Por
Mons. Tihámer Toth
Obispo de Veszprém(Hungría)
Nihil
ObstatDr. Andrés de Lucas, Canónigo. Censor.
IMPRIMATUR José María, Ob. Aux. y Vicario
General. Madrid, 27 de junio de 1951.
Este
libro está directamente traducido del original húngaro por el M. I. Sr. Dr. D.
Antonio Sancho, Magistral de Mallorca.
DEDICATORIA
A la Santísima Virgen María, Madre de Dios, en
la definición dogmática de su Asunción gloriosa en cuerpo y alma al cielo.
LOS EDITORES
Madrid, 1º de noviembre de 1950.
¿CON QUÉ TÍTULO HONRAMOS A LA VIRGEN MARÍA?
El renombrado
filósofo americano EMERSON consigna un episodio interesante de un viaje que hizo en
autobús.
Un día bochornoso de verano subió cansado y
sin humor a un auto de línea. Con tedio iba realizando su viaje... de media
hora. Con el mismo sopor, y sin pensar en nada, estaban sentados también los
demás viajeros del coche... cuando, en una de las paradas, subió una mujer
joven con su hijito, de cabellos rubios y ojos azules. Apenas se hubieron sentado
en un rincón del coche, cambió del todo el humor de los pasajeros. Como si todas las preguntas, sonrisas, carcajadas del inocente
niño trajesen el aire del paraíso perdido a los hombres cansados por el camino
fatigoso de la vida. Y la madre sostenía con tanto encanto y amor a su
hijito, y le hablaba con tal cariño, que la mirada de todos se clavaba en ellos
y un calor extraño derretía los corazones, sumidos antes en la indiferencia.
El
autobús que los astrónomos llaman «Tierra» iba
corriendo hacía ya millares de años, con millones y millones de viajeros: hombres agotados, maltrechos, sumidos en la indolencia, que
ni sabían adónde iba el coche..., cuando un día, hace dos mil años, subió a él una madre joven, teniendo en los brazos a su
hijito, rubio y sonriente; y apenas ocupó un asiento en un rincón del coche,
allá en la cueva de Belén, el alma de los viajeros se sintió caldeada por un
fuego jamás sentido, y el corazón, antes indiferente, recibió nuevas fuerzas,
como por ensalmo, de una belleza y ternura desconocidas. Y desde aquel
día, la Madre y el Hijo viajan siempre con nosotros
e irradian un encanto indecible y una fuerza de aliento que refrigera las almas
cansadas en las luchas de la vida.
No se puede
hablar de Jesucristo sin extenderse también a su Madre Virgen. No es posible
dar a conocer la doctrina de Cristo, el cristianismo, sin mencionar a la Virgen
María. Es la Virgen Santísima quien comunica hermosura, fragancia y encanto al cristianismo.
Ella es la antorcha de la gruta de Belén, la estrella más hermosa de la noche.
Su murmullo es el más dulce «Gloria». Nazaret
no sería el hogar de Jesús si en este hogar no encontráramos a su Madre y al
Arcángel; el Gólgota no sería tan admirablemente conmovedor si Jesús no hubiese
plantado junto al árbol de la cruz el lirio del valle, el primero regado por la
sangre preciosísima o esa rosa que sube por el árbol y florece en sentimientos
de dolor. La Virgen Santísima logra el primer milagro, recorre la primera el camino de la
cruz, encierra en su corazón la fe puesta en el Hijo muerto y en su obra; es la
primera que besa, con el deseo y el consuelo de la felicidad eterna, las llagas
de Jesús; hace, sola ella, la vigilia de la primera resurrección. Ella sola
esperó treinta y tres años antes al Verbo en la noche de la Anunciación; ella
sola Le recibió en la Navidad de Belén; ella sola Le aguardó en el amanecer de
la Pascua Florida. (PROHÁSZKA.)
«Nació de María Virgen» —así rezamos en el Credo. El Credo no
contiene sino estas cuatro cortas palabras, a ella referentes:
«Nació de María Virgen.» Breve frase; pero su contenido es tan profundo,
que los nueve capítulos que vamos a escribir de la Virgen María casi no
bastarán para descubrir cuanto encierra la frase.
Lo primero que haremos es examinar los
fundamentos dogmáticos del culto de María.
