Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo IV: Segunda Aparición
Se acercaba ya el día 13 de junio, día señalado por la Señora
del Cielo para Su segunda entrevista con los pastorcitos. La noticia de la aparición se había
extendido por todo el paisaje, dando lugar a las más diversas impresiones.
Algunos creían, pero la mayoría no. De hecho, tanto los niños como sus padres
fueron ridiculizados por sus vecinos. Surgieron ásperas censuras a la debilidad
de los padres o a su incapacidad para educarles e imponerles el correctivo que
reclamaban las circunstancias. “¡Si fuese hija mía! – decía uno, aplastando en las
manos su sombrero de la media. Y otro, agitando un palo: ¡“Una buena paliza
pondría fin a las visiones”! Hasta los otros niños les escarnecían y se
burlaban cuando Lucía y sus primos pasaban.
Mientras tanto, la madre de Lucía, en su buena fe, fue para
consultar con el Párroco de la
aldea, el Rvdo. Manuel Marques Ferreira.
Una vez que había escuchado su versión de la historia, sugirió que permitiesen
a los niños volver a la Cova da Iría el
día 13 siguiente y que se les presentase a él después. Los interrogaría, a
cada uno individualmente. Volviendo a casa, la señora María Rosa encontró al Tío
Marto y le comunicó el consejo del Párroco.
Juzgó él sensato ir también y hablar con el Párroco. Cuando llegó a la rectoría, y le invitaron adentro, dijo, “Señor Cura, mi cuñada acaba de decirme que Usted quiere
que yo venga aquí con los niños después de la próxima aparición, con cada uno a
la vez. He venido ahora para enterarme de lo mejor que podemos nosotros hacer”.
¡“Es mucha la confusión
y el enredo”! –
dijo el Cura. ¡“Tan pronto es blanco como negro”!
“El señor Cura da más
crédito a las mentiras que a las verdades” –
contestó Tío Marto con calma.
“Hasta ahora no había
oído decir estas cosas” – respondió el Párroco, notablemente
vejado por todo el asunto. “Los demás saben antes que yo lo que pasa. Si quieren los
traen, y si no, no los traigan”.
“Vengo, señor Cura, en
bien y para bien”.
Entonces Tío Marto se dirigió hacia la terraza y trató de encaminarse a
casa, pero cuando estaba a mitad de las escaleras, el Cura le dijo de nuevo:
“Tío Marto, eso queda
de su responsabilidad. Tráigalos si quiere, y si no, no los traiga”.
“Buen Padre, de venir
será en bien y para bien, no para discordias”.
Entre
aquellos pocos que creían, hay una que merece mención especial: la señora María
dos Santos Carreira. Más tarde llegaba a ser conocida como “María da Capelinha” (María de la Capilla). En su residencia de la planta baja del Hospital
en el Santuario de Fátima, contó al autor todo cuanto sabía acerca de los
hechos extraordinarios de Cova da Iría que ella, casi desde el principio, tuvo
la dicha de presenciar. “Siempre he estado
enferma”, ella
dijo, “y durante aquellos siete
años antes de las apariciones desahuciada de los médicos, me daban poco plazo
de vida”. Habían
pasado dos o tres días después de la primera aparición, cuando una noche el
marido de la Señora Carreira, que había ido a trabajar con el padre de Lucía,
Antonio dos Santos, fue contado la historia sobre su hija.
Esa noche, Señor Manuel Carreira dijo a María su mujer: “Mi querida, Antonio dos
Santos me ha contado que Nuestra Señora se apareció en Cova da Iría a una de
sus niñas, la más joven, y a dos hijos de su hermana Olimpia, la que está
casada con el Tío Marto. Nuestra Señora habló con ellos y prometió volver allá
todos los meses hasta octubre”.
Se despertó la
curiosidad de María da Capelinha. “Pues yo he de saber si esto es cierto o no. Y si es cierto, y
me es posible, quiero ir allá. ¿Dónde está Cova da Iría”?
Su marido le dijo, y aunque estaba apenas a
10 minutos a pie de su casa, ella nunca había andado por esos sitios. Nunca
antes habían hablado del lugar. Señor Carreira intentó disuadirla. “Piensas, ¡tonta, que vas a ver la Virgen”!
