Tomado de El Rosario:
Meditaciones para los 31 días del mes de octubre, de la autoría del licenciado
Juan Luis Tercero. Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894.
DÍA 1º de octubre.
Cristiano aquí está tu tesoro, ¡pon en él tu
corazón! Este
es el verdadero tesoro; lo demás nada vale. Todo lo puedes hacer valer con él;
pero sin él, nada aprovecha lo demás. ¡Jesucristo, Jesucristo, ese es nuestro
tesoro! Dios con nosotros, Dios
humanado, Dios revelado a los hombres por su encarnación. Si hay tiempo
para todo, y si una sola cosa es necesaria, vamos, amadísimo lector, despacio, muy
despacio; no tanto que desconociésemos que, al fin, de Marta tenemos tiempo que
invertir en los negocios de la vida, pero ni tan de prisa que olvidásemos deber
algún tiempo también a la contemplación de Magdalena.
Algún rato es debido a solazarnos con
Nuestro Dios y con su Santa Madre, a regocijarnos con ellos y a llorar también
en su presencia, porque de todo ello habemos urgente necesidad. General de
ejércitos, estadista, canciller de imperio, gran letrado, banquero abstraído en
finanzas, ¡paso
a un rato de intimidad con nuestro Dios y con su Santa Madre! No hay negocio importante, ni grandeza, ni ciencia alguna
que valgan como Jesucristo y por él María nuestra Señora. Las grandezas de
ciencia y de amor que en todos los misterios de Jesucristo y de María se
contienen, son admirables.
Gocémonos en exponer algo siquiera de ese
primer misterio de la Encarnación.
Este Sacramento de piedad, como le llama San
Pablo, contemplado con humilde atención y afectuoso agradecimiento,
es capaz de despertar en la inteligencia la visión de fe de que nuestro Dios es
el verdadero, y Jesucristo su Verbo de verdad y de vida, y capaz también de
inflamar el corazón en llamas de amor dichosísimo.
El Evangelio narra el portento con su
asombrosa ingenua sencillez: El ángel Gabriel fué enviado por Dios a Nazareth a
anunciar a María la gran dignación del Altísimo. Primero la saluda con títulos
de honra jamás oídos; la humilde se turba y no sabe qué pensar de tan excelente
tratamiento. El ángel la ilustra y la saca de su temor; la hace saber que Dios
la ama, y que ella concebirá y dará a luz un hijo cuyo nombre será Jesús, tan
grande que será llamado Hijo del Altísimo, y eterno en su persona el reino de
David. Ya no sólo la humilde sino la castísima Virgen objeta haber sido siempre
su voto no conocer varón. El ángel le descubre que se trata de una concepción
milagrosa y para más asegurarla le refiere otro milagro análogo y evidente, sucedido
en su familia seis meses hacía: la fecundidad de la Madre del Bautista antes
estéril y anciana. La humilde, la casta y la obediente, sabe entonces resolver lo
que tan bien cumplía a la llena de gracia: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra.”
Este relato, equivalente al del Evangelio,
contiene tantas grandezas, que es en ellas inagotable;
San Gregorio Taumaturgo, San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio, San Bernardo,
San Buenaventura
y muchos otros exponen, con sabiduría y belleza, que a toda sabiduría y belleza
superan, mucho pero no todo de lo que aquello contiene; y en concordancia
maravillosa con esos santos Padres y Doctores, se tienen también los relatos de
la virtuosa reina Santa Brígida, cuyas revelaciones aprobadas por la
Iglesia figuran a la par de aquellos comentarios en la exposición del sabio
escriturista Cornelio Alápide. Recojamos
algunas de esas celestes flores, libemos algo de esas angélicas dulzuras.