El
árbol de magnífica fecundidad, el culto de María, que se despliega y despide su
fragancia con miles y miles de flores perfumadas en nuestros templos, en nuestros
cánticos, en nuestras imágenes, en nuestras fiestas, en nuestros santuarios,
centros de romería, ¿de qué raíces se alimenta? ¿Con qué títulos honramos a la
Virgen María? Tal será el tema de este capítulo. Y nuestra respuesta
será doble:
I.
La honramos por ser Ella la Madre de Dios, y
II. Porque la
Sagrada Escritura nos inculca su culto.
I
LA MADRE DE DIOS
Como
un gigantesco árbol lleno de bendiciones extiende sus ramas el culto de María
sobre todo el mundo católico; y la raíz última del árbol inmenso, la raíz por
donde toma su savia de vida, es esta breve frase: «Creo en Jesucristo..., que fue concebido
por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen.» Todo el
entrañable culto con que las almas católicas se inclinan ante María, brota de
nuestra creencia en Cristo.
Resumo
en unas breves frases todo cuanto creemos de María.
La Virgen María es Madre de Jesucristo, por
lo tanto, es Madre de Dios; Madre, y con todo, siempre virgen, intacta; Madre
de un Hijo único, Jesucristo, el cual fue concebido por obra del Espíritu Santo
—no por obra de varón,
como los demás hombres—: la Virgen María, precisamente
por su dignidad de Madre de Dios, fue preservada por Dios aun de la culpa original, de modo
que nació y vivió exenta siempre de toda clase de pecado.
He ahí
en breves palabras nuestra fe tocante a María. Estudiemos ahora nuestra primera
proposición: María es Madre de Dios.
Es
interesante la manera como salió de un atolladero cierto orador de la
antigüedad. Tuvo que hacer un discurso referente a Felipe de Macedonia; mas no
alabó las cualidades de gobierno, ni las dotes guerreras de Felipe, sino que,
con voz emocionada, dijo estas palabras: «Basta decir de ti, Felipe, que has sido el padre de Alejandro
Magno.»
También
nosotros podríamos tratar largamente de la Virgen María,
de la hermosura de su alma, de sus virtudes, de su amor a Dios, de su prontitud
al sacrificio...; pero la ensalzamos del modo más digno diciendo: «Basta decir de
Ti, Virgen Santa, que fuiste la Madre de Jesús.»
* * *
A) Extraña un tanto ver lo poco que
habla la Sagrada Escritura de la Virgen María. Pocas veces se la menciona en
los acontecimientos. En cambio, las pocas frases que se refieren a ella son más
que suficientes para probar la legitimidad del culto que le tributamos. Porque
aquellas frases escasas afirman tales glorias de María, que nadie puede
decirlas mayores.
Leamos
con atención estas pocas líneas. Así escribe SAN
MATEO: «Y
Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, por
sobrenombre Cristo» (Mt 1, 16). Y SAN JUAN añade:
«Y el Verbo
se hizo carne» (Jn 1,1 4), es
decir, el que recibió de María carne mortal es el
Hijo eterno de Dios. De modo que María es Madre de Dios.
¡Qué palabras más
sencillas y, con todo, qué llenas de consecuencias! «De qua natus est
Jesús», «de la cual nació Jesús» —esto es todo. ¡Esta mujer es tan grande, tan llena de
gracia, tan admirable, tan santa, que puede ser Madre de Dios! También
ella es hija de Adán; pero es tan conforme al pensamiento de Dios, que quiso el
Señor su cooperación en lo más sublime del mundo: la
Encarnación del Verbo.
* * *
B) ¡Madre de Dios! ¡Dignidad excelsa, inefable! Recibir y llevar en su
seno, cuidar, servir y educar al Dios aquel ante quien los ángeles puros se
humillan hasta el polvo, y a cuya presencia los serafines y querubines esconden
su rostro detrás de las alas; a Aquel que creó el universo, el sol, la luna, las
estrellas y todas las cosas que hay en el mundo. ¡Llamar a éste su propio
Hijo, cubrirle de besos, estrecharle contra el propio pecho con amor de madre! ¡Mandar
a Aquel ante quien se someten y obedecen todas las fuerzas del cielo y de la
tierra! Es indeciblemente grande la dignidad de Madre de Dios. «Nadie
hay semejante a María
—exclama con entusiasmo SAN ANSELMO—; fuera
de Dios, nadie hay más grande que María.»