“Ya sé que no La veré, pero si nos dijesen
que iba allá el Rey, nadie quedaba en casa a ver si le veía. Dicen que viene
Nuestra Señora y ¿nada hemos de hacer por ir a verla”? Más tarde esta
señora llegaría a ser un gran consuelo para los pastorcitos por su bondadosa
comprensión y asistencia auxiliadora.
La gran fiesta de San Antonio se aproximaba. La emoción era evidente en la parroquia;
todos, tanto los mayores como los jóvenes, se prepararon para la celebración de
la fiesta que también sucedería el día
13. Mientras doblaban las campanas, carros de bueyes adornados con ramas de
árboles, flores, banderas y colchas, y cargados con quinientas cestas de
meriendas de pan blanco se daban unas vueltas alrededor de la Iglesia y se iba
a parar delante de la terraza del señor
Cura que bendecía todo aquello. María
Rosa sabía que a Lucía le
gustaba muchísimo las celebraciones, y esperaba que esta fiesta le ayudase a
olvidarse de la Cova da Iría. “Que bien, que
mañana tenemos gran fiesta” – dijo a sus hijas. “No le hablemos nosotros más que de la fiesta.
La gente es la que tiene la culpa, que anda siempre recordando a Lucía lo de la
Cova”.
La familia intentó evitar el problema de la
aparición. Cuando Lucía hablaba de
ella, cambiaban el tema para desviar su mente y hacer caso omiso de sus planes.
Lucía lo interpretó como desdén y
desprecio por parte de su familia; sentía que ellos le habían abandonado.
Solitaria y triste, se volvió muy callada, pero de vez en cuando soltaba: “Yo mañana voy a Cova da Iría. ¡Eso es lo que la Señora
quiere”!
A pesar del consejo del Párroco de dejar a los niños ir a la Cova da Iría el 13 de junio,
ambas madres querían impedirlo. Quería además Jacinta que la madre participase de la felicidad de la visión y en
su ingenua sencillez no podía comprender cómo podía ser tan reacia para admitir
lo que para ella era tan evidente. Llena de entusiasmo por la causa de Nuestra Señora,
Jacinta suplicó, “Madre, madre mía, ¡venga
mañana con nosotros a Cova da Iría para ver a Nuestra Señora”!
¡“Qué Nuestra Señora! ¡Tontuela! ¡No! Mañana vamos a San
Antonio. Entonces, ¿no quieres tu merienda? ¡Y luego música… cohetes… un sermón
muy bonito”! La madre pensó que la
mención de la banda y la merienda ciertamente haría a la niña olvidarse de la Cova. Ni siquiera barruntaba ella que
hacía ya un mes que su pequeña, para mortificarse por los pecadores, renunciaba
a los cantares, a las danzas y hasta a su frugal comida.
¡“Madre”! -
continuaba la pequeña - ¡“pero en Cova da Iría se
aparece Nuestra Señora”!
¡“Nuestra Señora no se te
aparece; de modo que excusas ir allá”! – la señora Marto contradijo a su
niña.
“Nuestra Señora dijo que
se aparecería, ¡por eso con toda certeza se aparecerá”! –
Jacinta replicó.
¿“No quieres ir entonces a San Antonio”? – Señora Marto
intentó cambiar el tema.
¡“San Antonio no es bonito”!
¿“Por qué”?
“Porque aquella Señora es mucho más, pero
mucho más bonita. Yo voy a Cova da Iría. Si la Señora nos dice que vayamos a
San Antonio, entonces vamos”.
Señor
Marto, el padre de Jacinta, estaba en el mismo apuro. No sabía qué hacer el
día de la fiesta. ¿“Qué haré”? ¿“Ir a Cova da Iría con los niños”? Y ¿“si no se aparece nada”? No le pareció bien ir a
la fiesta de la iglesia y dejar a los niños ir solos a la Cova. Por fin decidió, como había feria en Pedreira iría allá a
comprar los bueyes que quería, y cuando hubiese vuelto, todo se habría
solucionado. Sí, eso es; iría a la feria. Le perdonaría comprometerse. Quería
dormir en paz.
