmos es de ciento
cincuenta, muy armónico resulta que el mismo sea el de las Ave Marías en el
Rosario, como
que unas y otros constituyen una repetición de alabanzas, con la diferencia de
que los Salmos son alabanza encubierta en
profecía, y el Ave María es la realidad con el luminoso cumplimiento de lo
profetizado.
Los
Salmos fueron la alabanza oficial litúrgica del sacerdocio de la Sinagoga y lo
son hoy del de la Ley de gracia, y el Rosario
con sus ciento cincuenta repeticiones, es la alabanza de todo el pueblo
distribuido en sus hogares o congregado en el Templo o en procesión en las
calles; sin que por eso dejen de prestar su homenaje Papas, Obispos y demás
sacerdotes de la Santa Iglesia, con el Santísimo Rosario, ya a la cabeza del pueblo
congregado, ya también esas altas dignidades, como los simples fieles en el
retiro de su hogar, en el seno de su familia.
El
asunto de los Salmos es la alabanza A Dios por los beneficios de la Creación y
los mayores de la Encarnación, Redención y Glorificación, todavía estos en su
estado profético; y es tan grande esa alabanza, que, no por haberse cumplido en
mucha parte esas profecías, deja de merecer el Salterio el constituir la base
de la alabanza oficial del cuerpo sacerdotal de la Santa Iglesia; disponiéndolo
así la sabia Providencia para que la gloria de su Cristo se vea haber sido
siempre una, así en los siglos de ayer como en los de hoy, y que así lo será en
los de mañana: «Christus heri el hódie, ipse et in sǽcula».
—El
asunto del Rosario
es la alabanza por los beneficios de la Creación y por todos los ya dichos de
la Ley de gracia, ya cumplidos, ya después que ha resplandecido su gloria, ya
después que el Padre Celestial, dando al mundo su Hijo Unigénito, le ha
convencido del amor inmenso y compasivo que le tiene, ya que hemos visto al
Verbo hecho carne, lleno de gracia y de verdad, ya que hemos sabido de los
labios del amable Jesús, que, verle a Él, es como ver al Padre, como si
viésemos a Dios, como si Dios mismo se nos hubiese mostrado.
Pero
el asunto del Rosario,
no conteniendo explícitamente de por sí, en su oración vocal, todo el de los
Salmos, está integrado, como ya se sabe, con el de la meditación sobre el
recuerdo de todos los misterios de la vida, pasión, muerte, resurrección y
ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y con los de gozo, dolores y glorias de
su Santa Madre, completándose así la armonía del rezo de los Salmos con el del
Rosario; porque, lo repetimos, el movimiento de pensamientos y afectos en los
Salmos, tiene por principal materia la profecía abundantísima de la vida,
pasión, muerte, resurrección y ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, y no pocos misterios referentes a la
Santa Madre de Dios.
Con
razón por eso, pensando en la institución del Rosario, se ve el profundo
alcance de esa aserción bíblica por la que podemos estar ciertos de que la
Palabra de Dios, el querer absoluto de Dios, imposible es que queden en vano.
Dios quiso amor, Dios quiso alabanza, Dios quiso prender fuego a la tierra y
abrasarla en amor; Dios quiso ser alabado por este amor de los hombres, quiso
que una oblación limpia se le ofreciese en todas partes y a todas horas, desde
el Oriente hasta el Ocaso, y quiso que su pasión y muerte, y su última cena,
como lo dijo explícitamente el Verbo Divino, y por consecuencia Sus otros
grandes misterios, se recordasen por los cristianos; y he ahí cómo ese querer
no queda en vano: la estupenda institución de la
Misa por una parte, y la estupenda del Rosario por otra, cumplen a maravilla
con ese divino querer.
En
toda la redondez de la tierra, desde los primeros siglos cristianos la Misa, y,
desde el siglo de Santo Domingo, el Rosario, no han cesado de levantar al cielo
la oblación pura de grandísimo número de cristianos, mediante la que se
devuelven gracias, al Padre, por su amor con que nos dio a su dulcísimo Jesús y a esa dulcísima Señora, Madre de su Hijo y Madre
nuestra. Y este movimiento de tantas alabanzas ha venido siempre en
aumento, al impulso maravilloso de la hostilidad de los pecadores y de los
impíos.