La sublime distinción que significa el ser «Madre de Dios» puede sólo entenderse considerando
que todos los sabios, reyes, sacerdotes y ángeles del cielo no valen tanto para
nosotros como lo que nos dio María al darnos a Cristo. Hijo de Dios.
Por una mujer entró el primer pecado en el mundo, de una mujer nació la culpa; pero
de una mujer vino también su medicina. La Virgen Bendita era una mujer
escogida, una Madre sin mancilla. Vino a esta tierra de pecado como lirio
florido: sin mancha original. Vivió en esta
tierra como rosa delicada: pura, sin mancha. Aun después del nacimiento de Jesús permaneció Virgen. Limpia
y blanca como la nieve que acaba de caer.
¡Con
qué timidez, con qué cautela dice al ángel!: «¿Cómo es posible que
me nazca un hijo, habiendo consagrado mi virginidad a Dios, y no queriendo
renunciar a ella?» “¡No temas, María!;
porque has hallado gracia a los ojos de Dios. La virtud del Altísimo te cubrirá
con su sombra; por cuya causa, el santo que de ti nacerá será llamado Hijo de
Dios.» Es
decir, no temas por tu virginidad, porque serás madre por virtud del Dios
omnipotente, no a costa de tu integridad, sino con la plenitud de tu pureza...
La
lengua húngara llama con acierto al día de la Anunciación «día de injertar frutos la Mujer bendita». Porque
realmente hubo allí un injerto. Se injertó el ramo glorioso, el Hijo de Dios
fue injertado en la Virgen Santísima, y por ella en toda la humanidad. Se hizo
el injerto para que de la raíz milenaria de la humanidad no brotasen en
adelante retoños podridos, pecaminosos, no saliesen ramas de frutos venenosos, ni
agrias manzanas agrestes, sino frutos sanos, hermosos, palabras y obras que
agraden a Dios.
¡Qué
día de primavera fue aquél! ¡Día en que brotó la Vida!
La
Virgen Santísima se abandonó a la voluntad divina, y quedó tranquila. Y en el
momento en que pronunció con toda su alma: «Hágase en mí según tu palabra...»; en el
mismo instante, cuando con humildad santa inclinó
su cabeza virginal, empezó Jesucristo su vida terrena junto al corazón de la
Virgen Santísima. ¡Qué misterio infinito del inconcebible amor divino! ¡Cómo
baja el Señor desde los cielos, cómo alienta en la humilde Virgen, y la
estrecha y la envuelve en su amor, como un océano infinito! Flor virginal del cielo, oh Virgen María, mil parabienes
del mundo entero.
C) Y María correspondió a la dignidad sin par que había recibido. Fue realmente Madre, madre amante, cuidadosa, que sacrifica su vida. Cuando el Niño Jesús no había nacido aún ya le dirige oraciones desde la profundidad de su alma humilde. Cuando la dureza de los hombres Le arrojó de Belén a un establo, el beso y el abrazo de la Virgen Santa calentaron al Niño Jesús, que tiritaba. Cuando la crueldad de Herodes los obligó a huir a Egipto, aquel pecho virginal fue refugio seguro del Niño Dios. Cuando el Salvador empezó a crecer, aquel purísimo rayo de sol Le vigilaba día y noche. Y cuando... agonizaba el Redentor en el Gólgota, y sus ojos, ya vidriosos, no veían más que rostros enemigos en torno suyo, su Madre, la Madre de Dios estaba firme, demostrando su fidelidad, al pie de la cruz, y la espada del dolor le atravesaba más que nunca el corazón.
La Virgen Madre merece realmente las
alabanzas que le tributan los siglos. Mereció que se escribieran de ella los
innumerables volúmenes que llenan las bibliotecas, cantando sus glorias. Mereció
que la Iglesia instituyera fiestas para honrarla. Es digna de las innumerables
estatuas e imágenes, a cuál más bella, con que los mejores artistas presentaron
sus homenajes en el correr de los siglos a la Mujer Bendita...