San Gregorio Taumaturgo dice de la embajada del ángel: “Gabriel ha sido enviado
para que preparase un digno tálamo al purísimo Esposo. Gabriel ha sido enviado
para que contratase los esponsales entre la criatura y el Criador. Gabriel ha
sido enviado al Palacio vivo del Rey. Gabriel ha sido enviado a una Virgen desposada,
es verdad, con José, pero conservada en su integridad para Jesús hijo de Dios. Ha
sido enviada una antorcha que indicase al sol de justicia.”
Más de la santa Virgen exclama San
Bernardo: “Ni en la tierra podía
encontrarse lugar más digno de recibir al Verbo de Dios, que el templo de ese
vientre virginal, en el que María le recibió; ni en el cielo podía levantarse más
digno solio real que aquel a que el Hijo divino sublimó a María.” Y en otro pasaje:
“¿Qué pureza de ángel se atrevería alguno a
comparar con la de esa Virgen, que fué digna de ser constituida en sagrario del
Espíritu Santo y aposento del Hijo de Dios?”
Esa estrella de los mares, la cual
etimología del nombre dulcísimo de la Virgen nos dan San
Isidoro, San Jerónimo y San Gregorio Taumaturgo,
y que fué tan llena de gracia,
que podía compararse a un mar de gracias que superase en su contenido a la suma
de las que tuvieron los ángeles, los patriarcas, los profetas, los apóstoles,
los mártires, los confesores y las vírgenes, —dice San Buenaventura—esa estrella de los mares, ese mar de gracias,
esa lluvia tempestiva, no podía menos de ser saludada como el ángel la saludó:
Dios te salve, es decir, gózate, alégrate, la paz sea contigo, cuán dichosa
eres, cuánta gloria es y será la tuya, a la que Dios dándote la plenitud de su
gracia, te ha elegido.
De esa “llena de gracia,” ¡cuántas dulzuras y con qué elocuencia nos han dejado los
fervorosos Santos Padres! San Pedro Crisólogo: “Esta gracia es la que ha dado a los cielos
gloria, a la tierra Dios, a las naciones la fe, a los vicios la muerte, a la
vida el orden, a las buenas costumbres la regla. Esta gracia es la que ha
revelado el ángel, la que ha recibido la Virgen y la que dará la salvación a
los siglos.” “Esta Virgen, y sólo
ella, de tal manera recibe a Dios en el hospedaje de su seno, de tal manera lo
abarca y lo complace, que nada menos la paz para la tierra, la gloria para los
cielos, la salvación para los perdidos, la vida para los muertos, las nupcias
de lo terreno con lo celestial, el comercio del mismo Dios con la carne, son la
pensión exigida por el hospedaje, la recompensa de ese albergue; de suerte que
en toda su plenitud se cumple en esa Virgen aquella profecía: He aquí la
herencia que da el Señor: los hijos. Las ganancias, los frutos de vientre de su
santa promesa.”
De esa “llena de gracia,” como resumen de exactísima teología,
dice el gran teólogo Suárez, que, doblando
la admirable Virgen la gracia de que estuvo llena desde el primer instante de
su inmaculada concepción, doblándola con una cooperación a ella, siempre
firme y asidua, y adquiriendo cada vez mayor capacidad para mayor plenitud, y
siendo desde aquel primer instante más llena de gracia que el mayor de los
ángeles, ¡cómo
no crecería en los instantes, en los días y en los años sucesivos en una vida
de 72 años! Esa “llena de gracia” ha
sido a Dios más grata ella sola, que juntos los ángeles y santos y que toda la
Iglesia. Abismo de grandeza y abismo de verdad teológica que tan bien se contienen
en estas dos sencillas frases evangélicas: “la llena de gracia”, “la
Madre de Dios”. Esto
es lo que encanta el alma del sabio y el corazón del santo; esta es la
verdadera ciencia, sabida la cual es pura ignorancia todo lo que el mundo
presuntuoso llama ciencia y llama dicha. Esto es lo que hace comprender la profunda
razón con que San Pablo, de una manera análoga, se gozaba
tanto en no querer saber otra cosa que a Jesucristo y, éste, crucificado.