Al amanecer Jacinta, apenas abrió los ojitos, saltó de la cama y fue corriendo
al cuarto de la madre para volver a invitarla a la entrevista con la Señora;
pero cuál no fue su espanto al ver la cama vacía. ¡“Y mi madre que no ve a
Nuestra Señora hoy”! –
dijo ella a sí misma. Pero
después casi pensó con gusto: “Al menos podemos ir
descansados”.
Corrió entonces a despertar al hermanito y,
cuando éste se hubo vestido, fue a abrir el ganado.
Una vez que Francisco estaba listo, mordisqueando algún pan y queso por el
camino, fueron al encuentro de Lucía.
Lucía
ya estaba esperándoles en el Barreiro.
Tan amargamente sentía la falta de compresión y cruel oposición de su madre y
hermanas que ansiaba estar sola con sus primos. Sólo con ellos se sentía alegre
porque comprendieron y creyeron en ella tal como ella comprendió y creyó en
ellos. En sus memorias escribe, “Recordaba entonces los tiempos pasados y me preguntaba a mí
misma: ¿Dónde está el cariño que hasta hace poco mi familia me tenía”?
Pero la Señora
estaba para llegar y no había tiempo que perder. Deberían asegurarse llegar
a tiempo a la Cova da Iría. “Hoy vamos a los Valinhos” – decidió Lucía. “Allá no falta hierba, y cerquita como está despachamos las
ovejas en seguida. Podemos volver a casa y prepararnos con los vestidos del
domingo. Hoy no os espero. Voy primero a Fátima, que quiero hablar con unas
niñas que hicieron conmigo la Primera Comunión”.
Más tarde cuando la madre la observaba con
toda atención vestirse, se frotaba las manos de gusto pensando que San Antonio le había contestado a su
oración de que Lucía se olvidase de
todo el asunto. “Pronto
se verá” – decía la hermana mayor– “si va para Fátima o toma el camino de Cova da Iría”.
Se convino entonces que si Lucía iba
a Cova da Iría, la madre los
siguiese y allá, escondida, observase y ver si la niña estaba mintiendo.
También quería estar presente para impedir que alguien intentase dañar a los
niños. No dejaría que alguien dañase a su Lucía,
ni dejaría a Lucía caer en el vicio
de mentir.
La señora María Rosa salió, preocupada y triste, decidiendo que primero
debería ir a la iglesia. Hacia la mitad del camino se encontró con unas cinco o
seis personas extrañas, que ella supuso irían a la fiesta del Patrón. Les dijo:
“Van Ustedes equivocados. A
Fátima no es por ahí”.
“De Fátima venimos; lo que queremos es ir a casa de los
niños que vieron a Nuestra Señora”.
“Y ¿de dónde son Ustedes”? –
balbuceó.
“Somos de Carrascos.
¿Dónde están los niños”?
“Están en Aljustrel, pero
de aquí a poco vendrán también para la fiesta.”
Mientras tanto, Lucía iba a la iglesia y allá vio a sus amigas y les invitó a ir
con ella a la Cova da Iría. Se
juntaron allá unas catorce niñas, todas de la primera Comunión de aquel año, y
resolvieron acompañar a Lucía a Cova da
Iría. Como de costumbre, cuando Lucía
proponía una cosa a sus amigas, nadie se excusaba. Iban todas en grupo, cuando
apareció Antonio, hermano de ella, y
le dijo: “Hoy
no vas a Cova da Iría. ¿Por qué? No vayas y te doy unas perras”. Y ella
respondió: “No me importa de tus perras; lo que yo quiero es ir allá”. Anduvieron
unos cien metros de la iglesia y el muchacho siempre detrás, queriendo hacerles
desistir. Pero a ellas poco se les daba.
Las catorce niñas no estaban solas en la Cova. Algunas otras personas se les
habían juntado en el camino y cuando llegaron a donde ahora está ubicada la
entrada del Santuario, dieron con un
grupo de mujeres que estaban esperando a los videntes. Se veía también allá,
acompañada de su hijo Juan, muchacho
de diecisiete años, y muy defectuoso, a la señora María de Capelinha, a quien ya conocemos y a quien cedemos nuevamente la
palabra:
“Como había decidido, no quería faltar de ninguna manera a Cova
da Iría el 13 de junio. La víspera por la noche dije a mis hijas:
¿‘Y si fuésemos mañana a Cova da Iría antes
que a San Antonio’?