Así
respondemos a la primera cuestión que propusimos: Honramos
a la Virgen María, porque Dios la honró el primero, escogiéndola por Madre de
su Hijo unigénito. Respondemos más todavía. La
honramos porque nos lo manda la Sagrada Escritura.
II
EL CULTO MARIANO EN LA
SAGRADA ESCRITURA
Que al ofrecer todos nuestros respetos a María no nos
desviamos del camino recto nos lo demuestran también las páginas de las
Sagradas Letras. De estas sagradas páginas aprendimos nosotros el culto
de María.
¿De la Sagrada
Escritura? Pero, ¿dónde están
esas páginas?
* * *
A)
En primer lugar, ahí está la escena del Paraíso. «Yo pondré enemistades entre ti y la mujer —es la palabra de sanción pronunciada por el
Señor contra el espíritu malo y seductor—, y entre tu raza y la descendencia suya; ella quebrantará
tu cabeza, mientras tú le aceches el talón»
(Gen 3, 15). ¿Cómo no hemos de honrar a la mujer poderosa, a la Virgen
Bendita, cuya fuerza vencedora en quebrantar la serpiente nos la mostró Dios
como primer rayo de luz para consuelo de la humanidad caída?
* * *
B) Y la
promesa del Señor se cumplió: «Envió Dios al ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de
Galilea, a una virgen desposada con cierto varón de la casa de David, llamado
José; y el nombre de la virgen era, María. Y habiendo entrado el ángel donde
ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de
gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres» (Lc 26-28).
Ante
la Virgen, asombrada y temerosa, está de rodillas el Arcángel Gabriel, y sale
de sus labios, y se oye por vez primera, el saludo: Dios te salve, llena de gracia; el Señor es
contigo. Brota el saludo: de labios
del ángel y el viento, rápido, lo recoge con sus alas y lo lleva por los cuatro
puntos del mundo para que no haya un solo rincón donde no se oiga el saludo
angélico: Dios
te salve, María.
Al
principio no son más que unas pocas almas escogidas las que conocen la dignidad
de María: Santa Isabel, San José, los Apóstoles, el
pequeño grupo de los primeros fieles. Pero en alas del viento, el saludo
va esparciéndose. Vienen pueblos, surgen las naciones, y entran en la Iglesia de Cristo, y abrazan su doctrina, y
tanto en el Septentrión como en el Mediodía, en Oriente como en Occidente, de
día y de noche, en el mar y en la tierra, en la guerra y en la paz, en el
templo y en el hogar, en el monte y en el valle, se oye sin cesar el saludo del
Arcángel Gabriel: Dios te salve, María; llena de gracia, el Señor es contigo.
¡Qué palabras tan
sencillas y, en pocas líneas, qué sublime contenido! ¿Qué eres tú,
María, en ti misma? «Llena de gracia.» ¿Y respecto del Señor? «El
Señor es contigo.» ¿Y qué eres con
relación a nosotros, los demás hombres? «Bendita eres entre
todas las mujeres.»
¿Obramos, pues,
con ligereza, honrando a la Madre admirable?
Se nos echa en rostro el culto de María, diciendo que también era ella
hija de Adán. Mas el ángel la conoce bien, y le dice: «Bendita eres entre todas las mujeres.» Y nosotros no añadimos una palabra en las dictadas
por Dios al enviar un arcángel para saludarla.
* * *
C) Poco tiempo después de esta escena,
la Virgen María fue a visitar a su prima Santa Isabel. E Isabel, al oír su voz
—según lo consigna la Sagrada Escritura—, «se
sintió llena del Espíritu Santo», y exclamó con júbilo: «¡Bendita tú eres
entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!...
¡Bienaventurada tú, porque has creído!, porque se cumplirán las cosas que se te
han dicho de parte del Señor» (Lc 1, 42, 45). ¿No tenemos, pues, derecho a honrar a la
Virgen María, si Santa Isabel, «llena del
Espíritu Santo», la ensalzó con tal
entusiasmo?
* * *
¿Y es posible que se
nos censure por levantar a María muy por encima de nosotros, o por inclinarnos
demasiado ante ella, cuando SAN LUCAS, refiriéndose al Niño Jesús, de doce
años, y a sus padres, escribe de esta manera: «Enseguida
se fue con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto»? (Lc 2, 51). ¿Quién estaba sujeto?
