lunes, 5 de febrero de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”



Una narración completa de las Apariciones de Fátima.


Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 


Capítulo IV: Segunda Aparición 


   Se acercaba ya el día 13 de junio, día señalado por la Señora del Cielo para Su segunda entrevista con los pastorcitos. La noticia de la aparición se había extendido por todo el paisaje, dando lugar a las más diversas impresiones. Algunos creían, pero la mayoría no. De hecho, tanto los niños como sus padres fueron ridiculizados por sus vecinos. Surgieron ásperas censuras a la debilidad de los padres o a su incapacidad para educarles e imponerles el correctivo que reclamaban las circunstancias. “¡Si fuese hija mía! – decía uno, aplastando en las manos su sombrero de la media. Y otro, agitando un palo: ¡“Una buena paliza pondría fin a las visiones”! Hasta los otros niños les escarnecían y se burlaban cuando Lucía y sus primos pasaban. 

   Mientras tanto, la madre de Lucía, en su buena fe, fue para consultar con el Párroco de la aldea, el Rvdo. Manuel Marques Ferreira. Una vez que había escuchado su versión de la historia, sugirió que permitiesen a los niños volver a la Cova da Iría el día 13 siguiente y que se les presentase a él después. Los interrogaría, a cada uno individualmente. Volviendo a casa, la señora María Rosa encontró al Tío Marto y le comunicó el consejo del Párroco. Juzgó él sensato ir también y hablar con el Párroco. Cuando llegó a la rectoría, y le invitaron adentro, dijo, “Señor Cura, mi cuñada acaba de decirme que Usted quiere que yo venga aquí con los niños después de la próxima aparición, con cada uno a la vez. He venido ahora para enterarme de lo mejor que podemos nosotros hacer”.

   ¡“Es mucha la confusión y el enredo”! – dijo el Cura. ¡“Tan pronto es blanco como negro”!

   “El señor Cura da más crédito a las mentiras que a las verdades” contestó Tío Marto con calma.

   “Hasta ahora no había oído decir estas cosas” – respondió el Párroco, notablemente vejado por todo el asunto. “Los demás saben antes que yo lo que pasa. Si quieren los traen, y si no, no los traigan”.

   “Vengo, señor Cura, en bien y para bien”.

   Entonces Tío Marto se dirigió hacia la terraza y trató de encaminarse a casa, pero cuando estaba a mitad de las escaleras, el Cura le dijo de nuevo:
   “Tío Marto, eso queda de su responsabilidad. Tráigalos si quiere, y si no, no los traiga”.

   “Buen Padre, de venir será en bien y para bien, no para discordias”.

   Entre aquellos pocos que creían, hay una que merece mención especial: la señora María dos Santos Carreira. Más tarde llegaba a ser conocida como “María da Capelinha” (María de la Capilla). En su residencia de la planta baja del Hospital en el Santuario de Fátima, contó al autor todo cuanto sabía acerca de los hechos extraordinarios de Cova da Iría que ella, casi desde el principio, tuvo la dicha de presenciar. “Siempre he estado enferma”, ella dijo, “y durante aquellos siete años antes de las apariciones desahuciada de los médicos, me daban poco plazo de vida”. Habían pasado dos o tres días después de la primera aparición, cuando una noche el marido de la Señora Carreira, que había ido a trabajar con el padre de Lucía, Antonio dos Santos, fue contado la historia sobre su hija.

   Esa noche, Señor Manuel Carreira dijo a María su mujer: “Mi querida, Antonio dos Santos me ha contado que Nuestra Señora se apareció en Cova da Iría a una de sus niñas, la más joven, y a dos hijos de su hermana Olimpia, la que está casada con el Tío Marto. Nuestra Señora habló con ellos y prometió volver allá todos los meses hasta octubre”.

   Se despertó la curiosidad de María da Capelinha. “Pues yo he de saber si esto es cierto o no. Y si es cierto, y me es posible, quiero ir allá. ¿Dónde está Cova da Iría”?

   Su marido le dijo, y aunque estaba apenas a 10 minutos a pie de su casa, ella nunca había andado por esos sitios. Nunca antes habían hablado del lugar. Señor Carreira intentó disuadirla. “Piensas, ¡tonta, que vas a ver la Virgen”!