‘En Cova da Iría’ – decían ellas – ¿‘qué vamos a hacer? No, más vale ir a la fiesta’.
“Entonces me dirigí a mi enfermito, a mi
Juan:
‘Y tú ¿qué quieres, ir a la fiesta o venir
conmigo’?
‘Yo, mamita mía, iré contigo’.
“Al día siguiente, antes de que el resto de
la familia fuese para la fiesta” –
continua la señora –
“vine yo
para acá (a la Cova da Iría) con mi Juan, apoyado en un bastoncito. No se veía
alma viviente. Seguimos entonces por la carretera por donde habían de venir los
niños. Allí nos sentamos, hasta que vi a una mujercita de Loureira que quedó
admirada al verme allí, porque sabía que yo estaba enferma de guardar cama.
¿‘Qué es lo que hace
Usted aquí’? –
me preguntó.
“‘Lo mismo que viene Usted a hacer’. Sin
más palabras, la mujer se sentó a mi lado.
Momentos después llegó un hombrecito de Lomba de Egua y hablamos una cosa
parecida. En seguida aparecieron algunas mujeres de Boleiros a quienes pregunté si venían huyendo de la fiesta.
“‘No faltó’ – dijo una – ‘quien se riese de nosotras, pero no hay
que hacerles caso. Ahora queremos ver lo que aquí pasa y si es de ellos o de
nosotras de quien hay que reírse’.
“Iba llegando aún más
gente de puntos tan distantes como Torres Novas y a las once, aproximadamente,
vinieron los pastorcitos. Los seguí hasta que pararon cerca de una pequeña
encina. Pregunté a Lucía:
‘Niña, ¿cuál es la encina donde Nuestra
Señora se apareció’?
‘Mire, aquí es donde puso
sus plantas’.
“Era un arbolito de un metro de altura, más
o menos, en la fuerza del crecimiento; las ramas estaban todas tiesas, muy
derechitas, muy tiernas, muy bonitas. Lucía se desvió un poco y se dirigió
nuevamente al lado de Fátima, poniéndose al fin a la sombra de una encina
grande. Hacía mucho calor ese día. Lucía se sentó junto al tronco con Francisco
y Jacinta a sus lados.
Se pusieron a
comer algarrobas y hablaban y se divertían con las demás niñas. Pero a medida
que el tiempo iba pasando, Lucía iba poniéndose cada vez más seria y aprensiva.
Luego dijo a Jacinta, que estaba aún divirtiéndose, “Estate quieta, Jacinta. Nuestra Señora está para llegar.”
Era cerca de mediodía y María da Capelinha
se sintió débil.
¿“Nuestra Señora tardará mucho”? –
ella preguntó.
“No, señora; no tardará
ya” – Lucía le
respondió sin vacilar.
Rezaron entonces el
Rosario, y cuando una niña iba a comenzar la Letanía, Lucía la interrumpió
diciendo que ya no había tiempo. Inmediatamente se puso de pie y gritó: “Jacinta, allá viene
Nuestra Señora que ya he visto el relámpago”.
Corrieron los tres para la encina con los
otros detrás, y se arrodillaron sobre las matas y helechos. Lucía levanta
los ojos hacia los cielos, como en oración, y le oyen decir, “Usted me dijo venir aquí hoy. ¿Qué es lo que quiere que haga?
Los otros oyen una cosa, así como una voz muy fina, pero
no entendían lo que decía. “Es como un suave zumbido de abeja”, susurra María da Capelinha.
Lucía,
en años posteriores, nos cuenta como se sigue:
“Quiero que vengáis aquí
el día 13 del mes que viene; que recéis el Rosario intercalando entre los
Misterios la jaculatoria: ‘¡Oh Jesús mío!, perdónanos, líbranos del fuego del
infierno, lleva todas las pobres almas al cielo, principalmente las más
necesitadas.’ Quiero que aprendas a leer. Después os diré que más quiero”.
Lucía pide la curación de un enfermo que le
había sido recomendado y la Señora le responde,
“Si se convierte, se
curará durante el año”.
¡“Quería pedirle que nos lleve al cielo”!