Nótese
con ello esa otra consonancia admirable entre los fines del Rosario y los de la
Misa: «Hoc fácite in meam
commemoratiónem» (Haced esto en memoria de mí).
¿Quería Jesucristo que sus inmensos favores y los de su Madre
amabilísima no se echasen en olvido, con la alabanza del recuerdo de
agradecimiento y de amor? Lo
ha conseguido portentosamente; porque jamás, desde que lo quiso, ha dejado de
tener entre los hombres muchísimos que hacen diario recuerdo de lo que le
debemos a Él y a la Reina; número que todos los días va en prodigioso aumento;
y que plegue a vosotros ¡oh piadosos Jesús y María! aumentemos
el que esto escribe y los que lo escrito leyeren. Que ese amor bienhadado de los
Pablos e Ignacios, de los Ireneos y Atanasios, Cirilos y Leones, Gregorios e
Ildefonsos, Anselmos y Bernardos, Domingos y Franciscos, Tomás y Buenaventura,
Brígidas y Catalinas, Magdalenas de Pazzi y Teresas de Jesús, Píos V, Felipe
Neri e Ignacio de Loyola, María de Ágreda, Alfonso de Ligorio y Bernardita de Lourdes,
Pío IX y su no menos
dichoso Sucesor; que ese amor bienhadado de tan distinguidos cristianos, haga
de nosotros lo que fueron ellos.
Por
fin, en este punto, para dar idea breve de las armonías que reinan entre el
número de las alabanzas del Rosario en sus Ave Marías y el de muchas figuras proféticas
del Antiguo Testamento, bastará transcribir algunos conceptos de un libro muy
popular entre los cristianos piadosos de las naciones hispano-americanas:
«En el Arca de Noé se
halla este número (ciento cincuenta) porque, como dice la Escritura, a los
ciento y cincuenta días, que es el número sagrado del Rosario, los manantiales
del abismo que anegaban la tierra se cerraron; las nubes y las tormentas
cesaron; fueron a menos las aguas del diluvio; descansó el Arca sobre los
montes y se acordó Dios de Noé y de todos los animales; por donde se conoce
cuántas son las maravillas que andan juntas con la sombra del Santísimo
Rosario. Con él se cierran las puertas del abismo infernal; con él se serena el
cielo, cesan las tempestades y rigores de la Divina Justicia; van a menos las
tribulaciones y descansa la Iglesia, y se acuerda el Señor de los hombres y
animales del Arca; esto es, de los buenos y malos cristianos…
Está así mismo figurado
en el Tabernáculo de Moisés (como
lo dice la Escritura) en todos sus números, de
diez, cincuenta, y ciento y cincuenta, en las cortinas, hebillas, presillas y
círculos o coronas de oro, con que se había de vestir el Arca, adornar el
Santuario y perfeccionar todo el Tabernáculo; por todo lo cual debes entender
las virtudes de que se vistió y adornó el Arca María Santísima, el Sancta
Sanctórum, y el Altar de los Sacrificios, que es la Sacratísima humanidad, con
todos los misterios de su santísima vida. Y en las hebillas, presillas y
círculos de oro, que eran ciento y cincuenta y unían las cortinas y vestuario
del Arca y Santuario, has de considerarlas ciento y cincuenta Ave Marías del
Santísimo Rosario, que unen y juntan en uno entero las virtudes, obras y
misterios de Cristo y su Madre, de que se vistieron sus santísimas almas, y se
visten todas las de los cristianos». (Fray PEDRO DE SANTA MARÍA Y ULLOA OP,
Arco iris de paz: cuya cuerda es la Consideración y Meditación para rezar el
Santísimo Rosario de Nuestra Señora)
Cúmplenos
ahora exponer lo que corresponde a ese asunto de recuerdo y meditación de los
grandes misterios de Jesucristo y de María, con que se entrelaza la oración
vocal en el Rosario; pero esto ya reclama un nuevo capítulo,
que es el siguiente.
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