El Hijo de Dios. ¿A quién estaba sujeto? A José y María. ¿No hemos de
honrar y levantar por encima de todos los seres creados a la Mujer aquella que
honró Jesucristo con obediencia, ante la cual se inclinaba esperando sus
órdenes?
* * *
E) No sólo tenemos
derecho, sino verdadera obligación de honrar a la Virgen María. Lo demuestra con la mayor claridad
el testamento de Cristo.
Viernes Santo es el día más grande de la historia
universal. Cristo está clavado en la cruz, y María,
cerca de Él, porque donde padece Cristo, allí está con Él su Madre. Ella
fue quien Le introdujo en el mundo; Ella quiso
estar presente también en su muerte.
No es posible leer sin emoción el Evangelio
de SAN JUAN cuando refiere las palabras que pronunció
el Señor en la cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo:
Ahí tienes a tu, madre. Y desde aquel momento el discípulo la tomó como madre»
(Jn 19, 26-27).
He ahí el testamento del Señor: Madre mía, sé madre protectora, patrona de los hombres, por quienes he dado yo mi sangre y mi vida; ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre. No es tu reina, no es tu emperatriz..., no es mi madre..., ¡no!, sino que es tu madre.
Pues
bien; si se nos pregunta con qué títulos honramos a
la Virgen María, en qué pasaje ordenó Cristo su culto, nuestra respuesta es
ésta: Aquí lo mandó. Cuando dijo a San Juan, y en él a todos nosotros: Ahí tienes a tu
madre.
Desde aquel momento es María nuestra madre celestial. Y desde
aquel momento no cesa el cántico en labios de los hombres.
Ahí
tenéis los fundamentos dogmáticos de nuestro culto a María.
* * *
María no ha perdido su poder de Madre de
Dios, ni siquiera en los cielos, antes,
al contrario, allí lo ejerce con mayor eficacia. La
Madre de Dios ha de tener, en cierto sentido, ascendiente sobre Dios. Influjo
en el sentido de que Dios escucha complacido sus oraciones
María ora, intercede sin cesar por nosotros, porque todos nosotros somos hermanos de Cristo, y en consecuencia somos también hijos de María. Y su Hijo divino nos encomendó a todos nosotros a sus cuidados y protección. ¡Qué alegría, qué dicha saber que tenemos en el cielo una Madre de bondad, una Protectora poderosa, dispuesta siempre a tomar en sus manos nuestros asuntos y presentar nuestras súplicas a su Divino Hijo!
La Iglesia, desde
sus comienzos, experimentó en realidad la protección de esta Madre bondadosa. No
hubo época en su vida de dos milenarios en que no
sintiese la intercesión de la Virgen Inmaculada. Y la sentimos nosotros también,
que corremos a su amparo, y le pedimos a la Virgen
gloriosa y bendita que reciba nuestras súplicas en los días de la tribulación. Es
nuestra Señora, nuestra Abogada, nuestra Medianera. No se ha oído en todos los
siglos que quien ha implorado su intercesión se haya visto rechazado.
Unamos,
pues, con profundo respeto, la expresión de nuestra gratitud a las palabras del
ángel: ¡Dios te
salve, María! ¡Dios te salve, Hija predilecta del Padre! ¡Dios te salve, Madre
de nuestro Redentor! ¡Dios te salve, templo del Espíritu Santo! ¡Dios te salve,
a Ti, que eres más santa que los querubines, más sublime que los serafines!
¡Dios te salve, María, más brillante que el sol, más hermosa que la luna, más
resplandeciente que las estrellas! Dios te salve, Reina de los ángeles;
Dios te salve, puerta abierta del Paraíso; Dios te salve, estrella del mar.
Dios
te salve, María, esperanza de los patriarcas, anhelo de los profetas, reina de
los apóstoles, fortaleza de los mártires. Dios te salve, María, ejemplo ideal
de las madres cristianas. Dios te salve, bondadosa abogada de todos nosotros.
Dios
te salve, Madre de Dios, llena de gracia, el Señor es contigo. Contigo es el
Señor, que ya existía antes de ti, que te creó, y a quien tú engendraste. Te lo
pedimos, oh María: vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos, y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito
de tu vientre. ¡Oh Clementísima! ¡Oh piadosa!
¡Oh dulce Virgen María!






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