Tomado de El Rosario: Meditaciones para
los 31 días del mes de octubre, de la autoría del licenciado Juan Luis Tercero.
Publicada en Ciudad Victoria, México, en el año 1894.
DÍA: 2 de octubre
Para entender y
amar a Jesucristo, no hay como entender y amar a la Madre de Dios; y
recíprocamente: para entender y amar a esa santa Madre, tampoco hay como
entender y amar a Jesucristo.
La obra maestra
de Dios omnipotente es la encarnación de su Unigénito; la gran cooperadora de
esa obra es la Santísima Virgen, la dulcísima Reina de la misericordia. Esto
es verdad, y si lo es, ¿de qué mejor manera podemos entender y amar esa
encarnación, si no entendiendo y amando a esa gran cooperadora? Mas,
para estimar y agradecer ese favor enormísimo de la piedad divina por su
cooperadora, necesario es averiguar qué tanto ha importado y ha valido esa
cooperación. Veámoslo.
El amor divino, que es el alma de la
encarnación, necesitaba todo esto: unir hasta lo
sumo al Criador con la creación, tomar como medio a una especie que resumiese
de lo celeste y de lo terreno todos los órdenes, a saber: la especie humana;
escoger a una mujer para madre del Hijo eterno del Padre celestial, y escogerla
por eso como el pleno objeto de todos sus favores, como la Primogénita y la
Reina de todo lo criado; todo eso había de ser la Cooperadora. Todo el género
humano, todo el Universo iba a ser con ello infinitamente favorecido, cada uno
en la medida de su capacidad; más la capacidad de gracia plena de esa Reina,
era no sólo un medio para el beneficio de todos, sino un intento supremo y
antecedente en beneficio de Ella. Esto enseñan con su alta ciencia y esto
adoran los sabios y los santos más entendidos y agradecidos de los divinos
favores; esta es la teología de los Santos Padres y la de los Doctores y Santos
desde la más antigua época hasta la más reciente, es decir, la de todos los
siglos cristianos y aun la de los tiempos de los Patriarcas y de la Sinagoga, si
bien bajo las sombras de lo figurado y de lo profético.
Según eso, Dios se hizo hombre, pero de tal
manera, que una sola persona resultase de la unión de la Divinidad y de la naturaleza
humana; con tan maravilloso efecto, que, en lo humano de Jesucristo, se viese la
divina actitud, digamos así, del infinito Dios; y recíprocamente, a lo divino
de ese mismo Jesucristo, lo humano de él pudiese conducirnos como la expresiva y
fiel traducción de lo visible a lo invisible, según todos los días se goza en cantarlo
la Iglesia: ut dum visibíliter Deum cognoscimus,
per Hunc in invisibilium amorem rapiamur.
Dinos, amadísimo lector, si no es eso
estupenda sabiduría, capaz por su buen sentido celeste, de despertar la más
renuente fe, a la más solícita aquiescencia.
Como que en ello se descubre el altísimo
carácter de un Dios infinito en bondad, en ciencia, en poder, en justicia y en
misericordia; bondad que quiere el bien de lo criado, ciencia que entiende los
fines, los medios y los principios del designio divino; poder que no conoce
otro límite a este sino el de su querer; justicia que no deja impune el delito
ni sin reparación; misericordia que permite en ajena cabeza y a costa propia
del ofendido, por decirlo así, la vindicta y reparación que pide la justicia.
Ese es el carácter del Dios que la
encarnación nos revela ¡Qué garantía tan completa de verdad! ¡Qué prenda tan
expresiva del vivísimo amor de ese Dios!
Pero, como hemos dicho, la excelsa Virgen María cuenta en ese divino plan con un
lugar tan preferente, que nada menos antecede a todo en el divino designio, después
del lugar que en él ocupa su principal intento, su principal objeto que es la
glorificación del Verbo, la persona de Jesucristo. Según esto, volvemos a encontrarnos con que por Jesucristo
conoceremos y amaremos a María y por ella a Jesucristo.
Si es por el lugar que ambos ocupan en el
plan divino, nada más semejante qué Él y Ella,
porque nada hay que medie en la estrecha unión de ellos; no hay entre Él y Ella
ningún intermedio.
Es una gran verdad, que en todo lo criado
hay una maravillosa gradación en la cuasi infinita muchedumbre de los seres, en
tales términos, que, de un ser a otro la semejanza es suma y las diferencias
minoradas también en grado sumo; de manera que de lo menor se sirve el
bondadoso y sabio Criador para el esplendor y gloria de lo mayor, y también de
manera que, sin perjuicio de eso, lo menor tenga el fin y la gloria que le corresponden
por la ciencia y la bondad de ese mismo Criador.