   “Ya sé que no La veré, pero si nos dijesen que iba allá el Rey, nadie quedaba en casa a ver si le veía. Dicen que viene Nuestra Señora y ¿nada hemos de hacer por ir a verla”? Más tarde esta señora llegaría a ser un gran consuelo para los pastorcitos por su bondadosa comprensión y asistencia auxiliadora.

   La gran fiesta de San Antonio se aproximaba. La emoción era evidente en la parroquia; todos, tanto los mayores como los jóvenes, se prepararon para la celebración de la fiesta que también sucedería el día 13. Mientras doblaban las campanas, carros de bueyes adornados con ramas de árboles, flores, banderas y colchas, y cargados con quinientas cestas de meriendas de pan blanco se daban unas vueltas alrededor de la Iglesia y se iba a parar delante de la terraza del señor Cura que bendecía todo aquello. María Rosa sabía que a Lucía le gustaba muchísimo las celebraciones, y esperaba que esta fiesta le ayudase a olvidarse de la Cova da Iría. “Que bien, que mañana tenemos gran fiesta” – dijo a sus hijas. “No le hablemos nosotros más que de la fiesta. La gente es la que tiene la culpa, que anda siempre recordando a Lucía lo de la Cova”.

   La familia intentó evitar el problema de la aparición. Cuando Lucía hablaba de ella, cambiaban el tema para desviar su mente y hacer caso omiso de sus planes. Lucía lo interpretó como desdén y desprecio por parte de su familia; sentía que ellos le habían abandonado. Solitaria y triste, se volvió muy callada, pero de vez en cuando soltaba: “Yo mañana voy a Cova da Iría. ¡Eso es lo que la Señora quiere”!

   A pesar del consejo del Párroco de dejar a los niños ir a la Cova da Iría el 13 de junio, ambas madres querían impedirlo. Quería además Jacinta que la madre participase de la felicidad de la visión y en su ingenua sencillez no podía comprender cómo podía ser tan reacia para admitir lo que para ella era tan evidente. Llena de entusiasmo por la causa de Nuestra Señora, Jacinta suplicó, “Madre, madre mía, ¡venga mañana con nosotros a Cova da Iría para ver a Nuestra Señora”!

   ¡“Qué Nuestra Señora! ¡Tontuela! ¡No! Mañana vamos a San Antonio. Entonces, ¿no quieres tu merienda? ¡Y luego música… cohetes… un sermón muy bonito”! La madre pensó que la mención de la banda y la merienda ciertamente haría a la niña olvidarse de la Cova. Ni siquiera barruntaba ella que hacía ya un mes que su pequeña, para mortificarse por los pecadores, renunciaba a los cantares, a las danzas y hasta a su frugal comida.

   ¡“Madre”! - continuaba la pequeña - ¡“pero en Cova da Iría se aparece Nuestra Señora”!

   ¡“Nuestra Señora no se te aparece; de modo que excusas ir allá”! – la señora Marto contradijo a su niña.

   “Nuestra Señora dijo que se aparecería, ¡por eso con toda certeza se aparecerá”! – Jacinta replicó.

   ¿“No quieres ir entonces a San Antonio”? – Señora Marto intentó cambiar el tema.

   ¡“San Antonio no es bonito”!

   ¿“Por qué”?

   “Porque aquella Señora es mucho más, pero mucho más bonita. Yo voy a Cova da Iría. Si la Señora nos dice que vayamos a San Antonio, entonces vamos”.

   Señor Marto, el padre de Jacinta, estaba en el mismo apuro. No sabía qué hacer el día de la fiesta. ¿“Qué haré”? ¿“Ir a Cova da Iría con los niños”? Y ¿“si no se aparece nada”? No le pareció bien ir a la fiesta de la iglesia y dejar a los niños ir solos a la Cova. Por fin decidió, como había feria en Pedreira iría allá a comprar los bueyes que quería, y cuando hubiese vuelto, todo se habría solucionado. Sí, eso es; iría a la feria. Le perdonaría comprometerse. Quería dormir en paz.

