La definición del dogma de la
Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen en el año 54 del siglo XIX representó
no sólo para el papa Pío IX sino para todo el pueblo cristiano una señal de esperanza
y victoria contra los errores modernos y contra los enemigos de la Iglesia. Desde
entonces, los papas no han dejado de relacionar de modo cada vez más íntimo con
la confianza en la mediación de la Inmaculada Virgen y en la misericordia de su
Corazón maternal, su esperanza sobrenatural en el advenimiento al mundo de la
paz cristiana en medio de las crecientes dificultades de nuestros tiempos.
Con este convencimiento, CRISTIANDAD dedicó su número de 1 de
diciembre de 1949 al dogma de la Inmaculada Concepción y en él dio especial
relieve a la figura de san Luis María
Grignion de Montfort, que entre los santos de los tiempos modernos sobresale
de un modo especial entre los que presentan bajo esta luz la misión de la
devoción a la Santísima Virgen. De los artículos de aquel número, reproducimos el
del insigne mariólogo, padre Francisco
de Paula Solá, S.I., que tantas veces colaboró en nuestra revista.
El punto céntrico de la Sagrada Escritura es
Jesucristo. A Él convergen los escritos del Antiguo Testamento para vaticinarlo,
y los del Nuevo para ponernos de manifiesto su misión divina en la tierra. La
historia toda del pueblo de Israel se nos presenta como la de un pueblo que
camina ansioso hacia el Mesías y que luego, cegado voluntariamente, rechaza la
luz y queda envuelto entre las tinieblas de la noche y anda errante por todo el
mundo buscando en vano al que tuvo en su casa y no quiso reconocer.
Y junto a Cristo tiene
cuidado la Sagrada Escritura de colocarnos siempre a la Virgen Santísima Inmaculada.
En
las primeras páginas del Génesis, apenas los primeros Padres cometieron su
primer pecado y el demonio salió triunfador del primer combate con la humanidad,
hace su primera aparición el futuro vencedor de la serpiente: Cristo; y junto
a Él, asociada a su obra, vencedora también ella de la serpiente, se nos pone a
la Virgen. «Pondré enemistades entre
ti y la mujer, y entre su descendencia y la tuya; ella quebrantará tu cabeza
por más que tú acecharás contra su calcañar.» Y
esta lucha iniciada en el Génesis, vaticinada en el Paraíso, ha sido la guerra continua
de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, la lucha del bien
contra el mal, la rebelión constante de los satélites de Satanás contra la Iglesia
de Cristo.
La Concepción Inmaculada de María no es sino
el golpe de gracia, por así decirlo, que recibió el demonio en su lucha
infernal contra los hombres. Y así se entiende la grandeza de este privilegio mariano.
Encuadrémoslo en su realidad.
Por el primer pecado la humanidad toda había
sucumbido al poder del enemigo de Dios. El demonio, abatido en su primer encuentro
con su Criador, y arrojado por Él a los abismos del infierno, levanta la cabeza
al contemplar sobre la tierra un ser amado de Dios.: el hombre. Y concibe una idea infernal: « ¿No he podido contra Dios? Pues veré de poder contra sus planes.» Y ataca al hombre que
todavía no está confirmado en gracia y por lo mismo puede ser instrumento útil
a sus artimañas. Se presenta a la lid y... sale vencedor. En su soberbia
satánica cree que ha echado por tierra los planes del Altísimo y entona su
himno de victoria: todo el linaje humano es de Satán;
todos los que de raíz viciada nacerán, estarán marcados con el estigma del
pecado; podrán luego volverse a Dios y se reconciliarán con
Él, pero las primicias de su existencia serán una proclamación del triunfo del
demonio contra Dios. Pues bien; para humillar
semejante presunción, en el mismo instante en que la serpiente se proclama
vencedora, fulmina Dios el rayo del castigo: no toda la humanidad estará sujeta para siempre al poder del
enemigo. La lucha en que tan fácilmente salió vencedor el demonio no
ha sido decisiva, sino el comienzo de enemistades perpetuas entre el demonio y
la humanidad; porque de esta humanidad caída ha de salir el Redentor, el que
triunfará completamente de la astucia de Satanás, el que rescatará la humanidad
esclavizada, pero como este Redentor será a la vez Dios y hombre la
humillación sufrida por el enemigo de Dios no sería humillación adecuada a su
perversidad; todavía podría vanagloriarse de que había causado
tantos males a Dios que era menester que el mismo Dios bajara del cielo y
asumiera carne humana, pues una pura criatura no podría escapar a sus
perfidias. Para
que la victoria fuese humillante para el derrotado enemigo de Dios escoge el
Señor a una pura criatura, igual por completo a las demás, y que como la primera
prevaricadora, pertenezca al sexo más débil y sugestionable: esta doncella, sacada de la humanidad, participará de todas las
flaquezas humanas que no importen imperfección moral, porque en su alma será
purísima, comenzará a existir exenta de un tributo que todos los mortales pagan
a Satanás al entrar en el mundo de su existencia, y con ello su primera acción al
recibir el ser será aplastar la cabeza de la serpiente que acechará contra ella
como contra todos los demás.