Si Jesucristo es el esplendor
de la gloria del Padre (esplendor hecho hombre),
María es el espejo purísimo en que ese esplendor se
refleja (splendor gloriæ et figura substantiæ
ejus. Heb. 1-3); si se hace hombre, es de la
substancia de las entrañas virginales (Factum
ex Muliere. Gal. 4-4); si Jesucristo expresa
de tal manera a su Padre, que quien a él ve, decir puede que vio a su Padre,
María expresa de tal manera a su divino Hijo, que, quien a ella la ve, mucho
puede decir que ha visto de Jesucristo, a más de que sin ella Jesucristo no se
deja ver ni se da a ver. Si a Ella la vemos bendita entre todas las mujeres, á
El ya podemos suponerlo el más hermoso entre los hijos de los hombres (Speciosus forma præ filiis hominum. Salm. 44); si a Ella la vemos hermosa como la luna, su Hijo ha de
ser esplendoroso como el sol (Pulchra ut
luna, electa ut sol); si Ella es llena de
gracia, sólo su Hijo tendrá la gracia en toda la plenitud mayor que reclama la
persona única de un hombre Dios; si Ella es humilde, como no lo fué criatura
alguna, y en ese grado inmaculada é inflamada en plena caridad, su Hijo podrá
decir y sólo él: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón;” si Ella es el huerto
cerrado y la fuente sellada, Él es el árbol de la vida plantado en medio de ese
huerto y el agua vivificante que brota de esa fuente; es Ella la raíz de Jessé
que germina el tallo del cual nace la flor Jesucristo sobre la que posa el
Espíritu Santo; Ella en fin y en una palabra, ella con Jesucristo y Jesucristo
con ella, son eso nuevo, esa novedad, esa obra estupenda que el Señor iba a
ofrecer como el gran espectáculo de gloria de todos los siglos: una Virgen que
concibe, y esa concepción el Verbo hecho carne
(Novum creavit Dominus super terram: fæmina circúmdabit
Virum. Jerem. 52-22.), como anunciaba el
gran profeta.
Cuánto es de entenderse
lo amable que será al Padre celestial el Verbo humanado, cuando se piense en lo
amable que le es la inmaculada María, y en que, si Ella es un portento de
gracias y de méritos, mayor portento es de gracias y de méritos su Hijo divino;
Ella con la grandeza de ese “quid infinitum,” de ese cuasi infinito de la que ha encontrado gracia a
los ojos del Señor, y Él con la del Verbo igual a Dios. Y en cuanto a nosotros
que no podemos alcanzar el concepto intenso de lo infinito, cuánta luz nos da
para elevarnos a ese concepto y qué bien predispónenos a amarle más y más, el
reflexionar que, si es tan grande la belleza y tan suave la ternura de esa
mujer inmaculada, mayores han de ser la belleza y ternura de quien la sacó de
la nada, de quien la ideó de intento y sobre todos sus intentos para que por
Ella fuese Él conocido mejor. Apiadáos de nosotros, ¡oh divino Verbo, oh dulce Madre de Dios! para que entendamos
el gran lucro que reporta quien os entiende y os ama como el único verdadero tesoro, como el único bien que vale
por todos los negocios y por todos los bienes.
Pero si tanto nos interesa conocer y amar al Hijo por la
Madre, al sol por la luna, al ideal supremo por su semejanza, al Autor infinito
de todo bien, por la obra maestra y suprema de su bondad entre lo criado, por
eso mismo nos interesa tanto conocer a esa Madre, a ese astro de modestia, a
ese símil de la grandeza divina, a esa obra maestra de la bondad eterna. Mas,
ese conocimiento y el amor que a él le sigue, no pueden ser mejores que
ayudados del conocimiento mismo que tenemos, así como del amor que nos une a
ese infinito Dios y a su enviado Jesucristo.
Para
conocerte y amarte, altísima Señora nuestra, después que admiramos tu humildad,
tu pureza limpia de toda mancha, tu fortaleza y tu misericordia, mucho más nos
dice todavía pensar en lo que es Dios y en lo que de ti quiso. El Señor Dios de
las virtudes contiene todo bien y lo es en infinito grado; pues ¡ea! ese sumo bien que cuanto quiere puede, quiso tanto para ti y tan
eficazmente lo quiso, que ya no pudo querer más; de ahí que fué como infinito
lo que hizo en ti, ¡oh Señora!
Luego, a la inversa de lo que a la
Samaritana decían los suyos, diremos nosotros: tu grandeza, Señora, es mayor de la que vemos
y concebimos, y eres más hermosa y amable de cuanto pudiéramos idear; porque su
medida consiste nada menos que en el querer del infinito Dios llevado a lo sumo
del favor dispensado a una criatura, es decir, otra vez al “quid infinitum” del Ángel de las escuelas, al “gratia plena” del arcángel
celeste.
Por eso es tan de buen sentido teológico,
buen sentido que brota en el hermoso discurrir de los mayores santos, esta
sentencia: la grandeza, la belleza, la santidad de María, sólo Dios puede
alcanzar a conocerla y sólo su excelsa Majestad puede amarla hasta el grado que
esa dichosa Mujer merece.
¡Oh
Madre nuestra dichosísima! Madre de pecadores, que no somos otra cosa; conozcamos por ti a
nuestro Jesús y por ti amémosle más; conozcamos y amemos más y más a ti por tu Jesús,
y de nuevo conozcamos y amemos más y más a Jesús, Dios por todos los siglos; y que,
de la recitación y meditación de tu Rosario, saquemos cada día más frutos de paz
para el viaje y gran fruto de gloria en la Patria.
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