“Sí” –
responde la Santísima Virgen – “a Jacinta y a Francisco voy a llevarles pronto. Pero tú has de
quedar aquí algún tiempo. Jesús quiere servirse de ti para que me hagas conocer
y amar. Quiere establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón. A quien
la abrazare, le prometo la salvación; y estas almas serán amadas por Dios, como
flores puestas por mí para adornar su trono.”
¿“He de quedarme acá
solita”? –
pregunta Lucía, entristecida con el pensamiento de perder la compañía de sus
amiguitos.
“No, hija”.
Los
ojos de Lucía se llenaron de lágrimas.
¿“Sufres mucho por eso?
¡Yo nunca te dejaré! Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te
llevará a Dios”.
“En el momento en que
dijo estas últimas palabras” – continúa Lucía – “la Santísima Virgen abrió sus manos y nos comunicó por segunda
vez el reflejo de la luz inmensa que la envolvía.
“En ella nos vimos
sumergidos en Dios. Jacinta y Francisco parecían estar en la parte que se
elevaba hacia el Cielo, y yo en la que se difundía sobre la tierra. Delante de
la palma de la mano derecha de Nuestra Señora había un Corazón cercado de
espinas que se clavaban en él. Comprendimos que era el Inmaculado Corazón de
María, ultrajado por los pecados de la humanidad, que quería reparación”.
Todos
vieron ahora que Lucía se levantó muy de prisa y con el brazo extendido decía
- ¡“Miren, miren, allá va, allá val”!
María
da Capelinha informa que cuando Nuestra Señora subió del árbol, era como el
silbido de un cohete distante. Ella continua: “Pero nosotros nada
veíamos; solamente una nubecilla, a distancia como de un palmo de la rama, que
iba subiendo muy despacio, caminando para adelante, hacia el oriente, hasta que
se desvaneció del todo”.
Los
niños se quedaron callados, siempre con la vista en aquel punto, hasta que un
poquito después dijo Lucía: ¡“Ahora ya no se ve!; ya
ha entrado en el Cielo; ya se han cerrado las puertas”.
Entonces la gente volvió a la encina
milagrosa y cuál no fue su admiración al ver que los renuevos de la encina, que
antes estaban todos rígidos, ahora estaban tumbados hacia el oriente, como se
hubiesen sido pisados. Los testigos comenzaron entonces a arrancar ramitos y
hojas de la copa de la encina, pero Lucía
les recomendaba que las arrancasen de abajo, porque no fueron tocadas por
Nuestra Señora. “Recemos el Rosario” –
dijo alguien viendo que la gente comenzaba a desfilar, cada cual a su destino.
Pero unas personas de más lejos dijeron: “Recemos sólo la Letanía y vamos rezando el Rosario camino de
Fátima”.
Cuando llegaron a Fátima era precisamente cuando la procesión en honor de San Antonio andaba por las calles.
Luego se fue dando cuenta el pueblo, de la gente que de este lado venía, y a
los que preguntaban de dónde venían les respondían que de Cova da Iría y que estaban muy satisfechos de haber ido allá.
Muchos en la aldea tenían pena de no haber hecho lo mismo.
María da Capelinha recuerda que esa tarde
fue interrogada por sus hijas.
“‘Sólo os diré que he tenido pena de que no hayáis estado allá’
– les dije. ‘Pues tenemos que ir allá el domingo’. Y decidieron ir y todas, en
verdad, fueron allá. Estábamos rezando el Rosario al pie de la encina, cuando
vimos pasar a dos personas diciendo: ‘Ah, ¡aún hay gente en el bajo, donde se
apareció Nuestra Señora’! Nos escondimos en un matorral a ver lo que hacían.
Traían flores, que las colocaron en las ramas de la encina y luego se pusieron
también a rezar el Rosario. Desde entonces nunca he dejado de ir a Cova da
Iría. En casa no tenía fuerzas para nada; venía hasta aquí todos los días, y
apenas llegada, me sentía otra persona. Comencé a hacer una buena limpieza en
torno de la encina arrancando matas. Quitaba las piedras, até una cinta de seda
en una rama de la encina y fui yo la que le puse las primeras flores”.