   Al amanecer Jacinta, apenas abrió los ojitos, saltó de la cama y fue corriendo al cuarto de la madre para volver a invitarla a la entrevista con la Señora; pero cuál no fue su espanto al ver la cama vacía. ¡“Y mi madre que no ve a Nuestra Señora hoy”! – dijo ella a sí misma. Pero después casi pensó con gusto: “Al menos podemos ir descansados”.

   Corrió entonces a despertar al hermanito y, cuando éste se hubo vestido, fue a abrir el ganado.

   Una vez que Francisco estaba listo, mordisqueando algún pan y queso por el camino, fueron al encuentro de Lucía.

   Lucía ya estaba esperándoles en el Barreiro. Tan amargamente sentía la falta de compresión y cruel oposición de su madre y hermanas que ansiaba estar sola con sus primos. Sólo con ellos se sentía alegre porque comprendieron y creyeron en ella tal como ella comprendió y creyó en ellos. En sus memorias escribe, “Recordaba entonces los tiempos pasados y me preguntaba a mí misma: ¿Dónde está el cariño que hasta hace poco mi familia me tenía”?

   Pero la Señora estaba para llegar y no había tiempo que perder. Deberían asegurarse llegar a tiempo a la Cova da Iría. “Hoy vamos a los Valinhos” – decidió Lucía. “Allá no falta hierba, y cerquita como está despachamos las ovejas en seguida. Podemos volver a casa y prepararnos con los vestidos del domingo. Hoy no os espero. Voy primero a Fátima, que quiero hablar con unas niñas que hicieron conmigo la Primera Comunión”.

   Más tarde cuando la madre la observaba con toda atención vestirse, se frotaba las manos de gusto pensando que San Antonio le había contestado a su oración de que Lucía se olvidase de todo el asunto. “Pronto se verá” – decía la hermana mayor– “si va para Fátima o toma el camino de Cova da Iría”. Se convino entonces que si Lucía iba a Cova da Iría, la madre los siguiese y allá, escondida, observase y ver si la niña estaba mintiendo. También quería estar presente para impedir que alguien intentase dañar a los niños. No dejaría que alguien dañase a su Lucía, ni dejaría a Lucía caer en el vicio de mentir.

   La señora María Rosa salió, preocupada y triste, decidiendo que primero debería ir a la iglesia. Hacia la mitad del camino se encontró con unas cinco o seis personas extrañas, que ella supuso irían a la fiesta del Patrón. Les dijo:

   “Van Ustedes equivocados. A Fátima no es por ahí”.

   “De Fátima venimos; lo que queremos es ir a casa de los niños que vieron a Nuestra Señora”.

   “Y ¿de dónde son Ustedes”? – balbuceó.

   “Somos de Carrascos. ¿Dónde están los niños”?

   “Están en Aljustrel, pero de aquí a poco vendrán también para la fiesta.”

   Mientras tanto, Lucía iba a la iglesia y allá vio a sus amigas y les invitó a ir con ella a la Cova da Iría. Se juntaron allá unas catorce niñas, todas de la primera Comunión de aquel año, y resolvieron acompañar a Lucía a Cova da Iría. Como de costumbre, cuando Lucía proponía una cosa a sus amigas, nadie se excusaba. Iban todas en grupo, cuando apareció Antonio, hermano de ella, y le dijo: “Hoy no vas a Cova da Iría. ¿Por qué? No vayas y te doy unas perras”. Y ella respondió: “No me importa de tus perras; lo que yo quiero es ir allá”. Anduvieron unos cien metros de la iglesia y el muchacho siempre detrás, queriendo hacerles desistir. Pero a ellas poco se les daba.


   Las catorce niñas no estaban solas en la Cova. Algunas otras personas se les habían juntado en el camino y cuando llegaron a donde ahora está ubicada la entrada del Santuario, dieron con un grupo de mujeres que estaban esperando a los videntes. Se veía también allá, acompañada de su hijo Juan, muchacho de diecisiete años, y muy defectuoso, a la señora María de Capelinha, a quien ya conocemos y a quien cedemos nuevamente la palabra:

   “Como había decidido, no quería faltar de ninguna manera a Cova da Iría el 13 de junio. La víspera por la noche dije a mis hijas:

   ¿‘Y si fuésemos mañana a Cova da Iría antes que a San Antonio’?

