Recopilado por el P. Dr. Vicente
Alberto Rigoni, Cura Párroco de
Santa Ana en Villa del Parque
(Buenos Aires), el 12 de Mayo de
1944. Tomado de RADIO
CRISTIANDAD.
Por la señal ✠ de la Santa Cruz, de nuestros ✠ enemigos, líbranos Señor ✠ Dios nuestro. En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS
Dios os salve, ¡oh gloriosa Santa Ana!, cuyo nombre significa la gracia de la que fuiste por Dios llena, gracia que distribuís a vuestros devotos. Nosotros, postrados a vuestros pies, os rogamos que aceptéis estos humildes obsequios con los cuales pretendemos honraros, como a madre de nuestra amantísima Madre y Reina y como abuela de nuestro dulcísimo Redentor Jesús. Y Vos, en señal de que os agradan nuestros homenajes, libradnos del maldito pecado alcanzándonos la gracia de modelar nuestra vida conforme a vuestros ejemplos, y obtenednos luz, fervor y constancia para que con la meditación que vamos a hacer, crezcamos en virtud y seamos más y más gratos al Señor. Amén.
DÍA VIGESIMONOVENO —29 de julio.
MEDITACIÓN: Preparación y Muerte
de Santa Ana.
La preparación de Santa
Ana a la muerte fue una continua aspiración a Dios.
La vejez con sus ineludibles enfermedades conducía al ocaso a aquella
existencia vivida tan santamente y rica en tantos méritos.
Como los grandes Santos y
más que éstos, la Madre de la excelsa Madre de Dios, aceptaba humildemente las
tribulaciones inherentes a su edad y encontraba en ello un motivo de
perfeccionar el alma y hacerla más grata al Creador.
El cuerpo perecía, más el alma se
rejuvenecía. La muerte era esperada por Ella como natural tributo de la culpa
original, según la clara visión y la convicción de todos los Santos.
Ni una angustia, ni una
nube turbó su muerte y tranquila afrontó los últimos momentos, llenos de luz y
de dulzura, con la presencia de su amada Hija que, transportada por los Ángeles,
como afirma la piadosa tradición, se acercó a su lecho confortándola en
aquellos últimos instantes.
Se durmió acariciada por
María en el dulce y místico sueño de los justos y su alma voló entre los
Patriarcas y los Profetas que, llenos de júbilo, vieron en Ella la cercana
venida del Redentor prometido.
Las almas escogidas no sienten el dejar
la tierra; sólo desean lo que es de Dios y así se sienten a Él imperiosamente
atraídas.
Dulce es también la muerte a los
justos, porque saben que se unirán a Dios, fin de todos sus ardientes deseos.
Pero al mismo tiempo debía ser doloroso
el sacrificio hecho por Santa Ana en su muerte, pues sabía que no dejaba a su
Santísima Hija para subir al cielo, sino para bajar al Limbo y allí esperar al
Mesías libertador.
No olvidemos esta verdad, es necesario, por medio de la muerte,
entrar en la vida eterna, para la cual hemos nacido. Amargo y penoso es el
tránsito, pero saludable y dulce cuando se mira el querer divino. Si cristiano,
inevitable es la muerte y ninguno puede librarse de ella. Para que no te sea
amarga, como suele serlo a los amadores del mundo, acostúmbrate a vivir
resignado con la voluntad divina, que la manda cuándo, cómo y dónde le place. Mira
esta tierra como lugar de pasaje y no te ligues a ella con afecto; suspira por
el Cielo, que es nuestra patria eterna.
Permanece en el amor divino, porque el
que teme a Dios tendrá buen fin, o como dice San Agustín: “Vive bien y habrás aprendido a morir bien”.
Pero con tu cuerpo débil y dolorido, con tu mente lánguida y confusa, ¿qué harás?, ¿qué
dirás? Acostúmbrate a decir ahora lo que entonces dirías
por librarte, y procurarte el valioso patrocinio de la gloriosa Santa Ana.
EJEMPLO:
Al principiar la guerra del
año 1870 la mayor parte de los soldados bretones se pusieron bajo la protección
de Santa Ana, a la cual llamaron “buena Madre”. Y su confianza no fue vana.
El párroco del Santuario de Aurag
recibió un día una carta de un soldado que contenía esta noticia: “Estábamos el otro día cuatro soldados bajo una
misma tienda de campaña y rezadas nuestras oraciones, entre éstas una fervorosa
plegaria a Santa Ana, nos quedamos dormidos. Cerca de media noche una
inesperada llamada nos despertó: se debía avanzar. Consternados, nos preparamos
para la marcha, después de haber desarmado la tienda; y he aquí que una voz
llena de autoridad, pero amable, nos gritó: “Adelante, hijitos míos, no temáis”, y esté cierto Padre que todos oímos aquel
mandato, todos unánimes creímos que fue Santa Ana. Poco después se tomó
contacto con el enemigo, combatimos valerosamente y lo pusimos en fuga.
Atribuimos la victoria a nuestra buena Madre, y pedimos la publicación de este
milagro”.
OBSEQUIO: Proponeos
tributar a Santa Ana honores especiales en todos los martes, para tenerla
propicia a la hora de la muerte. Este día es consagrado especialmente a ella.
JACULATORIA: Poderosísima Santa Ana, a Vos confiamos los últimos
instantes de la vida.
ORACIÓN
¡Oh bienaventurada Santa Ana! Era muy justo que
vuestra vida, así mezclada de humillaciones y de penas, se acabase bajo la
mirada de Aquel que sostiene y conforta a todos los atribulados y afligidos y a
todos les da la tranquila calma. Yo me alegro con Vos, porque vuestra muerte se
me asemejó a un tranquilo sueño. Ea por aquellas consolaciones que sentisteis
al ver a vuestra Hija, al abrazarla y al exhalar en sus brazos el último
suspiro, haced que mi muerte sea la de los justos. Si la multitud de mis culpas
me hace temer que Vos no recibiréis mi súplica, al pensar que sois la Madre del
refugio de pecadores, tengo razón de esperar. ¡Oh Clementísima
Señora, ahora y siempre encomiendo a vuestra piedad mi alma! Cuando mis ojos eclipsen y jadeante y afanoso
exhale mi último suspiro, corred en mi auxilio y dulcificad con vuestra
presencia mi muerte. Amén.
— Padre Nuestro, Ave María y Gloria.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurada Santa Ana.
℞. Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.
ORACIÓN
Oh Dios, que te dignaste conceder a Santa Ana la gracia de dar al mundo a la Madre de Vuestro Unigénito Hijo, haz, por tu misericordia, que nos ayude junto a Ti la intercesión de aquélla cuya fiesta celebramos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
En el nombre del Padre, y del Hijo ✠, y del Espíritu Santo. Amén.
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