No todos que habían estado en la Cova da Iría salieron inmediatamente
después de la Letanía. Algunos pocos
se quedaron para preguntar los niños sobre los detalles de la aparición. Los
pequeños revelaron lo que les había permitido decirse, pero guardaron en sigilo
el resto. Serían las cuatro de la tarde cuando los tres niños se retiraron para
casa, seguidos por este pequeño grupo de piadosos. Los transeúntes les
ridiculizaron. Los pastorcitos no
hicieron caso en cuanto a ellos, pero les parecía que la gente ridiculizaba a
Nuestra Señora.
¿“Lucía, hoy también ha
venido la tal mujercita a pasearse por encima de las encinas”?
“Jacinta, ¿esta vez la Señora no os ha dicho
nada”?
¿“Todavía estáis aquí?
¿Aún no habéis ido al Cielo”?
Era con un suspiro de alivio que Jacinta cruzó el umbral
de su casa.
Allá, sin embargo, las preguntas siguieron.
Sus hermanas le indagaron todo tipo de cosas, pero hecha sabia por la
experiencia pasada, Jacinta contestó
apenas con mucha cautela. ¡Cuánto deseaba ir a su madre y contar toda la
historia, y que Nuestra Señora había prometido llevarle pronto al Cielo! No
obstante, alguna fuerza misteriosa le hizo guardar silencio. Todos los tres
niños se sentían obligados a mantenerlo en sigilo. Sobre un punto, sin embargo,
Jacinta hablaba libremente: la belleza de la Señora, toda luz, todo oro resplandeciente.
“Aquella Señora, ¿era tan bonita como
fulana”? –
le preguntaban las hermanas.
“Mucho, pero ¡mucho más
bonita”!
¿“Cómo la Santita que está en la iglesia y
que tiene un manto con tantas estrellas”?
“No, ¡mucho más bonita”!
¿“Cómo Nuestra Señora del Rosario”?
“Aún ¡mucho más”!
Y la madre y las hermanas le mostraban, como
quien pasa revista, todos los santitos que tenían en el vestíbulo. Pero la
belleza de la Señora que Jacinta había contemplado en Cova da Iría era infinitamente
superior, no cabe comparación acá en la tierra. Pero ¿“qué es lo que ella os ha dicho esta vez”? – insistían.
Entonces Jacinta, bajando
la cabeza, repitió que era necesario rezar el Rosario… que la Virgen volvería…y
que les había revelado un secreto, pero que no lo podían manifestar.
¡Un secreto! ¡Un secreto! Pero ¿qué secreto puede ser
ese? A partir de ese momento Jacinta nunca más tuvo paz. Todos,
fuera y dentro de casa, a excepción del padre, la apremiaban con preguntas para
arrancarle el secreto. “Todas las mujeres querían saber lo que era” – nos dice
el señor Marto – “pero yo sobre ese particular jamás le hice la menor
pregunta. Lo que es secreto, es secreto y es preciso guardarlo. Recuerdo que
una vez vinieron aquí unas señoras todas cargadas de oro.
¿‘Te gusta esto’? –
decían a la niña, mostrándole collares y pulseras.
‘Me gusta’ – admitió la niña.
‘Entonces ¿Lo quieres’?
‘Sí’.
‘Pues ¡dinos el secreto’! y las señoras hacían intención de sacar las joyas. Pero
la niñita, muy afligida, se puso a gritar:
‘Dejen, dejen, no saquen eso,
¡que yo no digo nada! Ni aunque me diesen el mundo entero, diría el secreto’”.
Otro día vino la señora María Rosa de la Nieves con una sobrinita, y Jacinta estaba sola en casa. “Mira Jacinta” – le dijo la mujer – “dime el
secreto y te doy esta linda hilera de cuentas de oro”.
Con
rostro contrariado respondió Jacinta:
“Si me da Usted esa linda medalla que lleva
al cuello su sobrinita, entonces se lo digo”.
¡“Ay!, esa no te la
puedo dar porque es de ella.
“Pero te la doy yo”
– intercaló la sobrinita.
Y
Jacinta contestaba con la misma sonrisa maliciosa:
“No se apure, ¡que no la
quiero! Ni aunque me diese el mundo entero diría el secreto”.
Al atardecer del día de la aparición, las hermanas
de Lucía le apremiaban, intentando
conocer sus secretos. Decepcionadas, le amenazaron con todo tipo de males.