   ‘En Cova da Iría’ – decían ellas – ¿‘qué vamos a hacer? No, más vale ir a la fiesta’.

   “Entonces me dirigí a mi enfermito, a mi Juan:

   ‘Y tú ¿qué quieres, ir a la fiesta o venir conmigo’?

   ‘Yo, mamita mía, iré contigo’.

   “Al día siguiente, antes de que el resto de la familia fuese para la fiesta” – continua la señora – “vine yo para acá (a la Cova da Iría) con mi Juan, apoyado en un bastoncito. No se veía alma viviente. Seguimos entonces por la carretera por donde habían de venir los niños. Allí nos sentamos, hasta que vi a una mujercita de Loureira que quedó admirada al verme allí, porque sabía que yo estaba enferma de guardar cama.

   ¿‘Qué es lo que hace Usted aquí’? – me preguntó.

   “‘Lo mismo que viene Usted a hacer’. Sin más palabras, la mujer se sentó a mi lado.

   Momentos después llegó un hombrecito de Lomba de Egua y hablamos una cosa parecida. En seguida aparecieron algunas mujeres de Boleiros a quienes pregunté si venían huyendo de la fiesta.

   “‘No faltó’ – dijo una – ‘quien se riese de nosotras, pero no hay que hacerles caso. Ahora queremos ver lo que aquí pasa y si es de ellos o de nosotras de quien hay que reírse’.

   “Iba llegando aún más gente de puntos tan distantes como Torres Novas y a las once, aproximadamente, vinieron los pastorcitos. Los seguí hasta que pararon cerca de una pequeña encina. Pregunté a Lucía:

   ‘Niña, ¿cuál es la encina donde Nuestra Señora se apareció’?

   ‘Mire, aquí es donde puso sus plantas’.

   “Era un arbolito de un metro de altura, más o menos, en la fuerza del crecimiento; las ramas estaban todas tiesas, muy derechitas, muy tiernas, muy bonitas. Lucía se desvió un poco y se dirigió nuevamente al lado de Fátima, poniéndose al fin a la sombra de una encina grande. Hacía mucho calor ese día. Lucía se sentó junto al tronco con Francisco y Jacinta a sus lados.

   Se pusieron a comer algarrobas y hablaban y se divertían con las demás niñas. Pero a medida que el tiempo iba pasando, Lucía iba poniéndose cada vez más seria y aprensiva. Luego dijo a Jacinta, que estaba aún divirtiéndose, “Estate quieta, Jacinta. Nuestra Señora está para llegar.”

   Era cerca de mediodía y María da Capelinha se sintió débil.

   ¿“Nuestra Señora tardará mucho”? – ella preguntó.

   “No, señora; no tardará ya” – Lucía le respondió sin vacilar.

   Rezaron entonces el Rosario, y cuando una niña iba a comenzar la Letanía, Lucía la interrumpió diciendo que ya no había tiempo. Inmediatamente se puso de pie y gritó: “Jacinta, allá viene Nuestra Señora que ya he visto el relámpago”.

   Corrieron los tres para la encina con los otros detrás, y se arrodillaron sobre las matas y helechos. Lucía levanta los ojos hacia los cielos, como en oración, y le oyen decir, “Usted me dijo venir aquí hoy. ¿Qué es lo que quiere que haga?

   Los otros oyen una cosa, así como una voz muy fina, pero no entendían lo que decía. “Es como un suave zumbido de abeja”, susurra María da Capelinha.

   Lucía, en años posteriores, nos cuenta como se sigue:

   “Quiero que vengáis aquí el día 13 del mes que viene; que recéis el Rosario intercalando entre los Misterios la jaculatoria: ‘¡Oh Jesús mío!, perdónanos, líbranos del fuego del infierno, lleva todas las pobres almas al cielo, principalmente las más necesitadas.’ Quiero que aprendas a leer. Después os diré que más quiero”.

   Lucía pide la curación de un enfermo que le había sido recomendado y la Señora le responde,

   “Si se convierte, se curará durante el año”.

   ¡“Quería pedirle que nos lleve al cielo”!