¡Cuánto se goza la Virgen Madre en esta ciencia, como lo
revelan hermosas palabras suyas que la dichosa Santa Brígida fué digna de escuchar y de consignarnos! (lib. 4
Revel. c. 108.) “Tres Santos son—dice el Señor
a la Virgen Madre—los que han hecho mi complacencia
con preferencia a los demás: María mi Madre, Juan Bautista y María Magdalena;
mi Madre cuando nació y después de nacida era tan hermosa, que en ella no había
mancha alguna; esto lo conocían los demonios y lo llevaron de tan mal grado,
que, hablando por un símil, parecía que una especie de voz de esos perversos
partiendo del infierno hubiese resonado y dijese: está sola Virgen es concebida
y aparece como la obra de tan milagroso poder, que supera a todos los moradores
tanto de la tierra como del cielo, y tendrá que llegar hasta sentarse en el
trono de Dios.”
Y así, el reclamo que la ciencia de la
Santa Virgen hace
a la ciencia del Verbo Encarnado, es tan poderoso en sus
efectos de inteligencia y amor, que nunca podría entender y amar mucho al Verbo
divino, quien no entendiese y amase a su maravillosa Madre; y recíprocamente,
mientras más entendamos y amemos a Jesucristo, más entenderemos y amaremos a la
Madre de Dios.
El pueblo cristiano, los hijos fieles de la
Santa Iglesia Católica Romana, poseen un sentido tan fino de estas verdades,
que de ninguna manera sufren el que se deje de tributar todo elogio y atribuir
toda grandeza a la Madre de Dios; porque se apresuran a decir: ¿qué puede negar
a su madre, de qué dones pudo haber dejado de proveer a su madre un hijo que es
Dios? Ese buen sentido es el de la verdadera fe, fe más razonable
que la de la más encumbrada razón; fe y razón que a la mayor de las humanas
inteligencias, la de Santo Tomás de Aquino, dictaron la más breve fórmula que
pueda darse de la total grandeza de la Santísima Virgen: “quid infinitum;” algo como un infinito, el infinito en
la criatura, el total de la grandeza posible en ella, la plenitud del favor de
Dios en aquella a quien Dios quiere favorecer.
Dígasenos ahora, si
no es hermoso, si no es debido, si no es fructuoso, si no es sapientísimo, si
no es dulcísimo esforzarnos en entender y amar a Jesucristo por medio de la
meditación en su divina Madre, y para mejor conseguir esto, entenderla y amarla
a ella por medio de la meditación en el divino Hijo. Este es el pensamiento del
Rosario y de su sistema de meditaciones, no sólo en este primer misterio, sino
en todos los de esa sublime quincena.
¡Oh Verbo encarnado! ¡Oh Madre admirable de
ese Verbo divino, qué ciencia tan dulce es la vuestra, qué delicia tan suave es
la de vuestro amor!
Dios que se hace hombre, que se hace párvulo
para ser como nuestro hijo y nuestro hermano, y aún más todavía, que se hace
nuestro alimento con su verdadero cuerpo y sangre en la sagrada Hostia, para
salvarnos, para redimirnos, para regenerarnos, para santificarnos, para
glorificarnos con gloria de infinita dicha; y a la par la Virgen Santa, criada
con tantas gracias y con tan poderosos auxilios y milagros del poder divino,
que fuese nada menos constituida la obra maestra de todos los atributos divinos
y la mediadora para con el mediador Dios hombre, el gran triunfo de la
naturaleza, de la gracia y de la gloria del Todopoderoso y todo clemente
Dios... ¡qué ciencia, qué amor
tan divinos!
Ese es el gran asunto de
la meditación del primer misterio del Rosario.
Ese es el incendio que Dios quería prender en
la tierra por medio de Jesucristo y de su excelsa Madre. Inflamadnos en él ¡oh Dios nuestro, oh
Reina nuestra!
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