Hablaron de la interrogación venidera del Cura
y del castigo si ella insistía en su silencio hasta con él. Asustada, la
niña huyó a la casa de sus primos para avisarlos.
“Mañana vamos a casa del señor Cura. Voy con
la madre. Y mis hermanas me están metiendo con esto mucho miedo” – dijo Lucía.
“Nosotros también vamos” –
respondió Jacinta – “pero nada de esto nos ha
dicho mama. ¡Paciencia! Si nos pegan, sufriremos por amor de Nuestro Señor y
por los pecadores”.
Sin embargo, la mañana siguiente cuando los
niños llegaron a la rectoría, el Párroco
y su hermana los recibieron amablemente. El Cura esperaba solucionar sus dudas. Pensó que, si Nuestra Señora realmente se hubiese
aparecido, debería haber dado a los niños un mensaje importante, y juzgó que
tenía derecho a conocerlo. Jacinta
fue la primera en ser interrogada. Inclinó la cabeza ante el sacerdote en
silencio completo. Francisco dijo
apenas dos o tres palabras. Lucía,
sin embargo, dijo al Párroco algo de
lo que sucedió.
“No es posible que
Nuestra Señora venga del Cielo a la tierra sólo para decir que recen el Rosario
todos los días, costumbre, por otra parte, casi general en la feligresía” – dijo el Párroco. “Además, que
cuando se dan cosas como éstas, de ordinario Nuestro Señor manda a esas almas,
a quienes se comunica, que den cuenta de lo ocurrido a sus confesores o
párrocos y aquí, todo lo contrario, se retraen cuanto pueden. Esto puede ser un
engaño del demonio: vamos a ver, el futuro nos dirá lo que hemos de pensar”.
La reticencia de los niños había impedido al
Cura darse cuenta de la importancia universal
de las apariciones. Quizás su juicio hubiese sido otro, si Lucía se hubiera mostrado más abierta con él y le hubiera referido
algo más de lo que la Santísima Virgen
le comunicaba. Por lo menos habría solucionado las dudas del Párroco y recuperado la paz. Los niños y el Párroco estaban prendidos en un torbellino. La profecía de Nuestra Señora a Lucía también aplicó al Párroco,
“Tendréis mucho que sufrir”.
Cuando Lucía
salió de la rectoría, estaba muy inquieta y preocupada. “Y ¿si fuese verdad”? –
se decía para sí – ¿“Si el señor Cura
tuviese razón”? La
niña se perturbaba terriblemente. “Comencé entonces a dudar si serían manifestaciones del demonio,
que procuraba por este medio perderme, y como había oído decir que el demonio
siempre traía la guerra y el desorden, comencé a pensar que, a la verdad, desde
que veía estas cosas, no había alegría ni bienestar en nuestra casa. ¡Qué
angustia la mía! Manifesté a mis primos mi duda; Jacinta respondió: ‘No es el demonio, no. El demonio, dicen que es muy feo y que está
debajo de la tierra, en el Infierno, y aquella Señora es muy bonita y nosotros
la hemos visto subir al Cielo’”.
Pobrecita Lucía no podría solucionar las dudas que tenía. Tan agitada estaba,
que llegó al punto de considerar diciendo que todo había sido una mentira. Sus ángeles consoladores Jacinta y
Francisco, que estaban siempre a mano para fortalecerla, le decían: ¡“No hagas eso! ¿No, ves que ahora es cuando vas a mentir y que
mentir es pecado”?
Y con las palabras de aliento, el cielo de Lucía se serenaba nuevamente. Pronto,
no obstante, volvería la tempestad: le obcecaba la idea de ser juguete del
demonio. Contribuyó a confirmarla en este su juicio y a aumentarle las
tinieblas del espíritu un sueño que tuvo una noche: “Vi al demonio que,
riéndose de haberme engañado, hacía esfuerzos para arrastrarme al Infierno. Al
verme en sus garras, comencé a gritar de tal forma, llamando a Nuestra Señora,
que desperté a mi madre. Ella me llamó, afligida, preguntándome qué tenía. No
me acuerdo lo que le contesté, De lo que me acuerdo es que aquella noche ya no
pude dormir, pues me quedé muerta de miedo”.
Los únicos momentos de paz eran los que
Lucía gozaba con sus primos en Cova da Iría, al pie de la encina.
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