Y la vida toda de María, unida estrechamente a la del
Redentor, será una lucha continua con el demonio, el cual quedará herido de
muerte cuando al pie de la cruz ofrecerá María a su Hijo al Padre celestial en
satisfacción por los pecados de los hombres, y ella misma, con amor de madre,
dignidad de sacerdote y espíritu de mártir, se inmolará con su hijo, cooperando
así a la Redención del linaje humano y triunfando plenamente de la serpiente
infernal.
Pero las enemistades anunciadas por Dios en el Paraíso
son enemistades eternas que no terminaron en la Cruz. El demonio
había entonces perdido una triple partida, en la frase de Pío IX
(bula Innefabilis Deus) que
habían a su vez ganado Cristo y su bendita Madre; pero las iras infernales no
cejaron un punto. Como en los primeros días de la humanidad quiso desbaratar
los planes de Dios haciendo prevaricar al hombre, así ahora, al sentir su
cabeza aplastada por el peso de la cruz y el pie inmaculado de la Corredentora,
renueva su juramento de enemistad eterna y se lanza a la lucha contra la
descendencia de la «Mujer», que en concreto
es actualmente la Iglesia católica. La dramática lucha multisecular de la serpiente contra los
descendientes de la Mujer del Génesis la describe con viveza y energía el
apóstol san Juan, que la contempló en su visión de Patmos. «y se vio en el cielo, escribe, una gran señal: una mujer vestida
del sol, y la luna debajo de sus pies, y en su cabeza corona de doce estrellas.
Y como quien llevaba fruto en el vientre daba voces con los dolores del parto y
trabajaba en el parir. Y vióse otra señal en el cielo: y ved ahí un dragón
grande, bermejo, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en las cabezas suyas
siete diademas. Y la cola de él arrastra la tercera parte de las estrellas del
cielo y las lanzó a la tierra. Y el dragón se irguió delante de la mujer que
estaba para parir, para, en cuanto pariese, devorar el parto de ella. Y parió
un hijo varón, el cual ha de regir todas las gentes con cetro de hierro: y fue
arrebatado el parto de ella a Dios y a su trono. Y la mujer huyó al desierto,
allí donde su lugar aparejado por Dios, para que allí la sustenten mil
doscientos sesenta días.» Luego,
en breves palabras, expone el Santo Evangelista la rápida lucha habida en el
cielo entre Miguel y los ángeles buenos contra los infieles al Creador, y
termina: «y fue lanzado el dragón
grande, la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el que seduce a todo
el orbe, fue lanzado a la tierra, y con él fueron lanzados los ángeles suyos...
y cuando vio el dragón cómo había sido lanzado a la tierra, persiguió a la
mujer que parió al varón. Y diéronsele a la mujer dos alas del águila grande,
para que volase al desierto al lugar suyo, allí donde se sustenta tiempo y
tiempos y medio tiempo (es decir, tres años y medio), fuera de la vista de la serpiente, Y lanzó la serpiente
de su hacia detrás de la mujer agua como un río, para hacer que se la llevase
el río, Y socorrió la tierra a la mujer, y abrió la tierra su boca, y tragó el
río que lanzara de su boca el dragón. Y se encolerizó el dragón contra la mujer,
y fuese a hacer guerra con los restantes de la posteridad de ella, los que
guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesús. Y se plantó
en el sable de la mar» (Ap 12).