   “Sí” – responde la Santísima Virgen – “a Jacinta y a Francisco voy a llevarles pronto. Pero tú has de quedar aquí algún tiempo. Jesús quiere servirse de ti para que me hagas conocer y amar. Quiere establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón. A quien la abrazare, le prometo la salvación; y estas almas serán amadas por Dios, como flores puestas por mí para adornar su trono.”

   ¿“He de quedarme acá solita”? – pregunta Lucía, entristecida con el pensamiento de perder la compañía de sus amiguitos.

   “No, hija”.

   Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas.

   ¿“Sufres mucho por eso? ¡Yo nunca te dejaré! Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te llevará a Dios”.

   “En el momento en que dijo estas últimas palabras” – continúa Lucía – “la Santísima Virgen abrió sus manos y nos comunicó por segunda vez el reflejo de la luz inmensa que la envolvía.

   “En ella nos vimos sumergidos en Dios. Jacinta y Francisco parecían estar en la parte que se elevaba hacia el Cielo, y yo en la que se difundía sobre la tierra. Delante de la palma de la mano derecha de Nuestra Señora había un Corazón cercado de espinas que se clavaban en él. Comprendimos que era el Inmaculado Corazón de María, ultrajado por los pecados de la humanidad, que quería reparación”.

   Todos vieron ahora que Lucía se levantó muy de prisa y con el brazo extendido decía - ¡“Miren, miren, allá va, allá val”!

   María da Capelinha informa que cuando Nuestra Señora subió del árbol, era como el silbido de un cohete distante. Ella continua: “Pero nosotros nada veíamos; solamente una nubecilla, a distancia como de un palmo de la rama, que iba subiendo muy despacio, caminando para adelante, hacia el oriente, hasta que se desvaneció del todo”.

   Los niños se quedaron callados, siempre con la vista en aquel punto, hasta que un poquito después dijo Lucía: ¡“Ahora ya no se ve!; ya ha entrado en el Cielo; ya se han cerrado las puertas”.

   Entonces la gente volvió a la encina milagrosa y cuál no fue su admiración al ver que los renuevos de la encina, que antes estaban todos rígidos, ahora estaban tumbados hacia el oriente, como se hubiesen sido pisados. Los testigos comenzaron entonces a arrancar ramitos y hojas de la copa de la encina, pero Lucía les recomendaba que las arrancasen de abajo, porque no fueron tocadas por Nuestra Señora. “Recemos el Rosario” – dijo alguien viendo que la gente comenzaba a desfilar, cada cual a su destino. Pero unas personas de más lejos dijeron: “Recemos sólo la Letanía y vamos rezando el Rosario camino de Fátima”.

   Cuando llegaron a Fátima era precisamente cuando la procesión en honor de San Antonio andaba por las calles. Luego se fue dando cuenta el pueblo, de la gente que de este lado venía, y a los que preguntaban de dónde venían les respondían que de Cova da Iría y que estaban muy satisfechos de haber ido allá. Muchos en la aldea tenían pena de no haber hecho lo mismo.

    María da Capelinha recuerda que esa tarde fue interrogada por sus hijas. 

“‘Sólo os diré que he tenido pena de que no hayáis estado allá’ – les dije. ‘Pues tenemos que ir allá el domingo’. Y decidieron ir y todas, en verdad, fueron allá. Estábamos rezando el Rosario al pie de la encina, cuando vimos pasar a dos personas diciendo: ‘Ah, ¡aún hay gente en el bajo, donde se apareció Nuestra Señora’! Nos escondimos en un matorral a ver lo que hacían. Traían flores, que las colocaron en las ramas de la encina y luego se pusieron también a rezar el Rosario. Desde entonces nunca he dejado de ir a Cova da Iría. En casa no tenía fuerzas para nada; venía hasta aquí todos los días, y apenas llegada, me sentía otra persona. Comencé a hacer una buena limpieza en torno de la encina arrancando matas. Quitaba las piedras, até una cinta de seda en una rama de la encina y fui yo la que le puse las primeras flores”.

   No todos que habían estado en la Cova da Iría salieron inmediatamente después de la Letanía. Algunos pocos se quedaron para preguntar los niños sobre los detalles de la aparición. Los pequeños revelaron lo que les había permitido decirse, pero guardaron en sigilo el resto. Serían las cuatro de la tarde cuando los tres niños se retiraron para casa, seguidos por este pequeño grupo de piadosos. Los transeúntes les ridiculizaron. Los pastorcitos no hicieron caso en cuanto a ellos, pero les parecía que la gente ridiculizaba a Nuestra Señora.

   ¿“Lucía, hoy también ha venido la tal mujercita a pasearse por encima de las encinas”?

   “Jacinta, ¿esta vez la Señora no os ha dicho nada”?

   ¿“Todavía estáis aquí? ¿Aún no habéis ido al Cielo”?

   Era con un suspiro de alivio que Jacinta cruzó el umbral de su casa.

   Allá, sin embargo, las preguntas siguieron. Sus hermanas le indagaron todo tipo de cosas, pero hecha sabia por la experiencia pasada, Jacinta contestó apenas con mucha cautela. ¡Cuánto deseaba ir a su madre y contar toda la historia, y que Nuestra Señora había prometido llevarle pronto al Cielo! No obstante, alguna fuerza misteriosa le hizo guardar silencio. Todos los tres niños se sentían obligados a mantenerlo en sigilo. Sobre un punto, sin embargo, Jacinta hablaba libremente: la belleza de la Señora, toda luz, todo oro resplandeciente.

   “Aquella Señora, ¿era tan bonita como fulana”? – le preguntaban las hermanas.

   “Mucho, pero ¡mucho más bonita”!

   ¿“Cómo la Santita que está en la iglesia y que tiene un manto con tantas estrellas”?

   “No, ¡mucho más bonita”!

   ¿“Cómo Nuestra Señora del Rosario”?

   “Aún ¡mucho más”!

   Y la madre y las hermanas le mostraban, como quien pasa revista, todos los santitos que tenían en el vestíbulo. Pero la belleza de la Señora que Jacinta había contemplado en Cova da Iría era infinitamente superior, no cabe comparación acá en la tierra. Pero ¿“qué es lo que ella os ha dicho esta vez”? – insistían.

   Entonces Jacinta, bajando la cabeza, repitió que era necesario rezar el Rosario… que la Virgen volvería…y que les había revelado un secreto, pero que no lo podían manifestar.

   ¡Un secreto! ¡Un secreto! Pero ¿qué secreto puede ser ese? A partir de ese momento Jacinta nunca más tuvo paz. Todos, fuera y dentro de casa, a excepción del padre, la apremiaban con preguntas para arrancarle el secreto. “Todas las mujeres querían saber lo que era” – nos dice el señor Marto – “pero yo sobre ese particular jamás le hice la menor pregunta. Lo que es secreto, es secreto y es preciso guardarlo. Recuerdo que una vez vinieron aquí unas señoras todas cargadas de oro.

   ¿‘Te gusta esto’? – decían a la niña, mostrándole collares y pulseras.

   ‘Me gusta’ – admitió la niña.

   ‘Entonces ¿Lo quieres’?

   ‘Sí’.

   ‘Pues ¡dinos el secreto’! y las señoras hacían intención de sacar las joyas. Pero la niñita, muy afligida, se puso a gritar: ‘Dejen, dejen, no saquen eso, ¡que yo no digo nada! Ni aunque me diesen el mundo entero, diría el secreto’”.

   Otro día vino la señora María Rosa de la Nieves con una sobrinita, y Jacinta estaba sola en casa. “Mira Jacinta” – le dijo la mujer – “dime el secreto y te doy esta linda hilera de cuentas de oro”.

   Con rostro contrariado respondió Jacinta:

   “Si me da Usted esa linda medalla que lleva al cuello su sobrinita, entonces se lo digo”.

   ¡“Ay!, esa no te la puedo dar porque es de ella.

   “Pero te la doy yo” – intercaló la sobrinita.

   Y Jacinta contestaba con la misma sonrisa maliciosa:

   “No se apure, ¡que no la quiero! Ni aunque me diese el mundo entero diría el secreto”.

   Al atardecer del día de la aparición, las hermanas de Lucía le apremiaban, intentando conocer sus secretos. Decepcionadas, le amenazaron con todo tipo de males. Hablaron de la interrogación venidera del Cura y del castigo si ella insistía en su silencio hasta con él. Asustada, la niña huyó a la casa de sus primos para avisarlos.