No hay duda de si esta mujer de que nos
habla el Apocalipsis en este lugar es la misma de que se hace mención en el Génesis,
puesto que se trata de la lucha con la «serpiente antigua»,
que no es otra que la tentadora del paraíso. Sin embargo, si se quiere aplicar
este pasaje a la Iglesia, no hará sino confirmar nuestro aserto, pues entonces
la «Mujer-Iglesia» será la
descendencia de la «Mujer-María» que
aplasta de continuo la cabeza del dragón que está, continuamente también, acechando
contra su calcañar. Los Santos Padres aplican más
generalmente a la Virgen la figura del cap. 12 del Apocalipsis, y algunos, como
san Bernardo, dicen expresamente que se refiere a ambas; En todo caso siempre
queda en pie la afirmación de los Padres del Concilio Vaticano: «Como quiera que según la doctrina apostólica expuesta en
Rm 5, 8; I Cor 15, 24; 26, 54, 57; Hebr 2, 14-15. Y otros lugares, el triunfo que reportó Cristo de
Satanás, la antigua serpiente, lo constituyó como por partes integrales el
triple triunfo del pecado, de la concupiscencia y de la muerte; y como quiera
que el Génesis, 3, 15, muestra a la Madre de
Dios como singularmente asociada a su Hijo en este triunfo, añadiéndose el
sufragio unánime de los Santos Padres, no dudamos de que en el mencionado
oráculo se significa a la Virgen insigne por esta triple victoria. » Con
estas palabras parece que los Padres del
Concilio Vaticano recibían consuelo y esperanza en medio de las terribles
convulsiones del siglo XIX; y como
ellos mismos se sentían combatidos por la furia infernal, que no cejó hasta
arrojarlos de la Ciudad Eterna, haciéndoles interrumpir las tareas conciliares,
volvían los ojos a la Madre Inmaculada, a la luchadora eterna contra el dragón,
y no dudaban que la que había aplastado la cabeza de la serpiente en el primer
instante de su existencia, no permitiría que en la lucha por la fe y contra el
mal prevalecieran los enemigos de su Hijo.
Nosotros
echamos también ahora una mirada sobre la tierra y nos espanta la catástrofe
universal que estamos presenciando. No son solamente los ejércitos que por tierra, mar y aire
siembran la desolación por todas partes con sus armas mortíferas y hasta el presente
jamás imaginado, sino que los ejércitos infernales van también diseminando la
más espantosa inmoralidad, tanto en el campo de las costumbres como en el de
las ideas. Y la lucha del mal contra el bien cada vez adquiere mayores
proporciones, pudiéndose prever una batalla gigantesca que pueda ser decisiva.
Y ahora más que nunca, ante el espectro de tanta calamidad y los quejidos de
tanta miseria, nos parece que la mujer del Apocalipsis se enfrenta contra el
dragón, la antigua serpiente y cumple el vaticinio de san Juan: «y vi a la bestia y a los reyes de la tierra y a los ejércitos
de ellos reunidos para dar la batalla... Y fue asida la bestia y con ella el
falso profeta, el que hizo los portentos delante de ella con los cuales sedujo
a los que recibieron la señal impresa de la bestia y a los que adoraban la
imagen de ella: vivos fueron lanzados los dos al estanque del fuego encendido
con azufre» (Ap
19 19-20).
De la
Inmaculada Virgen hemos de esperar la regeneración de la sociedad tan viciada.
Sólo ella,
que forma causa común con Jesucristo, puede derrocar a los enemigos de la Iglesia;
sólo ella puede restaurar sobre la tierra el reino del bien; y sólo ella puede
hacer que se acelere el día –aquel día que alborozado le parecía
presagiar Pío XI al instituir la festividad de Cristo Rey– en que,
sujetados los poderes infernales y sometidos al dominio de Cristo todos los
enemigos, reine Cristo Jesús plenamente, desplegando sobre todos aquel
magnífico programa de su reinado: «regnum veritatis et
vitae, regnum sanctitatis et gratiae, regnum iustitiae, amoris et pacis» (un reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino
de justicia, amor y paz). "Entonces habrá terminado la lucha; la Mujer y su
Descendencia habrán conseguido la victoria final y en unión con María
Inmaculada cantaremos el canto eterno de la victoria. Y entretanto exclamaremos
suplicantes y con ansia: «Veni, Domine Jesu» (Vine, Señor Jesús); pero escucharemos también la
respuesta alentadora: «Etiam, venio cito», «sí, vengo pronto» (Ap
22, 20).
REVISTA CATOLICIDAD-2009.
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