   “Mañana vamos a casa del señor Cura. Voy con la madre. Y mis hermanas me están metiendo con esto mucho miedo” – dijo Lucía.

   “Nosotros también vamos” – respondió Jacinta – “pero nada de esto nos ha dicho mama. ¡Paciencia! Si nos pegan, sufriremos por amor de Nuestro Señor y por los pecadores”.

   Sin embargo, la mañana siguiente cuando los niños llegaron a la rectoría, el Párroco y su hermana los recibieron amablemente. El Cura esperaba solucionar sus dudas. Pensó que, si Nuestra Señora realmente se hubiese aparecido, debería haber dado a los niños un mensaje importante, y juzgó que tenía derecho a conocerlo. Jacinta fue la primera en ser interrogada. Inclinó la cabeza ante el sacerdote en silencio completo. Francisco dijo apenas dos o tres palabras. Lucía, sin embargo, dijo al Párroco algo de lo que sucedió.

   “No es posible que Nuestra Señora venga del Cielo a la tierra sólo para decir que recen el Rosario todos los días, costumbre, por otra parte, casi general en la feligresía” – dijo el Párroco. “Además, que cuando se dan cosas como éstas, de ordinario Nuestro Señor manda a esas almas, a quienes se comunica, que den cuenta de lo ocurrido a sus confesores o párrocos y aquí, todo lo contrario, se retraen cuanto pueden. Esto puede ser un engaño del demonio: vamos a ver, el futuro nos dirá lo que hemos de pensar”.

   La reticencia de los niños había impedido al Cura darse cuenta de la importancia universal de las apariciones. Quizás su juicio hubiese sido otro, si Lucía se hubiera mostrado más abierta con él y le hubiera referido algo más de lo que la Santísima Virgen le comunicaba. Por lo menos habría solucionado las dudas del Párroco y recuperado la paz. Los niños y el Párroco estaban prendidos en un torbellino. La profecía de Nuestra Señora a Lucía también aplicó al Párroco, “Tendréis mucho que sufrir”.

   Cuando Lucía salió de la rectoría, estaba muy inquieta y preocupada. “Y ¿si fuese verdad”? – se decía para sí – ¿“Si el señor Cura tuviese razón”? La niña se perturbaba terriblemente. “Comencé entonces a dudar si serían manifestaciones del demonio, que procuraba por este medio perderme, y como había oído decir que el demonio siempre traía la guerra y el desorden, comencé a pensar que, a la verdad, desde que veía estas cosas, no había alegría ni bienestar en nuestra casa. ¡Qué angustia la mía! Manifesté a mis primos mi duda; Jacinta respondió: ‘No es el demonio, no. El demonio, dicen que es muy feo y que está debajo de la tierra, en el Infierno, y aquella Señora es muy bonita y nosotros la hemos visto subir al Cielo’”.

   Pobrecita Lucía no podría solucionar las dudas que tenía. Tan agitada estaba, que llegó al punto de considerar diciendo que todo había sido una mentira. Sus ángeles consoladores Jacinta y Francisco, que estaban siempre a mano para fortalecerla, le decían: ¡“No hagas eso! ¿No, ves que ahora es cuando vas a mentir y que mentir es pecado”?

   Y con las palabras de aliento, el cielo de Lucía se serenaba nuevamente. Pronto, no obstante, volvería la tempestad: le obcecaba la idea de ser juguete del demonio. Contribuyó a confirmarla en este su juicio y a aumentarle las tinieblas del espíritu un sueño que tuvo una noche: “Vi al demonio que, riéndose de haberme engañado, hacía esfuerzos para arrastrarme al Infierno. Al verme en sus garras, comencé a gritar de tal forma, llamando a Nuestra Señora, que desperté a mi madre. Ella me llamó, afligida, preguntándome qué tenía. No me acuerdo lo que le contesté, De lo que me acuerdo es que aquella noche ya no pude dormir, pues me quedé muerta de miedo”.

   Los únicos momentos de paz eran los que Lucía gozaba con sus primos en Cova da Iría, al pie de la encina.


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